29

Yacía en una cama atrapada en un caos de conversaciones que parecían girar en torno a mí. Me recordó los viajes en coche de mi infancia, cuando escuchaba el zumbido suave y lánguido de la charla de los adultos en los asientos delanteros mientras yo dormitaba detrás. Experimenté la misma dulce certidumbre de que si conseguía permanecer inmóvil, haciéndome la dormida, otros asumirían la responsabilidad del viaje. Sentí a un lado de la cabeza el contacto de algo plano y frío que me causó un escozor tan intenso que dejé escapar un silbido. Alguien me puso en la mano una bolsa de hielo envuelta en un paño y me animó a sostenerla yo misma a una presión que me resultase tolerable.

Entonces llegó el médico del hotel, que dedicó un tiempo desmedido a comprobar mis constantes vitales y asegurarse de que recordaba mi nombre, sabía qué día era y cuántos dedos mantenía en alto, que variaba a fin de confundirme y engañarme. Hablaron de la conveniencia de llamar a unos enfermeros, lo que rehusé. Al cabo de un momento había en la habitación otros dos hombres. Deduje que uno era el jefe de seguridad del hotel, un caballero robusto y trajeado con una solapa un tanto arqueada. Al ver algo de cuero esperé que fuese una pistolera, y no un aparato ortopédico para la espalda. La idea de tener cerca a un hombre armado resultaba reconfortante. Era un poco calvo y rollizo de cara, de bigote poblado y canoso, y debía de rondar los sesenta años. Imaginé que el hombre que lo acompañaba formaba parte del equipo de dirección del hotel. Volví ligeramente la cabeza. Un tercer hombre apareció en la puerta walkie-talkie en mano. Estaba delgado, tenía más de cuarenta años, y casi con toda seguridad llevaba peluquín. Entró y conversó con los otros dos.

El hombre de cara rolliza y bigote se presentó:

—Soy el señor Fitzgerald, del servicio de seguridad del hotel. Estos son mi compañero, el señor Preston, y el gerente, el señor Shearson. ¿Cómo se encuentra?

—Bien.

Fue una respuesta absurda porque estaba tendida de espaldas con un chichón muy doloroso. Alguien me había descalzado y tapado con una manta que no me abrigaba lo suficiente.

El gerente se inclinó hacia Fitzgerald y le habló como si yo no estuviese presente.

—Lo he comunicado a la corporación. El abogado recomienda que le hagamos firmar un documento de renuncia para descargarnos de toda responsabilidad… —Me miró y bajó la voz.

El walkie-talkie emitió un chirrido. El señor Preston salió al pasillo y mantuvo su conversación donde yo no pude escucharlo. Cuando regresó al cabo de un momento, comentó algo con Fitzgerald, pero en tono tan apagado que no oí nada. El gerente se disculpó y, después de una breve charla con el señor Preston, se marchó.

Hice el esfuerzo de adivinar dónde me encontraba. Al parecer, me habían acomodado en una habitación vacía del hotel, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí. Era tan poco consciente de lo ocurrido que bien podían haberme llevado a rastras por los pasillos agarrada de los talones. Veía un escritorio, un sofá, dos butacas tapizadas y el armario Art Decó que contenía el minibar y el televisor. Yo nunca me había alojado en un hotel de esa categoría, así que todo me parecía nuevo. La dirección del Paraíso de Reno podía aprender del hotel Neptune en cuanto a interiorismo. Me arreglé la bolsa de hielo y pregunté:

—¿Qué le ha pasado a Marty?

—No lo sabemos —respondió Fitzgerald—. Han conseguido sacarlo del edificio sin que nadie lo viera. Le he pedido al encargado del aparcamiento que comprobase si estaba su coche, pero ya lo había reclamado alguien. Nadie recuerda al conductor, así que ignoramos si el señor Blumberg se ha marchado solo o en compañía de unos individuos que lo han secuestrado.

—Pobre hombre… —Me apiadé de él.

—La policía está hablando con la mujer que la acompañaba. Les gustaría hacerle unas preguntas cuando esté en condiciones.

—Cómo no. Pero no recuerdo gran cosa —contesté.

La verdad era que no estaba para conversaciones. Tenía frío. Sentía una punzada en la cabeza con cada latido. Me dolía el abdomen. No tenía la menor idea de qué les contaría Reba, pero sospechaba que su sinceridad dejaría mucho que desear. La situación era demasiado complicada para explicarla, sobre todo porque yo no sabía qué consideraban confidencial los federales. Estaba muy preocupada por Marty. Al verlo por última vez, con la mejilla herida y la sangre corriéndole por la cara, parecía un hombre resignado a su destino, como si fuera arrastrado a la cámara de gas junto a su sacerdote. Me obsesionaba la expresión de miedo en su mirada, como si supiera de antemano que le esperaba algo mucho peor. Hubiera querido rebobinar la película, volver a vivir los hechos para encontrar una manera de ayudarlo.

Fitzgerald dijo algo que no capté. Me aparté la bolsa de hielo y miré el paño de felpa empapado con los bucles teñidos de rojo por la sangre. Lo doblé de nuevo y me lo llevé a la cabeza maltrecha, apoyándomelo por otra parte para volver a notar el frío. Temblaba, pero me sentía incapaz de pedir otra manta.

—Perdone. ¿Podría repetirlo? —dije.

—¿Había visto antes a esos hombres? —inquirió Fitzgerald.

—No que yo recuerde. Pensaba que iban a reunirse con alguien. Venían derechos hacia nosotros, pero fue como cuando un desconocido saluda con la mano en dirección a ti. Te vuelves y miras atrás, dando por supuesto que no es a ti a quien llama. Quizá Reba lo recuerde mejor que yo. ¿Puedo hablar con ella?

El hombre dudó, deseando presionar para obtener más información sin olvidar la responsabilidad del hotel, que debía mostrarse compasivo e interesado.

—La dejaré entrar en cuanto la policía termine.

—Gracias.

Volví a cerrar los ojos. Me vencía el cansancio y pensaba que ya nunca querría levantarme de aquella cama. De pronto, sentí un contacto en el brazo. Reba se había sentado en una butaca que había arrimado a la cama. Fitzgerald había abandonado la habitación.

—Reba, ¿adónde ha ido Fitzgerald? —dije.

—¿Quién sabe? —contestó—. Le he dicho a la policía que llamen a Cheney y él los pondrá al corriente. Preferiría no meter la pata con el FBI. ¿Te duele la cabeza?

—Sí. Échame una mano. Veremos si puedo estar sentada sin desmayarme ni vomitar.

Extendí un brazo. Ella me sujetó y me ayudó a incorporarme. Aparté la manta y apoyé la otra mano en la mesilla para mayor estabilidad. En realidad, no estaba tan mal como pensaba.

—No planearás ir a ningún sitio, ¿verdad? —comentó Reba.

—No hasta que no sepa en qué condiciones estoy. ¿Habías visto antes a esos hombres?

La chica vaciló.

—Creo que sí. En aquella furgoneta cuando veníamos de Reno. Deben de ser unos matones que trabajan para Salustio. Beck le habrá informado de que me llevé sus veinticinco mil dólares.

—Pero ¿por qué han secuestrado a Marty? Él no tuvo nada que ver.

—No sé qué está pasando. Pero ahora me arrepiento de haberle dicho a Marty que los federales estrechaban el cerco. Sólo sirvió para que se asustase y huyese. Más le habría valido que lo detuvieran. Al menos estaría a salvo.

—¿De qué era el resguardo que te ha dado?

—No lo sé. —Parpadeó—. Me había olvidado de eso. —Revolvió en el bolso, lo sacó y lo volvió de uno y otro lado—. Una consigna del hotel. Hablaré con el portero para ver de qué se trata. ¿Estás bien como para quedarte sola? No tardaré.

—Espérame en el vestíbulo. Bajaré después de hablar con la policía.

—Perfecto —dijo Reba.

En cuanto se fue, me encaminé hacia el cuarto de baño, donde me lavé la cara y puse la cabeza bajo el grifo para limpiarme la sangre seca adherida al pelo. Tomé una toalla y, con suaves toques, me sequé lo suficiente para peinarme. La verdad era que, una vez de pie, me sentía mejor de lo que esperaba.

El agente vestido de uniforme me encontró sentada en una butaca bastante restablecida. Rondaba la veintena, tenía buen aspecto, semblante serio y hablaba con un ligero ceceo que le daba encanto. Le conté cuanto sabía mientras él tomaba nota en su bloc. Repasamos la secuencia de los acontecimientos hasta que consideró que ya le había narrado lo que recordaba. Le di mi dirección de Santa Teresa y mi número de teléfono, así como el de Cheney. Me entregó una tarjeta y me dijo que podía solicitar una copia de la denuncia escribiendo a la Sección de Informes, aunque tardaría unos diez días en tramitarse.

Tan pronto como se marchó y cerró la puerta, me puse las zapatillas. Doblar el cuerpo para atarme los cordones no fue fácil, pero me las arreglé. Agarré el bolso, salí, localicé los ascensores y bajé.

En el vestíbulo miré hacia al mostrador del portero esperando ver a Reba. Pero no estaban allí ni el portero ni Reba. Había hablado con el agente durante diez minutos largos, así que no me sorprendió que hubiese recogido ya lo que Marty le había dejado. Eché un vistazo en la coctelería, el servicio de señoras y el pasillo cercano a los teléfonos públicos. Miré en la tienda de regalos y el quiosco contiguo. ¿Dónde se había metido? Yo esperaba encontrarla, y me molestaba sobremanera que se hubiese alejado sin decir nada. Me quedé sentada en el vestíbulo seis o siete minutos y después salí. El portero etiquetaba unas maletas. Cuando terminó, dije:

—Busco a una amiga. Es menuda y morena. Ha bajado hace un rato con un resguardo para…

—Así es. Ha recogido la maleta con ruedas y se ha marchado.

—¿Sabe adónde ha ido?

El portero negó con la cabeza.

—Lo siento. Lamento no poder ayudarla.

Se disculpó para atender a un cliente y me dejó allí plantada, sumida en la mayor perplejidad. ¿Y ahora qué iba a hacer?

Un aparcacoches se llevó el vehículo de un huésped que acababa de llegar. Al cerrar la puerta, vio que yo lo miraba. Era el chico que nos había recibido.

—¿Busca a su amiga? —dijo.

—Sí.

—Se le ha escapado por muy poco.

—¿Cómo que se me ha «escapado»?

—El portero le ha llamado un taxi hace unos minutos.

—¿Se ha ido del hotel? ¿Adónde?

—No lo he oído. Le ha dado instrucciones al taxista y se han marchado.

—¿Iba sola?

—Eso parecía. Llevaba una maleta, así que quizá se dirigía al aeropuerto.

—Gracias.

«¿Y ahora qué?», me exasperé.

No entendía qué se traía entre manos. Estaba impaciente por lanzarme a la carretera, pero ¿cómo podía abandonar el hotel si no tenía la menor idea de dónde estaba Reba o si se proponía regresar? ¿Había actuado movida por un impulso o pretendía escabullirse desde el momento mismo en que salimos de Reno? Me parecía oportuno esperar allí un rato, al menos hasta convencerme de que se había marchado definitivamente.

Entretanto, debía de haber algo que pudiese hacer. Volví al vestíbulo, donde tomé asiento en la misma silla que había ocupado cuando llegamos. Cerré los ojos y reproduje la secuencia de los acontecimientos de principio a fin. Me representé a Reba camino del mostrador. Había sacado un sobre marrón del bolso, había escrito algo en él y se lo había entregado al conserje. Luego había pedido y recibido un sobre. ¿A qué conclusión podía llegar?

Me puse en pie y me acerqué a la conserjería. Sólo había un hombre de servicio —Carl, decía su placa de identidad—, quien estaba reservando una mesa para la cena a petición de un elegante caballero de edad madura. Esperé mi turno. En cuanto se fue el caballero, Carl se volvió hacia mí con cierto asombro, posando la mirada en el lado de mi cabeza, donde imaginé un chichón del tamaño de un huevo.

—¿En qué puedo servirla? —dijo.

—¿Podría hablar con el gerente? —Fue mi petición.

—Veré qué puedo hacer. ¿Está usted hospedada en el hotel?

—No, pero parece que tengo un pequeño problema y quizá necesite su ayuda.

—Entiendo. ¿Y sabe él de qué asunto se trata?

—Probablemente no. Dígale que me llamo Millhone.

Sin apartar de mí la mirada, Carl tomó el auricular de su mostrador y marcó un número de teléfono. Cuando descolgaron al otro lado de la línea, se volvió y conversó cubriéndose la boca con la mano como quien intenta parecer bien educado mientras se hurga los dientes en público.

—Estará con usted dentro de un momento —informó.

—Gracias.

Sonrió y desvió la vista. Durante unos minutos permaneció ocupado con un libro de contabilidad y el teléfono. Hice ademán de hablar, pero levantó un dedo —dando a entender: «Un minuto, por favor»— y prosiguió con su tarea. ¿Estaban andándose con evasivas? Recordé el comentario del gerente acerca de la responsabilidad del hotel a la luz del (presunto) secuestro de Marty y la agresión que yo había sufrido. Quizás había llamado a la corporación, y su jefe, o el jefe de su jefe, le había advertido que eludiese cualquier contacto conmigo. Todo lo que dijese podía ser utilizado contra el hotel en un juzgado. Era como si yo tuviese en la frente un letrero intermitente: DEMANDA DEMANDA DEMANDA.

—Disculpe, caballero… —empecé a decir.

—Si desea tomar asiento, el gerente no tardará en venir.

Empleó un tono amable, pero en esta ocasión no me miró siquiera. Tomó un fajo de papeles, lo golpeó contra el mostrador para alinear las puntas y entró en la oficina como si lo aguardase una misión relacionada con la seguridad nacional.

Irritada, noté que mi ángel malo se posaba en el hombro. El sobre marrón que Reba había dejado antes seguía en el casillero a un metro y medio de mí. Desde donde yo estaba, veía el nombre de Marty escrito en tinta negra con gruesos trazos. «Allá voy», me dije. Me acerqué al mostrador y llamé la atención de un recepcionista ocioso, un chico de unos veinte años con pinta de estar en periodo de prueba.

—Sí, señora. ¿Puedo ayudarla?

—Eso espero. Soy la señora Blumberg. Mi marido y yo estamos alojados en el hotel. Ha dicho que me dejaría un paquete y creo que es ese. —Señalé el sobre.

El recepcionista lo tomó.

—¿Es usted Marty? —Comprobó el nombre.

—Sí.

Me lo entregó, contento de ser útil. También yo estaba contenta.

—Gracias.

Fui al servicio y me encerré en un retrete. Me senté en la taza del váter, a pesar de que no tenía tapa. En las penitenciarías se retiran las tapas de váter para prevenir intentos de suicidio, aunque cuesta imaginar el procedimiento mediante el cual alguien se ahorcaría con una tapa, y más aún teniendo en cuenta esa ingeniosa brecha que separa las dos mitades. En algunas instituciones ni siquiera debe retirarse la tapa, ya que se instala un inodoro de una sola pieza sin cisterna, de acero inoxidable. Apoyé el pie en la puerta por miedo a que el recepcionista irrumpiese y armase un alboroto acusándome de posesión ilegal. El sobre abultaba y pesaba como un par de libros de bolsillo. La solapa estaba pegada, pero tiré de ella hasta que se desprendieron las dos líneas de adhesivo. Miré dentro.

Aquel era el ejemplo perfecto de por qué nunca podré dejar de mentir descaradamente. Tengo comprobado que las trolas y otros engaños suelen proporcionar las más notables recompensas. Dentro del sobre encontré lo siguiente: un pasaporte de Estados Unidos, expedido a nombre de un tal Garrisen Randolph pero con fotografía de Martin Blumberg; un carnet de conducir de California a nombre de Garrisen Randolph, con una versión un poco reducida de esa misma fotografía. Constaba como dirección el código postal 90024 de Los Ángeles, que de hecho correspondía a Westwood. Sexo: varón. Pelo: castaño. Ojos: castaños. Estatura: 1,78. Peso: 123 kilos. Fecha de nacimiento: 25-08-42, esta última escrita en rojo. Encima de la fotografía, también en rojo, aparecía la fecha de caducidad: 25-08-90. Además contenía una tarjeta American Express y una MasterCard a nombre del mismo Garrisen Randolph, junto con un certificado de nacimiento del condado de Inyo, California.

Naturalmente, aquellos eran los documentos falsificados que Reba había robado del cajón oculto en el escritorio de Alan Beckwith. El nombre que en ellos constaba era una variación de Garrison Randell, probablemente para evitar que una búsqueda por ordenador detectase la coincidencia. En principio, Marty podía abandonar el país cuando le viniese en gana y sin levantar sospechas. No me cabía duda de que el trabajo era obra de Misty Raine. Reba me había contado que Misty, gracias a su redescubierto talento para la falsificación, había reunido la pasta necesaria para aquel descomunal par de tetas. Casi con toda seguridad el individuo con quien se había encontrado en el restaurante del hotel Silverado le suministraba tarjetas de crédito y sellos falsos.

Pero ¿a qué conclusión podía llegar? Unos documentos falsificados como aquellos costaban una fortuna. Reba lo había organizado todo, pero ¿a cambio de qué? Obviamente, ella y Marty tenían un trato. Y yo ya entendía qué era lo que él obtenía, pero ¿de qué modo se beneficiaba ella? Pensé en el sobre que le habían entregado en conserjería. Tal vez él le había dado los veinticinco mil dólares que necesitaba para pagar a Salustio. Pero quedaba por explicar la cuestión de la maleta, su contenido. Miré el reloj. Ya eran cerca de las seis. Guardé el sobre marrón en el bolso y salí del servicio.

Subí en ascensor a la octava planta. Como preveía, el pasillo estaba salpicado de los carritos de las camareras. Muchos clientes habían salido a cenar o a pasar fuera la velada. Las camareras iban de una habitación a otra vaciando las papeleras, cambiando las toallas, avituallando los minibares y abriendo las camas. Aguardé hasta que una de ellas entró en la habitación de Marty y corrí hacia allí por el pasillo. Me detuve junto al carrito, donde encontré una caja de guantes de látex desechables. Metí un par en mi bolso y llamé a la puerta. Me preguntaba si la policía habría registrado la habitación. Quizá no, ya que no había precinto.

La camarera, que en ese momento enrollaba el extremo del grueso edredón dándole forma de caramelo gigante, levantó la vista.

—Perdone que la interrumpa —la abordé—, pero ¿le importaría terminar lo que está haciendo más tarde? He quedado para cenar dentro de veinte minutos y aún tengo que vestirme.

Se disculpó con un susurro, tomó la bolsa de plástico con suministros y salió de la habitación.

Colgué en el pomo exterior el cartel de SE RUEGA NO MOLESTAR, me puse los guantes e inicié el registro. Marty debía de llevar encima la cartera, la llave de la habitación y otros objetos personales cuando los dos hombres lo agredieron. Revisé la maleta rígida que había dejado abierta sobre la banqueta: ropa interior, camisas, calcetines, artículos de aseo que no había colocado en la repisa del cuarto de baño. Abrí la puerta del armario y busqué en los bolsillos de los pantalones que había dejado. Todos vacíos. Entonces llevé a cabo un registro sistemático de los colgadores, pero sólo contenían lo que cabía esperar: trajes, pantalones, cinturones, zapatos. Aparte de eso y la bata del hotel, no había más ropa en el armario, ni indicio alguno de la caja fuerte con combinación de cuatro dígitos que solía haber en las habitaciones de los hoteles.

Inspeccioné el cuarto de baño, mirando incluso debajo de la tapa de la cisterna, pero no hallé nada. Abrí los cajones del tocador y deslicé las manos en el interior. También vacíos. Saqué cada cajón cuanto daba de sí, por si había algo adherido debajo o detrás. Cuando llegué a la mesilla de noche, repetí la misma rutina. Saqué una Biblia. Dentro, tras la portada, encontré un pasaje de Delta Air Lines, sólo ida, a Zúrich en primera clase a nombre de Garrisen Randolph. El avión salía a las nueve y media de la mañana siguiente.

Coloqué el pasaje otra vez entre las hojas, devolví la Biblia al cajón y lo cerré. Dudaba que Marty regresase pero, por si acaso, el pasaje estaría allí esperándolo. Me quité los guantes, retiré el cartel de SE RUEGA NO MOLESTAR y lo colgué dentro. Bajé en ascensor, entré en el quiosco y compré tres dólares en sellos, que pegué en el sobre marrón. Escribí mi dirección bajo el nombre de Marty y luego pellizqué el adhesivo para fijar el cierre. Me senté con la conserjería a la vista y esperé a ver si Carl seguía de servicio. Transcurrieron diez minutos sin que yo lo viera. Una mujer elegantemente vestida, con una placa de identificación prendida de la solapa, lo había relevado.

Me acerqué al mostrador. La conserje, con una sonrisa debidamente neutra y profesional, parecía competente.

—Sí, señora —dijo.

Puse el sobre encima del mostrador.

—Desearía dejar esto para el señor Blumberg, de la habitación 817, pero quería saber si es posible adjuntar una nota. Si no lo ha recogido mañana por la tarde, agradecería que alguien lo echase al buzón.

—Naturalmente.

Escribió la nota correspondiente y la sujetó con un clip en la esquina del sobre.

—¿No tendrá una grapadora? —pregunté—. La solapa se ha levantado.

—No hay problema.

Alargó el brazo detrás del mostrador y sacó una grapadora.

La observé mientras grapaba repetidas veces la esquina del sobre, cerrándolo firmemente. Lo devolvió al casillero donde había estado antes. Le di las gracias y, para mis adentros, elevé una plegaria por la supervivencia de Marty.

A las siete y cuarto apoquiné veinticinco dólares al portero y recuperé el VW. Me dirigí al oeste por Sunset Boulevard hasta el acceso a la 405 en dirección norte, donde ascendí la larga cuesta hacia el valle y empecé a descender por el otro lado. En cuanto llegué a la 101, enfilé hacia casa.