28

En la carretera, Reba toqueteó la radio hasta encontrar una emisora que no sonaba como si emitiesen desde Marte. De modo que escuchamos canciones country mientras yo jugaba al corre que te pillo con los mismos tres vehículos: una furgoneta con chasis de campera, una caravana y un camión de mudanzas en que viajaban un par de estudiantes universitarios. Primero uno rebasaba mi VW, luego el siguiente, y después yo adelantaba a uno de ellos, una especie de juego que nos tuvo entretenidos. En el fondo, me preguntaba si Beck o Salustio nos seguían, pero no se me ocurrió cómo podían habernos localizado.

En el cruce de la 395 con la 14, los chicos del camión siguieron recto, mientras que nosotras nos desviamos por la 14 en dirección sudoeste. Finalmente accedimos a la autovía de San Diego y continuamos hacia el sur. Para entonces, el camión había desaparecido y no se veía el menor rastro de la furgoneta con chasis de campera. «Qué extraño», pensé.

Eran casi las tres cuando dejamos la autovía en Sunset Boulevard, doblamos a la izquierda y continuamos hacia el este a través de Bel Air hasta llegar a Beverly Hills. Reba, metida en el papel de copiloto, comprobó los nombres de las calles, aunque en realidad no era necesario. Unas manzanas más allá de Doheny Street asomó el Hotel Neptune, un prodigio de Art Decó que remedaba el Empire State Building, estrechándose hasta lo alto. Había leído un artículo sobre el hotel en un número de Los Ángeles Magazine. La finca había sido ampliada recientemente con dos extensas parcelas de terreno, una a cada lado, lo que permitió la creación de una espectacular entrada y un aparcamiento para los huéspedes. Un cambio de nombre y las reformas multimillonarias habían dado impulso al viejo hotel y le habían devuelto su anterior esplendor. Desde entonces se había convertido en el nuevo destino de moda para numerosas estrellas del rock, actores y turistas con ganas de estar a la última.

Detuve el coche en la amplia entrada semicircular, ocupando el sexto lugar en la cola detrás de dos largas limusinas, un Rolls Royce, un Mercedes y un Bentley. Llegamos todos de golpe. Un aparcacoches y dos o tres botones de uniforme rondaban a cada vehículo, ayudando a los huéspedes a salir de los coches y descargando un bulto tras otro de los maleteros abiertos para colocarlos en los carritos de equipaje metálicos. Un portero vestido con librea y guantes blancos hizo sonar un silbato para llamar a un taxi, que pasó por mi izquierda y paró delante. Dos clientes con aspecto de vagabundos entraron en el taxi, que se alejó al momento.

—Esto es absurdo —protestó Reba—. ¿Por qué no entro yo un momento y ya está?

—Ni hablar. No quiero perderte de vista.

—¿Qué te crees? —exclamó—. ¿Que voy a escabullirme por la parte trasera y te dejaré aquí sola?

Como esa era precisamente mi sospecha, no me molesté en contestar. Cuando nos llegó el turno, entregué las llaves al aparcacoches mientras Reba lo deslumbraba con una sonrisa y le ponía un billete doblado en la palma de la mano.

—¿Qué tal? —saludó—. Volveremos en dos minutos.

—Tendré el coche listo.

—Gracias.

Reba entró en el hotel balanceando las tetas y exhibiendo sus esbeltas piernas bajo el pantalón corto. El aparcacoches estaba tan concentrado en comérsela con los ojos que por poco se le cayeron las llaves al suelo.

El interior del hotel era un pastiche de mármol verde oscuro y espejos, apliques, candelabros y macetas con palmeras. La alfombra tenía distintos matices de verde y azul, y unas olas estilizadas que formaban parte de la decoración náutica. Como no era de extrañar, el Dios romano Neptuno aparecía representado en unos enormes bajorrelieves de estuco y colores dorados: ahora abriéndose paso con su carro a través de las aguas o blandiendo el tridente para contener las inundaciones, ahora rescatando a una ninfa de un sátiro. Un surtidor de cristal de cinco pisos irradiaba luz artificial. Las sillas eran de madera clara y las escasas mesas estaban lacadas en negro. Una ancha escalera de mármol ascendía en curva hacia el entresuelo, donde vi unos pedestales negros empotrados en hornacinas verdes acanaladas, y sobre cada uno de ellos, una urna con flores frescas.

Contra las paredes curvilíneas del vestíbulo había unos bancos forrados de una tela cuyo dibujo imitaba las algas fluctuantes. Unas melodías pegadizas sonaban a niveles casi subliminales. Frente al mostrador de recepción revestido de mármol se habían formado dos colas: clientes registrándose o bien clientes recogiendo mensajes, que aprovechaban para charlar con los empleados.

Reba se detuvo para orientarse y de pronto dijo:

—Tú espera aquí.

Tomé asiento en una silla de respaldo curvo, una de las cuatro dispuestas en torno a una mesita de cristal esmerilado. En el centro se alzaba un cuenco de vidrio en el que flotaban unas gardenias. Reba se encaminó hacia el conserje, un hombre de mediana edad vestido con esmoquin. El mostrador constaba de una sinuosa curva de taracea orlada de cromo con una superficie de cristal verde iluminada sutilmente desde el suelo. Sacó un sobre marrón del bolso, anotó algo en él y se lo entregó al conserje. Tras una breve conversación, el hombre colocó el sobre en un casillero adosado a la pared, detrás del mostrador. Reba le hizo una pregunta. El conserje consultó sus carpetas y extrajo un sobre blanco, que le dio a ella. Reba lo guardó en el bolso, fue al teléfono de comunicación interior, tomó el auricular para hablar con alguien y acto seguido regresó.

—Hemos quedado en la coctelería del hotel —me informó.

—Enhorabuena. ¿Puedo acompañarte?

—Claro. Pero no te pases de lista.

La coctelería se encontraba en el lado opuesto del vestíbulo, frente a los ascensores. La barra era una curva aerodinámica revestida de paneles de cristal que tenían grabados arrecifes de coral, criaturas marinas y diosas en distintos grados de desnudez. Ocupaba un espacio extenso y oscuro, realzado por la iluminación indirecta de una vela en el centro de cada mesa. Estaba casi vacío, pero supuse que en menos de una hora empezaría a llenarse de clientes del hotel, jóvenes actrices en ciernes, busconas y gente del mundo de los negocios.

Reba eligió una mesa cerca de la puerta. Eran sólo las 15:10 pero, conociendo a Reba, sin duda estaba ya lista para tomar una copa. Una camarera con un ajustado chaleco de raso color dorado, pantalón corto a juego y medias de malla también doradas sirvió unas copas a una mesa próxima y luego se acercó a nosotras.

—Esperamos a otra persona —dijo Reba.

—¿Quieren pedir ya o vuelvo más tarde?

—Mejor nos sirves ya.

La camarera me miró.

—Tomaré un café —dije pensando en el viaje. Siendo sábado, al menos no encontraríamos el tráfico de hora punta, pero aún nos quedaban dos horas de trayecto.

—¿Y usted?

—Martini con vodka y tres olivas; para mi amigo, un whisky doble.

La camarera se dirigió hacia la barra.

—No lo entiendo —comenté—. Sabes que beber es una violación de la libertad condicional. Si Holloway se entera, se te echará encima como una tonelada de ladrillos.

—No exageres. Sería mucho peor que tomase drogas.

—Pero estás haciendo todo lo demás. ¿No quieres conservar la libertad?

—Era más libre cuando estaba en la cárcel. No bebía, ni fumaba, ni me drogaba, ni follaba con ningún gilipollas. ¿Sabes qué hacía? Mejoré mis conocimientos informáticos, aunque parezca mentira aprendí a tapizar una silla… Leí libros e hice amigas de esas que darían la vida por mí. No supe lo feliz que era hasta que salí a este mundo de lameculos. Holloway me trae sin cuidado. Por mí, puede hacer lo que le venga en gana.

—Yo no tengo inconveniente —dije—. Es tu problema.

Reba mantenía la mirada fija en los ascensores, enfrente de nosotras. Sobre cada ascensor pendía una medialuna de metal con una saeta móvil que señalaba el movimiento de los ascensores arriba y abajo. El último ascensor de la hilera se detuvo en la octava planta y al cabo de un momento inició el descenso. Se abrieron las puertas y apareció Marty Blumberg. Reba agitó la mano; él se encaminó hacia nuestra mesa. Ella ladeó la cara para que la besase en la mejilla.

—Tienes buen aspecto —dijo Marty.

—Gracias. Tú también.

Marty apartó una silla y me miró de pasada.

—Encantado de volver a verte —saludó, y de inmediato concedió su atención a Reba—. ¿Ha ido todo bien?

—Somos de fiar. He dejado una cosa para ti en recepción. Gracias por esto —dijo Reba dando unas palmadas a su bolso.

Marty se llevó una mano al bolsillo de la americana y sacó un resguardo que deslizó encima de la mesa.

—¿Para qué es esto?

—Sorpresa. Un pequeño extra —respondió él.

Reba echó una ojeada al resguardo y se lo metió en el bolso.

—Espero que sea algo bueno.

—Creo que te gustará. ¿Cómo vais de tiempo? ¿Queréis cenar conmigo?

Abrí la boca con la intención de protestar, pero, para mi sorpresa, Reba arrugó la nariz y se excusó:

—Mejor que no. Kinsey está impaciente por llegar a casa. Quizás en otra ocasión.

—Como digáis. Por mí que no quede.

Marty sacó un paquete de tabaco y lo dejó sobre la mesa. Sin preguntar, Reba tomó un cigarrillo, que movió entre los dientes para pedir fuego. Marty cogió una caja de cerillas del hotel, prendió una, acercó la llama al pitillo de Reba y luego se encendió uno para él.

La camarera volvió con nuestras bebidas y dejó la cuenta junto al codo de Marty. Reba tomó un sorbo de su Martini y cerró los ojos, paladeando el vodka con tal veneración que casi yo misma lo saboreé. Los dos se enfrascaron en una conversación intrascendente. A mí me incluyeron de manera tangencial, pero puedo dar fe de que fue una charla muy contenida, una sucesión de temas dispersos sin demasiado sentido. Bebí dos tazas de café mientras ellos apuraban sus copas y pedían otra ronda. Ninguno de los dos parecía ebrio. Marty tenía la cara más sonrojada que la vez anterior, pero no había perdido el control. Finalmente el humo de sus cigarrillos empezó a ponerme nerviosa. Me disculpé y me retiré al servicio de señoras, donde desperdicié todo el tiempo que consideré prudente antes de regresar a la mesa. Volví a sentarme y lancé una ojeada al reloj con disimulo. Llevábamos tres cuartos de hora en el bar del hotel y yo estaba ya preparada para salir a la carretera.

Reba se inclinó y apoyó una mano en el brazo de Marty.

—Tendríamos que ir yéndonos. Voy un momento al servicio y os espero fuera. —Tras ladear la copa y sorber el resto de su bebida, se encaminó hacia los servicios masticando una aceituna.

Marty calculó la propina y cargó la cuenta a la habitación 817.

—¿Desde cuándo estás aquí? —pregunté.

—Hace un par de días.

—Entonces deduzco que no vuelves con nosotras.

—Diría que no —dijo risueño.

Personalmente no le veía la gracia, pero lo que él y Reba se traían entre manos, fuera lo que fuese, le había infundido una gran seguridad en sí mismo.

—¿Qué pasó con el teléfono? ¿Te lo habían pinchado?

—No lo sé. Decidí no quedarme a averiguarlo.

Se guardó el ticket en el bolsillo, se levantó y me retiró la silla cortésmente. Nos dirigimos juntos a los ascensores y permanecimos callados mientras esperábamos a Reba. Ella salió del servicio, al otro lado del vestíbulo. Marty siguió mi mirada. Advertí de pronto que desviaba la atención hacia nuestra izquierda. Dos hombres vestidos con pantalones de algodón y chaquetas sport atravesaban el vestíbulo con paso resuelto. Pensé que debían de ir hacia la coctelería. Me volví y miré atrás esperando ver cuál era la causa de semejante urgencia. Marty se hizo a un lado para apartarse de su camino. Uno de ellos detuvo las puertas del ascensor más cercano antes de que se cerrasen. Entró y extendió la mano para sujetar la puerta y dar tiempo a su amigo. El segundo hombre tropezó con Marty, que exclamó:

—¡Eh, cuidado!

El hombre lo agarró del brazo, y con el propio impulso de su avance lo obligó a entrar por delante de él en el ascensor. Marty se sacudió y forcejeó para zafarse. Tal vez lo habría logrado, pero uno de sus agresores le puso una zancadilla. Marty cayó de espaldas y, al ver venir un brutal puntapié, se llevó los brazos a la cara para protegerse. El zapato hizo impacto con un sonido húmedo y espeso y le abrió una brecha en la mejilla. El otro hombre pulsó el botón. En ese momento, antes de que las puertas se cerrasen, Marty y yo cruzamos una mirada.

—¡Marty! —grité.

Las puertas se cerraron y el indicador de planta comenzó a ascender.

En el vestíbulo, otras dos personas se volvieron para ver qué ocurría, pero entonces ya todo parecía normal. La secuencia completa no duró más de quince segundos. Reba llegó con los ojos desorbitados, palideciendo.

—Tenemos que largarnos de aquí —apremió.

Con un gesto brusco, pulsé el botón de subida, atenta a la saeta del indicador, que avanzó lentamente hasta la octava planta y se detuvo. El miedo provocó en mi interior una descarga de ácido suficiente para corroerme las paredes del estómago. Se abrieron las puertas de otro de los ascensores. Agarré a Reba del brazo y la obligué a volverse hacia el vestíbulo.

—Ve a avisar a seguridad y diles que necesitamos ayuda —ordené.

Me apartó los dedos y sacudió el codo para soltarse.

—Y una mierda. Déjame. Marty se ha quedado solo.

No tenía tiempo para discutir. La empujé como si pudiese impulsarla hasta el mostrador de recepción. Acto seguido, entré en el ascensor y pulsé el botón de la octava planta. No confiaba ni remotamente en que Reba me obedeciese. La adrenalina se propagó por mi organismo como si me subiese una droga y el corazón me palpitó con fuerza. Necesitaba un plan de acción, pero no sabía a qué me enfrentaba. En el ascensor rebusqué en el bolso en vano. No contenía ningún arma: ni pistola, ni navaja, ni spray de gas pimienta.

Las puertas del ascensor se abrieron en la octava planta. Salí al rellano y corrí hasta el punto donde se cruzaban el pasillo largo y el corto. Vi el cartel que indicaba qué habitaciones se hallaban a la izquierda y cuáles a la derecha, pero apenas fui capaz de interpretarlo. Hablaba conmigo misma, en una letanía de tacos e instrucciones. Oí un grito ahogado de dolor, un golpe contra una pared en algún lugar a mi izquierda. Me apresuré en esa dirección, mirando los números de las habitaciones a mi paso. El pasillo producía una sensación claustrofóbica: paredes pintadas de color verde Nilo, techos bajos con gruesas molduras escalonadas en torno a un panel central de una luz mortecina. Cada siete metros había una hornacina acanalada como las que se veían en el entresuelo desde el vestíbulo. Cada una contenía dos sillas negras de madera lacada dispuestas a ambos lados de una mesa redonda con la superficie de cristal donde descansaba una urna con flores recién cortadas. Me hice con una silla y, sosteniéndola ante mí, busqué la habitación 817. Aquello me recordaba ciertos sueños que había tenido: me sentía incapaz de mover el cuerpo. Por mucho que caminara no llegaba a ninguna parte.

La puerta de la habitación de Marty estaba entornada. La abrí de una patada, pero los dos hombres se disponían a salir llevando a Marty a rastras entre ambos. Me dije: «¡Elige a uno! Date prisa. ¡Elige a uno!». Escogí al de la derecha, a quien arremetí con fuerza alcanzándole de pleno en la cara con las patas de la silla. El hombre emitió un sonido feroz, pero el golpe no pareció causarle el menor daño. Me arrancó la silla de las manos. Vi venir su puño, rápido y a baja altura, y sentí en el plexo solar un tremendo impacto que me dejó sentada en el suelo. Un sabor acre a café regurgitado me subió a la garganta en medio de atroces náuseas. Se me cortó la respiración y, por unos aterradores instantes, pensé que me asfixiaría allí mismo. Alcé la vista a tiempo de ver bajar la silla hacia mí. Noté el golpe y la sacudida, aunque no me dolió. Había perdido el conocimiento.