27

Primero eché un vistazo por las ventanas del garaje. Los arañazos en la pintura marrón que cubría el cristal me revelaron una habitación de invitados improvisada: una silla, una cómoda, una cama de matrimonio y una lámpara encima de una caja de cartón que hacía las veces de mesilla. Las sábanas revueltas indicaban la presencia de un ocupante, al igual que el jersey rojo de algodón arrojado a los pies de la cama, que identifiqué como el de Reba. En el suelo, cerca de la cómoda, había una maleta gris rígida. Encima de la silla, la bolsa de tela con la cremallera descorrida y la ropa asomando.

Rodeé la casa como la vez anterior. El pasador de la verja de madera no emitió sonido alguno cuando entré en el jardín trasero y me acerqué a la ventana iluminada. Me aproximé agachada y miré por encima del alféizar. Reba y Misty estaban sentadas ante el escritorio de espaldas a mí. No vi qué hacían, y sus voces llegaban demasiado amortiguadas para discernir el tema de conversación. De momento me bastaba con haber localizado a Reba.

He aquí la pregunta que me formulé: ¿sería capaz de volver al motel sin encararme con ellas? Me moría de sueño pero temía esperar hasta la mañana, porque quizá para entonces una de ellas, o las dos, se habría marchado. Naturalmente me enfrentaría a ese mismo dilema siempre que le perdiese la pista a Reba. Pero en esos instantes me resistía a renunciar a mi única ventaja, esto es, que yo sabía dónde estaba y ella lo desconocía.

Afortunadamente, mientras las espiaba, Misty recogió los objetos que habían estado inspeccionando y los guardó en el sobre marrón que había visto antes. Reba salió de la habitación seguida de Misty, que apagó la luz al pasar junto al interruptor. Me dirigí hacia la parte trasera de la casa y me quedé entre las sombras de las coníferas. Diez minutos después la sala de estar quedó a oscuras. Crucé el jardín frente a la casa hasta el camino de entrada. Transcurridos otros quince minutos, se extinguió también la franja de luz bajo la puerta del garaje. Deduje que mis chicas habían dado el día por concluido.

Regresé al motel cruzando una ciudad aún despierta pero en silencio. El sol tardaría una hora más en despuntar, pero el cielo había adquirido ya una claridad gris perla. Aparqué, subí por la escalera hasta la segunda planta y abrí la puerta de mi habitación. Se trataba de una estancia anodina, aunque bastante limpia, siempre y cuando uno no la examinase con infrarrojos ni se arrodillase en el suelo con una lupa. Me desnudé y me di una ducha caliente. Luego hice lo que pude para fijar las cortinas a la ventana. Estaban hechas de un plástico pesado de color rojo oscuro con un elegante flocado. Si a eso le sumaba el papel de vinilo de las paredes con sus relámpagos de colores plata y negro, el conjunto presentaba una decoración de lo más asombrosa. Retiré la colcha de felpilla rosa y me metí entre las sábanas, apagué las luces y dormí como una bendita.

En algún momento el inconsciente me transmitió un aviso. Recordé que Reba me había hablado del talento de Misty para la falsificación de pasaportes y otros documentos. ¿Había sido ese el motivo de la reunión entre Misty y aquel tipo en el hotel Silverado? Incluso dormida, sentí miedo. Quizá Reba planeaba fugarse.

Cuando a las diez de la mañana siguiente sonó el teléfono, descolgué el auricular y me lo apoyé en la oreja sin mover la cabeza.

—¿Qué? —dije.

—Kinsey, soy Reba. ¿Te he despertado?

Me volví para tenderme boca arriba.

—No importa —contesté—. Te agradezco la llamada. ¿Qué tal te va?

—Bastante bien hasta que me enteré de que estabas aquí. ¿Cómo me has encontrado?

—No te he encontrado a ti, sino a Misty —repuse.

—¿Y cómo has dado con ella? Sólo por curiosidad.

—Soy detective, querida. Así es como me gano la vida.

—Ah. Me sorprende.

—¿Qué es lo que te sorprende?

—Suponía que mi padre te contrató porque no eras buena en tu trabajo. Es evidente que no estabas muy ocupada, si no, ¿por qué ibas a aceptar semejante gilipollez de misión? ¿Recoger a su hija en la cárcel y llevarla a casa? Eso no es serio.

—Gracias, Reeb. Es muy amable de tu parte.

—Estoy diciendo que me equivocaba. La verdad es que cuando Misty me ha dicho que te ha visto no he salido de mi asombro. Todavía no entiendo cómo lo has conseguido.

—Tengo mis métodos. Espero que no me hayas llamado para felicitarme por ser menos incompetente de lo que creías.

—Tenemos que hablar.

—Dime cuándo y dónde y allí estaré puntualmente.

—Nos quedaremos en casa de Misty hasta las doce.

—Estupendo. Dame la dirección y llegaré enseguida.

—Pensaba que ya la sabías.

—Supongo que no soy perfecta —dije, aunque en realidad lo era. Fingí tomar nota.

En cuanto colgó, me levanté de la cama y me acerqué a la ventana. Descorrí las cortinas e hice una mueca ante el sol abrasador del desierto. Mi habitación daba a la parte trasera de otro lúgubre motel de dos plantas, así que no había mucho que ver. Al apoyar la frente en el cristal, vi el letrero de neón del casino cercano, que invitaba a entrar con su parpadeo. ¿Cómo podía alguien beber o jugar a esas horas?

Me lavé los dientes y volví a ducharme en un intento por sacudirme el sueño. Me vestí, me senté sobre el borde de la cama y telefoneé a Nord Lafferty. Freddy me hizo esperar mientras pasaba la llamada a su habitación.

—Dígame, Kinsey —dijo con voz quebradiza—. ¿Dónde está?

—En un motel de Reno llamado Paraíso. He pensado que debía ponerle al corriente. Reba me ha llamado por teléfono hace un rato. Salgo hacia la casa de Misty para hablar con ella ahora mismo.

—La ha encontrado, pues. Me alegro. No ha tardado mucho.

—Hice trampa. Una persona me facilitó la dirección de Misty antes de salir de Santa Teresa. Vigilé la casa durante horas, pero no creía que Reeb estuviese allí. Misty tiene una prometedora carrera como bailarina en un local de striptease llamado Emporio de la Carne. La seguí hasta allí y charlé con ella. Cuando le pregunté por Reba, ni pestañeó. Juró y perjuró que no habían estado en contacto desde Navidad. Le di el número del motel y…, quién iba a decirlo…, Reba me ha llamado.

—Espero que consiga convencerla de que vuelva a casa.

—Lo mismo digo. Deséeme suerte.

—Telefonéeme a cualquier hora. Le agradezco sus esfuerzos.

—Es un placer ayudarle.

Cruzamos varios comentarios más y, cuando ya me disponía a colgar, oí un ligero chasquido.

—¿Sí? —Me extrañó el ruido.

—Sigo aquí.

Vacilé.

—¿Está ahí Lucinda?

—Sí. ¿Quiere hablar con ella?

—No, no. Era sólo por curiosidad. Le llamaré en cuanto tenga alguna novedad.

Después de colgar, permanecí sentada un momento con la mirada fija en el teléfono. Estaba casi segura de que Lucinda había escuchado la conversación. Freddy no sería capaz de hacer algo parecido. Lucinda, en cambio, necesitaba erigirse en centro de todas las situaciones; era una persona que necesitaba estar informada para ejercer su control. Recordé cómo había intentado sonsacarme información y lo mucho que se había ofendido al verse excluida de mi charla con Nord Lafferty en el dormitorio. Pretextando una gran preocupación, había causado estragos en la vida de Reba, y volvería a hacerlo si se presentaba la ocasión. Era la clase de mujer a la que no convenía volverle la espalda al salir de una habitación.

Crucé el aparcamiento del hotel y entré en el McDonald’s, donde pedí tres cafés grandes, tres zumos de naranja, tres raciones de aros de cebolla y tres bocadillos de huevo, beicon y queso. Según mis cálculos, Misty, Reba y yo —en el supuesto de que termináramos la comida— ingeriríamos cada una seiscientas ochenta calorías, ochenta y cinco gramos de hidratos de carbono y veinte gramos de grasa. Redondeé el pedido con tres panecillos de canela.

Ya en casa de Misty, aparqué el coche en el camino de entrada. Reba me esperaba cuando llamé a la puerta. Iba descalza y vestía un pantalón corto rojo y una camiseta blanca sin sujetador. Le tendí la bolsa.

—Vengo en son de paz —dije.

—¿Por qué lo dices?

—Porque estoy invadiendo tu territorio. Seguro que soy la última persona del mundo a la que deseabas ver.

—La penúltima, sólo por delante de Beck. Será mejor que entres. —Tomó la bolsa y se alejó por el pasillo hacia la cocina, dejando que yo cerrase la puerta.

Por el camino eché un vistazo a la sala de estar. El mobiliario era exiguo: suelo de linóleo, mesita baja de madera contrachapada, un sofá cama de tweed marrón, una butaca de tweed marrón, rinconera y lámpara con pantalla de volantes. La habitación contigua de la derecha era el despacho que había visto desde fuera. Al otro lado del pasillo se hallaba un reducido dormitorio.

—¿Echando una ojeada? —preguntó Misty.

Estaba sentada a la mesa de la cocina con una bata negra de raso ceñida a la cintura. Las tetas casi se desbordaban entre las solapas. Me sorprendía que con semejante peso no perdiese el equilibrio y se desplomase sobre el plato. Reba, por su parte, tenía un cigarrillo encendido en el cenicero frente a ella. Estaba tomando un Bloody Mary.

«Oh, perfecto», pensé.

—¿Quieres uno? —me ofreció.

—¿Por qué no? Ya son más de las diez —comenté. Metí la mano en la bolsa de McDonald’s y desplegué el contenido sobre la mesa mientras Reba me preparaba la copa. Miré a Misty—. ¿Tú no bebes?

—Le he puesto bourbon. —Y señaló el café con un dedo que terminaba en una uña pintada de rojo.

Me senté y repartí los aros de cebolla y los bocadillos, dejando los panecillos de canela, el zumo de naranja y el café en el centro de la mesa.

—Perdonad mi falta de educación, pero estoy hambrienta.

Ninguna de las dos objetó nada mientras desenvolvía mi bocadillo. Las tres comimos durante unos minutos de felicidad. Supuse que el trabajo podía esperar. En todo caso no tenía la menor idea de adónde iría a parar aquello.

Reba fue la primera en terminar. Se limpió los labios con una servilleta de papel que tenía arrugada en la mano y me preguntó:

—¿Cómo está mi padre?

—No muy bien. Espero convencerte de que vuelvas a casa.

La chica dio una calada a un cigarrillo. La casa se notaba tan fría que me maravilló ver sus piernas y brazos desnudos. Probé un sorbo del Bloody Mary, básicamente vodka con una pequeña nube de tomate encima, como sangre en la taza de un váter. Me sentí bizquear al ingerir ese brebaje.

—¿Lo sabe Holloway? —siguió.

—¿Que has salido del estado? Seguramente. Cheney me dijo que se pondría en contacto con ella.

—Menos mal que estoy divirtiéndome.

—¿Por qué te marchaste, si puede saberse?

—Me aburría portarme bien.

—Debe de ser un récord. Aguantaste diez días.

—En realidad —sonrió—, no me porté tan bien, pero me aburría igualmente.

—¿Está Misty metida en esto?

—¿Te refieres a si podemos hablar delante de ella? Es mi mejor amiga. Puedes decir lo que te venga en gana.

—Te has fundido todo el dinero, ¿verdad? Los veinticinco mil dólares de Salustio.

—Todo no —respondió.

—¿Cuánto?

Se encogió de hombros.

—Poco más de veinte mil dólares. En realidad, más bien veintidós mil. O sea, que me quedan un par de miles. Supongo que no tiene sentido hablar con él sin el resto. ¿Qué propones? ¿Ofrecerle pequeños pagos mensuales hasta que salde la deuda?

—Tendrás que hacer algo. ¿Cuánto tiempo crees que podrás evitar a un tío como ese?

—Por eso no te preocupes. Estoy en ello. Encontraré una escapatoria. Además, quizá termine otra vez en la cárcel antes de que me atrape.

—Veo que eres muy optimista —dije—. No entiendo por qué no vuelves a Santa Teresa y hablas con Vince. Existe aún la posibilidad de que los federales te ofrezcan un trato.

—No necesito hacer tratos con los federales. Tengo un asunto en marcha.

—Está chiflada, ¿no? —Me volví hacia Misty—. ¿Hasta dónde llega su locura?

—Vale más que la dejes en paz —comentó la amiga—. No puedes salvar a nadie excepto a ti.

—Me temo que en eso he de darte la razón —contesté. Después me dirigí a Reba—: Lo único que quiero es que vuelvas a Santa Teresa antes de que estés con la mierda hasta el cuello.

—Eso ya lo he entendido.

—¿Por qué no lo dejamos así, pues? Ya sabes dónde me alojo. Me quedaré hasta mañana por la mañana a las siete. Si para entonces no he tenido noticias tuyas, volveré sola. Pero debo advertirte una cosa: llegado ese momento llamaré a la policía de Reno y les diré dónde estás. ¿Te parece justo?

—Vaya, gracias. ¿De verdad crees que eso es justo?

—Sí. Te recomendaría que pasases un tiempo con tu padre mientras puedas.

—Esa es la única razón por la que volvería, suponiendo que lo haga.

—El motivo me trae sin cuidado; yo sólo quiero llevarte de vuelta.

Regresé al motel, donde pasé uno de los días más siniestramente placenteros que recuerdo. Acabé de leer una de las novelas y empecé la siguiente. Hice una siesta. A las dos y media prescindí del McDonald’s y comí en un restaurante de comida rápida de la competencia. Después habría ido a dar un paseo, pero no me interesaba lo que pudiese ver. Probablemente Reno es una ciudad maravillosa, pero hacía un calor insoportable, y mi habitación, aunque deprimente, al menos era habitable. Me descalcé y leí un poco más. A la hora de la cena, telefoneé a Cheney y lo puse al corriente de todo.

Me acosté a las diez y me levanté a las seis de la mañana siguiente, me duché, me vestí e hice el equipaje. Cuando bajé al coche, encontré a Reba encaramada a su maleta y con la bolsa de tela a sus pies. Vestía los mismos pantalones cortos y la camiseta de la mañana anterior y sandalias.

—Esto sí es una sorpresa —dije—. No esperaba verte.

—Yo misma me sorprendo. Te acompaño con una condición.

—No hay condiciones, Reba. Vienes o no vienes. No voy a negociar contigo.

—Vamos, escúchame. No es nada del otro mundo.

—Muy bien. Dime.

—Necesito parar en Beverly Hills.

—No quiero dar ningún rodeo. ¿Por qué quieres ir a Beverly Hills?

—Tengo que dejar una cosa en el hotel Neptune.

—¿El de Sunset Boulevard?

—Ese. Te juro que no tardaré nada. ¿No puedes hacer eso por mí? Te lo pido por favor.

Me tragué la irritación, dando gracias porque había accedido a venir. En el coche, abrí la portezuela del copiloto, eché el asiento hacia delante y lancé mi bolsa a la parte trasera. Cuando Reba añadió sus dos bultos, advertí que la bolsa de tela llevaba una etiqueta de United Airlines y un pequeño adhesivo verde que indicaba que había pasado por el control de seguridad. No me había equivocado al suponer que había viajado a Reno en avión.

—Al menos podríamos desayunar como Dios manda antes de salir —dijo—. Invito yo.

Teníamos el McDonald’s para nosotras solas. Engullimos lo de costumbre, y mientras comía juré no probar nunca más comida basura, o como mínimo hasta la hora del almuerzo. Detrás de nosotras entraron un par de hombres, y luego el establecimiento empezó a llenarse de gente que iba camino del trabajo. Cuando, después de visitar el servicio de señoras, subimos al coche, eran las 7:05. Cargué el depósito en la gasolinera Chevron más cercana y abandonamos la ciudad.

—Si fumas en mi coche, te mato —le advertí.

—Apágalo con el culo.

Reba, encargada del mapa, me dirigió hasta la 395, que atraviesa en dirección hacia Los Ángeles. Por alguna razón, presentía que ese rodeo nos traería quebraderos de cabeza, pero era tal mi alivio por llevarla conmigo que decidí no armar revuelo. Quizás ella había cambiado de actitud y estaba dispuesta a ser responsable. Con lo veleidosa que era Reba, decidí guardarme mis comentarios y opiniones.

Suspendimos la conversación. El problema de tratar con personas rebeldes es que sólo hay dos posibilidades:

Primera. Una puede hacer el papel de consejera, pensando que nadie (excepto una misma) le ha ofrecido jamás esa rara y exquisita prueba de sensatez que por fin le hará ver la luz.

Segunda. Una puede hacer el papel de perseguidora, creyendo que una fuerte dosis de realidad (también administrada por una misma) inducirá a la otra persona a cambiar de vida por vergüenza o convencimiento.

En ambos casos una se equivoca, pero la tentación de asumir un papel u otro es tan grande que hay que morderse la lengua hasta sangrar para no incurrir en sermones y en gestos de amonestación. Mantuve la boca cerrada, aunque me exigió un notable esfuerzo. Ella guardó silencio, gracias a Dios, quizá porque percibió mi empeño en ocuparme de mis asuntos.