26

Tardé nueve horas en viajar en coche de Santa Teresa a Reno, incluyendo dos paradas para orinar y otra de quince minutos para comer. Al cabo de siete horas llegué a Sacramento, donde la carretera 80 se cruza con la 5 e inicia su lento ascenso hacia el Donner Summit, a 2.206 metros sobre el nivel del mar. El humo de varios incendios de los montes del Parque Nacional de Tahoe había saturado el aire de una bruma parduzca que me acompañó hasta la frontera del estado de Nevada. Llegué al término municipal de Reno a la hora de la cena y atravesé la ciudad por el mero hecho de formarme una idea del lugar.

La mayoría de los edificios eran de dos o tres plantas, que parecían minúsculos al lado de algún que otro hotel gigantesco. Aparte de los casinos, los comercios parecían dedicados a facilitar la disponibilidad de dinero. Los restaurantes de comida barata, las casas de empeño y la palabra armas en grandes letras en dos de cada siete carteles completaban el conjunto.

Elegí un motel de dos plantas sin pretensiones en el centro de la ciudad, cuyo principal atractivo era que se encontraba al lado de un McDonald’s. Me registré, fui a mi habitación de la segunda planta y dejé mi bolsa de tela encima de la cama. Antes de salir, tomé la guía telefónica de Reno que encontré en el cajón de la mesilla de noche. Bajé a recepción, dejé la guía en el coche y fui al McDonald’s, donde me senté junto a una ventana y me regalé con un par de hamburguesas con queso.

Según los mapas del club del automóvil, Carson City —el último domicilio conocido de Robert Dietz— quedaba a cincuenta kilómetros de allí. Desde la irrupción de Cheney en mi vida, pensaba en Dietz sin amargura pero sin mucho interés. Mientras devoraba las patatas fritas bañadas en ketchup, abrí el mapa urbano de Reno y busqué la calle donde supuestamente vivía Misty Raine. No estaba lejos del restaurante, y pensé que mi siguiente punto en el orden del día era visitar ese lugar.

Vacié la bandeja en la basura y volví al coche. Con el plano apoyado en el volante, estudié el trayecto. En el camino pasé por unos barrios espartanos salpicados de pinos, alambradas y casas de estilo rancho con fachadas de estuco o ladrillo. Pese a ser las siete de la tarde, aún había luz. El aire se notaba caliente y seco y olía a brea de pino y roble chamuscado por los incendios de California. Sabía que las temperaturas descenderían en cuanto anocheciera. El césped de los jardines estaba reseco, y la hierba, abrasada y reducida a un color marrón tirando a amarillo. Los árboles, en cambio, conservaban un sorprendente verdor, de modo que aquel follaje denso y saludable ofrecía un alivio en medio del implacable beige deslavazado del paisaje. Quizá todo ello estaba concebido para mantener a los jugadores en los casinos, donde los chillones colores deslumbraban, la temperatura del aire era siempre la misma y las luces estaban encendidas las veinticuatro horas del día.

Localicé la casa, un bungalow de madera amarillenta con tres exiguas ventanas delante. Las molduras eran marrones y la puerta del garaje de una sola plaza estaba decorada con tres filas verticales de triángulos amarillos sobre fondo marrón. Enmarañadas coníferas marcaban los ángulos de la parcela, y los macizos de flores contiguos al camino de entrada contenían tallos de plantas secas. Aparqué en la acera opuesta a unas cuatro casas de distancia, desde donde disfrutaba de una vista despejada de la casa. Cuando uno vigila desde un coche, existe siempre la preocupación de que un vecino llame a la policía para denunciar la presencia de un vehículo sospechoso aparcado enfrente. Como maniobra de distracción, saqué dos conos de plástico naranja del maletero y abrí la tapa del motor, en la parte trasera. Coloqué los conos a unos pasos para indicar a los curiosos que mi coche estaba averiado.

Me quedé cerca del automóvil y examiné las casas aledañas. No vi a nadie. Crucé la calle, me aproximé a la puerta de Misty y pulsé el timbre. Al cabo de tres minutos, llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Acerqué la cabeza a la puerta. Silencio. Recorrí el camino de entrada y examiné el garaje, provisto de un candado, que se comunicaba con la casa mediante un corto pasadizo cubierto. Las dos ventanas del garaje estaban cerradas y los cristales habían sido pintados. Al rodear la casa, advertí que al otro lado, más allá de una cerca de madera, había un jardín deprimentemente yermo. No se advertía ni rastro de animales, ni juguetes, ni muebles de jardín, ni barbacoa. Las ventanas que daban allí estaban a oscuras. Ahuequé las manos ante el cristal y vi un despacho equipado con el clásico escritorio y silla giratoria, un ordenador, un teléfono y una fotocopiadora. No hallé el menor rastro de Misty ni de Reba. Estaba tan convencida de que encontraría a Reba alojada allí que me sentí decepcionada. ¿Y ahora qué?

Volví al coche y, una vez acomodada y dispuesta a esperar, me entretuve hojeando las páginas amarillas de la guía telefónica que había tomado prestada. Ya aburrida, cogí el primero de los tres libros de bolsillo que me había llevado para el viaje. Reconfortaba ver que la mayoría de las casas cercanas seguían a oscuras, señal de que los ocupantes estaban trabajando. A las 20:10 vi que un Ford Fairlane se aproximaba lentamente hacia el camino de entrada de la casa de Misty. En el crepúsculo, la capa de imprimación del lado del conductor resplandeció como si fuese fosforescente. Del coche salió una mujer vestida con una blusa blanca sin espalda, vaqueros ajustados y zapatos de tacón sin calcetines. Extrajo dos pesadas bolsas de supermercado del asiento trasero, se dirigió a la puerta y entró en la casa. Las luces interiores se encendieron a medida que se movía en el interior. Esa tenía que ser la Misty Raine a la que yo buscaba.

Hasta el momento nadie había recelado de mi presencia en la calle. Me apeé, recogí los conos de plástico y los devolví al coche a fin de prepararme para lo que pudiese venir. Reanudé la lectura con la ayuda de una linterna que había sacado de la bolsa. A ratos levantaba la vista, pero la casa continuó en silencio y nadie entró ni salió. A las 21:40 se encendieron unos reflectores exteriores igual de potentes que los de una cárcel e inundaron el camino de entrada de una agresiva luz blanca. Misty salió de la casa y, dejando las luces encendidas, subió al Ford, del tamaño de un tanque, y salió del camino haciendo marcha atrás. Aguardé quince segundos, encendí el motor del VW y la seguí.

En cuanto llegamos al primer cruce, el tráfico me proporcionó cobertura, aunque dudo que tuviese razones para sospechar que la vigilaban. Condujo con calma, evitando toda maniobra brusca que indicase preocupación por un VW de color azul claro, y trece años de antigüedad, situado tres coches detrás del suyo.

Llegamos al centro de la ciudad. Dobló a la derecha por la Calle 4 Este y a media manzana entró en un pequeño aparcamiento que había entre un restaurante asiático y un pequeño supermercado con una marquesina donde se leía: ALIMENTACIÓN — CERVEZA — MÁQUINAS DE JUEGO. Reduje la marcha y me detuve junto a la acera. Dejé el motor al ralentí mientras desplegaba el plano de Reno y estudiaba el trazado. No sé por qué me tomé tantas molestias para disimular mis intenciones. Misty no parecía que hubiera advertido mi presencia, y desde luego en Reno a nadie le importaba si me había perdido. La vi entrar en el supermercado y aproveché su ausencia para acceder al mismo aparcamiento. Dejé el coche lo más cerca de la entrada posible. Cada plaza tenía un número pintado, y un tablón colgado de la pared de ladrillo indicaba que el precio se abonaba honradamente. Obediente, busqué la ventanilla oportuna e introduje la cantidad de dólares que consideré que costaría mi estancia. Estaba tan absorta en esta demostración de ciudadanía que no vi a Misty hasta que estaba cruzando la calle. Iba comiendo una barra de caramelo y llevaba un cartón de tabaco bajo el brazo.

Su destino se hallaba justo enfrente: un local de entretenimiento para adultos llamado Emporio de la Carne. Bajo la doble hilera de bombillas que deletreaba el nombre del establecimiento, un letrero de neón intermitente anunciaba:

CHICAS, CHICAS, CHICAS

DESNUDAS, LASCIVAS Y ORDINARIAS

(y en letras más pequeñas)

SE REALIZAN TATUAJES Y PEARCINGS

DURANTE EL TIEMPO DE ESPERA

(y en letras aún más pequeñas)

LIBROS, VÍDEOS, REVISTAS

El gorila la dejó pasar. Aguardé un tiempo prudencial y crucé la calle. La entrada costaba veinte dólares, que, a mi pesar, apoquiné. Tomé nota mentalmente para añadirlo a mi cuenta de gastos de un modo que no indujese a pensar en sexo de pago.

En la entrada había un pequeño casino con el aire turbio por el humo del tabaco y arrebolado por la iluminación ambiental de un centenar de máquinas tragaperras dispuestas de dos en dos, una contra otra. Al pasar, oí el estúpido campanilleo que acompaña el juego. El techo acústico estaba salpicado de puntos de luz, cámaras, alarmas de incendio y rociadores. Apenas había nadie sentado ante las máquinas tragaperras, pero más allá, detrás de las mesa de blackjack, vi una barra en penumbra con un ancho escenario a un lado. Sobre tres plataformas intensamente iluminadas, varias bailarinas desnudas se cimbreaban, se contoneaban y exhibían su cuerpo. Nada de lo que hacían resultaba especialmente lascivo u ordinario. Un tanto incómoda, busqué una mesa en un rincón. La mayoría de los clientes eran hombres. Todos bebían y prestaban poca atención a los pechos y las nalgas expuestos en el escenario.

No vi a Misty por ninguna parte. Pero entonces una camarera llamada Joy se acercó a mi mesa y colocó una servilleta frente a mí. Unos redondeles de lentejuelas del tamaño de pastillas de menta protegían castamente sus pezones y lucía una hoja de parra sobre lo que mi tía Gin llamaría sus «intimidades». Pedí una botella de cerveza Bass, embotellada, por miedo a que en un local como aquel me aguasen la bebida. Cuando Joy regresó con mi cerveza y una canastilla de palomitas amarillentas, pagué los quince dólares de la consumición, más otros cinco de propina.

—Busco a Misty. ¿Sabes dónde está?

—Acaba de ir a cambiarse. Saldrá enseguida. ¿Eres amiga suya?

—No exactamente —contesté.

—Dime cómo te llamas y la avisaré de que te he visto.

—Por el nombre no sabrá quién soy. Una amiga de una amiga me dijo que preguntase aquí si alguna vez pasaba por la ciudad.

—¿Cómo se llama la amiga?

—Reba Lafferty.

—Lafferty. Se lo diré.

Bebí un sorbo de cerveza y tomé unas cuantas palomitas frías y gomosas, agradeciendo la distracción, ya que ni siquiera a distancia me entusiasmaba contemplar a mujeres desnudas que meneaban el culo. Me había imaginado unos cuerpos voluptuosos como los de las coristas, y sin embargo sólo tres tenían las tetas del tamaño de un balón de fútbol. Supuse que las otras dos estaban ahorrando.

Como finalmente pude ver, Misty, más que ir a cambiarse de ropa, se había despojado de las prendas que llevaba. Tenía las piernas desnudas y sólo conservaba una correa y los zapatos de tacón. Era alta y desgarbada, con el pelo de color azabache, las clavículas prominentes y los brazos largos y delgados. En contraste, tenía unos pechos descomunales, de esos que provocan molestias de espalda y requieren un sujetador con tirantes tan recios que a una le dejan marcas permanentes en los omóplatos como surcos abiertos en la roca. No es que yo hubiese padecido jamás tan nefasto destino, pero había oído las quejas de otras mujeres. No concebía siquiera que alguien llevase algo así a cuestas por propia elección. Misty tenía los ojos grandes y verdes, y unas oscuras ojeras que el maquillaje no lograba ocultar. Calculé que tendría más de cuarenta años, aunque no sabría decir cuántos exactamente.

—Dice Joy que eres amiga de Reba.

Desconocía las normas de protocolo en el mundo del strip-tease, pero me levanté y le estreché la mano.

—Me llamo Kinsey Millhone. Soy de Santa Teresa.

—Como Reba —comentó—. ¿Qué tal le van las cosas?

—Esperaba que me lo dijeses tú.

—En eso no puedo ayudarte. Hace años que no la veo. ¿Estás en Reno de vacaciones?

—He venido a buscarla.

Misty levantó un hombro en lo que podía interpretarse como un gesto de indiferencia.

—Lo último que supe de ella es que estaba en la Penitenciaría para Mujeres de California.

—Ya no. La soltaron el 20 de este mes.

—No me digas… Me alegro por ella. Tengo que escribirle. El mundo real es un espanto cuando no estás acostumbrada —dijo—. Espero que le vaya bien.

—Verás, el panorama es más bien desalentador. Al principio iba bien encaminada, pero últimamente las cosas se han torcido.

—Lamento oírlo, pero ¿por qué acudes a mí?

—Me parecía una posibilidad remota —contesté.

—Muy remota, desde luego. Trabajo aquí desde hace una semana. No me explico cómo me has encontrado.

—Por un proceso de eliminación. Reba me contó que eras una bailarina exótica. Con un nombre como el tuyo, no ha sido difícil.

—¡Venga ya! ¿Sabes cuántos locales de striptease como este hay en la ciudad?

—Treinta y cinco. Con este, ya he probado en treinta. Debe de ser mi número de la suerte. ¿Te importaría que hablásemos?

—¿De qué? Empiezo a trabajar dentro de dos minutos. Necesito tiempo para concentrarme. Una actuación así es difícil si no tienes la cabeza en su sitio.

—No te entretendré mucho.

Se sentó con cuidado, y me pregunté si notaría el frío del asiento de madera en el trasero desnudo. En todo caso, la sensación no debió de ser muy intensa, porque no chilló ni exteriorizó nada.

—¿Es esto una expedición de sondeo o buscas algo en concreto? —preguntó.

—¿Por qué lo dices?

—Simplemente pensaba que si tenía noticias de ella, podía pasarle el mensaje, pero cuidado, siempre y cuando no sea obsceno.

—He oído que está en el pueblo. Tengo la esperanza de convencerla para que vuelva a California antes de que le retiren la libertad condicional.

—Eso no es asunto mío.

—Hasta donde sé, fuisteis compañeras de celda.

—Durante seis meses o así. Yo salí antes que ella, como es obvio.

—Me dijo que mantuvisteis el contacto.

—¿Y por qué no? Es una chica simpática y divertida.

—¿Cuándo supiste algo de ella por última vez?

Misty fingió pensar.

—Debió de ser en Navidad. Le mandé una postal, y ella me contestó. —Miró por encima del hombro—. Perdona que te deje, pero esta música es mi entrada.

—Si se pone en contacto contigo, dile que estoy en Reno. Es importante que hablemos.

Anoté el nombre del motel, el número de teléfono y la habitación en un papel que le entregué cuando se levantó. La bailarina lo tomó, pero no tenía dónde guardárselo a menos que se lo metiese en el culo.

—¿Quién te paga? —preguntó.

—Su padre.

—Un buen trabajo. Una suerte de caza recompensas, ¿no?

—No es sólo un trabajo. Soy amiga suya y me preocupa su bienestar.

—A mí eso no me quitaría el sueño. Si algo tiene Reba, es que sabe cuidarse sola.

La observé encaminarse hacia la barra. Las lunas idénticas de sus nalgas apenas le temblaban al caminar; los músculos de sus muslos se flexionaban y se relajaban a cada paso que daba. Los meneos y contoneos debían de ser más eficaces que el jazzercise, y además no tenía que pagar la cuota del gimnasio. Hice un alto en el servicio de señoras, donde aproveché las instalaciones antes de volver al coche.

Una vez dentro encendí el motor y me senté con las ventanillas bajadas, escuchando la radio para matar el tiempo. Una hora después empezó a preocuparme:

  1. Quedarme sin gasolina.
  2. Asfixiarme con los gases de escape de mi propio automóvil.

Apagué la radio y el motor y fijé la mirada en la tapia de ladrillo que tenía enfrente. Era la pantalla perfecta donde proyectar mis recuerdos recientes de Cheney Phillips. Pero tal vez fue una idea poco afortunada, considerando que me encontraba a tantos kilómetros de él.

Me adormilé hasta que las luces de un coche destellaron en mi parabrisas y me desperté sobresaltada. Miré a la derecha en el instante en que el Ford de Misty pasaba por detrás de mi VW y reducía la velocidad. Abandonó el aparcamiento y torció a la derecha. Arranqué, di marcha atrás con un chirrido de neumáticos y salí poco después que ella. Eché un vistazo a mi reloj de pulsera y vi que eran las cuatro de la madrugada. Al parecer, tenía un turno de seis horas en lugar de las ocho habituales en un trabajo corriente. Aunque, claro está, costaba imaginar que alguien pudiera pasarse más de un par de horas seguidas brincando de un lado a otro.

Me mantuve tan alejada del Ford Fairlane como me fue posible para no perderlo de vista. En las calles apenas había tráfico y muchos de los escaparates estaban a oscuras. Los grandes casinos continuaban en plena actividad. Misty paró frente al hotel Silverado. La marquesina que se extendía sobre la entrada de ocho carriles estaba tachonada de bombillas hasta el punto de que el aire parecía estremecerse de calor artificial. Misty salió del coche y entregó las llaves a un empleado. Las grandes puertas de cristal se abrieron y cerraron automáticamente en cuanto se acercó y desapareció en el interior.

Otros dos vehículos en fila separaban mi coche del suyo. Me apeé sin pérdida de tiempo y lancé las llaves a otro empleado de aspecto irritado que charlaba con un compañero.

—No te lleves el coche muy lejos. Hay veinte dólares en juego para ti solo. No tardaré.

Sin esperar respuesta, corrí hacia la puerta y entré en el inmenso vestíbulo, poco concurrido a esas horas. Llevé a cabo un rápido reconocimiento. No vi ni rastro de Misty. Podía haberse metido en un ascensor, en el baño a mi derecha o en el casino, justo enfrente. «Elige una posibilidad», pensé. Cuando entré en el casino, el humo me envolvió como un delicado chal. Los sonidos metálicos y las melodías de las máquinas tragaperras recordaban el ruido de las monedas al caer, el gorjeo del dinero yéndose por el desagüe. Los pasillos formaban una cuadrícula entre las máquinas que resplandecían con destellos de colores rojo, verde, amarillo y azul intenso. Me asombró la paciencia de los escasos jugadores nocturnos; parecían hormigas buscando alimento debajo de una hoja.

Recorrí los pasillos mirando a derecha e izquierda buscando a Misty, quien sin duda destacaría por su estatura y su pelo negro. Al fondo había varios restaurantes. Vi una cafetería, un japonés, una pizzería y un «auténtico» restaurante italiano que servía seis clases de pasta y una gran variedad de salsas, con ensalada César de acompañamiento, por 2,99 dólares. Localicé a Misty en el interior, sentada a una mesa, aunque al principio no me fijé en ella sino en el hombre que tenía delante. Era pelirrojo y enjuto. Tenía la tez rojiza y salpicada de cicatrices de acné juvenil. Ninguno de los dos me vio. Entré en el restaurante, que estaba abierto por ambos lados. Me senté junto a la barra a cierta distancia de ellos y los observé mientras departían. El camarero se acercó a mí parsimoniosamente y pedí un vaso de Chardonnay. Dado que a esa hora la clientela era poco numerosa, me preocupó llamar la atención estando sola.

Fuera, en el casino, se desató un gran vocerío, y poco después entró un grupo de cinco mujeres, ebrias y triunfales. Una agitó un cubo de monedas de veinticinco centavos, el premio de quinientos dólares que había obtenido en una máquina tragaperras. Estas obstruyeron mi campo visual con su ruidosa presencia, pero a la vez me proporcionaron cobertura. Observé a Misty enfrascada en una larga conversación con el hombre, inclinada y atenta mientras ambos examinaban algo colocado en la mesa frente a ellos. Por fin satisfecha, le entregó un grueso sobre blanco de veinticinco por treinta centímetros que con toda seguridad contenía un fajo de billetes. A cambio, él devolvió el objeto de la mesa a un sobre marrón y se lo dio a ella, que lo guardó en su enorme bolso. Dejé un billete de cinco dólares junto al vaso vacío y me levanté para abandonar el local antes que ella. Me detuve cerca de los ascensores y lancé una mirada en dirección a Misty cuando pasó apresuradamente junto a mí hacia la puerta. La seguí.

Entregó el resguardo al chico del aparcamiento, y mientras esperaba su coche, yo salí en diagonal hacia la izquierda, de espaldas a ella. Tenía el coche aparcado cerca de la entrada. Pedí las llaves, di la propina al empleado y me senté al volante. Dos minutos después apareció el coche de Misty y el chico bajó de un salto. Ella le dio una propina y ocupó su lugar tras el volante. Salió del aparcamiento. Me situé detrás de ella, esta vez con un solo coche en medio. Cuando tuve la certeza de que se dirigía a su casa, doblé a la izquierda y aceleré por una calle paralela. Llegué momentos antes que ella. Apagué los faros y me arrellané en el asiento con los ojos por encima del volante. Torció en el camino de entrada a su casa como había hecho antes, aparcó, se encaminó hacia la puerta y entró.

La luz de la entrada se encendió. Permanecí allí sentada un minuto, muy tentada de regresar al motel y meterme en la cama. Sin duda Misty ya no saldría esa noche, o lo poco que quedaba de ella. Yo estaba cansada, aburrida y famélica. Imaginé un desayuno en una cafetería abierta las veinticuatro horas del día: zumo de naranja, beicon y huevos revueltos, pan de centeno tostado con mantequilla y mermelada de fresa. Luego dormiría. Aún no tenía garantías de que Reba estuviese en Reno. Yo había corrido el riesgo porque la posibilidad tenía sentido, dado lo que sabía de ella. Desde luego las dos habían estado en contacto, si no, ¿por qué aparecía el número de Misty en la factura telefónica de Nord Lafferty? Pero eso no probaba su actual paradero. Me erguí en el asiento, con la mirada puesta en la casa medio a oscuras de Misty y la estrecha franja de luz bajo la puerta del garaje.

¿Por qué aparcaba en el camino de entrada cuando tenía un garaje delante? En uno de esos inesperados pálpitos, lo evidente me entró en la mollera. Si Misty estuviese sola, probablemente no necesitaría dos voluminosas bolsas de comida ni un cartón de tabaco. Las bolsas podían contener su compra semanal, pero ella no fumaba. En el rato que había durado nuestra conversación, la mayoría de los fumadores habría encontrado una excusa para encender un pitillo. En realidad, fue una estrecha franja de luz bajo la puerta del garaje lo que despertó mi curiosidad. Salí del coche y crucé la calle.