Salí de casa de Nord Lafferty cerca de las cinco. Puesto que no tenía sentido regresar al despacho, fui al estudio. En cuanto entré por la puerta lancé el bolso a una silla. Cheney había dejado dos extraños mensajes en los que quería enterarse de dónde demonios se había metido Reba, ya que había faltado a su cita de la una con Vince y a su reunión de las cuatro con el FBI. Llamé al busca de Cheney, introduje mi número y esperé a que sonase el teléfono, cosa que ocurrió diez minutos más tarde.
—¿Has llamado? —me preguntó.
—Necesito que me hagas un favor. ¿Puedes conseguirme la dirección de un número de teléfono de Reno?
—¿De quién?
—De una amiga de una amiga.
—¿Tiene que ver con Reba?
—¿Con quién si no?
Se quedó pensando unos segundos.
—Tiene más problemas de los que se imagina. Si está allí, lo mejor para todos es que la detenga la policía de Reno.
—Esa es una manera de planteárselo —respondí—. Ahora bien, todavía necesitáis su colaboración. Estoy pensando en ir en coche a Reno y convencerla de que vuelva, en el supuesto de que la encuentre.
—¿Sabe Holloway que se ha marchado?
—Lo dudo. Reba no tiene que ir a verla hasta el lunes, lo que significa que disponemos de cinco días hasta que la den por desaparecida. No me gusta la idea de hacer nada a espaldas de Priscilla, así que cuéntaselo si quieres. O bien…
—¿Qué?
—Puedes consultar a tus amigos de Hacienda y ver qué opinan. Quizá su interés en ella sea prioritario y arreglen las cosas con su asistenta social. En cuanto Reba responda al interrogatorio, habrá tiempo de sobra para hablar con Priscilla.
—Dame el número de Reno y volveré a llamarte.
—¿Por qué no hablas primero con Vince y luego te doy el número? Podemos resolverlo desde allí.
—¿No confías en mí?
—Claro que confío en ti. Es él quien me preocupa.
—¿Hacemos algo esta noche? ¿Quedamos en el bar de Rosie? Tengo que escribir un par de informes, pero no me llevará mucho tiempo.
—Buena idea.
—Estaré allí dentro de un rato.
Dejé la puerta de entrada entornada y crucé el patio hasta la casa de Henry. Di unos golpecitos en el marco de la puerta de la cocina.
—¿Henry? Soy yo.
—Pasa. Enseguida estoy contigo —contestó.
Una olla de caldo hervía en un quemador del fondo. Lo interpreté como una buena señal. Henry rara vez guisa cuando está triste. Su vaso de Jack Daniel’s con hielo esperaba encima de la mesa de la cocina; el periódico, bien doblado, en la mecedora. Una botella de Chardonnay recién descorchada se enfriaba en un cubo sobre la encimera. Henry apareció en el pasillo con una pila de paños limpios.
—¿Por qué no te has servido una copa de vino? —preguntó—. Lo he abierto para ti. Quiero hablarte de un asunto. ¿Tienes unos minutos?
Guardó los paños en un cajón de la cocina, sacó una copa de la alacena y me sirvió vino.
—Gracias —dije—. Tengo todo el tiempo del mundo. Me daba la sensación de que habíamos perdido el contacto. ¿Cómo se encuentra?
—Bien. Gracias. ¿Y tú? —Volvió a sentarse en la mecedora y tomó un sorbo de su vaso.
—Estoy bien —contesté—. Y ahora que hemos aclarado esa cuestión, ¿va a decirme qué le ronda por la cabeza?
Mi vecino sonrió.
—Esto es lo que he estado pensando. No creo que mi relación con Mattie tenga futuro. Ahora es ella quien debe decir la última palabra, y opino que no puedo imponerme si no está interesada. Así funciona el mundo. Nos conocemos desde hace poco tiempo y las cosas podrían torcerse por muy diversas razones…, la edad, la geografía…, los detalles son intrascendentes. Pero sí he descubierto que me sentía a gusto teniendo a alguien a mi lado. Le dio impulso a mi andar, pese a mis ochenta y siete años. Así que he pensado que no sería tan mala idea hacer una o dos llamadas de teléfono. En el crucero había varias mujeres que parecían agradables. Puede que Mattie sea única en su especie, pero ella está descartada. —Se interrumpió—. Me interesaría conocer tu opinión al respecto.
—Me parece estupendo. Recuerdo que cuando regresó del crucero, un montón de mujeres le dejaban mensajes en el contestador.
—Me avergonzaba.
—¿Por qué?
—Estoy chapado a la antigua. Me enseñaron que es el hombre quien ha de perseguir a la mujer, no a la inversa.
—Los tiempos han cambiado.
—¿Para mejor?
—Quizás. Si una conoce a alguien que le gusta, ¿por qué no dar el primer paso? No hay nada malo en eso. Si sale bien, bien está, y, si no, pues no pasa nada.
—Eso mismo he pensado yo —reconoció—. Hay una tal Isabelle que vive en el pueblo. Tiene ochenta años, y por tanto se acerca más a mi edad. Le encanta bailar, cosa que yo no he hecho en siglos. Y luego hay otra llamada Charlotte. Tiene setenta y ocho y aún se ocupa de sus negocios inmobiliarios. Vive en Olvidado, no muy lejos de Santa Teresa. ¿Crees que debería probar de una en una?
—¿Por qué no con las dos a la vez? Mójese el culo. Cuantos más sean, más se reirán.
—Bien. Te haré caso. —Chocó su vaso con mi copa—. Deséame buena suerte.
—Toda la suerte del mundo.
Me incliné hacia él y le di un fugaz beso en la mejilla.
Me senté en mi reservado preferido del bar de Rosie, el del fondo, desde donde puedo tomarme una copa de vino mientras observo lo que ocurre en el local. He sido una clienta asidua durante siete años y aún soy incapaz de recordar los nombres de los bebedores de entre horas o los otros parroquianos como yo. Rosie es el único punto en común, y sospecho que si los demás clientes y yo comparásemos impresiones, todos tendríamos la misma queja. Nos lamentaríamos de su actitud intimidatoria, pero reconoceríamos su frialdad como la prueba de lo especiales que somos para ella. William atendía la barra, donde me había acercado al entrar para que me sirviera una copa de vino. Sin duda, estaba ocupado; de lo contrario, me hubiera informado de su último parte médico.
En cuanto me acomodé, tomé un sorbo de aquel pésimo vino blanco tan parecido al vinagre y juré no beberlo nunca más. Cheney me había telefoneado unos minutos antes para comunicarme que Vince era partidario del enfoque personal. Dio su beneplácito a condición de que le proporcionase también a él el número de contacto. Facilité a Cheney el número que había obtenido a partir de la factura telefónica de Nord Lafferty. Supuse que Vince Turner mantendría la información en secreto, pero me preocupaba que el FBI llegara a enterarse y creara problemas.
Llamé al padre de Reba para anunciarle que partiría a la mañana siguiente. Se ofreció a adelantarme el coste del viaje y acepté, desechando de inmediato cualquier impulso caritativo ante la necesidad de pagar mis facturas. Había tomado un atlas de bolsillo y pasaba una y otra vez las páginas dedicadas al sur de California y el límite occidental de Nevada para estudiar la ruta. Lo más lógico era ir por la 101 hasta la 126, seguir al este hacia la 5 y luego al norte hasta Sacramento, donde accedería a la 80 en dirección nordeste y llegaría derecha a Reno. Si Cheney no me conseguía la dirección de Misty, recurriría al método antiguo: visitar la biblioteca pública para consultar la guía entrecruzada, donde los números telefónicos aparecen en orden numérico y emparejados con las direcciones correspondientes.
Antes de lanzarme a la carretera, pasaría por el club del automóvil y compraría unos buenos mapas. Aunque en el fondo no los necesitaba, me gustaba la espiral blanca que los unía y esa flecha de color naranja en lo alto de la página que indicaba el número del mapa siguiente. De paso, sentiría que le sacaba provecho a la cuota anual que el club me hacía pagar. A continuación, elaboré mentalmente una lista de la ropa y los artículos de baño que debía meter en la maleta. De pronto, noté una mano en el hombro y, esperando encontrar a Cheney, alcé la vista esbozando una sonrisa.
Beck se sentó enfrente.
—Parece que te alegras de verme —soltó.
—Pensaba que serías otra persona. —Asimilé su presencia con una mirada breve: pantalones de algodón, camisa de etiqueta y chubasquero.
Se echó a reír, pensando que aquel era un comentario jocoso. Con aparente despreocupación, cerré el atlas y lo dejé en el asiento de mi lado. Luego me incliné a la derecha para echar un vistazo a la entrada.
—¿Reba no está contigo? —pregunté.
—No, por eso he entrado. Intento localizarla. —Desvió la mirada hacia el atlas—. ¿Te vas de viaje?
—Sólo me abandono a la fantasía. Tengo demasiado trabajo acumulado para irme.
—Ah, ya. Eres investigadora privada. ¿En qué estás trabajando ahora?
Huelga decir tiene que mis casos le traían sin cuidado a menos que le afectasen a él. Supuse que estaba tanteando el terreno ante la duda de si yo formaba parte de la conspiración de las autoridades para pescarlo.
—En lo de siempre —contesté—. Un moroso desaparecido, un par de verificaciones de antecedentes de empleados para el Banco de Santa Teresa… cosas así.
Continué un rato con la retahíla, inventando sobre la marcha. Por fin advertí que tenía los ojos vidriosos y albergué la sincera esperanza de matarlo de aburrimiento. Entonces alcé la vista a tiempo de ver que Rosie cruzaba la puerta de vaivén de la cocina. Posó la mirada en Beck como un terrier al detectar una rata. Vino derecha al reservado sin reprimir su alegría. Beck se recompuso y se levantó. Tras tenderle una mano, se inclinó y la besó en la mejilla.
—Rosie, está guapísima. Se ha arreglado el pelo.
—Hecho yo misma. Es permanente casera —dijo ella.
A mí me pareció que tenía el pelo igual que siempre: mal teñido y peor cortado.
Rosie bajó la mirada con recato.
—Recuerdo qué tú querer. Whisky escocés. Doble con hielo y agua aparte. El veinticuatro años, no el doce.
—Exactamente. No me extraña que tenga una clientela fiel.
Pensé que Rosie no se dejaría camelar con tanto halago, pero se relamió de gusto y casi hizo una reverencia antes de correr a preparar la bebida de Beck. Él se sentó de nuevo y, mientras se alejaba, la observó con una cándida sonrisa en los labios como si en realidad le importase. Volvió a mirarme. Era un hombre de una frialdad extrema. Los veinticinco mil dólares desaparecidos lo habían puesto en alerta roja. Había salido de cacería para averiguar quiénes eran sus enemigos.
Crucé los brazos y me acodé sobre la mesa. En cierto modo resultaba relajante estar en compañía de alguien que me desagradaba tanto. No tenía que preocuparme por causar buena impresión, y eso me permitía concentrarme en el juego.
—¿Qué tal por Panamá? —pregunté.
—Muy bien. Los problemas empezaron en cuanto llegué aquí. Me ha dicho un pajarito que Reba y tú os metisteis en líos mientras yo estaba fuera.
—¿Yo? Vaya por Dios. ¿Qué he hecho ahora?
—¿No sabes a qué me refiero?
—Fuimos de compras a las galerías Passages. No sé si eso explica algo.
¿A qué fue debido el conciliábulo con Marty?
Parpadeé dos veces como si me hubiese quedado en blanco y fingí que de pronto se hacía la luz.
—¿El viernes por la noche? Nos encontramos con él en el Dale’s. Cuando cerraron las tiendas, fuimos allí y pedimos un par de platos de aquel chile que a uno le hace sudar tinta. ¡Habrá cosa igual…! ¿Has probado alguna vez esa porquería? ¡Qué asco!
—Más de una vez. Continúa.
—El caso es que más o menos a esa hora apareció Marty. Se alegró de ver a Reba. Nos presentó y charlamos un rato. Ahí acaba la historia.
Beck pareció como si me observara a distancia, no satisfecho todavía.
—¿De qué charlasteis?
—De nada en particular. Lo conocí, fui amable con él y poco más. ¿Por qué te interesa tanto?
—¿No hablasteis de mí?
—¿De ti? En absoluto. Ni siquiera mencionamos tu nombre.
—Y después ¿qué?
—¿Cómo que «después qué»?
—¿Adónde fuisteis después?
—A la oficina. —Hice un gesto de indiferencia—. Marty no dejó de alabar las instalaciones y se ofreció a enseñárnoslo, así que terminamos haciendo una visita rápida. Dijo que te enfadarías si te enterabas. ¿Es ese el problema?
—No me lo has contado todo. ¿Hay algo más?
—Pues veamos… Ah. Esto sí es de vital importancia. Me dejé el bolso en el terrado y tuvimos que volver a buscarlo al día siguiente. Fue una cabronada.
Rosie se acercó con el whisky de Beck en una bandeja. Interrumpimos la conversación y le sonreímos afablemente mientras ponía ceremoniosamente una servilleta y colocaba encima el vaso. Beck le dio las gracias en un susurro y no medió más palabra.
Ella vaciló, esperando otra andanada de lisonjas y cumplidos, pero él mantenía la atención fija en mí. Yo deseaba que Rosie se sentase y charlase con nosotros durante el resto de la noche. En lugar de eso, me miró con interés, sospechando que aquello fuese una aventura amorosa en ciernes. Poco sabía ella que me encontraba en un intento desesperado por evaluar la situación y adivinar qué sabía Beck y cómo había obtenido la información. Si había visto las cintas de las cámaras de seguridad, yo debería rendir cuentas de todas nuestras idas y venidas. Era consciente de que estaba pasándome de lista y él se estaba poniendo nervioso, pero no pude evitarlo. Rosie hizo varios comentarios triviales y se fue.
Miré a Beck, en espera de su siguiente comentario. Él tomó el vaso de whisky y dio un sorbo, observándome por encima del vaso.
—Muy astuta. Lo explicas todo como si tal cosa, pero por alguna razón juraría que estás mintiendo descaradamente.
—Por lo visto, mi fama me precede. Se me da bien mentir —reconocí.
Dejó el whisky en la mesa, cuya humedad de la base trazó un círculo en la superficie.
—¿Y ahora dónde está?
—¿Reba? No lo sé. No somos siamesas.
—Mira por dónde. No te has separado de ella desde que salió de la cárcel, ¿y ahora de pronto no tienes ni idea? Algo te habrá dicho.
—Beck, me parece que te has hecho una idea equivocada. No somos amigas. Su padre me pagó para ir a recogerla. Es mi trabajo. La llevé a la oficina de la asistenta social y a renovar el carnet de conducir. Se sentía sola, así que cenamos…
—No te olvides del Bubbles.
—Sí, importantísimo. Fuimos al Bubbles. Sentía lástima por ella. No tiene amigos, excepto Onni, que la trata a patadas.
Reflexionó un momento y cambió de tercio.
—¿Qué te ha dicho de mí? —preguntó.
Intenté agrandar los ojos igual que hacía Reba cuando fingía inocencia.
—¿De ti? Esa sí que es buena. Me contó que te la tiraste en el coche la otra noche. Iba a darme los detalles escabrosos sobre el tamaño de tu polla, pero le supliqué que se abstuviese. No te ofendas, pero yo no te encuentro tan fascinante como ella ni remotamente. Salvo por nuestra actual conversación. ¿Qué quieres saber?
—Nada. Creo que te he juzgado mal.
—Lo dudo, sinceramente, pero ¿qué más da? Tengo la impresión de que eres tú quien está metido en un lío y lo proyectas sobre nosotras. —Quizá me había pasado de la raya, porque la mirada que vi en sus ojos no me entusiasmó.
—¿Por qué dices eso?
—Porque estás soltando todas esas estupideces y no tengo la menor idea de qué pretendes. Me has acribillado a preguntas desde que te has sentado.
Enmudeció durante unos quince segundos, que era mucho tiempo en una conversación como aquella. Por fin dijo:
—Creo que me robó dinero cuando estuvo en la oficina esa noche.
—Ah. Entiendo. Es una acusación grave.
—Lo es.
—¿Por qué no la denuncias a la policía?
—No puedo demostrarlo.
—A mí me parece que te equivocas. —Cabeceé varias veces—. Estuve con ella en la oficina y no tocó nada. Yo tampoco, dicho sea de paso. Espero que no pienses que estoy involucrada, porque te juro que no es así.
—No eres tú quien me preocupa. Es ella.
—¿Te preocupa?
—Creo que está en un apuro. No me gustaría verla sufrir.
—¿Por qué no lo has dicho a las claras?
—Tienes razón. Perdona. He planteado mal este asunto y me disculpo. ¿Firmamos una tregua?
—No hace falta ninguna tregua. A mí también me preocupa. Vuelve a fumar un paquete de tabaco al día y sabe Dios qué más toma. Esta mañana me ha hablado de alcohol y de casinos. Me asusta.
—No sabía que la hubieses visto.
—Ah, sí. Pensaba que te lo había comentado.
—Pues no, pero es una buena noticia. No he sabido nada de ella desde que volví. En general, me llama en cuanto llego, para que esté pendiente de ella. Ya conoces a Reba. Tiende a pegársete.
—Ya lo creo. Por cierto, mañana comemos juntas. ¿Quieres que le diga que te llame?
Esbozó una sonrisa sincera, deseando creerme. Con todo, noté cómo analizaba mis comentarios en busca de una palabra en falso. Por fortuna, como soy una mentirosa consumada, podría cometer un asesinato y pasar la prueba del polígrafo negándolo todo con la sangre goteando de mis dedos. Entonces Beck alargó el brazo y me rozó la mano, cosa que le había visto hacer con Reba. Me pregunté qué significaba ese gesto, una especie de corre que te pillo: tú la paras.
—Espero que todo esto no te haya parecido fuera de lugar. Eres buena gente —precisó.
—Gracias. Lo mismo digo. —Le rocé la mano en respuesta.
—Será mejor que te deje. —Se levantó del reservado—. Ya te he robado demasiado tiempo. Perdona si he sido grosero. No era mi intención interrogarte.
—Lo entiendo. Quédate y tómate otra copa, si te apetece.
—Tengo cosas que hacer. Dile a Reba que la estoy buscando.
—¿Qué haces mañana? ¿Estarás todo el día en la oficina?
—Tenlo por seguro. Estaré esperando su llamada.
«Te deseo buena suerte», pensé. Lo observé cruzar el bar como lo había visto la primera vez. Recordé que lo había encontrado sexy y atractivo, pero esas cualidades se habían esfumado. Ahora lo veía tal como era: un hombre acostumbrado a salirse con la suya. El mundo giraba a su alrededor, y los demás estaban al servicio de sus caprichos. Me pregunté si Beck sería capaz de matar. «Posiblemente», me dije. Quizá no con sus propias manos, pero si encargándolo a otro. Una gota de sudor descendió por mi espalda. Respiré hondo, y cuando Cheney apareció estaba otra vez tranquila y un poco desconcertada. Se sentó a mi lado y deslizó un papel sobre la mesa.
—No podrás decir que no te he hecho un favor —dijo—. La dirección corresponde a una casa de alquiler. Misty vive allí desde hace trece meses.
—Gracias.
Eché un vistazo a la dirección antes de guardar el papel en el bolsillo.
—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó—. Pareces satisfecha de ti misma.
—¿Cuánto hace que te conozco? Un par de años, ¿no?
—Más o menos. Pero no me has conocido realmente hasta la semana pasada.
—¿Sabes de qué me he dado cuenta, Cheney? De que nunca te he mentido.
—Eso espero.
—Lo digo en serio. Soy una embustera nata, pero hasta el momento no te he mentido. Eso te pone en una categoría aparte…, bueno, salvo por Henry. Tampoco a él recuerdo haberle mentido jamás sobre algo importante.
—Buena noticia. Me encanta eso de «hasta el momento». Eres la única persona que conozco que diría una cosa así. Me lo tomo como un cumplido.
Rosie se acercó y, al ver a Cheney, me lanzó una mirada burlona. Rara vez me había visto con un hombre, y menos con dos en una misma noche. Cheney pidió una cerveza. Cuando Rosie se fue, apoyé la barbilla en la mano y lo observé. Tenía la piel tersa y unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos. Llevaba una americana de ante del color de los posos del café. Camisa beige, corbata de seda marrón un poco ladeada. Alargué el brazo y se la arreglé. Me tomó de la mano y me besó el dedo índice.
—¿Has salido alguna vez con una mujer mayor que tú? —Sonreí.
—¿Hablas de ti? Tengo una noticia que darte, cariño. Soy mayor que tú.
—No lo eres.
—Tengo treinta y nueve años. Nací en abril de 1948. —Sacó la cartera, la abrió, extrajo el carnet de conducir y lo sostuvo en alto.
—No… ¿En serio? ¿Naciste en 1948?
—¿Qué edad me echabas?
—Alguien me dijo que tenías treinta y cuatro años.
—Todo mentira. No te creas una palabra de lo que oigas en la calle. —Guardó el carnet en la cartera, la cerró y se la metió en el bolsillo.
—En ese caso, tienes aún mejor cuerpo de lo que pensaba. Repíteme el día y el mes. No estaba atenta.
—Veintiocho de abril. Soy Tauro, como tú. Por eso nos llevamos tan bien.
—¿Ah, sí?
—Claro. Fíjate. Somos un signo de tierra, el toro. Los boy scouts del zodiaco: resueltos, prácticos, dignos de confianza, justos, estables; en otras palabras, aburridísimos. El lado negativo es que somos celosos, posesivos, dogmáticos y estamos convencidos de nuestra superioridad moral. Como ves, no tenemos desperdicio. Detestamos los cambios, las interrupciones y que nos metan prisa.
—¿De verdad te crees todo eso?
—No, pero debes admitir que podría ser cierto.
Rosie regresó a la mesa con la cerveza de Cheney. Advertí que estaba tentada de quedarse rondando con la esperanza de escuchar un fragmento de la conversación. Los dos nos sumimos en el silencio hasta que se marchó. Entonces dije:
—Beck ha estado aquí.
—Estás cambiando de tema. Prefiero hablar de nosotros.
—Es todavía pronto.
—¿Por qué no me hablas de ti, pues? —preguntó Cheney.
—Me niego en redondo.
—Por ejemplo, me gusta que no te maquilles.
—Me he maquillado un par de veces. En nuestra primera comida y la otra noche.
—Lo sé. Por eso supe que podía llevarte a la cama.
—Cheney, tenemos que hablar de Reba. Salgo para Reno mañana a primera hora. Tenemos que actuar de común acuerdo.
Adoptó un semblante serio, como si cambiara a una actitud profesional.
—Muy bien. Pero no lo alargues. Tenemos cosas mejores que hacer.
—El trabajo es lo primero.
—Sí, señora.
Pasamos los diez minutos siguientes hablando de Reba y Beck: lo que él había dicho, lo que yo había contestado y lo que significaba, si es que significaba algo. Cheney tenía la intención de telefonear a Priscilla Holloway por la mañana y ponerla sobre aviso. Consideraba que la sinceridad era preferible a correr el riesgo de que se enterase por otro cauce. La remitiría a Vince Turner y dejaría que ambos se pusieran de acuerdo. Si Holloway quería detener a Reba, tanto mejor para él. A Vince le encantaría tenerla bajo llave. Por último Cheney dijo:
—¿Nos vamos ya? Toda esta charla sobre delincuentes me está excitando.