Nord Lafferty yacía recostado contra una pila de almohadas, con la bombona de oxígeno cerca. Sus frágiles manos blancas temblaban sobre la colcha de ganchillo. Tenía los dedos helados al tacto, como si su energía y su calor abandonasen sus extremidades y se concentrasen en su cuerpo. No tardaría en apagarse su última chispa de vida. Me acerqué a la cama. Nord se volvió para mirarme, y una sonrisa hizo asomar el color a su cara.
—Precisamente la persona en quien estaba pensando —me saludó.
—Aquí me tiene. ¿De verdad le apetece verme? Dice Lucinda que ha tenido una sesión con el terapeuta respiratorio. No quiere que abuse de sus fuerzas.
—No, no. He descansado un rato y estoy bien. Lamento perder tanto tiempo en cama, pero hay días en que no soy capaz de nada más. Espero que haya recibido mi cheque.
—Sí, me llegó. La gratificación no era necesaria, pero le agradezco la consideración.
—Se merece hasta el último centavo. Reba lo pasa bien con usted, y le doy las gracias por ello.
—Lucinda me ha contado que su hija ha estado fuera desde anoche a la hora de la cena. ¿Sabe usted a dónde ha ido?
Negó con un gesto de la cabeza. Luego dijo:
—Me hizo compañía durante la cena y después me llevó a la biblioteca. Luego hizo una llamada. Al cabo de media hora vino un taxi. Me rogó que no me preocupara, me dio un beso, y ya no he vuelto a verla.
—Hoy tiene una reunión a la una y otra a las cuatro. Me cuesta creer que pegue una espantada. Sabe que es una situación crítica.
—No me mencionó nada. Supongo, pues, que usted no sabe más que yo.
—Ayer hablamos brevemente y quedamos en que volvería a llamarme, pero no lo ha hecho.
—Tuvo una visita. Un hombre con el que trabajaba antes.
—¿Marty Blumberg?
—El mismo. Charlaron en privado un buen rato. Luego ella se fue.
—Lucinda me ha comentado que la noche anterior Reba volvió tarde.
—Llegó a las dos y media de la madrugada. Yo estaba todavía despierto cuando aparcó el coche en el camino. Vi las luces de los faros en el techo y supe que estaba a salvo. Es difícil desprenderse de las viejas costumbres. Los meses que pasó en la cárcel fueron las únicas noches que no me quedé despierto esperándola. Imagino que moriré con un ojo puesto en el reloj, temiendo que le haya pasado algo.
—¿Por qué llamaría a un taxi? ¿Su coche está averiado?
El anciano titubeó.
—Sospecho que iba a salir del pueblo y no quería dejar el coche en un aparcamiento.
—Pero ¿adónde puede haber ido?
Nord Lafferty movió la cabeza en un gesto desesperado de negación.
—¿Se llevó equipaje?
—Yo mismo se lo he preguntado a Freddy, y dice que sí. Por suerte, Lucinda ya se había marchado, porque, si no, aún estaría hablando del tema. Sabe que ha ocurrido algo, pero hasta el momento no he querido comentárselo. Lucinda es implacable, así que lleve cuidado o se lo sonsacará todo.
—Ya me lo ha parecido. ¿De qué compañía era el taxi?
—Hable con Freddy. Quizás ella lo recuerde.
—Lo haré.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció Lucinda con dos dedos en alto.
—Dos minutos más —anunció con una sonrisa para poner de manifiesto sus buenas intenciones.
—Bien —contestó el anciano, pero vi en su rostro una mueca de irritación. En cuanto se cerró la puerta, indicó—: Eche el pestillo. Y, ya puestos, échelo también en la puerta del baño, que comunica las dos habitaciones.
Me quedé mirándolo y luego me acerqué a la puerta y corrí el pasador. A la derecha había un amplio cuarto de baño con azulejos blancos que unía el dormitorio y la habitación contigua. Cerré la puerta del lado opuesto del baño y, dejando entornada la otra, volví a sentarme en mi silla.
Nord Lafferty se incorporó sobre las almohadas.
—Gracias —dijo—. Supongo que Lucinda lo hace con la mejor intención, pero a veces se toma demasiadas libertades. Hoy por hoy no la he nombrado mi enfermera. En cuanto a Reba, ¿qué propone?
—No sé qué decirle. Tengo que encontrarla cuanto antes.
—¿Está metida en algún lío?
—Diría que sí. ¿Quiere que lo ponga al corriente?
—Prefiero no enterarme. Sea lo que sea, confío en que se ocupe usted de ello y después me pase la factura.
—Haré lo que esté en mis manos. Un par de organismos gubernamentales están interesados en hablar con ella sobre las actividades financieras de Beck. Las cosas van a complicarse, y mi posición es ya bastante precaria. Por lo que se refiere a los federales, no me conviene acabar en el bando opuesto. Si trabajo para usted, nuestra relación no debe incluir privilegios, así que contratarme no nos brindará protección a ninguno de los dos.
—Lo entiendo perfectamente. No le pediría que se pusiese en una posición comprometida con la ley. Dicho esto, le agradeceré cualquier ayuda que pueda ofrecer.
—¿Sigue aquí el coche de Reba?
El hombre asintió.
—Está en el garaje, que, si no me equivoco, encontrará abierto. Échele un vistazo si quiere.
Llamaron a la puerta y el picaporte giró. Lucinda sacudió el pomo con impaciencia. La madera amortiguó el sonido de su voz cuando preguntó desde el otro lado:
—Nord, ¿qué sucede? ¿Estás ahí?
Él señaló la puerta. Me acerqué y descorrí el pestillo. Lucinda accionó el pomo con brusquedad y abrió de golpe. Estuvo a punto de darme un portazo en la cara. Suponiendo que yo era quien había cerrado, clavó en mí la mirada.
—¿A qué viene esto? —inquirió.
Nord Lafferty, con notable esfuerzo, levantó la voz.
—Le he dicho yo que cerrase. No quería más interrupciones.
En el lenguaje corporal de Lucinda, el recelo dio paso al orgullo herido.
—Podrías habérmelo dicho. Si hubiese sabido que tú y la señorita Millhone queríais hablar de asuntos privados, no se me habría ocurrido estorbaros.
—Gracias, Lucinda. Te lo agradecemos —le respondió el señor Lafferty.
—Quizá me he extralimitado —concedió la mujer con frialdad, sin otra intención que hacerse acreedora de unas palabras reconfortantes.
El anciano no le ofreció una tregua. Alzó una mano casi en un gesto de rechazo y dijo:
—Le gustaría ver la habitación de Reba.
—¿Para qué?
Nord se volvió hacia mí.
—Siga el pasillo a la derecha…
—La acompañaré encantada —lo interrumpió Lucinda—. No queremos que deambule sola por la casa.
—Me mantendré en contacto con usted. —Crucé una última mirada con él.
Mientras seguía a Lucinda por el pasillo, no me pasó inadvertida su envarada pose y su reticencia a mirarme. Una vez en la habitación de Reba, abrió la puerta y se quedó en el umbral, obligándome a apretujarme contra ella. No apartó los ojos de mí.
—Estará satisfecha. Se cree muy lista, pero en realidad lo está matando —me espetó.
La miré fijamente, pero ella tenía mucha más experiencia que yo en fulminar con la mirada. Aguardé un momento. Ella mantuvo una sonrisa imperturbable, y entonces supe que pertenecía a la clase de personas que siempre encuentran la manera de resarcirse. Sin duda, Lucinda era una bruja. Cerré la puerta y eché el pestillo para que captara el mensaje.
Me volví y me apoyé en la puerta a fin de hacer un reconocimiento visual y asimilar la habitación en su conjunto antes de empezar a registrarla. La cama estaba hecha y en la mesilla había varios recuerdos personales dispuestos en perfecto orden: un marco con una foto de Nord Lafferty, un libro, un bloc de notas y un bolígrafo. No había el menor indicio de desorden, ni ropa en el suelo, ni nada debajo de la cama. Vi un teléfono pero ninguna agenda. Revisé los cajones del escritorio y encontré cosas que debían de llevar años allí: trabajos del colegio, libros de texto, cajas con material escolar sin abrir, que no debían de ser regalos del agrado de Reba, a menos que le gustasen las postales de garitos con dichos ingeniosos. No había correspondencia personal. Los cajones del tocador estaban ordenados.
En el armario, varias perchas vacías daban una idea del número de prendas desaparecidas. Las conté: eran seis. Entre la ropa que quedaba, se incluían una americana azul y una cazadora de cuero, ladeada en el colgador. Era imposible saber qué se había llevado. Ni siquiera conocía el tamaño ni la cantidad de maletas. Lo registré todo en vano al tiempo que intentaba recordar lo que le había visto puesto. No encontré las botas ni los jerséis, uno rojo de algodón y otro azul oscuro de cuello vuelto. Los llevó los primeros días tras regresar a casa, de donde se desprendía que quizás eran sus preferidos, las prendas que querría consigo al marcharse.
Entré en el cuarto de baño, que estaba casi vacío: suelo de azulejos y encimera de mármol rojizo, espejos impolutos y un penetrante olor a jabón. Reba había vaciado el botiquín. Faltaba el desodorante, la colonia y el dentífrico. Tampoco hallé ningún fármaco. Vi una mancha blancuzca en la encimera allí donde había dejado el cepillo de dientes. La canasta de la ropa sucia estaba repleta de vaqueros, camisetas y ropa interior, con una toalla todavía húmeda encima de la pila. El plato de ducha estaba seco. No había nada en la papelera.
Volví al armario y examiné la ropa. Descolgué la cazadora y busqué en los bolsillos. Encontré calderilla y el recibo de una hamburguesa con queso, unas patatas fritas con chile y una Coca-Cola. No constaba la fecha ni el nombre del restaurante. Me guardé la cuenta en un bolsillo de los vaqueros y devolví la cazadora a la percha. Salí de la habitación y desanduve el camino. Al pasar frente al dormitorio de Nord Lafferty, me detuve y acerqué la cabeza a la puerta. Dentro oí un murmullo de voces, básicamente la de Lucinda, quien parecía ofendida. No cabía esperar otra cosa. Bajé y me dirigí hacia la parte trasera de la casa.
El ama de llaves estaba sentada a la mesa de la cocina, donde extendía unas páginas de periódico y colocaba encima doce juegos de cubiertos, dos jarras de agua y unas tazas de plata de ley. Roció algunas de las piezas más trabajadas con un limpiametales en aerosol que, al secarse, fue adquiriendo un extraño matiz rosado. El paño que utilizaba con los cubiertos estaba ya ennegrecido por la suciedad. La mujer tenía el pelo gris y ralo, rizado y peinado hacia atrás formando una aureola semejante a un diente de león. En algunas partes se le veía el cuero cabelludo.
—Hola, Freddy —la saludé—. He estado charlando con el señor Lafferty. Dice que anoche vio usted a Reba antes de que se marchase.
—Cuando salió por la puerta —contestó con la vista fija en una cuchara.
—¿Cargaba alguna maleta?
—Llevaba dos: una bolsa pequeña de lona y una maleta gris rígida con ruedas. Vestía vaqueros, botas y un gorro de piel, pero no chaqueta.
—¿Hablaron?
—Se puso un dedo en los labios, como si ese fuera nuestro secreto. Yo no estaba dispuesta a seguirle la corriente. He servido al señor Lafferty durante cuarenta y seis años. No tenemos secretos el uno para el otro. Fui derecha a la biblioteca y hablé con él, pero cuando conseguí ayudarlo a levantarse de su sillón, ella ya se había ido.
—¿Dijo Reba cuáles eran sus intenciones? ¿Comentó algo de un viaje?
Freddy negó con la cabeza.
—Hubo varias llamadas, pero ella se dio prisa en responder el teléfono, así que no llegué a enterarme de quién era. Ni siquiera me enteré de si la telefoneaba un hombre o una mujer.
—Ya sabe que si sale del estado, violará la libertad condicional —dije—. Podrían mandarla otra vez a la cárcel.
—Señorita Millhone, pese al cariño que le tengo a Reba, no me guardaría información ni la encubriría de ninguna manera. Está rompiéndole el corazón a su padre y debería avergonzarle.
—Por si sirve de algo, le diré que ella lo adora, aunque eso no cambia las cosas, claro. —Saqué una tarjeta con mi número particular anotado en el dorso—. Si sabe algo de ella, ¿sería tan amable de llamarme?
Freddy aceptó la tarjeta, que se guardó en el bolsillo del delantal.
—Espero que la encuentre. Al señor Lafferty no le queda mucho tiempo de vida —terció.
—Lo sé —respondí—. Me ha dicho que el coche de Reba sigue en el garaje.
—Vaya por la puerta trasera. Llegará antes. Hay un juego de llaves en el gancho. —Señaló hacia el porche del servicio y el zaguán, que se veían por la puerta abierta detrás de ella.
—Gracias.
Tomé las llaves y crucé en diagonal un amplio patio de ladrillos hacia lo que debió de ser en su día la cochera, convertida ahora en un garaje de cuatro plazas. Rags asomó por la esquina de la casa. Por lo visto, su trabajo consistía en supervisar las llegadas, salidas y toda actividad que se desarrollara en la finca. Encima del garaje vi una serie de buhardillas con las ventanas cerradas y las cortinas corridas; parecían las habitaciones del servicio o un apartamento, donde posiblemente se alojaba Freddy. Una de las puertas estaba abierta, y en ese espacio no había ningún coche. Entré por allí y enseguida localicé el BMW de Reba aparcado junto a la pared del fondo. Me sentí obligada a dar explicaciones a Rags mientras me seguía los pasos. Abrí la portezuela del conductor y me senté al volante. Después metí la llave en el contacto y comprobé el indicador de gasolina. La flecha subió de inmediato a lo más alto: el depósito estaba lleno.
Me incliné, abrí la guantera y dediqué unos minutos a revisar recibos de gasolinera, permisos de circulación caducados y un manual del usuario. En el portamapas de mi izquierda encontré otro puñado de recibos de gasolinera, en su mayoría con fecha de dos o tres meses antes del ingreso en prisión de Reba. La única excepción era una factura del lunes 27 de julio de 1987 por haber repostado gasolina en la estación de servicio Chevron de Main Street, en Perdido, a unos treinta kilómetros al sur de Santa Teresa. Me lo guardé en el bolsillo, junto con el otro papel. Luego miré bajo los asientos y las alfombrillas, y en el maletero, pero no hallé nada más de interés. Al poco abandoné el garaje, volví a dejar las llaves en el gancho del zaguán y me dirigí a mi coche. Vi a Rags por última vez sentado en el porche relamiéndose plácidamente.
Regresé a la 101 y di un rápido rodeo para pasar por el estudio, donde estuve el tiempo necesario para llevarme la fotografía de Reba que me había dado su padre. La doblé y la metí en el bolso antes de conducir hasta Perdido. La autovía de cuatro carriles sigue la costa, con las estribaciones de las montañas a un lado y el océano Pacífico al otro. El malecón de hormigón desaparece en algunos lugares y las olas rompen contra las rocas en una imponente demostración de fuerza. Los surfistas, lustrosos como focas en sus ajustados trajes de neopreno negros, aparcaban los coches en el arcén y bajaban con sus tablas a la playa. Conté ocho en el agua, a horcajadas sobre las tablas, de cara al mar en espera de una ola para acometer el siguiente asalto a la orilla.
A mi izquierda, las escarpadas laderas se elevaban despojadas de árboles y densamente pobladas de chaparral. Unos cactus en forma de pala habían invadido el terreno erosionado. El exuberante verde, propiciado por las lluvias del invierno, había dado paso a las flores silvestres de la primavera, que a su vez se habían marchitado, quedando todo ello reducido a aquel polvorín de vegetación a punto para los incendios otoñales. Las vías del tren discurrían a veces junto a la carretera, en el lado de la montaña, pero otras cruzaban por debajo y seguían su curso frente a las olas.
En los aledaños de Perdido, me desvié por la primera salida y me dirigí hacia el centro por Main Street, atenta a los letreros a lo largo del camino. Localicé la estación de servicio Chevron en una estrecha franja de tierra que bordeaba la salida de la autovía correspondiente a Perdido Avenue. Entré y aparqué en la zona de la gasolinera más cercana a los lavabos. Un dependiente vestido de uniforme llenaba el depósito de una ranchera. Me vio y posó en mí la mirada antes de continuar con su tarea. Esperé, y cuando el cliente firmó el comprobante de la tarjeta de crédito y la ranchera se alejó, me encaminé hacia los surtidores. Saqué la fotografía de Reba con el propósito de preguntar al empleado si había trabajado el lunes y, en tal caso, si recordaba su cara. Sin embargo, cuando ya me acercaba, tuve otra idea.
—Hola —saludé—. Necesito que me dé unas indicaciones. Busco un casino que se llama Double Down.
Se volvió y señaló con el dedo.
—Siga dos manzanas más a la derecha, hasta el semáforo.
Eran casi las dos de la tarde cuando ocupé una de las plazas libres del aparcamiento situado detrás de un edificio bajo de hormigón pintado de un color beige poco afortunado. En el letrero de la entrada destellaban sucesivamente una pica, un corazón, un diamante y un trébol de neón rojo. El nombre, Double Down, aparecía escrito en letra corrida de neón azul a lo largo de la fachada. En lugar de escalera, una rampa para minusválidos ascendía hasta una entrada sin ventana, a más de un metro del suelo. Subí por la rampa hasta la puerta de madera maciza con rústicos goznes de hierro forjado. Un cartel indicaba que el horario era de diez de la mañana a dos de la madrugada. Entré.
Había cuatro mesas grandes cubiertas de fieltro verde, cada una con diez jugadores de póquer sentados en sillas de madera con brazos y respaldo de barrotes. Aunque muchos de ellos se volvieron para mirarme, a nadie pareció extrañarle mi presencia. En la pared del fondo se hallaba una cocina como la de un barco con la carta colgada sobre la ventanilla de servicio. Los platos del día se anunciaban en rótulos negros extraíbles, insertados en casillas blancas: desayunos, sándwiches y varios platos para la cena. Me había decidido ya por el burrito de huevos revueltos y salchicha cuando se me ocurrió comprobar la cuenta que había encontrado en el bolsillo de la cazadora de Reba: hamburguesa con queso, patatas fritas con chile y una Coca-Cola. Eso mismo aparecía en el cartel; los precios coincidían.
Las paredes estaban revestidas de madera de pino. A lo largo del techo acústico pendía un riel para cuadros festoneado con tallos de hiedra falsa, y de él colgaban unos pósteres deportivos, sobre todo de fútbol. La iluminación era uniforme. Excepto por una mujer de unos sesenta años sentada al fondo, todos los jugadores eran hombres. En una pizarra situada en la pared lateral se leía una lista de nombres, seguramente personas que esperaban un asiento libre. Para mi sorpresa, no se veían bebidas alcohólicas ni humo de tabaco. Dos televisores en color instalados en ángulos opuestos emitían en silencio dos partidos de béisbol distintos. No se oían conversaciones; sólo el sonido de las fichas de plástico al entrechocar suavemente cada vez que el crupier pagaba a los ganadores y retiraba las apuestas perdedoras. En el tiempo que estuve observando, los crupieres cambiaron de mesa y tres jugadores aprovecharon la interrupción para pedir algo de comida.
A mi izquierda había un mostrador, y detrás, en un cubículo, un hombre sentado en un taburete.
—Busco al gerente —dije preguntándome si en los salones de póquer había gerentes. Me pareció lógico que los hubiera.
—Yo mismo —contestó el hombre, y alzó la mano sin apartar la mirada de su libro.
—¿Qué está leyendo?
Lo levantó y le dio la vuelta para mirar la cubierta como si él no lo supiese.
—Poesía de Kenneth Rexroth. ¿Conoce su obra?
—No.
—Es impresionante. Se lo prestaría, pero es el único ejemplar que tengo. —Introdujo el dedo entre las hojas para marcar el punto—. ¿Quiere fichas?
—Lo siento, pero no he venido a jugar. —Saqué el retrato de Reba del bolso y se lo entregué—. ¿Le suena la cara de esta chica?
—Reba Lafferty —dijo como si la respuesta cayera por su peso.
—¿Recuerda cuándo la ha visto por última vez?
—Claro. El lunes, es decir, anteanoche. Se sentó a esa mesa. Vino alrededor de las cinco de la tarde y se quedó hasta que cerramos, a las dos de la madrugada. Jugó al Texas Hold’Em casi toda la noche y al final cambió al Omaha, para el que no tiene olfato ninguno. Traía un rollo de billetes así de grande. —Formó un círculo con el pulgar y el dedo corazón—. Se rumorea que salió de la cárcel hace una semana. ¿Es usted la asistenta social?
Negué con un gesto de la cabeza.
—Soy una amiga. Yo misma fui a buscarla a Corona y la llevé a casa.
—Debería haberse ahorrado el viaje. Antes de que se dé cuenta, esa chica hará el viaje de vuelta. Una lástima, porque es encantadora. Tan encantadora como un mapache antes de hincarte el diente.
—He de darle la razón —dije—. Se marchó anoche y todavía no la hemos localizado. Supongo que usted no sabrá adónde ha ido.
—Así, a bote pronto, diría Las Vegas. Aquí se dejó un buen fajo de billetes, pero se la veía en vena. Tenía esa clásica expresión en la mirada de los jugadores. La acompañe o no la suerte, es de esas que sigue jugando hasta que se le acaba el dinero.
—No lo entiendo —reconocí.
—¿Usted no juega?
—Jamás.
—Yo creo que Reba está en las últimas. Apuesta por la pura emoción, pensando que con eso encontrará algún tipo de satisfacción. Y no va a conseguirlo. Necesita ayuda.
—¿No la necesitamos todos? —comenté—. Por cierto, ¿por qué se llama Double Down este local? Pensaba que era un término del blackjack.
—Aquí se jugó al blackjack hasta que el dueño acabó prohibiéndolo. La gente del lugar prefiere el póquer, porque cuenta más la habilidad que la suerte.
En cuanto llegué a mi despacho, tomé un lápiz y un bloc, saqué el listín telefónico y elegí una agencia de viajes al azar. Marqué el número, y a la mujer que contestó le dije que necesitaba información para ir a Las Vegas.
—¿Qué día?
—Todavía no lo sé. Trabajo hasta las cinco y aún no tengo muy claro cuándo prefiero viajar. ¿Qué vuelos hay entre semana después de las seis de la tarde?
—Lo consultaré —contestó. Oí un tecleo de fondo y después de un breve silencio—: Veo dos. USAir a las 19:55 vía San Francisco con llegada a Las Vegas a las 23:16, o United Airlines a las 20:30 vía Los Ángeles con llegada a Las Vegas a las 23:17.
—¿Podría decirme en qué otro sitio puedo encontrar casinos?
—¿Cómo dice?
—Casinos. Póquer.
—Pensaba que quería ir a Las Vegas.
—Me interesan todas las opciones. ¿Sabe si hay salones de juego más cerca de Santa Teresa?
—En Gardena o Garden Grove. Tendría que volar a Los Ángeles y desde allí seguir viaje por carretera.
—Eso parece factible. ¿Qué vuelos hay a Los Ángeles después de las seis de la tarde? Ya me ha dicho el de United Airlines a las 20:30. ¿Hay algún otro?
—Aquí aparece otro de la United a las 18:57, con llegada a Los Ángeles a las 19:45.
Tomé nota de cuanto la mujer decía.
—Vaya, gracias. Ese me va perfecto.
Con cierto titubeo, la mujer de la agencia preguntó:
—¿Quiere que le reserve pasaje o no?
—No estoy segura. Veamos. Supongamos que dispongo de unos dólares y tengo ganas de gastarlos. ¿Adónde más podría ir?
—¿Después de las seis de la tarde en día laborable? —dijo perdiendo la paciencia.
—Exacto.
—Podría probar en Laughlin, Nevada, aunque no hay aviones a Laughlin-Bullhead a menos que quiera un vuelo chárter.
—No, mejor no —contesté.
—Siempre le queda la opción de Reno-Lake Tahoe. Es el mismo aeropuerto para los dos.
—¿Podría…?
—Eso estoy haciendo —repuso, y nuevamente la oí teclear en el ordenador—. Hay un vuelo de United Airlines que sale de Santa Teresa a las 19:55, llega a San Francisco a las 21:07, vuelve a salir a las 22:20 y llega a Reno a las 23:16. Eso es todo.
—Gracias. Volveré a llamar. —Y colgué.
Rodeé con un círculo la palabra «Reno», recordando que Misty Raine, la excompañera de celda de Reba, supuestamente vivía allí. Si Reba se había fugado, quizá cabía pensar que trataría de ponerse en contacto con una amiga. Por supuesto, tener trato con una delincuente conocida era una violación de la libertad condicional, pero estas iban ya acumulándose, así que no venía de una más.
Marqué el teléfono de información telefónica de Reno, con el prefijo 702, y pregunté a la operadora por algún abonado con apellido Raine. Había uno: «M» en la inicial del nombre, pero no incluía la dirección. Le di las gracias y colgué. Tracé un segundo círculo en torno a la palabra «Raine», preguntándome si realmente Reba se había puesto en contacto con Misty. Volví a descolgar el auricular y marqué el número de M. Raine que me habían facilitado. Al cuarto tono de marcado, una mecánica voz masculina dijo: «No hay nadie en casa. Por favor, deje un número después de oír la señal». El pobre no era de mucha ayuda; me dio pena.
A las cuatro y media volví a la residencia de Nord Lafferty. Al detenerme en el camino de entrada, advertí con satisfacción que el coche de Lucinda ya no estaba. Rags dormía en una silla de mimbre, pero se despertó para recibirme y se sentó a mis pies mientras llamaba al timbre. Freddy me dejó pasar al interior, y Rags aprovechó la ocasión para colarse dentro. Me siguió incluso cuando Freddy me acompañaba a la biblioteca, donde Nord se hallaba atrincherado en el sofá, recostado contra una pila de almohadas y tapado con una manta.
—Le he pedido a Freddy que me ayude a bajar —dijo el anciano—. No podía soportar ni un minuto más arriba.
Rags subió al sofá de un brinco, recorrió el cuerpo de Nord Lafferty de los pies a la cabeza y le olfateó el aliento.
—Tiene mejor aspecto —comenté—. Ha recuperado un poco el color en las mejillas.
—Es pasajero, pero bien está mientras dure. Supongo que ha averiguado algo. Si no, no habría vuelto tan pronto.
Le hablé del recibo de la gasolinera y de mi viaje a Perdido, donde me habían indicado cómo llegar al casino Double Down. Lo informé de la mala suerte de Reba en las partidas de póquer durante la noche del lunes. No vi necesidad de angustiarlo con la sospecha de que su hija había robado veinticinco mil dólares, así que omití esa parte.
—Reba mencionó a una bailarina de striptease llamada Misty Raine, una antigua compañera de celda. Según parece, Misty se trasladó a Reno tras cumplir su periodo en libertad condicional. Creo que si Reba ha caído en el juego, lo inteligente por su parte sería marcharse a un lugar donde pueda pasar inadvertida…
—Y en tal caso podría intentar contactar con su amiga —añadió Nord acariciando al gato.
—Eso es. Así, en lugar de gastar dinero en una habitación, podría apostarlo todo en las mesas con la esperanza de sacar alguna ganancia. Según el servicio de información telefónica, hay un M. Raine en Reno, pero no consta la dirección.
—¿Viajar a Reno no es una violación de la libertad condicional?
—También lo es el juego —recordé—. Siempre existe la posibilidad de que vuelva antes de que la asistenta social note su ausencia, pero no me gusta que corra ese riesgo. ¿Había ido antes a Reno?
—Con frecuencia —contestó—. Pero ¿cómo puede estar segura de que está allí? Es poco probable que su amiga lo admita.
—Eso mismo pienso yo. ¿Reba no hizo ninguna alusión a Reno?
—No dijo una sola palabra.
—¿Y la compañía telefónica? Podría preguntarles si se ha hecho alguna conferencia desde este teléfono en los últimos siete días. Si algún teléfono coincide con el número de Misty, demostraría que han estado en contacto.
—Puedo intentarlo.
Consulté la guía telefónica, marqué el número y le entregué el auricular en cuanto me pusieron con el departamento de facturación. Nord Lafferty se identificó por su nombre y número de teléfono y explicó lo que quería. De la manera más natural y convincente, se inventó una historia de una visita de fuera del pueblo que había puesto varias conferencias olvidando preguntar el tiempo y el coste. Después de charlar con la mujer, anotó un número de teléfono con el prefijo 702 al que se habían realizado tres llamadas. Le agradeció a la operadora su ayuda, colgó y me entregó el papel.
—Por desgracia, aún le faltará la dirección.
—Tengo un amigo en la policía que podrá ayudarme.