El martes por la mañana transcurrió como en una soporífera nebulosa. Dado el carácter egocéntrico del mundo, imaginé que, como a mí no me ocurría nada particular, nada particular ocurría a nadie. En realidad estaban aconteciendo ciertos hechos de los que me enteraría cuando fuese ya demasiado tarde para alterar tanto la causa como el efecto. El teléfono sonó a las once; Cheney me pidió que permaneciese allí durante la siguiente media hora porque quería hacerme escuchar algo.
—¿Tienes un casete? —preguntó.
—Uno viejo que funciona con cintas de tamaño normal.
—Eso servirá.
Entró por la puerta quince minutos después. Mientras lo esperaba, revolví en el armario hasta que di con el casete. Abrí un paquete de pilas y, cuando Cheney llegó, el aparato estaba ya a punto para usarse.
—¿Qué es? —dije.
Introdujo la cinta en el casete.
—Algo que el FBI ha grabado esta mañana. En algunas partes el sonido es un poco confuso, pero los técnicos lo han mejorado en la medida de lo posible.
Al pulsar el botón para reproducir, sonó un susurro generalizado y el timbre de un teléfono. Un hombre descolgó y, sin identificarse, se oyó su voz: «¿Sí?». «Tenemos un problema», anunció la persona que llamaba. Al escuchar esta segunda voz, miré a Cheney.
—¿Es Beck quien habla? —pregunté.
Pulsó el botón de pausa.
—Está hablando con Salustio Castillo —explicó—. Ha sido la primera llamada que ha hecho al llegar a la oficina. —Volvió a encender el casete.
En la cinta, Castillo dijo: «¿Qué?».
Y Beck contestó: «Cuando recibí la última remesa, el inventario era inexacto».
Un silencio. Después se oyó un susurro: «Imposible. ¿Qué quiere decir con eso de "inexacto"?».
«Falta dinero».
«¿Cuánto?»
«Un paquete».
«¿Grande o pequeño?»
«Grande. Hablamos de veinticinco mil dólares».
Tras otro silencio, Salustio dijo: «Supervisé el recuento yo mismo. ¿Y las facturas?».
«No coinciden. Las verifiqué tres veces y los números no cuadran».
Salustio respondió: «Le dije que quería a alguien encargado de la supervisión en su lado…».
«Esto no ha ocurrido en mi lado».
«O eso dice usted».
Beck aguardó antes de responder: «Sabe que yo no haría una cosa así».
«¿Lo sé? Usted presentó argumentos en favor de una tajada mayor, cosa que yo no puedo… No hay manera de que pueda justificarlo desde mi lado. Ahora dice…, desaparecido, y yo no tengo nada más que su palabra».
«¿Cree que mentiría?»
«Llamémoslo merma de existencias. No sería la primera vez que esto sucede. Desde mi punto de vista, usted está debidamente recompensado… No lo veo del mismo modo. Quizás ha desviado un porcentaje de la mercancía y satisface así su necesidad de un aumento. ¿Qué mejor manera de cubrirse que afirmar que yo le estoy sisando?»
«Yo no he dicho eso».
«Entonces ¿qué?»
«He dicho que el total es inexacto. Podría ser el…, error…»
«Suyo. No mío». «Arréglelo».
Un silencio. Siguió una parte en que sólo se oía el susurro de la cinta.
Beck dijo, tenso: «Dígame qué quiere que haga y lo haré».
«Cubra el déficit desde su lado, que es donde se ha producido la pérdida. Mi total es correcto y quiero que se ingrese el pago íntegro en mi cuenta. Entretanto, no se preocupe. Me consta que es una persona válida. Es un placer trabajar con usted», declaró Salustio, y cortó la comunicación.
«¡Mierda!», exclamó Beck, y colgó el teléfono ruidosamente.
Cheney apagó el casete.
La conversación me pareció interesante, pero no vi claro por qué quería que la escuchase. Me disponía a hacer un comentario cuando Cheney tomó la palabra:
—Un fajo de billetes de cien dólares apretado y bien liado tiene un grosor de dos centímetros y medio. Eso equivale a veinticinco mil dólares. Me lo han confirmado los de Hacienda. Beck volvió ayer. Si hubo una entrega de dinero mientras él estaba fuera, tiene sentido que haya comprobado los totales nada más llegar.
—De acuerdo —contesté. Y cerré la boca al instante porque le adiviné el pensamiento.
Cheney sabía que Reba y yo habíamos entrado en la contaduría el sábado, cuando los fajos estaban desenvolviéndose para ser contados en las máquinas. Lo único que teníamos que hacer cualquiera de las dos era tomar un fajo de billetes de cien dólares. ¿Quién iba a enterarse? Beck no sabía que habíamos estado allí, y a Salustio lo único que le importaba era que el total correcto se depositase en su cuenta.
—¿Crees que se lo quedó Reba? —pregunté.
—Claro. A Vince casi le da un ataque. He pensado que iba a estallarle una vena. Beck no sabe que ella estuvo allí, pero lo pondrá todo patas arriba buscando la pasta. En cuanto compruebe las cintas de seguridad, la habrá descubierto. Y a ti también, dicho sea de paso.
—Tiene que estar chiflada. ¿Por qué ha corrido semejante riesgo?
—Porque Beck no puede denunciar la pérdida. Si decidiera avisar a la policía, provocaría la clase de indagación que no puede permitirse. No ahora que está a punto de escurrir el bulto.
Me ruboricé, abrumada por unos impulsos alternos de negación y culpabilidad. De pronto comprendí lo que Reba había hecho en la contaduría durante los escasos segundos en que entré en el montacargas. Yo estaba inquieta, impaciente por marcharme, mientras ella contemplaba fascinada todo aquel dinero. Preocupada, echaba un vistazo al pasillo para asegurarme de que no había peligro. De hecho, la chica necesitó muy poco tiempo —¿dos segundos?— para meterse un fajo de billetes debajo de la camisa o en el bolsillo de la cazadora. Recordé que me habían asombrado sus «nervios de acero», cuando yo casi me mojé las bragas. También estaba su efusividad con Willard una vez en la planta baja, con quien estuvo coqueteando. Pero yo había supuesto que se debía a su euforia tras descubrir la contaduría de Beck. En realidad, su euforia se había desatado al ver esa suma de dinero. Ahora me parecía absurdo: Reba limpiando sus huellas digitales; Cheney flagelándome los oídos después de confesarle nuestras fechorías. Por si fuera poco, yo la había defendido. Qué desastre. Me enjugué las palmas de las manos sudorosas en los vaqueros.
—¿Y ahora qué? —se me ocurrió decir.
—Vince quiere verla cuanto antes. La reunión con Hacienda, y Aduanas se ha adelantado a mañana a las cuatro de la tarde en la oficina del FBI. Vince quiere hablar con ella sobre la una, para tratar de resolverlo. Si no, la mierda empezará a salpicarnos a todos.
—¿No puede ayudarla Vince?
—Claro, si ella está dispuesta a ponerse en sus manos.
—Es poco probable. Ni siquiera lo conoce.
—¿Por qué no hablas con ella? —sugirió Cheney.
—Si crees que va servir de algo… Llevo días evitándola, pero puedo intentarlo.
—Hazlo. En el peor de los casos, Vince la llevará a un piso franco hasta que consiga aclarar las cosas. —Cheney consultó la hora en su reloj, pulsó el botón para abrir el casete y extrajo la cinta—. He de devolverla. ¿Tienes el número de Vince?
—Mejor será que me lo des otra vez.
Tomó un bolígrafo y un bloc y lo anotó. Arrancó la hoja y me la entregó.
—Infórmame cuando hayas hablado con ella —pidió—. Si no me encuentras, ponte en contacto con él directamente.
—Así lo haré.
Cuando se fue, me senté a mi escritorio y pensé en qué decirle a Reba. No tenía el menor sentido andarme con rodeos. Se había metido ella sola en el pozo, y cuanto antes saliese, mejor. Si Beck recuperaba el dinero, quizá no se molestaría demasiado en indagar cómo había desaparecido. Agarré el auricular y marqué el número de la casa de los Lafferty. Tuve una primera conversación con Freddy, el ama de llaves, que me dijo que Reba seguía en la cama.
—¿La despierto? —preguntó.
—Por favor.
—Un momento. La dejaré en espera y luego pasaré la llamada a su habitación.
—Bien. Gracias.
Me representé a Freddy con sus zapatos de suela de crepé recorriendo el pasillo y subiendo por la escalera agarrada a la barandilla. El silencio se prolongó durante un rato, en que la imaginé llamando a la puerta de Reba, y luego debió de seguirle unos instantes de confusión antes de descolgar. En efecto, esa fue la impresión que me dio cuando por fin ella se puso al teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Reeb. Soy Kinsey. Perdona que te haya despertado.
—Da igual. Debería haberme levantado ya. ¿Qué quieres?
—Necesito preguntarte una cosa, pero tienes que jurarme que me contarás la verdad.
—Por supuesto —contestó más alerta. Deduje que se había formado una clara idea de lo que venía a continuación.
—¿Recuerdas nuestra exploración del sábado por la mañana? —dije.
Un silencio.
—¿Te llevaste un fajo de billetes de cien dólares? —pregunté.
Otro silencio.
—Da igual que lo admitas o no. La cuestión es que Beck lo sabe —informé.
—¿Y qué? —reaccionó Reba—. Le está bien empleado. Se lo dije a él mismo en el Bubbles: está en deuda conmigo.
—Pero hay un pequeño problema. El dinero no era suyo. Era de Salustio.
—No.
—Me temo que sí.
—Mierda. ¿Estás segura? Pensaba que era de Beck. Estaba convencida de que lo estaba guardando en fajos para llevárselo cuando se marche.
—Pues no. Estaba verificando el total de Salustio antes de ingresarlo en su cuenta. Ahora le faltan veinticinco mil dólares.
La oí encender un cigarrillo.
—¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? —pregunté.
—Fue un capricho, un impulso. ¿Nunca has hecho algo así? No lo pensé. Sencillamente lo hice.
—Pues será mejor que lo devuelvas antes de que Beck lo descubra todo.
—¿Cómo voy a hacerlo?
—Allá tú. Mételo en un sobre y déjalo en el mostrador de Willard. Puede entregárselo a Marty o subirlo él mismo…
—Pero ¿por qué tengo que hacerlo? Beck no puede demostrarlo, ¿no? O sea, ¿cómo va a demostrarlo si yo no dejé huellas?
—Para empezar, tiene las cintas de las cámaras de seguridad donde se ve que tú entraste y saliste del edificio. Además, no tiene que demostrar nada. Le basta con decírselo a Salustio, y estás perdida.
—No me haría una cosa así. Sé que no se lo diría a Salustio. ¿Tú qué crees?
—Claro que se lo diría. Salustio espera que él afloje los veinticinco mil dólares desaparecidos.
—¡Mierda, mierda, mierda!
—Mira, Reeb. Te lo repetiré una vez más. Vince Turner puede ayudarte si te presentas y colaboras.
—¿De qué me sirve eso?
—Quizá Vince pueda ponerte a salvo en algún lugar hasta que todo se resuelva.
—¡Dios mío! ¡El asunto pinta mal! ¿Crees que debería llamar a Beck?
—Sería más inteligente que te mantuvieses alejada de él y hablases con Vince. En todo caso, quiere verte antes de la reunión con los federales.
—¿Qué federales? No tengo ninguna reunión con los federales. Ese tío nos ha fallado.
—No es así. La reunión está prevista para mañana por la tarde, a las cuatro. Te recogeré a las doce y media y antes pasarás un par de horas con él.
—Eso es mucho tiempo.
—Reba, ya te dije que llevaría tiempo.
—Pero ahora ya es demasiado tarde.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que debo pensar en cómo arreglarlo. Ya te llamaré.
Se cortó la comunicación. Por lo visto, mi poder de persuasión dejaba mucho que desear.
Pasé la noche a solas porque Cheney tenía entrenamiento de softball. Cené en el bar de Rosie y después me retiré a mi estudio y dediqué la velada a la lectura.
A las doce y cuarto del miércoles me dirigí hacia el sur por la 101 sintiéndome aliviada al estar otra vez en marcha. En cuanto dejase a Reba en el despacho de Vince, él se ocuparía de ella y yo quedaría libre. El trayecto hacia Bella Sera fue exactamente igual que en las ocasiones anteriores, incluidos los aromas a laurel y hierba seca. Hacía trece días que había recorrido aquel camino para entrevistarme con Nord Lafferty, preguntándome qué podía querer de mí: recoger a su hija en la cárcel y llevarla a casa. ¿Sería muy complicado? En los días transcurridos desde el regreso de Reba, su vida se había puesto a prueba gradualmente. Lo delirante era que me caía bien. Pese a nuestras diferencias, ella despertaba los rasgos menos convencionales de mi carácter. Verla actuar era como observar una versión distorsionada de mí misma, sólo que a una escala mayor y mucho más peligrosa.
Cuando llegué a la residencia, la verja estaba abierta. Al doblar el recodo del camino, vi los mismos Lincoln Continental y Mercedes de siempre. Ahora había un tercer vehículo junto a los otros, un Jaguar descapotable de un precioso verde oscuro, con el interior de un color caramelo tan apetecible que daban ganas de comérselo. Aparqué y, sin cerrar el coche con llave, me encaminé hacia la casa. Rags, el enorme gato de pelo anaranjado, salió parsimoniosamente a recibirme y me miró con unos ojos de un azul cristalino. Al tenderle la mano me olisqueó los dedos. Me dejó rascarle la cabeza y me tocó repetidas veces con el morro para que no me interrumpiese.
Llamé al timbre y aguardé mientras el gato trazaba círculos alrededor de mí, dejando largos pelos anaranjados adheridos a las perneras de mis vaqueros. Dentro, oí un taconeo amortiguado sobre las baldosas de mármol. Abrió la puerta una mujer a quien de inmediato identifiqué como la legendaria Lucinda. Aparentaba unos cuarenta y cinco años, gracias al inestimable trabajo de un cirujano plástico. Lo supe porque su cuello y sus manos tenían quince años más que su cara. Llevaba el pelo corto con mechas de diversos tonos de rubio como blanqueado por el sol. Era esbelta y vestía elegantemente con ropa de un diseñador al que reconocí, aunque ahora no lo recuerdo. Lucía un conjunto de punto negro ribeteado de blanco con botones metálicos en la chaqueta. La falda hasta la rodilla dejaba al descubierto unas pantorrillas fibrosas.
—¿Sí?
—Soy Kinsey Millhone. ¿Podría decirle a Reba que estoy aquí?
—No está en casa. —Me observó con unos ojos tan negros como el alquitrán—. ¿Puedo ayudarla en algo?
—No creo. La esperaré.
—Usted debe de ser la investigadora privada de la que me ha hablado Nord. Me llamo Lucinda Cunningham. Soy una amiga de la familia. —Y me tendió la mano.
—Mucho gusto —contesté después de estrechársela—. ¿Ha dicho Reba cuándo volverá?
—Me temo que no. Quizá si me dice de qué se trata podré serle útil.
«Una mujer avasalladora», pensé.
—Tiene una reunión esta mañana. Le dije que pasaría a recogerla.
Salió al porche y, toda sonrisas, cerró la puerta.
—No es mi intención entrometerme, pero esa…, cita ¿es importante? —Quiso indagar.
—Mucho. La llamé para informarla.
—Pues esto podría plantear un problema. No hemos visto a Reba desde anoche a la hora de la cena.
—¿Ha pasado la noche fuera?
—No ha vuelto y no ha dejado ninguna nota, ni ha telefoneado. Su padre apenas lo ha comentado, pero sé que está preocupado. Al verla a usted en la puerta, he supuesto que traía noticias de ella, aunque casi me daba miedo preguntar.
—Es extraño. ¿Adónde habrá ido?
—Quién sabe. Según tengo entendido, la noche anterior volvió tarde. Ayer durmió hasta el mediodía y a esa hora recibió una llamada…
—Probablemente era yo.
—Ah. Pues nos preguntamos quién podía haber sido. Después la notamos alterada. Creo que tuvo una visita. Pasó fuera buena parte de la tarde, y al final apareció cuando su padre estaba cenando. Aunque cena temprano casi todos los días, ayer eran pasadas las seis. La cocinera había preparado un caldo de pollo, y Nord tenía apetito. Reba se sentó a su lado porque quería charlar con él, y yo decidí marcharme para que se quedaran a solas.
—¿Y Reba no le mencionó nada?
—Él dice que no.
—Mejor será que hable yo misma con él. Esto es alarmante.
—Entiendo su preocupación, pero en estos momentos está descansando. Preferiría que no lo molestase. ¿Por qué no vuelve esta tarde? Se levantará sobre las cuatro.
—Imposible. Es una reunión urgente, y si Reba no va a asistir, necesito saberlo ahora mismo.
Lucinda desvió la mirada y la vi calcular el alcance de su autoridad.
—Veré si está despierto y en condiciones. Procure ser breve.
—De acuerdo.
Abrió la puerta y me indicó que pasase. Reparé en que sacaba un pie para impedir entrar al gato. Rags, ofendido, la fulminó con la mirada. Esperé en el zaguán sus indicaciones.
—Por aquí —dijo.
Cruzó el vestíbulo hacia la escalera, y yo la seguí. Mientras subía, acariciando la barandilla con la mano, dejó caer un comentario por encima del hombro.
—No sé qué le habrá contado Reba, pero ella y yo nunca nos hemos llevado bien.
—No sabía nada. Lo siento.
—Lamentablemente, se produjo un malentendido. Reba tuvo la impresión de que yo tenía planes con su padre, lo que no podía estar más lejos de la realidad. No niego mi actitud protectora. Además, por lo que se refiere al comportamiento de Reba, soy muy franca. Según parece, Nord opina que si le da apoyo y satisface todos sus deseos, al final ella se enmendará. Nunca ha entendido en qué consiste ser un buen padre. Los hijos deben asumir la responsabilidad de sus actos. Es mi opinión…, aunque nadie me la haya preguntado.
Ignoré el comentario. Puesto que no conocía bien la historia de la familia, no me pareció apropiado contestar.
Atravesamos el ancho rellano y continuamos por un pasillo enmoquetado con habitaciones a uno y otro lado. La puerta del dormitorio principal estaba cerrada. Lucinda llamó con delicadeza, abrió y se asomó.
—Kinsey ha venido buscando a Reba. ¿La hago pasar?
No oí la respuesta, pero Lucinda se retiró y me dejó entrar.
—Cinco minutos —dijo con firmeza.