Reba, al volante del BMW, redujo la marcha hasta detenerse frente a mi estudio. Al salir del coche y cerrar la portezuela, vi el Mercedes rojo de Cheney aparcado junto a la acera. Sentí un repentino nerviosismo. Cuando, la noche anterior, quise ponerle al corriente de mis aventuras con Reba en los últimos dos días, la llamada de Jonah me lo impidió, y después él se marchó al escenario del tiroteo sin darme ocasión de contarle nada. Esta omisión me inquietaba, como si estuviese ocultándole algo intencionadamente. Incluso el referirme a mis actividades con Reba como «aventuras» parecía un intento de minimizar el hecho de que habíamos puesto en peligro la investigación. La incursión en la oficina de Beck había sido ya muy arriesgada. Apurando mucho, podía aducirse que Marty nos había invitado a visitar la nueva sede de la empresa, pero eso no incluía registrar los cajones de los escritorios ni robar las llaves de Onni. Y desde luego no nos había dado permiso para regresar en su ausencia y disfrutar de un recorrido por el lugar. Deseaba hablarle a Cheney de los fajos de billetes que allí se contaban, se volvían a fajar y se guardaban en maletines, pero era consciente de que ese descubrimiento implicaba el pequeño detalle de una entrada ilegal en propiedad ajena, lo que desacreditaba la información. Sin embargo, necesitaba rendir cuentas antes de que mi silencio se convirtiese en un conflicto.
Crucé la verja y circundé el estudio con el mismo sentimiento de culpabilidad que si me hubiese acostado con otro hombre. Podía buscar pretextos a mi conducta, pero era responsable igualmente. Cheney estaba sentado en el portal, vestido con la misma ropa que llevaba la noche anterior. Al verme sonrió y puso cara de agotamiento, aunque tenía buen aspecto. Confesar haría mella en la relación. Temía las consecuencias, pero debía contarlo todo. Me senté a su lado y puse mi mano sobre la suya.
—¿Cómo ha ido? Se te ve derrotado. —Intenté animarlo.
—Un desastre. Dos delincuentes muertos. La chica quedó atrapada en el fuego cruzado y también murió. Jonah me ha mandado a casa para ducharme y cambiarme de ropa. He de volver a la una. ¿Y tú qué tal?
—No muy bien. Tenemos que hablar.
—¿No puede esperar? —Fijó una mirada escrutadora en mi rostro.
—Creo que no. Se trata de Reba. Tenemos un problema.
—¿Qué clase de problema?
—No va a gustarte.
—Suéltalo ya.
—Anoche quedamos para cenar. Quería presentarme a Marty Blumberg, el interventor de la empresa de Beck, y yo no vi inconveniente. Él cena en el Dale’s todos los viernes, y allí fuimos. Estuvimos charlando hasta que, de buenas a primeras, Reba le contó que los federales tienen a Beck bajo investigación, y que él, Marty, cargará con la culpa si no actúa deprisa. Yo no tenía la menor idea de qué se proponía, pero así fue.
Cheney cerró los ojos y permaneció con la cabeza gacha.
—Por Dios. Es increíble. ¿Qué demonios le ocurre a esa mujer?
—La cosa no termina ahí. Luego le dijo que Onni es agente federal y está sorbiéndole el seso a Beck a base de polvos para obtener pruebas contra él. Al principio, Marty se resistió a creerlo, pero Reba le enseñó las fotos y él acabó picando el anzuelo. A continuación, lo convenció para que nos invitara a subir a la oficina, en teoría sólo para verla, pero ella, aprovechando la ocasión, recorrió el lugar en busca de cualquier cosa a la que echar mano. Al final se llevó las llaves de Onni.
Proseguí con mi resumen, ofreciéndole la verdad sin adornos de lo ocurrido en el transcurso de los dos últimos días. Me di cuenta de que su enojo iba en aumento cuando aún no había llegado a la mitad del relato. Cheney estaba cansado. Había pasado la noche en vela y aquello era lo que menos deseaba oír. Pero yo me sentía obligada a ser sincera con él. Si no se lo contaba todo, nada tendría sentido. Continué con los sucesos de esa mañana y, cuando terminé, Cheney estalló:
—¡Tienes que estar mal de la cabeza! Aparte del allanamiento de morada, si Beck se entera sabrá que algo pasa, y eso será el final de nuestra investigación.
—¿Cómo va a averiguarlo?
—Supón que Marty levanta la liebre o que al vigilante le entra alguna duda por haberos permitido subir. Conoce el nombre de las dos. Bastaría con que cualquiera de ellos dejase caer un comentario. Por sólida que sea la acusación, si el abogado defensor te llama a declarar, te hará trizas. Aunque ni siquiera tendrá ocasión. Mucho antes de eso, los federales presentarán cargos contra ti por obstrucción a la justicia, manipulación de pruebas y sabe Dios cuántas cosas más. Por perjurio sin duda en cuanto intentes cubrirte las espaldas. Reba no tiene credibilidad. Estamos hablando de una exconvicta, una mujer despechada. Todo lo que diga estará automáticamente bajo sospecha.
—¿Por qué la metisteis en esto, pues? Si tan inútil es, ¿por qué quisiste reclutarla desde un principio?
—Porque necesitábamos un informante de confianza. Tú eres una profesional. Ya sabes cómo funcionan estas cosas…, o eso suponía. Los federales juegan en serio. Si pones en peligro una operación como esta, lo pagarás caro. ¿A ella qué más le da? No tiene nada que perder.
—Te entiendo, Cheney. Sé que debería habérselo impedido, pero no encontré la manera. En cuanto le dijo a Marty qué ocurría, se precipitaron los acontecimientos.
—Tonterías. Eres una cómplice voluntaria. Lo que has hecho es ilegal.
—Sí, lo sé. Soy consciente de ello —dije—. Pero ¿cómo iba a marcharme? Está metida en esto por nosotros, o por mí, para ser más exactos. Me siento responsable de lo que le ocurra.
—Pues será mejor que empieces a asumir la responsabilidad de tus propios actos. Si la operación se va al garete, estarás con el agua al cuello.
—Espera un momento. No quiero que pienses que me pongo a la defensiva, pero me vi arrastrada a esto. Cuando me lo propusiste, te dije que no quería, pero tú me convenciste, con fotos obscenas incluidas. Cambio de escena: estoy sentada en el Dale’s, Reba abre la boca y descubre el pastel. ¿Qué podía hacer yo? Si me hubiera marchado, ahora no sabríamos qué hizo Reba después. Lo creas o no, intentaba minimizar los daños. Admito que la situación se descontroló…
—Hazme un favor: mantente alejada de la chica, ¿de acuerdo? Si te telefonea, cuelga y déjanoslo a nosotros. Me pondré en contacto con Vince y lo haré venir a toda prisa. Veremos qué puede salvarse, si es que puede salvarse algo.
—Lo siento. No quería echarlo a perder.
—En fin, ahora ya no hay remedio. A lo hecho pecho. Bastará con que no te acerques a Reba. Promételo.
Levanté la mano como si prestase juramento.
—Luego te llamo —dijo con aspereza.
Se levantó y dobló la esquina en dirección a su coche. Puso el motor en marcha y apartó el automóvil del bordillo con un chirrido de goma en el asfalto. Una hora después aún me ardía la cara.
Me encerré en el estudio y ordené el cajón de la ropa interior. Necesitaba hacer algo trivial y útil. Tenía que tomar las riendas de mi vida en un terreno sin riesgos donde poder sentirme segura otra vez. Quizá doblar bragas no fuese gran cosa, pero no podía ocuparme de nada mejor. Pasé a la cómoda y me entretuve doblando las blusas. Luego me enfrenté al cajón de los trastos. No me gustaba nada la idea de ir a juicio. La obstrucción a la justicia era una cagada considerable. Me imaginé vestida de presa, con grilletes en los tobillos y las manos esposadas al frente, arrastrando los pies de un lado a otro por el patio de la cárcel en la proverbial danza de los reclusos. En ese punto la escena empezó a parecerme un tanto melodramática y decidí que no era necesario flagelarme tanto. La había pifiado, sí, ¿y qué? Al fin y al cabo, no había matado a nadie.
Una hora más tarde oí voces frente a mi puerta, entre ellas la de Henry. Eché un vistazo por la ventana de la cocina, pero el excesivo ángulo no me permitía ver quiénes había fuera. Fui a la puerta, deseché el cerrojo y la entreabrí. Henry, Lewis y William estaban en el camino de entrada. Lewis y William lucían trajes con chaleco mientras que Henry llevaba sus pantalones cortos, camiseta y chancletas de siempre. Había sacado la ranchera del garaje, y Lewis cargaba su equipaje en la parte trasera. De pronto sonó una suave alarma, y William extrajo el reloj del bolsillo del chaleco para comprobar la hora. Sacó una bolsita de frutos secos variados y, con gran alarde y no pocos crujidos de celofán, la abrió. Henry le clavó una mirada de irritación, pero prosiguió su conversación con Lewis, que al parecer no giraba en torno a nada en particular. Cerré la puerta con cuidado, contenta de que un conflicto se hubiese resuelto pacíficamente, o eso esperaba. Lo cierto es que nunca es fácil prolongar las situaciones de intensa emotividad. Por maltratada que una se sienta, cuesta mucho permanecer indignada, aunque tenga razones. A veces alimentar el rencor acarrea tantos problemas que no merece la pena.
Reba llamó a las dos de la tarde. Dado que soy incapaz de resistirme a un teléfono que suena, estuve a punto de levantar el auricular de la horquilla. Pero vacilé, contuve el impulso y dejé que saltase el contestador. Su mensaje decía:
«¡Vaya! Esperaba encontrarte. Acabo de tener una pelea de padre y muy señor mío con Lucinda y me moría de ganas de contártelo. Por poco le doy una patada en el culo, ya me entiendes, en sentido figurado. En todo caso, llámame cuando puedas y te pondré al corriente. Hay también otra cosa de la que tenemos que hablar. Adiós».
Volvió a telefonear a las 15:36.
«Hola, Kinsey, soy yo otra vez. ¿Es que no compruebas los mensajes últimamente? En casa me estoy volviendo loca. En serio, tenemos que hablar, así que llámame en cuanto llegues. Si no, no me hago responsable de mis actos. Ja, ja, ja. Es broma… hasta cierto punto.»
En el mensaje de las cinco y media sólo dejó su nombre, pidiéndome que le devolviese la llamada.
El lunes por la mañana entré en mi despacho y me enfrasqué en el trabajo que había descuidado la semana anterior. Había leído la noticia del tiroteo en el aparcamiento en la edición matutina del diario, y sabía que los inspectores de la Brigada Antivicio y de Homicidios entrevistaban a los testigos y seguían las pistas para identificar a los miembros de la banda. Las bandas de Santa Teresa son bastante estables y sus actividades están rigurosamente controladas. Sin embargo, periódicamente llegan al pueblo miembros de bandas de Olvidado, Perdido y Los Ángeles, sobre todo durante los fines de semana largos, cuando los maleantes locales, como todo el mundo, aspiran a un cambio de aires. Por suerte, los agentes de policía también visitan el pueblo, de modo que los pandilleros, sin saberlo, continúan bajo la atenta mirada de la ley.
No volví a tener noticia de Reba hasta el lunes a media tarde, cuando ya había llegado a casa del trabajo. Era de agradecer que no hubiese telefoneado al despacho, donde atender las llamadas es una práctica comercial recomendable. Había llamado al estudio dos veces, al mediodía y a las dos, dejando mensaje en ambos casos. Al principio parecía animada, pero conforme avanzaba el día se la notaba cada vez más lastimera.
«¿Kinsey? ¡Yuju! ¿Me dijiste que te marchabas del pueblo o algo así? Creo que no, pero no estoy del todo segura. Lamento ponerme tan plasta, pero Beck ha vuelto y tengo los nervios de punta. No sé si podré resistirlo mucho más tiempo, la verdad. Voy camino del despacho de Holloway para mear en un tarro y contarle imbecilidades. Luego se supone que tengo que presentarme en una reunión de Alcohólicos Anónimos, pero me parece que voy a saltármela. Demasiado deprimente, ¿sabes? En todo caso, llámame cuando oigas el mensaje. Espero que no haya pasado nada malo. Adiós».
Me resultaba difícil dejarla en la estacada cuando la semana anterior me había mostrado tan accesible. Me sentía como una vaca separada de su ternera: oía los lastimeros mugidos de Reba, pero no era libre de atender a su llamada. Le había prometido a Cheney muy en serio que me mantendría alejada de ella, por lo menos hasta que la situación estuviese bajo control. Una vez que Reba hablase con Vince y sus compañeros, yo podía replantearme las cosas. Aunque para entonces, claro está, quizás ella hubiese dado por concluida nuestra relación.
Entretanto, no supe nada de Cheney. Atribuí su silencio al trabajo. Por mi parte, para escapar a ese silencio, salí del estudio y fui a ver a Henry. Llamé con los nudillos al marco de la puerta, y él me indicó que pasase. En la encimera tenía su batidora industrial, un saco de harina de cinco kilos, paquetes de levadura, azúcar, sal y una jarra de agua a mano.
—¿Podrá soportar un poco de compañía? —le saludé.
Sonrió.
—Si tú puedes soportar el estruendo de mi batidora… Me disponía a preparar la masa para una hornada de pan, que dejaré crecer esta noche y coceré a primera hora de la mañana. Anda, siéntate en un taburete.
Midió los ingredientes, que vertió en el inmenso recipiente de acero inoxidable de la batidora. En cuanto puso el aparato en marcha, interrumpimos la conversación en espera de que acabase. Después charlamos mientras, una vez retirada la masa pegajosa, la trabajaba y añadía harina hasta dejarla homogénea y elástica. Aceitó una enorme bandeja, revolvió en ella la masa hasta que su superficie resplandeció y la cubrió con un paño. Colocó el molde en el horno, donde el piloto luminoso generaría el calor necesario para que creciese la masa.
—¿Cuánto va a hacer? —pregunté mirando la cantidad de masa.
—Cuatro hogazas grandes y dos hornadas de panecillos, todo para Rosie —respondió—. Puedo hacer una bandeja de bollos…
—Claro. ¿He de suponer que Lewis se ha ido a su casa?
—Lo llevé al aeropuerto el sábado. Acabó disculpándose por haberse entrometido, cosa que posiblemente hace por primera vez. Imagino que no se le pasó siquiera por la cabeza que su repentina visita tendría ese efecto. Le aseguré que estaba olvidado.
—Eso mismo me dijeron ayer a mí en otras circunstancias. Me alegro de que los dos vuelvan a pisar terreno firme.
—Por ese lado, no tengas la menor duda —aseguró—. ¿Y tú? Apenas te vi este fin de semana. ¿Cómo te va con tu nuevo amigo?
—Buena pregunta —contesté.
Le conté la triste saga de mi mal comportamiento: riesgos asumidos, leyes transgredidas, beneficios, pérdidas y huidas de máxima tensión. Por suerte, la historia le divirtió mucho más que a Cheney.
Poco después de las seis regresé al estudio y me preparé un sándwich caliente de huevo duro con más mayonesa y sal de las que recomendaría cualquier especialista en medicina interna. Estaba arrugando la hoja de papel de cocina cuando sonó el teléfono. Tiré la bola a la basura y aguardé hasta que la persona que llamaba empezó a hablar. Marty Blumberg se identificó y descolgué.
—Hola, Marty. Soy yo. Acabo de llegar.
—Espero que no te moleste que llame a tu casa. Ha ocurrido algo extraño y tenía curiosidad por conocer tu opinión.
—Cómo no. —Oí de fondo el ruido del tráfico y me lo imaginé llamando desde una cabina.
—¿Quieres la versión larga o la corta? —preguntó.
—Las historias largas siempre son mejores.
—Bien —dijo—. Allá va, pues. —Siguió una pausa mientras inhalaba y dejaba escapar una bocanada de humo—. Hoy he llegado a casa del trabajo y he encontrado a la interina retorciéndose las manos. Estaba preocupada por algo, pero no me lo comentaba. Viendo que necesitaba quitarse el peso de encima, he insistido. Me ha dicho que no me enfade. Yo le he contestado que podía quedarse tranquila. Entonces me ha contado que al llegar a casa a las nueve, como de costumbre, ha visto una furgoneta de la compañía telefónica aparcada en el camino de entrada y un par de hombres en el porche. Ella ha pasado de largo, ha entrado por la parte trasera y luego ha ido a abrir la puerta principal. Uno de esos hombres le ha dicho que la compañía telefónica había recibido varios avisos de avería y estaban comprobando todas las líneas del barrio. Querían saber si mi teléfono funcionaba, así que ella les ha pedido que esperen, ha probado la línea y en efecto estaba cortada. En fin, como ve muchas series de policías por la televisión, es un poco paranoica, y les ha exigido que le enseñen su documentación. Los dos llevaban prendidas esas fichas de plástico con la foto donde decía California BELL. Huerta, la interina, ha tomado nota de sus nombres y números de empleado. El otro tipo tenía un sujetapapeles y le ha mostrado la orden de trabajo, mecanografiada y todo lo impecable que quieras. Ella ha supuesto que todo estaba en orden y los ha dejado entrar. ¿Todo claro hasta el momento?
—Sí, pero me huele a chamusquina.
—A mí también —dijo—. Cuanto más avanzaba en la historia, tenía la sensación de que se me amontonaban piedras en el estómago. Esos tipos se han pasado quince o veinte minutos en mi estudio y, al salir, le han dicho que todo estaba de maravilla. Huerta les ha preguntado cuál era el problema y ellos le han explicado que las ratas del tejado debían de haber mordisqueado los cables exteriores, pero que ya estaba todo arreglado. Después ella ha pensado que aquello era absurdo y, preocupada, ha empezado a preguntarse si había hecho mal. Le he quitado importancia y le he dicho que ya me encargaría yo. Creo que alguien ha puesto micrófonos en mi casa o bien me ha pinchado el teléfono.
—O las dos cosas —apunté.
—Sí, joder. ¿Por qué, si no, iba a estar llamando desde el puto aparcamiento de un supermercado? Me siento como un idiota, pero no puedo correr riesgos. Tengo el teléfono pinchado; no quiero que quien lo haya hecho se dé cuenta de que me he enterado. Así puedo hacerles llegar todas las gilipolleces que me vengan en gana. ¿Crees que son los federales?
Lo oí dar otra calada al cigarrillo.
—No tengo ni idea, pero creo que tu preocupación es justificada.
—¿Cómo pueden hacer una cosa así? Es decir, en el supuesto de que hayan colocado un micrófono o, digamos, un dispositivo de escucha, ¿no sería ilegal?
—Sin una orden judicial, por supuesto.
—El problema es que, si no son ellos, podría ser alguien mucho peor.
—¿Como quién? —Estaba pensando en Salustio Castillo, pero quería oírselo decir a él.
—Eso da igual. Sea quien sea, no me gusta. El viernes por la noche, cuando Reba se descolgó echando mierda sobre Beck, creí que pretendía quedarse conmigo. Ahora, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que a lo mejor decía la verdad. Beck siempre ha demostrado mucho interés en tenerme metido hasta el cuello en el asunto. Como ella dice, no descarto que esté tendiéndome una trampa.
—¿Quién más está al corriente?
—¿De qué?
—Del blanqueo de dinero.
—¿Quién dice que hay alguien más?
—Vamos, Marty. No es posible blanquear esas sumas de dinero sin ayuda.
—Yo no soy un chivato —replicó indignado.
—Pero hay más personas implicadas, ¿no?
—No lo sé. Quizás. Hay varias personas, pero no conseguirás que te dé sus nombres.
—Me parece bien. ¿Y tú qué sacas de esto?
—Lo mismo que los demás. Nos pagan por tener la boca cerrada. Ayudamos a Beck ahora, y él se encargará de que tengamos la vida resuelta.
—La vida resuelta en la cárcel.
Marty pasó por alto el comentario.
—La verdad es que ya he ahorrado suficiente y me piraría ahora mismo si supiese cómo. Si Aduanas está en el ajo, me trincarían a la que intentase salir del país. Meten mi nombre en el ordenador, y en cuanto vaya a facturar el equipaje, zas, estoy listo.
—En serio, más te vale ponerte en manos de quienes cuentan. Beck no va a cuidar de ti. Tiene que protegerse él mismo.
—Sí, eso lo he entendido. O sea, seguramente nos necesita, pero ¿hasta dónde está dispuesto a llegar? Para Beck lo primero es Beck. A la hora de la verdad, nos echará a los lobos.
—Muy probablemente. —Estuve a punto de confiarle el rumor de que Beck ya se había puesto en marcha y casi con toda seguridad desaparecería al cabo de unos días, pero no se había confirmado y no me correspondía a mí transmitir esa información—. Desde luego, siempre cabe la posibilidad de que la historia de la compañía telefónica sea verdad…
—No, qué va. No lo creo.
—Pues lamento no poder ayudarte.
—¿Qué sabes de Reba? Llevo todo el día intentando contactar con ella.
—Puede que esté en su casa. Hace un rato tenía que reunirse con la asistenta social. Prueba otra vez.
—Si hablas con ella, dile que me telefonee. Este asunto me da dolor de estómago. Estoy muy nervioso.
—Primero déjame llamar a un amigo mío para ver si averiguo algo.
—Te lo agradecería. Pero ten cuidado con lo que dices. Mientras, si sabes algo de Reba, dile que la estoy buscando. No me gusta trabajar con una soga al cuello.
—No te dejaremos colgado. —Al instante hice una mueca, consciente de mis palabras desafortunadas.
En cuanto cortó la comunicación marqué los dos números de teléfono de Cheney, el particular y el del trabajo, y le dejé sendos mensajes. En ellos le recordaba el número de mi casa; lo hice con la esperanza de que me devolviese la llamada. Marty empezaba a entrar en un estado de pánico, y eso lo hacía tan imprevisible como Reba, sólo que más vulnerable.
Pasé la tarde tumbada en el sofá fingiendo «leer un libro» cuando en realidad esperaba la llamada de Cheney. Me pregunté dónde estaba y si seguía enfadado conmigo. Necesitaba hablar con él sobre Marty pero, más aún, ansiaba su contacto físico. Mi cuerpo recordaba el suyo con un anhelo que me perturbaba la concentración. Antes de aparecer él, yo vivía en un limbo: no saltaba de alegría pero desde luego tampoco estaba descontenta. Ahora me sentía como un animal por primera vez en celo.
Uno de los problemas del celibato es que tan pronto como afloran los impulsos sexuales resulta casi imposible reprimirlos. Sin querer, me puse a recordar lo que había ocurrido entre nosotros y fantaseé con lo que podía suceder en adelante. Advertía cierta pereza en la actitud de Cheney, un ritmo natural mucho más lento que el mío. Empezaba a comprender que, para mí, funcionar a toda marcha era un modo de protegerme. Vivir aceleradamente me permitía reducir los sentimientos a la mitad porque no había tiempo para sentir más. Hacía el amor de la misma manera que comía, ansiosa por satisfacer el apetito sin reconocer el deseo más profundo ni sentir la conexión a un nivel esencial. Eludir la verdad era más fácil si actuaba a toda velocidad. Con el sexo rápido, igual que con la comida rápida, una no llega a saborear el momento. Sólo existía la prisa por acabar y seguir adelante.
A las diez sonó el teléfono y supe que era él. Volví la cabeza y escuché hasta que el contestador comenzó a grabar su voz. Alargué el brazo y descolgué.
—Hola —dije.
—Hola. Me has llamado, ¿no? —respondió Cheney.
—Hace unas horas. Pensaba que no querías saber nada de mí. ¿Aún estás enfadado?
—¿Por qué?
—Por nada.
—¿Y tú? ¿Estás furiosa?
—Eso no forma parte de mi carácter —contesté—. O al menos no contigo. Tenemos que hablar sobre Marty. ¿Dónde estás?
—En al bar de Rosie. Pásate por aquí.
—¿Confías en que recorra yo sola media manzana a pie? Ahí fuera está oscuro como la boca del lobo.
—Pensaba recogerte a medio camino.
—¿Por qué no haces el camino completo y nos vemos aquí?
—Eso podemos dejarlo para más tarde. De momento, creo que deberíamos sentarnos y mirarnos a los ojos mientras te meto mano por debajo de la falda.
—Dame cinco minutos. Me quitaré la ropa interior.
—Que sean tres. Te echo de menos.
—Yo a ti también.
Cuando llegué a la verja, Cheney me estaba esperando al otro lado de la reja de hierro forjado de Henry. La acera estaba un palmo por debajo del camino de entrada, lo que me hizo sentirme alta. El aire de la noche se posó sobre nosotros como un velo. Le eché los brazos al cuello. Él ladeó la cabeza y me acarició la garganta y la clavícula con los labios. Los barrotes de la reja estaban fríos: eran lanzas de punta roma que me oprimían las costillas. Me frotó los brazos arriba y abajo con las manos.
—Estás helada. Deberías ponerte una chaqueta.
—No la necesito. Te tengo a ti.
—Eso sí —dijo sonriente. Pasó una mano entre los barrotes y deslizó los dedos entre mis muslos por debajo de la falda.
Oí que contenía la respiración y dejaba escapar un sonido gutural.
—Ya te lo he advertido —explicó.
—Pensaba que era una metáfora.
—¿Qué sabemos tú y yo de metáforas?
Acerqué la cara a su pelo.
—Yo de esto entiendo.
Esta vez fui yo quien gimió.
—Deberíamos ir al bar de Rosie —musité.
—Yo creo que deberíamos entrar y acostarnos antes de que nos empalemos en esta reja.
A las doce de la noche preparamos unos sándwiches de queso a la plancha. Fue la única vez en la vida en que el queso para untar de Velveeta no me pareció tan mala idea. Sin darme cuenta, me distraje con la corteza del pan, que estaba crujiente y embadurnada de mantequilla. Todavía masticando, dije:
—Perdona que te lo pregunte, pero ¿cómo reaccionó Vince cuando le contaste lo que hicimos Reba y yo?
—Se tapó las orejas con los dedos y lanzó un grito. En realidad, le encantó la información sobre la contaduría. Dijo que lo incluirá en el expediente y atribuirá el dato a una llamada anónima. Ha programado la reunión con Reba para el jueves.
—¿No puede ser antes? Es él quien dice que Beck está a punto de largarse. Reba teme tropezarse con él.
—Puedo mencionárselo a Vince, pero yo no me haría ilusiones. Ese es el inconveniente de una operación de este tipo: el procedimiento es muy rígido. En cuanto a Reba, basta con que no se deje ver.
—Comunícaselo tú mismo. Yo no estoy autorizada a hablar con ella.
—Así es. Porque yo velo por ti.
—¿Y Marty? Él es quien debería preocuparte. Se siente presionado y está convencido de que le han pinchado el teléfono y le han colocado micrófonos en casa.
—Podría ser. Dile que nos llame y le ofreceremos un trato.
—No está preparado para eso. Todavía está buscando la manera de escapar del lío en que se ha metido.
—¿Qué se han pensado esos tíos? ¿Que son tan listos que nunca van a pillarlos?
—Hasta ahora no lo han hecho.