Volvimos sobre nuestros pasos desde el corredor de servicio al aparcamiento cerca de Macy’s. De ahí nos dirigimos hacia la escalera automática y subimos un nivel hasta la calle. Cuando llegamos a la entrada principal del edificio Beckwith, Reba empujó la puerta y descubrió que estaba cerrada. Ahuecando las manos contra el cristal, gritó:
—¡Oiga, Willie! ¡Aquí!
Golpeó el vidrio para atraer la atención del vigilante. En cuanto este alzó la mirada, ella agitó los brazos en un entusiasta saludo y le hizo señas para que abriese la puerta. Willard se negó en redondo, como un pitcher desestimando las indicaciones del catcher. Entonces Reba le indicó que se acercase. Él la miró, inconmovible, y ella, todo corazón, juntó las manos en actitud de plegaria. Al fin Willard abandonó refunfuñando su puesto tras el mostrador y cruzó el vestíbulo hasta la puerta, al otro lado del cristal, desde donde gritó:
—¡El edificio está cerrado!
—Vamos, ábranos —suplicó Reba.
Consideró la petición mientras ella acercaba los labios al cristal y estampaba un impetuoso beso. Le dedicó una de sus miradas con los ojos muy abiertos y forzó la aparición de los hoyuelos para mayor efecto.
—Se lo pido por favor…
Willard, visiblemente contrariado, tomó el llavero que le colgaba de una cadena prendida al cinturón. Desechó la llave y abrió la puerta unos prudenciales ocho centímetros.
—¿Qué quieren? No puedo dejarlas entrar a menos que trabajen en el edificio.
—Ya lo sé, pero Kinsey ayer olvidó el bolso arriba y necesita las llaves del coche y el billetero.
—Puede volver el lunes. —Willard no se dejó impresionar y me miró de arriba abajo—. El edificio abre a las siete.
—¿No entiende que sin las llaves del coche ni siquiera puede conducir? —protestó Reba—. Yo misma he tenido que ir a buscarla a su casa y acompañarla hasta aquí. Estamos hablando de sus cosas, Willie. ¿Sabe lo que es para una mujer separarse de su bolso? Va a volverse loca. Es investigadora privada. Dentro lleva la licencia, además de la agenda, el maquillaje, las tarjetas de crédito, talonario, y hasta el último centavo que tiene. Incluso las píldoras anticonceptivas. Si se queda embarazada, usted será el responsable, así que prepárese para criar a un niño.
—Está bien, está bien. Dígame dónde está y lo bajaré.
—No sabe dónde lo dejó. Ese es el problema. Sólo recuerda que anoche lo llevaba encima cuando subió con Marty. Ahora desaparecido, y ella después no estuvo en ningún otro sitio. Sea bueno. Estaremos de vuelta en menos de cinco minutos y luego le dejaremos en paz.
—No puedo. El sistema de alarma está activado.
—Marty me ha dado la clave. Me ha dicho que él no tiene inconveniente siempre y cuando usted nos dé antes su autorización.
Willard, resignado, abrió la puerta y nos dejó pasar. Pensé que insistiría en acompañarnos arriba, pero se tomaba muy en serio su vigilancia y no quería abandonar su puesto. Reba y yo tomamos uno de los dos ascensores públicos, que subió a la cuarta planta con una lentitud exasperante.
—¿Seguro que sabes la clave? —le pregunté a Reba.
—Me fijé cuando Marty la introdujo. Es la misma que teníamos cuando yo trabajaba para Beck.
—Me sorprende que esté tan obsesionado con la seguridad sin embargo, sea tan poco cuidadoso con las claves. Por lo visto podría entrar cualquiera que haya trabajado en su oficina.
Reba le quitó importancia con un gesto.
—Antes las cambiábamos continuamente…, una vez al mes…, pero con veinticinco empleados siempre había alguien que se confundía. La alarma se disparaba tres o cuatro veces por semana. La policía tenía que venir tan a menudo que al final empezaron a cobrarnos cincuenta dólares por visita.
Las puertas se abrieron y Reba pulsó el botón En espera antes de salir del ascensor. Al asomarme vi que introducía una clave de siete dígitos: 19-4-1949.
—Es la fecha de nacimiento de Beck —aclaró—. Usó la de Tracy durante un tiempo, pero él mismo se olvidaba de la combinación una y otra vez, y al final la cambió por la suya.
El piloto del panel pasó de rojo a verde. El ascensor permaneció en espera hasta nuestro regreso. Seguí a la chica hacia la recepción. En la oficina reinaba un silencio sepulcral. Había muchas luces encendidas, y eso curiosamente contribuía a la sensación general de abandono.
—Bart y Bret, los gemelos encargados de la limpieza, estuvieron aquí anoche. Mira las huellas de la aspiradora. Más nos vale que el primero que entre aquí el lunes por la mañana no sienta demasiada curiosidad al ver nuestras huellas en los pasillos.
—¿Cómo sabes que fueron Bart y Bret quienes pasaron la aspiradora y no los dos tíos del carrito de la limpieza?
—Me alegra que me hagas esa pregunta. Lo sé porque esos no eran los empleados del servicio de limpieza. No caí en la cuenta hasta altas horas de la madrugada. ¿Sabes qué me mosqueaba de ellos? —Hizo una pausa teatral—. Los zapatos no encajaban. ¿A quién se le ocurriría fregar suelos con unos lustrosos mocasines italianos de cuatrocientos dólares?
—Eres una auténtica Sherlock Holmes.
—No te quepa duda. Tú ve a buscar tu bolso mientras yo satisfago mi curiosidad. No me llevará mucho tiempo.
Fui derecha al terrado por el pasillo más cercano a la escalera. Conforme a la indicación de Beck respecto al orden en los escritorios, todas las mesas que vi en el camino estaban tan vacías e intactas como las de un anuncio de muebles de oficina. Subí los peldaños de dos en dos y empujé la gran puerta de cristal que daba al exterior. El cielo matutino era inmenso y de un tono azul cristalino. Reduje el paso y me acerqué al pretil, atraída por el deseo de ver el centro de Santa Teresa desde aquella atalaya. El sol había calentado el aire del jardín, extrayendo la fragancia de los arbustos en flor, y se oía el susurro de las hojas agitadas por la brisa. A lo lejos, la luz se derramaba como almíbar sobre las cumbres de las montañas Me incliné por encima del pretil y contemplé la calle, prácticamente vacía a esa hora. Ladeé la cara hacia la luz y respiré hondo antes de erguirme y concentrarme de nuevo en la misión pendiente. Recuperé el bolso de detrás de la maceta del enorme ficus y bajé. Reba no se había equivocado al nombrarle a Willard mis anticonceptivos. Saqué el blíster y me tomé dos como si fueran pastillas de menta.
Encontré a Reba ocupada midiendo con un metro el largo y ancho del pasillo. Sujetaba la cinta metálica con un pie a la vez que la extendía en toda su longitud. Cuando soltó el seguro, oí silbar la cinta de regreso a su mano. El extremo le azotó el dedo con violencia.
—¡Mierda! ¡Será hijo de puta…!
Se chupó el nudillo.
—¿Necesitas un médico? —me alarmé.
—Voy a morir desangrada. —Tenía un corte de cinco milímetros en el dedo índice. Se lo examinó con expresión ceñuda—. Me juego lo que quieras a que la maldita habitación está justo ahí. Acerca la oreja a la pared; a ver si oyes algo. Hace un momento he escuchado un zumbido como de una máquina.
—Reba, ese es el hueco del ascensor. Seguramente te ha llegado el sonido del montacargas al bajar.
—No era en esta planta. Aquí estamos solas.
—Pero seguro que no somos las únicas en todo el edificio. La maquinaria del ascensor está encima de nosotras. ¡Cómo no vas a oírla!
—¿Tú crees?
—Comprobemos lo evidente.
Doblé la esquina en dirección al montacargas con Reba detrás de mí. Mediante el indicador digital de la pared, confirmamos su descenso: el número cambiaba del 1 a 0.
—¿Qué te decía? —Consulté mi reloj—. Más vale que salgamos de aquí antes de que Willard se ponga nervioso y venga a buscarnos. No puedo creer la sarta de tonterías que le has soltado. ¡Menuda trampa!
—A mí me ha parecido que lo hacía muy bien…, aunque todos esos ruegos y súplicas tienen un efecto limitado. La próxima vez que queramos entrar tendré que follármelo, eso desde luego.
—Lo dices en broma, ¿no?
—No seas tan santurrona. Cuando te has follado a un tío, te los has follado a todos. Sólo eres virgen una vez, y luego bien puedes cosechar los frutos. Además, no me importaría. Lo encuentro encantador. —Volvió a recorrer la pared con la mirada; deduje que seguía especulando sobre la habitación perdida—. A lo mejor se entra por el terrado, por aquella pequeña construcción que parece la caseta de un jardinero.
—Déjalo. No tenemos tiempo. Vámonos de aquí.
—No te preocupes tanto por todo —dijo, y sacó el llavero de Onni—. Déjame devolver esto. Intento ser cívica.
—¿Y los documentos falsos de Beck?
—Aquí los tengo —respondió palpándose el bolsillo de la cazadora. Limpió las huellas de las llaves con el faldón de la camisa—. No vaya a ser que la policía las espolvoree.
—Date prisa.
Se alejó por el pasillo hacia el despacho de Onni —no tan deprisa como yo hubiera querido— y se perdió de vista. Llevábamos allí doce minutos. ¿Cuánto podíamos tardar en encontrar mi bolso? A esas alturas Willard ya debía de haber abandonado su mostrador y estaría camino de la cuarta planta. Reba no se apresuró en volver y, cuando por fin apareció, con las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora, en lugar de subir al ascensor, como estaba previsto, regresó al hueco donde se hallaba el montacargas y se quedó allí mirándolo.
—¿Qué haces? —Me exasperé.
—Acabo de caer en la cuenta. Maldita sea.
Pulsó el botón para llamar el montacargas a la cuarta planta. Ambas mantuvimos la mirada fija en el indicador digital mientras iniciaba su lento y obediente ascenso. Finalmente las puertas se abrieron. Reba alargó el brazo hacia el panel interior para dejarlo en espera y entramos sin pensar. Era el doble de ancho y un cincuenta por ciento más hondo que un ascensor corriente, supuestamente para acomodar cajas, archivadores y equipos de oficina de gran tamaño. De las paredes colgaban unas telas acolchadas de color gris como las mantas que utilizan los servicios de mudanzas para proteger los muebles.
Reba se aproximó a la pared opuesta a las puertas y, al apartar la tela, dejó al descubierto otras dos puertas. En un panel colocado a la derecha había un pequeño teclado numérico con nueve dígitos. Lo observó un instante y luego alzó la mano, vacilante.
—¿Conoces la clave?
—Quizás. Te lo diré dentro de un momento.
—¿No se disparará la alarma si no aciertas?
—Vamos, por favor. Esto es como en los cuentos de hadas: tienes tres intentos antes de que se arme el alboroto. Si no tenemos suerte, le diremos a Willie que hemos cometido un pequeño error.
—Déjalo ya. Estás tentando la suerte.
Naturalmente, no me hizo caso.
—Sé que no es su fecha de nacimiento —decía—. Ni siquiera Beck sería tan tonto para usarla aquí también. Pero sí podría ser una variante. Es un narcisista. Todo lo que hace está relacionado con él.
—Reba…
Me fulminó con la mirada.
—Si dejas de gimotear y me echas una mano, acabaremos con esto y podremos largarnos. Puede que sea mi única oportunidad, y no voy a desperdiciarla.
Miré al techo mientras trataba de controlar el pánico, que comenzaba a apoderarse de mí. Reba no iba a rendirse hasta que lo resolviésemos o nos atrapasen.
—¡Mierda! —exclamé—. Prueba con la misma fecha del revés.
—9-4-9-1-4-9-1. —Se quedó pensando en la combinación de números y luego hizo una mueca—. No lo creo. Sería demasiado difícil para él recitar el número de un tirón. Probemos esto…
Pulsó 1949-4-19.
Nada.
Pulsó 4-19-1949.
Noté que el corazón me latía con fuerza.
—Ya van dos.
—Contrólate, por favor. Ya sé que van dos. Soy yo la que pulsa los números. Pensemos un momento. ¿Qué otra posibilidad hay?
—¿Y si pruebas con la fecha de nacimiento de Onni?
—Esperemos que no sea el caso. Sé que es el 11 de noviembre, pero no estoy segura del año. Además, no hace mucho que Beck se la tira, así que dudo mucho que la sepa.
—Con 11-11 y el año saldrían ocho dígitos, no siete —dije.
Me señaló con el dedo, al parecer impresionada por mi capacidad de contar.
—¿Cuándo nació su mujer? —pregunté.
—El 17-3-1952. Pero con esa combinación ha fallado tantas veces que seguramente ya le da miedo usarla. Él prefiere números con conexiones internas o secuencias. ¿Entiendes a qué me refiero? Repeticiones o pautas.
—Si no recuerdo mal, dijiste que en algún momento utilizó tu fecha de nacimiento.
—Sí. Es el 15-5-1955.
—¡Qué casualidad! La mía es el 5-5-1950 —solté alegremente como si fuera una lunática.
—Estupendo. El año que viene organizaremos una celebración conjunta… ¿Con qué combinación pruebo? ¿Con su fecha de nacimiento del revés o la mía del derecho?
—Su fecha de nacimiento del revés tiene una lógica interna si agrupas los números. 9-491-491. ¿Podría haberlo descompuesto así?
—Es posible.
—Elige uno u otro antes de que me dé un ataque al corazón.
Pulsó 15-5-1955. Tras un instante de silencio, las puertas se abrieron.
—Mi fecha de nacimiento. ¡Qué encanto! ¿Crees que aún le importo?
Pulsé el botón En espera y la observé mientras limpiaba las huellas del panel con cuidado de no activar la alarma.
—No querría que nadie supiese que hemos estado aquí —dijo contenta.
A continuación miré al frente. La habitación tendría un metro ochenta de largo por algo menos de dos metros y medio de ancho. No era mucho mayor que un armario. El carrito de la limpieza que había visto estaba arrimado contra la pared izquierda. Una repisa en forma de «U» ocupaba el espacio restante. Alcé la vista. La habitación parecía bien ventilada y tenía las paredes revestidas de material aislante para insonorizarla. En el techo había instalados varios detectores de humo y calor, junto con rociadores contra incendios. Unos barrotes empotrados formaban una escalera en la pared. En torno al perímetro del techo vi unos rectángulos de luz del sol que se correspondían más o menos con los respiraderos de la falsa caseta de jardinero. Reba tenía razón. En caso de necesidad podía accederse desde el terrado. O escapar por allí.
En un brazo de la repisa había tres máquinas de contar dinero, y, en el lado contiguo, otras cuatro de liar fajos. En la tercera sección, varios maletines abiertos contenían fajos de billetes de cien dólares. Bajo la repisa había diez cajas de cartón abiertas y dispuestas en hilera, con más fajos de cien, cincuenta y veinte en moneda estadounidense. En cada fajo los billetes estaban bien comprimidos y atados con una cinta, mientras que los de cinco dólares tenían alrededor trozos de rollo de papel de máquina sumadora. Vi sobre la repisa dos vasos de café de poliestireno, y muchos otros vacíos en una papelera, que también contenía cintas de plástico desechadas. Varios discos de plástico del tamaño de una moneda grande provistos de pequeñas cuchillas servían para cortar las cintas.
—¡Dios mío! ¡Nunca había visto tanto dinero junto! —exclamó Reba.
—Yo tampoco. Supongo que toman los fajos de esas cajas, retiran la cinta, pasan los billetes por la máquina de contar y vuelven a ordenarlos en fajos para transportarlos.
Reba avanzó unos pasos y miró el total en una de las máquinas contadoras.
—Echa un vistazo a este artefacto. Por aquí ha pasado por lo menos un millón de dólares. —Se hizo con un fajo y lo sopesó—. ¿Cuánto habrá aquí? ¿No te gustaría saberlo? —Lo olfateó—. Parece que tenga que oler bien y, sin embargo, no huele a nada.
—Estate quieta.
—Sólo estoy mirando. ¿Cuánto calculas que hay en uno de estos? ¿Veinte mil? ¿Cincuenta mil dólares?
—Ni idea. No juegues con eso. Hablo en serio.
—¿No tienes curiosidad por saber qué se siente al tocarlo? No pesa apenas —comentó. Limpió las huellas de la cinta, puso el fajo en su sitio e inspeccionó la habitación—. ¿Cuánta gente crees que trabaja aquí además de los dos que vimos?
—No hay espacio para tres. Probablemente vienen los fines de semana, cuando la actividad puede pasar más inadvertida. —Toqué uno de los vasos y casi gemí de miedo—. Aún está caliente. ¿Y si vuelven?
—Nadie puede llegar hasta aquí. El ascensor está en espera.
—Pero si encuentran el ascensor en espera, ¿no pensarán que ocurre algo raro? Tenemos que irnos ya mismo. Te lo ruego.
—Como quieras… Pero sabía que no me equivocaba. Esto es increíble, ¿verdad?
—Sin lugar a dudas. Pero ¿qué importa eso ahora? Vámonos.
Salí de la habitación y entré de nuevo en el montacargas. Las puertas del otro lado seguían abiertas, y asomé la cabeza al pasillo para cerciorarme de que en la oficina no había nadie. A Reba no le fue tan fácil despegarse de aquello.
—¡Reba, vamos! —insistí. Mi voz delató con toda exactitud la tensión e impaciencia que sentía.
La chica entró en el ascensor como hipnotizada e introdujo la clave de siete dígitos. Las puertas de ese lado se cerraron. Volvió a extender la tela acolchada para ocultar las otras dos puertas.
—¿Por qué has tardado tanto? —pregunté.
—Es alucinante… ¿Te imaginas tener aunque sólo fuese la mitad del dinero que hay ahí dentro? No tendrías que mover ni un dedo durante el resto de tu vida.
—Pero tu vida sería muy corta.
Salimos a la oficina y Reba pulsó de nuevo el botón En espera. Aguardamos a que se cerrasen las puertas del montacargas; luego doblamos la esquina y regresamos al ascensor público. Volvió a apretar el botón En espera, las puertas se cerraron e iniciamos el lento descenso. Yo estaba muerta de miedo, pero ella no parecía alterada. No perdía la entereza por nada.
Cuando cruzamos al vestíbulo, Willard nos miró desde su mostrador esbozando una sonrisa.
—¿Lo han encontrado? —preguntó.
Levanté el bolso para que viese que habíamos cumplido nuestra misión. Las manos me temblaban de tal modo que pensé que el hombre lo notaría desde el otro lado de la sala. Hacía lo que buenamente podía para aparentar normalidad hasta que cruzásemos la puerta de la calle. Reba, muy en su línea, se aproximó al mostrador, donde se puso de puntillas y, apoyando los brazos en la superficie, acercó el dedo herido a la cara de Willard.
—¿Tiene un botiquín? Mire. Casi me quedo lisiada.
—¿Cómo se ha hecho eso? —Willard examinó el corte.
—Debo de habérmelo enganchado en algún sitio. Me duele bastante. Si quiere, puede besármelo para curarme.
Willard cabeceó con una sonrisa de indulgencia y empezó a abrir cajones. Mientras revolvía en busca de una tirita, advertí que Reba recorría los diez monitores con la mirada. Por fin, el vigilante encontró un apósito.
—¿Cree que podrá ponérsela usted misma?
—No sea descortés. ¿Después de todo lo que he hecho por usted?
Tendió el dedo, y él tiró del hilo rojo que abría el envoltorio, sacó la tirita y se la aplicó.
—Gracias —dijo Reba—. Es usted un encanto. Recomendaré un aumento de sueldo.
Mientras nos dirigíamos hacia la puerta, le lanzó un sonoro beso. Willard abandonó su puesto y nos siguió sacando su manojo de llaves para abrirnos.
—No vuelva por aquí. Esta es la última vez.
—No volveré, pero me echará de menos —contestó Reba al tiempo que cruzaba la puerta.
—Lo dudo —dijo él, y ella le lanzó otro beso.
Me dio la impresión de que Reba estaba cargando las tintas, pero a Willard no pareció importarle. En cuanto echó la llave, estuvimos a salvo.