Lo esperé fuera sentada en el bordillo. Me había puesto un jersey sin mangas de cuello vuelto y una de mis faldas nuevas. Era la tercera noche consecutiva que lo veía, pero tarde o temprano tenía que acabarse, igual que una racha ganadora en una partida de dados. Al pensarlo no supe decir si estaba siendo cínica o sensata. El caso es que preveía cómo se desarrollaría la noche. Al verlo experimentaría una sensación neutra: me sentiría contenta de estar en su compañía, pero no irresistiblemente atraída por él. Charlaríamos de nada en particular y, poco a poco, tomaría conciencia del olor de su piel, el perfil de su cara, la forma de sus manos sujetas al volante. Cheney notaría mi mirada y se volvería. En cuanto se produjese el contacto visual, el zumbido grave y lejano comenzaría de nuevo y la vibración se propagaría por todo mi cuerpo como los primeros retumbos de un terremoto.
Curiosamente, con él no me sentía en peligro. A fuerza de equivocarme tan a menudo en mis relaciones con los hombres, tendía a adoptar una actitud cauta, distante, manteniendo todas las opciones abiertas por si las cosas no salían bien. De modo que la relación terminaba estropeándose, lo que sólo servía para reafirmar mis recelos. En retrospectiva, veía que Dietz actuó exactamente igual que yo, y tal vez por eso con él también me sentía a salvo, aunque por razones erróneas: a salvo porque él siempre estaba en otra parte, porque sabía que terminaría fallándome, porque su distanciamiento era el reflejo del mío.
Oí el coche de Cheney mucho antes de que doblase la esquina en Bay Street para tomar por Albanil Street. Al ver los faros, me levanté maldiciéndome para mis adentros por haber dejado el bolso en la oficina de Beck. Me había visto obligada a usar una bolsa de papel marrón —como las que usan los niños para llevarse el desayuno— como equipaje de mano, por así llamarlo: una muda, el cepillo de dientes, el billetero y las llaves. Paradójicamente, el coche de Cheney tenía la capota bajada y la calefacción funcionando a toda potencia.
—¿Es tu bolsa de viaje? —Señaló la bolsa de papel.
—Forma parte de una colección a juego. —La levanté—. Tengo otras cuarenta y nueve como esta en un cajón de la cocina.
—Bonita falda.
—Gracias a Reba. Yo no iba a quedármela, pero ella insistió.
—Buena compra.
Esperó a que me abrochase el cinturón y arrancó.
—Me parece increíble lo que estamos haciendo —comenté—. ¿Tú nunca duermes?
—Prometí que te enseñaría mi casa. La otra vez sólo viste el techo del dormitorio.
—Tengo una pregunta. —Alcé el dedo índice.
—Dime.
—¿Fue así como acabaste casado en tan poco tiempo? Conociste a tu futura mujer y pasaste con ella todas las noches durante las tres primeras semanas. A la cuarta semana se mudó a tu casa; a la quinta os comprometisteis, y a la sexta os casasteis y os marchasteis de luna de miel. ¿Me equivoco?
—No fue así exactamente, pero más o menos. ¿Por qué? ¿Te molesta?
—Sólo quería saber cuánto tiempo tengo para mandar las invitaciones.
Cheney me enseñó la casa, empezando por las habitaciones de la planta baja. Tenía más de cien años y reflejaba una forma de vida extinta hacía mucho tiempo. La mayor parte de las chimeneas, puertas, molduras de las ventanas y zócalos de caoba seguían intactos. Había ventanas grandes y estrechas, techos altos, montantes sobre las puertas para que circulase el aire. Cinco chimeneas encendidas en la planta baja, y otras cuatro, en los dormitorios del piso superior. El «gabinete» (un concepto que desde entonces ha seguido los pasos del dodo) precedía al salón de día, que a su vez daba a un elegante porche cerrado. La lavandería contigua conservaba los antiguos lavaderos dobles con un fogón de leña para calentar el agua.
Cheney tenía el salón a medio pintar, con el suelo de madera noble cubierto con lonas. Había quitado el papel de las paredes con vapor, que ahora se amontonaba en unos mustios rebujos. Las paredes estaban preparadas para la primera mano de pintura: había hecho retoques en el yeso y pegado cinta adhesiva a las junturas de los cristales de las ventanas. Había sacado del quicio una puerta que, colocada sobre dos caballetes y cubierta con una lona, le proporcionaba una superficie donde dejar las herramientas. En un rincón, revueltos en cajas, guardaba varios herrajes de latón: pomos, placas de cerradura, pestillos de ventana, tiradores.
—¿Desde cuándo tienes esta casa? —pregunté.
—Hará poco más de un año.
Las lonas se extendían también hacia el comedor, al que se accedía por una puerta de dos hojas con cuarterones de cristal, que presentaba un mejor aspecto. Allí la escalera, los botes de pintura, las brochas, los rodillos, las cubetas y los pinceles —por no hablar del olor— daban fe de que había aplicado dos manos de pintura, pero aún no había vuelto a colocar los apliques ni los herrajes secundarios, esparcidos por los alféizares de las distintas ventanas.
—¿Esto es el comedor?
—Sí, pero los anteriores dueños de la casa, una pareja, lo usaban como dormitorio para su anciana madre. Convirtieron la despensa en un cuarto de baño, así que lo primero que hice fue quitar el inodoro, la ducha y el lavabo y restaurar los aparadores empotrados y los cajones de la cubertería.
De pronto, al mirar por las ventanas en saliente del comedor, advertí que estaba viendo la cocina de Neil y Vera, en la casa contigua. El camino de entrada de Cheney y el de su casa discurrían paralelos, separados por una exigua franja de césped. Vi a Vera, de pie ante el fregadero, enjuagando platos antes de meterlos en el lavavajillas. Neil estaba encaramado a un taburete junto a la encimera, de espaldas a mí, charlando mientras ella trabajaba. No había ni rastro de los niños; debían de haberse acostado. Yo rara vez presenciaba los más breves momentos de intimidad de un matrimonio. En alguna ocasión me había sorprendido ver en un restaurante a una de esas parejas que a lo largo de la comida no se cruzan una palabra. He ahí una perspectiva pavorosa: todas las fricciones menores de la vida cotidiana sin las ventajas de la compañía.
Cheney me rodeó con los brazos desde atrás, hundió la cara en mi pelo y siguió mi mirada.
—Una de las pocas parejas felices que conozco —comentó.
—O eso parece.
Me besó en la oreja.
—No seas cínica.
—Soy cínica. Y tú también.
—Sí, pero en el fondo los dos tenemos una vena optimista.
—Habla por ti —dije—. ¿Dónde está la cocina?
—Por aquí.
Los antiguos propietarios habían reformado la cocina, que ahora era un espacio funcional con encimeras de granito, electrodomésticos de acero inoxidable e iluminación de alta tecnología. Lejos de desmerecer el aire victoriano de la casa, esta desprendía una sensación de esperanza y eficiencia. Estaba explorando una despensa del tamaño de mi altillo cuando sonó el teléfono. Cheney atendió la llamada; su conversación fue breve. Volvió a dejar el auricular del teléfono mural.
—Era Jonah. Ha habido un tiroteo en un aparcamiento de Floresta. Una chica se ha visto atrapada en el fuego cruzado. Le he dicho que te dejaría en tu casa y me reuniría con él allí.
—Por supuesto —contesté.
Pensé: «Fantástico. Ahora que Jonah sabe que estamos liados, todo el Departamento de Policía de Santa Teresa estará al tanto mañana al mediodía». A la hora de la verdad, los hombres son mucho más chismosos que las mujeres.
Me acosté a las doce de la noche y empecé a dar vueltas y más vueltas en la cama, posiblemente debido a la prolongada siesta de esa tarde. No recuerdo en qué momento me sumí en un pesado sueño, pero de pronto tomé conciencia de que alguien aporreaba mi puerta. Abrí los ojos y miré el reloj. Pasaban dos minutos de las ocho. ¿Quién demonios era? ¡Mierda! Reba estaba en la entrada.
Aparté las sábanas y puse los pies en el suelo a la vez que gritaba «¡Un momento!», como si ella fuera a oírme. Me froté la cara y me apreté los ojos con los dedos hasta que aparecieron chispas de luz detrás de mis párpados. Bajé y la dejé pasar.
—Mil perdones. Me he dormido. Enseguida estoy contigo. —Le dije que se pusiera cómoda mientras yo subía. Sin embargo, por una cuestión de buenos modales, me incliné por encima de la barandilla del altillo y grité—: ¡Prepara una cafetera si sabes cómo!
—No te preocupes. Podemos parar en el McDonald’s.
—Buena idea.
Después de una versión abreviada de mi higiene matutina, me puse unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas. Saqué el billetero y las llaves del coche de la bolsa de papel marrón y, al cabo de seis minutos, salía por la puerta.
Pedimos el desayuno en la ventanilla de comida para llevar del McDonald’s y luego nos quedamos sentadas en el aparcamiento con dos cafés enormes y cuatro bocadillos de huevo, beicon y queso con bolsitas extra de sal. Al igual que yo, Reba lo devoró todo como si quisiera batir un récord.
—Por eso lo llaman comida rápida —comentó con la boca llena.
A continuación nos sumimos unos minutos en el silencio, concentradas en el desayuno.
Al terminar, aplastamos los envases vacíos y los metimos en la bolsa, que Reba lanzó al contenedor de la acera.
—¡Bravo! ¡Dos puntos! —exclamó.
Mientras tomaba el café, alargó el brazo hacia el asiento trasero y tomó tres rollos de planos, sujetos con una goma elástica. Se colocó la goma en la muñeca para no perderla y desplegó la primera lámina sobre el salpicadero. Era de un papel azul blanquecino, con los espacios bidimensionales trazados en tinta azul. Al pie se leía: EDIFICIO BECKWITH, 25-3-81.
—Estos son los dibujos a tinta originales —explicó Reba—. Espero que nos revelen qué esconde Beck.
—¿De dónde los has sacado?
—En la oficina teníamos de todo, desde planos de la estructura hasta planos de las cañerías, la calefacción y el aire acondicionado, accesorios básicos. Cada vez que el arquitecto introducía algún cambio, imprimía un nuevo juego de dibujos para todos los jefes de sección. Beck me dijo que los tirase.
—¿Y tú tuviste la previsión de quedártelos? Me impresionas.
—Yo no lo llamaría previsión. Sencillamente me encanta la información. Es como mirar unas radiografías: todas esas grietas y protuberancias en los huesos donde menos te lo esperas. Échales un vistazo. Después compararemos impresiones. Anoche comprendí que no íbamos mal encaminadas.
Me entregó el segundo rollo de láminas, que debían de medir cuarenta y cinco por sesenta centímetros. Con cierta dificultad, coloqué la primera lámina en una posición relativamente plana y examiné los detalles. Por lo que podía deducirse, aquello era una sección de la entrada de servicio y los cuartos de la instalación eléctrica. Mostraba la ubicación del contador, el transformador, los conmutadores, los armarios de fusibles y los circuitos independientes. Los diagramas del cableado se componían de círculos y líneas sinuosas que precisaban la relación entre tomas y controles.
El siguiente plano era más interesante. Parecía una sección del edificio visto desde el tejado. Según la leyenda al pie, cada tres milímetros representaban treinta centímetros lineales. El arquitecto había rotulado todos los elementos del dibujo con esas mayúsculas a mano alzada que los estudiantes de arquitectura aprenden desde su primer día en la facultad. Reba me dirigió una mirada y dijo:
—Para la estabilización utilizan un núcleo rígido que atraviesa el centro del edificio, una torre estructural que contiene los lavabos, las escaleras y los ascensores. Recuerdo que hablaban de tirantes de refuerzo en diagonal y paneles para carga lateral, sean lo que sean.
Vi las columnas de hormigón, la posición de los paneles de tímpano de hormigón prefundido, la losa a nivel de tierra y el pilote de cimentación, reforzado con montantes de acero y revestido de yeso. Esperaba descubrir la correlación entre las líneas del papel y los espacios que había visto. El dibujo detallado del terrado, por ejemplo, mostraba los mecanismos del equipo de los ascensores, poco más o menos en el mismo lugar en que estaba la falsa caseta del jardinero. Reba apoyó un dedo en la lámina.
—Esto no me gusta. El otro dibujo sitúa los ascensores en el lado opuesto, no aquí. ¿Cuál es el bueno, pues?
—Quizá deberíamos echarle otro vistazo —dije—. No me explico cómo alguien se aclara con esta mierda. Yo no sabría por dónde empezar.
Reba desplegó otro plano, este con fecha de agosto de 1981. Cotejamos un par de dibujos. Después de haber visto la oficina con mis propios ojos, tenía una clara idea de qué estaba mirando, aunque con notables excepciones. Donde ahora estaba situada la sala de descanso, el plano indicaba una sala de reuniones, que había sido ubicada más cerca de la recepción.
—¿Cuántos juegos tienes?
—Montones, pero estos parecían los más pertinentes. De marzo a agosto no hay grandes diferencias. Son los cambios que se incluyen en octubre los que he encontrado más interesantes.
Extendió una cuarta lámina y la colocó encima de la tercera. Entre el continuo crujir del papel, examinamos los detalles de los lavabos de los empleados, los accesos para minusválidos, las terrazas metálicas y el aislante rígido: los quince despachos de la oficina de Beck vistos en su conjunto.
—¿Estamos buscando algo en particular? —pregunté.
Señaló en mi lámina una zona rectangular contigua a la escalera de incendios y los huecos de los ascensores.
—¿Ves eso? La posición de los ascensores cambió de aquí a aquí —dijo desplazando el dedo de mi dibujo al suyo.
—¿Y qué? También se trasladó la sala de descanso, ¿no?
—Fíjate. Entiendo que se hiciesen cambios, pero hay algún espacio que no queda claro. Aquí esto se llama «almacenaje», y, sin embargo, en este otro dibujo tenemos ese mismo espacio pero sin designación.
—Sigo sin verle la importancia.
—Simplemente me parece extraño. Te lo aseguro, ahí había una habitación en uno de los primeros planos. Cuando le pregunté a Beck qué era me mandó al cuerno espetándome que no era asunto mío. En los dibujos a tinta originales, el arquitecto la llamó «armero», lo que es absurdo. A Beck siempre le han aterrado las armas de fuego. Ni siquiera tiene pistola, y ya no digamos una colección. En su momento pensé que quizá se trataba de una habitación del pánico o cómo se llame…
—¿Una habitación de seguridad?
—Eso. Un espacio que no quería que nadie conociese. Más tarde me pregunté si se proponía utilizarlo como nido de amor, un escondrijo al que llevar a sus amigas. ¿Qué mejor que tenerlo en el mismo edificio pero no a la vista? Piensa lo fácil que le sería echar algún que otro polvo a escondidas.
—Quizás el arquitecto vetó la idea.
—A él nadie lo veta. Sabe exactamente qué quiere y lo consigue. —Puso el dedo en una zona sin rótulo contigua a la recepción—. ¿No crees que podría haber un espacio detrás de esta pared?
Rememorando, me representé la galería de pintura y el efecto trompe l’oeil creado por el tamaño decreciente de los cuadros a lo largo del pasillo. Volví a mirar el plano.
—No lo creo, porque ¿cómo demonios entras? Si la memoria no me engaña, en la pared no hay ninguna puerta.
—Tampoco yo recuerdo ninguna. Conté cinco despachos, y el de Onni estaba en medio. Después del de Jude, había aquel con las fotografías en blanco y negro.
—Exacto —convine.
—La galería partía de ahí y la pared tenía por lo menos siete metros y medio de largo.
—¿Y el cuarto donde guardan el material de oficina?
—Está ahí mismo. Pasé dos veces por delante y tampoco había ninguna puerta. Si hay una habitación, la han tapiado.
—Quizás esté relacionado con la infraestructura del edificio. Los elementos prácticos. ¿No tienes planos posteriores a este?
Reba movió la cabeza en un gesto de negación.
—Para entonces ya estaba en la cárcel.
Las dos callamos un momento. Después dije:
—Lástima que no tengamos planos de los pisos inferiores. Tú supones que se trata de una habitación, pero podría ser algún hueco para tuberías o algo que se prolonga desde ahí hasta la planta baja.
Enrolló todos los planos y formó con ellos un cilindro, que sujetó con la goma elástica. Los lanzó al asiento trasero y accionó la llave de contacto.
—Sólo hay una manera de averiguarlo.
Reba circundó lentamente las galerías Passages mirando a través de mi ventanilla. Atraída por una entrada donde se leía reparto, aparcó junto al bordillo, en el lado sur. Una empinada rampa conducía hacia la penumbra.
—Un momento. Esto tengo que verlo —dijo.
Apagó el motor y las dos salimos del coche. Bajamos por la rampa, que descendía dos niveles hasta lo que debía de ser un sótano. Al pie de la rampa había una reja provista de un enorme candado. A través de los barrotes, vimos diez plazas de aparcamiento, una puerta de dos hojas normal y corriente, al final de un acceso sin salida, y otra metálica, a la derecha.
—¿Crees que esta es la única entrada? —pregunté.
—No puede ser. Tiene que haber una forma de repartir la mercancía a las tiendas.
Resoplé por el esfuerzo de la subida y volvimos sobre nuestros pasos. Al llegar a la acera, Reba retrocedió unos pasos y recorrió el edificio con la mirada. Desde la calle, la estructura con aspecto, de fortaleza no tenía en esa fachada escaparates ni acceso a los comercios.
—Más allá hay una segunda rampa como esta —comentó—. Ya lo tengo. Veamos si estoy en lo cierto.
—¿Vas a decírmelo o no? —Me quedé mirándola.
—Si acierto, claro que sí. Si me equivoco, no tienes por qué saberlo.
—Me aburres.
Reba sonrió, impertérrita.
Volvimos al coche. Puso el motor en marcha y miró por en cima del hombro para comprobar si venía algún vehículo. Salió y continuó el recorrido alrededor de Passages, dejando atrás una entrada idéntica a la que acabábamos de ver. Después torció a la derecha y continuó hacia el norte por Chapel Street.
El aparcamiento del centro comercial era gratuito los fines de semana, sin duda para atraer a los clientes. La verja estaba levantada cuando Reba descendió por la rampa. Giró a la derecha y dejó el coche en una plaza cercana a las puertas de cristal oscurecido, por donde se accedía a la planta inferior de Macy’s. La tienda no abría hasta las diez.
Entonces Reba señaló con el dedo a nuestra derecha, a una distancia equivalente a diez coches, había una puerta con el rótulo PROHIBIDA LA ENTRADA. SÓLO PERSONAL. Más allá, la rampa ascendía en espiral hacia las plantas superiores.
—¿No estará cerrada con llave? —pregunté invadida por la inquietud que uno siente ante la perspectiva de entrar en un sitio al que no está autorizado.
—Por supuesto. Como te he comentado, llevé a cabo cierta labor de reconocimiento, pero no pude entrar. Ahora tengo esta. —Levantó el aparatoso llavero que había tomado del escritorio de Onni. Separó las llaves una por una con una sonrisa pintada en la cara—. Mira esto. Retiro todo lo que he dicho de esta chica. Fíjate.
Onni, una mujer compulsiva, había marcado con cinta rotulada todas las llaves: OFICINA, BECK, SALA RE, COR SERV, ALMACÉN, MCARGAS, CAJ SEG CENTRO, CAJ SEG, SERV GEN Y VEST. Reba sujetó las llaves de las dos cajas de seguridad y volvió a juntar las demás.
—Estoy segura de que aquí encontraremos información —explicó—. Beck guarda una copia de sus libros de cuentas en la caja de seguridad.
—Eso no es muy inteligente.
—No son libros reales. Tiene la información en discos. Cada dos días los actualiza. ¿Qué esperabas? Es un hombre de negocios. Aunque sus actividades sean ilegales, debe mantener registro de todo. ¿Crees que no ha de presentar una contabilidad completa a Salustio?
—Desde luego. Aun así, me parece arriesgado.
—A Beck le encanta el riesgo.
—Eso lo tenemos en común.
Reba siguió acariciando con el dedo las llaves de las cajas de seguridad.
—Me pregunto si hay alguna manera de acceder a esas cajas.
—Reba…
—No he dicho que vaya a hacerlo. Beck cambió de bancos en cuanto me metieron en la cárcel, así que en todo caso yo no tendría firma. Ahora probablemente la tiene Marty.
—Júrame que las devolverás.
—Ya te lo dije. En cuanto haya hecho duplicados.
—Maldita sea, Reba. ¿Estás loca?
—Bastante. —Miró el enorme aparcamiento vacío por encima del hombro—. Más vale que nos pongamos en marcha antes de que aparezca alguien.
Salimos del coche y nos dirigimos hacia la puerta de servicio acompañadas por el eco de nuestras pisadas en las paredes desnudas de hormigón. Reba probó el picaporte. Puesto que, como había previsto, la puerta estaba cerrada, utilizó la llave que Onni tan atentamente había identificado. La puerta daba a una escalera. Bajamos un tramo y descubrimos dos puertas más separadas por unos tres metros.
—¿La dama o el tigre? —dijo Reba—. Tú eliges.
Señalé a la izquierda. Ella se encogió de hombros y me entregó las llaves. Tuve que probarlas para encontrar la buena. Probé tres antes de dar con la que encajaba. Por fin abrí la puerta. Nos encontramos en el mismo acceso sin salida con diez plazas de aparcamiento que habíamos visto desde la calle.
—¡Ajá! —exclamó Reba.
Cerramos la primera puerta y pasamos a la segunda.
—Es tu turno —dije—. Yo lo intentaría con la llave que lleva el número cuatro.
—Ningún problema. Ya sé qué hay detrás de esta.
Introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar y empujó la puerta. De pronto descubrimos un largo corredor sin ventanas. Unos plafones de luz fluorescente coloreaban de azul el pasillo. A intervalos regulares, tanto a un lado como a otro, se sucedían las grandes puertas metálicas de las zonas de carga y descarga de varias tiendas, con entrada unas por Chapel Street y otras por la explanada interior del centro comercial. Los letreros encima de cada puerta indicaban el tipo de comercios: una tienda de maletas, una de ropa para niños, una de cerámica italiana, la joyería, etcétera.
Observé el trazado. Nada indicaba la presencia de los dos ascensores que habíamos visto en el vestíbulo, pero una maciza pared de hormigón me indujo a pensar que allí nacía el hueco que los alojaba. A corta distancia, un espejo inclinado, situado en el ángulo superior derecho, reflejaba el montacargas y el otro ascensor que había visto en el vestíbulo. Hice ademán de dirigirme hacia allí, pero Reba extendió el brazo y me impidió seguir tan eficazmente como lo haría la barrera de un paso a nivel. Se llevó un dedo a los labios y señaló arriba a la derecha.
Vi una cámara de seguridad en un rincón que enfocaba directamente hacia el extremo del corredor. Había un teléfono en la pared, para facilitar, cabía suponer, la comunicación entre la conserjería y los repartidores. Retrocedimos y cerramos la puerta. Reba me contó en susurros:
—Anoche, cuando me dejaste, volví a la oficina en coche para hablar con Willie. Es simpático, mucho menos envarado de lo que podría pensarse. Y un fanático del ajedrez. Juega al bridge duplicado y, te lo juro por lo más sagrado, cocina pan sin levadura. Dice que hace nueve años que come el mismo entrante. Mientras charlábamos, no dejé de mirar los diez monitores. Capté imágenes de ese corredor, pero no sabía dónde estaba hasta que hemos abierto esta puerta. Willie ve todos los pasillos en ambas direcciones, pero no los ascensores ni el terrado.
—¿Y la oficina de Beck?
—Por Dios. Beck no soportaría esa basura del Gran Hermano. Le da igual que Willie espíe a sus inquilinos, pero no a él.
—Me parecen muchas medidas de seguridad para un edificio de este tamaño.
—Interesante, ¿no? Eso mismo pensé yo.
—Así pues, ¿dónde desaparecen los ascensores?
—Los ascensores públicos llegan hasta el vestíbulo —dijo—. Obviamente, Beck no quiere que nadie tenga acceso a su oficina desde aquí. El ascensor tiene un corto recorrido entre el aparcamiento y el vestíbulo. Quien quiera ir a las plantas superiores debe cruzar el vestíbulo para llegar a los ascensores públicos. Así, Willie puede salirles al paso e interrogarlos. Si no tienes una buena razón para estar en el edificio, mala suerte. Para bajar hasta aquí en ascensor hace falta una llave, porque no hay botón alguno que pulsar.
—Pero si el montacargas empieza aquí, ¿no es posible tomarlo y sortear a Willard? —pregunté—. Aunque las cámaras sean giratorias, no puede atender los diez monitores a la vez.
—En teoría, tienes razón, pero sería difícil. Para empezar, todos estos corredores quedan cerrados con llave…
—Lo que no nos ha impedido entrar.
—Y, por otra parte —prosiguió sin prestarme atención—, cada planta tiene un código de seguridad. Podrías arriesgarte a subir en el montacargas, suponiendo que Willie no te viera, pero no podrías salir a menos que supieses el código del sistema de alarma de alguna planta. Equivócate de números y se arma un tremendo lío.
—¿Y eso a nosotras en qué nos afecta?
—Pues en que nos conviene abusar del buen carácter de Willie y recuperar tu bolso antes de que acabe su turno.