Había pasado por delante de la entrada del bloque de oficinas de Beck media docena de veces sin fijarme siquiera. La fachada estaba cubierta de tupida hiedra, y el conjunto quedaba perfectamente integrado en el concepto arquitectónico de un antiguo pueblo español. Enfrente crecían árboles en flor. A la izquierda de la entrada, dos escaleras contiguas, una de ellas mecánica, conducían al aparcamiento, situado en la esquina del centro comercial. Una tienda de maletas ocupaba una parte de la planta baja, y muy posiblemente proporcionaba a Beck una pasta en alquileres de lujo.
Empujamos las puertas de cristal, que se cerraron en silencio cuando entramos. Los ventanales abarcaban las cuatro plantas hasta el tejado de cristal en pendiente. En el atrio rectangular del interior, de granito rosa jaspeado, los suelos y las paredes formaban una especie de entoldado rígido donde la luz natural y artificial se combinaba según la hora del día. En la pared, a gran altura, había un reloj con unas largas manecillas de latón y topos de latón de quince centímetros de diámetro representando las horas. Una cortina verde oscuro de hiedra y filodendro colgaba de un oasis en miniatura, encima del reloj.
Enfrente había dos ascensores, y a la derecha de estos, en un entrante, otros dos encarados, uno de ellos con la puerta mucho más ancha, concebido para subir la carga. Junto a cada ascensor, un indicador digital mostraba que todos se hallaban en el vestíbulo.
Ocupaba el centro del atrio una concavidad semiesférica de granito abierta en el suelo, circundada por un canal de quince centímetros de ancho por cuyo borde interior fluía una continua cascada de agua. El sonido era balsámico, pero me temo que el aspecto recordaba más a una taza de váter que al plácido estanque que pretendía sugerir.
Sentado tras un alto mostrador de ónice pulido, había un vigilante vestido de uniforme. Era un hombre enjuto de más de sesenta años, tenía el cabello cano y un rostro agraciado e inexpresivo. Por un instante me pregunté qué curiosa serie de circunstancias lo habrían llevado hasta allí. Con toda seguridad había poco que vigilar y menos que proteger. ¿Permanecía allí inmóvil durante las ocho horas de su turno? No vi que tuviera un libro en el regazo discretamente oculto a la vista. Ni tampoco radio o televisor portátil, una libreta o revista de crucigramas. Nos siguió con la mirada, volviendo la cabeza despacio, mientras atravesábamos la fría superficie de granito bruñido acompañados del ruido de nuestros» pasos.
Marty levantó la mano y, en respuesta, recibió una imperturbable mirada. Reba, risueña, fijó en él sus ojos grandes y oscuros… El hombre la recompensó con una media sonrisa. Se reunió con Marty a las puertas del ascensor.
—¿Cómo se llama? Es encantador —comentó.
—Willard. Trabaja por las noches y los fines de semana. No recuerdo a quién sustituye estos días.
Una vez en el ascensor, Marty pulsó el botón de la cuarta planta.
—Has hecho una conquista —dijo—. Es la primera vez que le veo sonreír.
—Resulta que congeniar con vigilantes es una de mis especialidades —contestó Reba—. Aunque, en mi caso, el término exacto es funcionario de prisiones.
Dado que la oficina de Beck ocupaba toda la cuarta planta, las puertas del ascensor daban directamente a la recepción, cubierta por una tupida moqueta de color verde claro. Aunque todas las luces estaban encendidas, era evidente que no había nadie excepto nosotros. Mobiliario moderno y arte contemporáneo se combinaban con antigüedades. Varias mamparas de cristal esmerilado separaban la recepción de una espaciosa sala de reuniones. Desde la recepción partían cuatro pasillos en distintas direcciones como los radios de una rueda. Pintados con anchas espirales de color a lo largo de las paredes, parecían interminables.
—¡Marty, esto es imponente! Beck me dijo que era espectacular pero, la verdad, es el no va más. ¿Te importa que eche un vistazo?
—Pero no tardes. Quiero marcharme a casa.
—Te prometo que nos iremos enseguida. Piénsalo de este modo: de no ser por la cárcel, yo misma estaría aquí trabajando. ¿No hay un jardín en el terrado?
—La escalera está al final de ese pasillo. Ya la verás. Os espero en mi despacho.
—Aquí una puede perderse —comentó Reba.
—Pues no te pierdas. A Beck no le gustará saber que has pisado la oficina.
—Cállate. —Le enseñó los hoyuelos.
Reba rodeó la recepción, y yo la seguí. Con Marty todavía presente, adoptó una actitud casi infantil en sus exageradas demostraciones de entusiasmo, asomando la cabeza a uno y otro despacho a lo largo del pasillo, sin dejar de proferir exclamaciones. Marty nos observó un momento y luego se alejó en dirección contraria.
Tan pronto como se perdió de vista, Reba abandonó toda ficción de visita turística y se puso manos a la obra. Permanecí a su lado mientras comprobaba los nombres colocados en la pared junto a la puerta de cada despacho. Cuando llegó al de Onni, lanzó una ojeada por el pasillo para cerciorarse de que Marty no estaba. Se acercó al escritorio, tomó un pañuelo de papel y empezó a abrir los cajones sin dejar huellas.
—Tú vigila, ¿vale? —me pidió.
Eché un vistazo al pasillo. Vigilar ha sido siempre mi deporte preferido, excepto últimamente estar con Cheney Phillips. La tensa emoción de invadir el espacio privado de una persona se intensifica con el riesgo de ser sorprendida in fraganti. Tal vez si hubiera sabido qué buscaba, me hubiera sumado al juego. Así las cosas, alguien tenía que montar guardia.
Reba seguía abriendo y cerrando cajones cuando dijo:
—Dios mío, parece mentira que Marty esté tan paranoico. Debe de haber dejado el tratamiento. —Alzó un aparatoso llavero, que tintineó en el aire—. Vaya, vaya, vaya…
—No puedes llevarte eso.
—Bah. Onni no vendrá hasta el lunes. Para entonces ya las habré devuelto.
—Reba, no. Vas a echarlo todo a perder.
—Al contrario. Esto es una investigación científica. Estoy verificando mi hipótesis.
—¿Qué hipótesis?
—Te la contaré más tarde.
Salió del despacho de Onni y se encaminó de nuevo hacia la recepción palpando la pared con una mano y examinando las líneas del techo con la mirada. Cuando llegó a los ascensores, rodeó el hueco y calculó a ojo las medidas. Unos enormes cuadros abstractos colgaban de las paredes, cuya iluminación lograba atraer irresistiblemente la mirada de una obra de arte a la otra.
—Si supiese qué estás buscando podría ayudarte —dije.
—Sé cómo funciona la cabeza de Beck. Aquí hay algo que no quiere que veamos. Probemos en su despacho.
Pensé en protestar, pero sabía que ella no me escuchaba.
El bonito despacho de Beck, situado en una esquina, era espacioso y tenía las paredes revestidas de madera de cerezo claro en el suelo, la misma moqueta verde amortiguaba las pisadas. Estaba amueblado con butacas bajas de cromo y piel, de esas que exigen un cabrestante y una polea para levantarse cuando uno comete la estupidez de sentarse. Su escritorio estaba revestido de pizarra negra, una extraña superficie a menos que le gustase utilizarla para hacer divisiones con tiza. Reba volvió a emplear el pañuelo de papel para no dejar huellas en los cajones. Mientras tanto, yo me paseaba intranquila por delante de la puerta.
Dio media vuelta, insatisfecha. Examinó el despacho desde todos los ángulos y finalmente se acercó a la pared, donde golpeó con los nudillos la madera, atenta a cualquier reverberación que demostrase la existencia de un espacio hueco detrás. De pronto, accionó un cierre de contacto y se abrió una puerta, pero el único tesoro que esta reveló fue la provisión de bebidas de Beck, que incluía licoreras de cristal tallado y vasos de diversas clases.
—¡Mierda! —exclamó Reba.
Cerró de un portazo y volvió al escritorio. Luego se sentó en la silla giratoria y, desde allí, hizo una segunda inspección ocular.
—¿Quieres darte prisa? —susurré—. Marty puede aparecer de un momento a otro preguntándose dónde nos hemos metido.
Echó atrás la silla, se agachó para examinar el escritorio por debajo y extendió el brazo cuan largo era. Yo no sabía qué había descubierto y prefería no ser testigo. Salí al pasillo y miré hacia la recepción. No había ni rastro de Marty. Me fijé en que los cuadros estaban dispuestos de mayor a menor, el más grande cerca de los ascensores, y los más pequeños, en proporción decreciente, frente al despacho de Beck. Para un visitante, eso creaba la ilusión óptica de unos pasillos mucho más largos de lo que en realidad eran: un curioso efecto trompe l’oeil.
Reba abandonó el despacho, me tomó del codo y me condujo a la escalera ancha que ascendía al terrado.
—¿Qué hay ahí arriba aparte del jardín? —le pregunté.
—Por eso vamos, porque no lo sabemos —contestó ella.
Subió los peldaños de dos en dos, y yo le seguí el paso. En lo alto, una puerta de cristal daba a un cuidado jardín: árboles, arbustos y macizos de flores separados por caminos de grava que serpenteaban hacia lo lejos. La estudiada iluminación lo envolvía todo en resplandor. Aquí y allá se sucedían los patios con sillas y mesas al amparo de unas sombrillas. Un muro de un metro veinte de altura rodeaba el perímetro y, en todas direcciones, se extendían unas fantásticas vistas del pueblo.
En el centro del jardín se alzaba lo que parecía la caseta del jardinero. Sobre su exterior de enrejado trepaban vistosas enredaderas de flor de la pasión, repletas de capullos morados. Un cartel asomaba medio oculto en el follaje. Movida por la curiosidad, aparté las hojas.
—¿Qué es eso? —preguntó Reba.
—«Peligro. Alto Voltaje». Está el número de teléfono del supervisor del edificio por si es necesario hacer algún trabajo. Debe de ser un transformador o parte de la instalación eléctrica. ¿Quién sabe? Supongo que podría tratarse del hueco de los ascensores, junto con la calefacción central y el aire acondicionado. Esas cosas tienen que ponerse en algún sitio.
La pequeña construcción zumbaba de un modo que inducía a pensar que, al menor movimiento erróneo, uno acabaría como un chicharrón.
Marty nos llamó desde el hueco de la escalera:
—¿Reba?
—Estamos aquí arriba —dijo.
—No quiero daros prisa, pero deberíamos irnos ya. A Beck no le gusta que entren extraños en la oficina.
—No puede decirse que yo sea una extraña, Marty. Soy su polvo favorito.
—Lo que tú digas, pero se cabreará igualmente y la emprenderá conmigo.
—No hay problema. Cuando tú quieras nos vamos —dijo Reba. Se volvió hacia mí—. Saca del bolso las llaves del coche y el billetero y déjalo aquí.
—¿El bolso? No voy a dejar mi bolso. ¿Estás loca?
—Hazlo.
Marty apareció en lo alto de la escalera. Por lo visto, no confiaba en que bajásemos por propia iniciativa. Se apoyó en la barandilla respirando entrecortadamente por el esfuerzo de subir. Reba fue hasta el rellano, entrelazó su brazo al de él y se volvió para admirar las montañas que se veían a lo lejos.
—¡Qué vista! Este es un sitio perfecto para una fiesta de trabajo.
Marty sacó un pañuelo y se enjugó la cara, que le brillaba a causa del sudor.
—Aún no hemos hecho ninguna. Cuando el tiempo acompaña, las chicas comen aquí fuera y toman el sol. Cuando hace mal día, usan la sala de descanso, como en la antigua oficina, sólo que aquí es más elegante.
—¿La sala de descanso? No la he visto.
—Te la enseñaré camino de la salida.
Reba se volvió hacia mí.
—¿Todo bien? —me preguntó.
—Todo bien —dije.
Los dos empezaron a bajar por la escalera. Seguí sus instrucciones a regañadientes: cogí las llaves y el billetero y dejé el bolso detrás de la enorme maceta de un ficus. Esperaba que Reba supiese lo que estaba haciendo, porque yo desde luego no tenía ni idea. Lancé una nostálgica mirada atrás y me dirigí hacia la escalera.
Los alcancé en lo que parecía una cocina de tamaño medio. Fregadero, lavavajillas, dos microondas, un frigorífico combi y dos máquinas expendedoras, una con refrescos, la otra con caramelos, patatas fritas, galletas de manteca de cacahuete, pastas, frutos secos y otros tentempiés ricos en grasas. Ocupaba el centro una mesa amplia rodeada de sillas.
—¿No es una maravilla? —dijo Reba.
—Fantástico —confirmé.
—¿Estás lista? —me preguntó Marty.
—Sí. Ha sido divertido.
—Bien. Iré a buscar mi maletín y cerraremos con llave.
Los tres nos encaminamos por el pasillo en dirección a los ascensores. Marty entró en su despacho un momento y regresó con su maletín. Reba, inclinándose, se asomó a la puerta.
—Bonito despacho. ¿Lo has arreglado tú mismo?
—No, por Dios. Beck contrató a unos decoradores que se ocupasen de todo, excepto las plantas. De eso se encarga otra empresa.
—Es bastante ostentoso —comentó ella.
Observamos cómo Marty pulsaba el botón del ascensor, que subió del piso inferior. Mientras esperábamos, Reba señaló un tercer ascensor al otro lado de la recepción.
—¿Para qué sirve ese?
—Es el montacargas. Se usa básicamente para subir y bajar cajas, archivadores, muebles y cosas así. En estos tres pisos superiores tienen sus oficinas entre quince y veinte empresas, que necesitan muchos suministros y fotocopiadoras. También lo utiliza el servicio de limpieza.
—¿Bart y su hermano todavía trabajan los fines de semana?
—Los viernes. Como siempre. Vendrán a las doce de la noche, —explicó.
—Me alegra saber que algunas cosas no cambian. El resto es una indudable mejora. Ya me imaginaba que Beck lo haría en cuanto yo saliese por la puerta.
Se abrieron las puertas del ascensor. Marty alargó el brazo y pulso el botón para mantener la puerta abierta mientras introducía el código del sistema de alarma en el tablero de la derecha. En cuanto los tres estuvimos dentro, Marty soltó el botón y apretó, el de la planta baja. Descendimos sin despegar los labios, los tres con la mirada fija en los números digitales del suelo que indicaban las sucesivas plantas: 4, 3, 2, 1.
Cuando salimos, las puertas de uno de los dos ascensores situados en la recepción se abrieron y apareció un equipo de limpieza compuesto de dos hombres con sus carritos. Cargaron una aspiradora, varias escobas y fregonas, botellas de detergentes de tamaño industrial y paquetes de toallas de papel para reabastecer los lavabos. Los dos llevaban un mono con el logotipo de su empresa cosido en la espalda. Uno inclinó la cabeza en dirección a Willard, y este respondió al saludo moviendo un dedo. Reba observó a los dos hombres mientras cruzaban el vestíbulo y subían, al montacargas.
—¿Adónde van? —preguntó Reba.
Marty se encogió de hombros.
—No lo sé. Puede que trabajen en la segunda planta.
Las puertas del montacargas se cerraron detrás de ellos, y los tres seguimos hacia la entrada mientras Willard tomaba nota de nuestra hora de salida con la misma mirada inexpresiva que nos había dirigido antes. Marty no se molestó en despedirse; Reba, en cambio, agitó los dedos en un desenfadado saludo.
—Gracias, Willie. Buenas noches.
«Willie» vaciló y a continuación levantó una mano.
—¿Lo habéis visto? Eso es amor —comentó.
Bajamos al aparcamiento del subterráneo. Al pie de la escalera, Marty dijo:
—Tengo el coche aparcado aquí. ¿Y vosotras?
—Por allí. —Señalé en dirección contraria.
Reba se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y observó cómo se alejaba hacia el coche.
—Marty… —lo llamó. Él se detuvo y se volvió—. Piensa en lo que te he dicho. Si no actúas pronto, Beck te meterá los cojones en un torno.
Marty estuvo a punto de contestar, pero finalmente cambió de idea. Con semblante absorto, movió la cabeza en un gesto de negación y dio media vuelta. Reba lo miró hasta que se perdió de vista, y luego cruzamos el aparcamiento.
—No me ha gustado el aspecto de los hombres del servicio de limpieza —comentó.
—¿Por qué no te relajas? —le rogué.
—Sólo dejo constancia del hecho. Les he visto algo raro.
—Gracias por informarme. Lo anotaré en el expediente.
Cuando llegamos al VW, abrí la portezuela del conductor, me senté al volante y me incliné para abrir la del copiloto. Una vez dentro, cuando ya me disponía a introducir la llave en el contacto, Reba extendió la mano.
—Un momento —dijo.
—¿Qué ocurre?
—Aún no hemos terminado. Esperemos que Marty se marche y demos otro vistazo.
—No podemos volver a la oficina. ¿Cómo vas a hacerlo?
—Muy sencillo. Le decimos a Willie que te has dejado el bolso arriba y tienes que recuperarlo.
—¡Reba! Ya basta. Acabarás entorpeciendo el trabajo de la policía.
—Son ellos quienes lo entorpecen. Ya ves en qué situación nos encontramos. El país es un caos.
—Esa no es la cuestión. No puedes violar la ley así como así.
—Serás remilgada… ¿Qué ley?
—Empezando por allanamiento de morada…
—Esto no ha sido allanamiento de morada. Hemos subido con Marty. Nos ha dejado entrar por voluntad propia.
—Y entonces tú has robado las llaves.
—No las he robado. Las he tomado prestadas. Pienso devolverlas.
—Da igual. En serio, yo no quiero saber nada más de esto —dije. Hice girar la llave de contacto y di marcha atrás.
—¿No quieres tu bolso?
—Ahora no. Te llevo a casa.
—Pues entonces nos acercaremos mañana por la mañana, y después te juro que habremos terminado con esto. ¿De acuerdo? Te recogeré a las ocho.
—¿Por qué tan temprano? Es sábado. El centro comercial no abre hasta las diez.
—Para entonces ya nos habremos marchado.
—¿Después de hacer qué?
—Ya lo verás.
—Ni hablar. No cuentes conmigo.
—Si no me acompañas, lo haré sola. Ni te imaginas en qué lío puedo meterme.
Hubiera cerrado los ojos de desesperación, pero el coche ya subía la rampa de salida y no quería chocar en mis prisas por salir de allí. Doblé a la derecha en Chapel Street. Con el rabillo del ojo, vi que Reba sacaba algo del bolsillo de la cazadora.
—¡Vaya! ¡Esto no está nada mal! —exclamó.
—¿El qué?
—Parece que sí he robado algo, después de todo. Soy muy traviesa.
—No has robado nada.
—Pues sí. Esto es de Beck. Lo he encontrado en aquel absurdo cajón secreto de su escritorio. Debe de estar planeando largarse del pueblo, el muy hijo de su madre.
Sostenía en alto un pasaporte, un carnet de conducir y varios documentos. Detuve el coche de inmediato junto al bordillo de la acera, irritando considerablemente al conductor que venía detrás. El hombre dio un bocinazo e hizo un gesto obsceno con la mano.
—Dámelos. —Intenté quitárselos.
—Alto. —Movía los documentos en el aire—. Esta es la verdadera clave. Pasaporte, partida de nacimiento, carnet de conducir y tarjetas de crédito a nombre de un tal Garrison Randell, pero con fotografía de Beck… Ha tenido que costarle una pasta.
—Reba, ¿qué crees que va a ocurrir cuando descubra que ha desaparecido su documentación?
—¿Cómo va a enterarse?
—¿Y si mira en el cajón en cuanto vuelva? Ese es su plan de huida. Seguramente comprueba los documentos dos veces al día.
—Tienes razón —concedió—. Sin embargo, ¿por qué habría de sospechar de mí?
—No tiene por qué sospechar de ti. Le bastará con descubrir quién ha estado allí. En cuanto presione a Marty, se acabó. Está claro que no va a arriesgar el cuello por ti. Volverás a la cárcel.
Reba reflexionó al respecto antes de decir:
—Está bien. Los dejaré en su escritorio cuando devuelva las llaves de Onni.
—Gracias.
Pero sabía que no podía dar crédito a su palabra.
Llegué al estudio a las once y cuarto, después de acompañar a Reba a su casa. En el contestador automático, la luz roja de aviso de mensaje parpadeaba. «Será Cheney», pensé. Había algo erótico en la idea misma, y casi gemí en respuesta, cual si fuera un perro de Pavlov. Tras pulsar el botón, escuché su voz. Eran seis palabras: «Eh, oye, cariño, llámame cuando vuelvas».
Marqué su número y, en cuanto descolgó, dije:
—Eh, oye, ¿te he despertado?
—No importa —reconoció Cheney—. ¿Dónde has estado?
—Con Reba. Tengo mucho de qué informarte.
—Perfecto. Ven y quédate conmigo esta noche. Si te portas bien, mañana te prepararé unas tostadas de desayuno.
—No puedo. Reba pasará a recogerme mañana a las ocho.
—¿Qué te traes entre manos?
—Es una larga historia. Te la contaré cuando nos veamos.
—¿Y si voy a buscarte y te llevo a casa por la mañana a tiempo de reunirte con ella?
—Cheney, soy perfectamente capaz de conducir hasta tu casa. Vives a tres kilómetros de mi estudio.
—Ya lo sé. Pero no quiero que andes sola por las calles a estas horas. El mundo es un lugar peligroso.
—¿Así van a ser las cosas? —Me eché a reír—. Tú el protector, y yo dócil como un cordero.
—¿Se te ocurre algo mejor?
—No.
—Estupendo. Te recogeré en diez minutos.