Fuimos a mi despacho. Reba se quedó en el coche con el motor al ralentí mientras yo entraba a toda prisa y tomaba el sobre marrón del cajón del escritorio. De vuelta en el VW, se lo entregué y la miré de reojo antes de rodear la manzana y dirigirme hacia las galerías Passages. Reba sacó las fotografías y las examinó como si observase unos bichos por un microscopio. Volvió a guardarlas en el sobre con semblante inexpresivo y sin pronunciar palabra.
Encontré la que posiblemente era la última plaza libre en el aparcamiento subterráneo, que se extendía como una caverna gris de techos bajos a todo lo largo y ancho del centro comercial. Fuimos a la escalera mecánica y subimos a la primera planta, donde estaban todas las tiendas. Reba, con el sobre marrón en la mano, iba dos pasos delante de mí, obligándome a trotar para no quedarme rezagada. No parecía tan crispada como un rato antes. Me alegré por ello.
—¿Adónde vamos? —dije.
—Al Dale’s.
—Pero si es un antro…
—No es verdad. No hables así de uno de los lugares históricos de Santa Teresa…
—También lo es el vertedero —comenté.
El Dale’s era un bar sin el menor interés. La gente iba allí a beber, simple y llanamente. Sentí aflorar en mí el ya familiar conflicto: ¿debía adoptar una actitud protectora y proponer otro sitio, o mantener la boca cerrada y dejar que ella tomara sus propias decisiones? Acabó imponiéndose la curiosidad: quería conocer a Marty Blumberg.
Nos detuvimos ante la puerta abierta del local para orientarnos. No había puesto los pies en el Dale’s desde hacía años, pero apenas había cambiado: un salón estrecho con la barra a la izquierda y una gramola al fondo. A la derecha había seis u ocho mesas arrimadas a la pared. La iluminación provenía de los clásicos neones azules y rojos de los anuncios de cerveza. La numerosa clientela ocupaba la mitad de los taburetes de la barra y la mayoría de las mesas. El ochenta y siete por ciento de los presentes estaba fumando; el humo teñía el aire de color gris cual bruma matutina. El plafón del techo confería a la luz una tonalidad homogénea muy parecida a la del crepúsculo de ese día. La gramola, recordé, estaba surtida de discos antiguos de 45 revoluciones por minuto. En ese momento los Hilltoppers cantaban arrulladoramente P.S. I Love You, y una pareja bailaba en el exiguo espacio que hacía las veces de pista, junto al baño unisex. El serrín del suelo y el techo acústico amortiguaban el ruido de modo tan eficaz que tanto la música como las conversaciones parecían tener lugar en otro salón.
Cubrían las paredes unas fotografías en blanco y negro de los años cuarenta, a juzgar por los peinados y la ropa de las mujeres que posaban en ellas. En todas aparecía el mismo hombre de mediana edad con incipiente calvicie, probablemente el Dale que daba nombre al local. Rodeaba con el brazo los hombros de varios deportistas de segunda fila —jugadores de béisbol, luchadores profesionales y reinas del Roller Derby—, y al pie de cada imagen habían inmortalizado sus autógrafos.
Al fondo del local, una máquina enorme producía un suministro continuo de palomitas de maíz que el camarero vertía en vasos de papel y repartía entre la clientela. Sobre la barra había aliños surtidos para las palomitas: sal de ajo, pimienta al limón, especias cajún, curry y queso parmesano en un recipiente de cartón verde. Las palomitas no bastaban para mantener sobrios a los parroquianos, pero les proporcionaban algo con que entretenerse entre copa y copa. Mientras ocupábamos nuestros asientos, se desató una virulenta discusión, centrada en política, sobre la que ninguno de los presentes parecía tener la menor idea.
—¿Y bien? ¿Dónde está Marty Blumberg? —pregunté echando un vistazo alrededor.
—¿A qué viene tanta prisa? Llegará enseguida —dijo Reba.
—Pensaba que íbamos a cenar. No sabía que aquí sirviesen comidas.
—Pues sí. Preparan el chile de siete maneras distintas. —Empezó a enumerar las posibilidades con los dedos—: Con macarrones, aros de cebolla, queso, galletas con sabor a ostra, nata agria o cilantro en cualquier combinación.
—Has dicho sólo seis.
—También puedes tomar chile sin nada.
—Ah.
Empezó a sonar el siguiente disco seleccionado en la gramola, y Jerry Vale interpretó su versión de It’s All in the Gante. «Muchas lágrimas tendrán que correr…», decía la letra. Me negué a pensar en Cheney por miedo a gafar nuestra incipiente relación.
Apareció una camarera. Reba pidió una taza de té con hielo, y yo, una cerveza. Habría pedido lo mismo que ella, pero sólo para demostrar una sobriedad que en realidad no poseo. Me pesó cada sorbo que tomaba. Me preocupaba que al menor descuido me arrebatase la cerveza y se bebiese la mitad de un trago.
Como la carta no incluía nada más, pedimos el chile de las siete maneras distintas, que nos sirvieron caliente, picante y suculento. La receta venía impresa en los manteles individuales de papel. Estuve tentada de llevarme el mío, pero la nota al pie rezaba «para cuarenta personas», lo que me pareció excesivo teniendo en cuenta que casi siempre como sola de pie delante del fregadero.
—No terminaste de contarme la vinculación de Beck con Passages —tercié.
—Me alegra que me lo preguntes. No creía que fueses a insistir en el tema.
—Pues ya lo ves. ¿Te importa aclarármelo?
Reba calló el tiempo de encender un cigarrillo.
—Es muy simple. Un promotor inmobiliario de Dallas compró el terreno en 1969 y presentó todos los planos. Pensó que sería pan comido. Se sentía tan optimista que empezó a colocar los carteles: GALERÍAS PASSAGES - INAUGURACIÓN EN OTOÑO DE 1973. Los urbanistas del ayuntamiento se lo pasaron en grande haciéndole sudar a mares con todos los códigos y normativas. El promotor revisó los planos dieciséis veces, pero nunca consiguió cumplir los requisitos. Doce años después, cuando aún no había conseguido la aprobación, hizo correr la voz y alguien le presentó a Beck. Corría el año 1981. El proyecto se concluyó en 1985, tres largos años después de empezar las obras.
Aguardé el final de la historia.
—Por la expresión de tu cara, deduzco que no lo entiendes —comentó Reba.
—Tú limítate a los hechos. Las adivinanzas entorpecen y me ponen de mal humor.
—Pues piensa un poco. ¿Cómo crees que Beck consiguió todos esos permisos? ¿Por su simpatía?
Yo estaba obtusa para pensar nada. La miré de hito en hito. Reba se frotó el pulgar contra los otros dedos en el gesto universalmente utilizado para referirse al dinero que cambia de manos.
—¿Sobornos? —Probé suerte.
—Exactamente. A eso destinó los trescientos cincuenta mil dólares de cuyo robo me acusaron. Yo misma entregué la mayor parte, aunque no me di cuenta de qué se trataba hasta más tarde. Lo único que sabía era que me hacía circular en coche de un lado a otro con esos grandes sobres marrones. Una parte iba a los chicos de Sacramento… Beck siempre está untando manos con vistas a la legislación vigente…, pero casi todo era para personajes influyentes del pueblo. En cuanto se embolsaban la pasta, estaban más que dispuestos a colaborar.
—Pero eso es blanqueo de dinero político.
—¡Vaya! ¡Qué lista eres! —Puso los ojos en blanco—. ¿No es esa la razón por la que estáis fijando la reunión con los federales? ¿Para reunir pruebas contra él?
—No estaba muy segura de hasta dónde querías llegar.
—Hasta las últimas consecuencias.
—Pero la primera vez que hablamos me dijiste que ingresaba dinero en cuentas de bancos panameños para esconderlo de su mujer.
—Esa es la versión que él me dio. Antes de la auditoría, no podía imaginarme qué estaba haciendo realmente. Estoy convencida de que sigue sacando dinero en metálico del país, pero al menos ahora lo veo claro: el objetivo de sus esfuerzos nunca fue beneficiarme a mí.
—Lo siento. Sé que eso es duro para ti.
—Duro pero cierto —dijo con tono amargo.
A las nueve en punto Marty Blumberg hizo acto de presencia. Reba, alerta a su llegada, le hizo señas para que se acercara de inmediato. Él se detuvo junto a la barra para encender un cigarrillo. El camarero le preparaba su bebida habitual: un whisky tan oscuro que parecía Coca-Cola. Vaso en mano, se encaminó parsimoniosamente a nuestra mesa. Rondaba los cincuenta años; debía de haber sido un hombre apuesto en sus años mozos. Ahora le sobraban unos cincuenta kilos y la ropa le iba una talla pequeña. Los bolsillos del pantalón se le abrían como orejas y los botones de la camisa a duras penas lograban contener su mole. Era rubicundo y tenía cara de niño, con ojos azules y tristes, nariz chata y una mata de pelo oscuro y ensortijado. Pareció alegrarse de ver a Reba. Ella lo invitó a sentarse y, a modo de presentación, señaló hacia mí con el pulgar.
—Esta es Kinsey Millhone. Kinsey, te presento a Marty Blumberg —dijo.
—Hola, Marty —saludé—. Encantada de conocerte.
Nos estrechamos la mano. Marty examinó a Reba con la mirada.
—Por ti no pasa el tiempo —comentó—. ¿Cuándo has vuelto?
—El lunes. Kinsey fue a recogerme. En conjunto, la experiencia fue educativa…, aunque sigo preguntándome en qué sentido.
—Me lo imagino.
—He oído decir que estáis instalados en la nueva oficina. Es una suerte tenerlas tan cerca. El Dale’s siempre ha sido tu bar preferido, ¿no?
Marty sonrió.
—Soy cliente desde hace sólo catorce años. Con todo el dinero que he gastado aquí podría hacerme socio.
Reba sacó un cigarrillo; Marty tomó el Dunhill y le dio fuego. Reba se remetió un mechón de pelo detrás de la oreja mientras se inclinaba hacia la llama y apoyaba la mano en la de él con toda naturalidad. Cerró los ojos al aspirar el humo. Para ella, fumar era como rezar, una suerte de ritual.
—Dice Beck que las instalaciones son impresionantes —comentó la chica.
—Son muy elegantes —dijo él.
—Viniendo de ti, eso es todo un elogio. ¿Te importaría enseñármelas? Beck me prometió que me llevaría a verlas, pero está de viaje en Panamá.
—¿Enseñártelas? Claro. Llámame y ya quedaremos.
—Como ya estamos aquí, ¿qué mejor ocasión que esta noche?
—Es una posibilidad. —Marty vaciló—. Además, tengo que pasar a recoger el maletín y ordenar mi mesa.
—¿Ordenas tu mesa un viernes por la noche? Eso es devoción.
—Es la nueva norma de Beck: nada de carpetas ni papeles sobre ninguna superficie durante las noches. La oficina parece una tienda de muebles. Ahora estoy poniéndome al día, ocupándome de cosas que había dejado aplazadas. Seguramente mañana también vendré a trabajar.
—Este tío es un adicto al trabajo —me dijo Reba como en un aparte, y luego se volvió de nuevo hacia él—. Kinsey es de-tec-ti-ve-pri-va-da. —Separó las sílabas para mayor énfasis. Dirigiéndose a mí preguntó—: ¿Tienes una tarjeta de visita?
—Déjame mirar —contesté.
Revolví en el bolso hasta que encontré el billetero, donde llevaba una pila de tarjetas. Reba tendió la mano. Le di una, y ella se la entregó a Marty, que la observó con fingido interés. En realidad le traía sin cuidado.
—Supongo que será mejor que vaya con pies de plomo —dijo mientras la guardaba en el bolsillo de la camisa.
—En eso tienes toda la razón. —Reba sonreía—. No sabes hasta qué punto.
Marty sacudió el paquete de tabaco para hacer asomar un cigarrillo, que se colocó directamente entre los labios. A juzgar por su resuello, fumar no parecía buena idea.
—Permíteme. —Reba tomó su Dunhill y le ofreció fuego.
—¡Qué servicial!
—Cómo no —dijo ella. Apoyó la barbilla en una mano—. ¿No sientes curiosidad por saber qué hace aquí Kinsey?
Marty nos miró alternativamente a Reba y a mí.
—¿Una redada por un asunto de drogas?
—No seas bobo —repuso Reba, y le dio una palmada en el brazo. Se inclinó hacia él en actitud coqueta y susurró—: Forma parte de un equipo operativo, junto a federales y policías locales, que investiga las finanzas de Beck de forma confidencial. Prométeme que no dirás nada.
Se llevó un dedo a los labios, y yo me sentí palidecer. No podía creer que lo hubiese dejado caer así, sin prevenirme. Aunque en todo caso no habría estado de acuerdo. Observé la reacción de Marty: esbozó una sonrisa como quien espera el desenlace del chiste.
—Venga ya. No hablas en serio —dijo.
—Hablo muy en serio —confirmó Reba.
Me di cuenta de que disfrutaba dosificándole la información.
—No lo entiendo. —Marty titubeó.
—¿Qué es lo que no entiendes? Estoy diciéndote la verdad.
—¿Y por qué?
—Te prevengo porque me caes bien: estás en la línea de fuego.
Debía de ser uno de esos hombres que viven con el termostato corporal permanentemente en la zona roja, porque de pronto se le bañó el rostro en sudor. Al parecer sin darse cuenta, se llevó la punta de la corbata a la cara y se enjugó las gotas de la mejilla.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó—. ¿De dónde lo has sacado?
—En primer lugar, tú sabes exactamente qué se trae entre manos. Además, Beck no pagará por esto, igual que no se hizo responsable de los trescientos cincuenta mil dólares perdidos.
—Pensaba que te ofreciste voluntariamente.
—Fui tan estúpida que se lo puse fácil. Me gustaría pensar que tú eres más listo que yo pero quizá me equivoque.
—A mí no puede hacerme nada. Tengo las espaldas bien cubiertas.
—¿Eso crees? Le basta con señalarte. Tus huellas están por todas partes. Tú fuiste quien abrió las cuentas. Lo mismo puede decirse de los bancos panameños y de la empresa mercantil.
—Precisamente. Tengo maneras de presionarle. Soy la persona a quien menos le conviene putear.
—No sé —dijo Reba con escepticismo—. Llevas mucho tiempo con él…
—Diez años.
—Lo que significa que sabes mucho más que yo.
—¿Y?
—Si me cargó el muerto a mí, no dudes que puede cargártelo también a ti. Créeme, te ha tendido una trampa. Sencillamente ahora no la ves, como tampoco yo vi qué hacía conmigo hasta que fue demasiado tarde.
—No tengo queja de Beck. Me trata bien. Llevo diez años trabajando para él, ¿y sabes cuánto dinero he ahorrado? Podría retirarme cuando quisiera, podría marcharme mañana mismo y vivir como un rey.
—Quizá te parezca una situación cómoda, pero sigue siendo una trampa.
—No me lo trago. —Marty negaba con la cabeza.
—¿Y si te presionan?
—¿Quiénes?
—Los federales. ¿Qué acabo de decirte? El FBI, Hacienda… Kinsey, ¿quiénes eran los otros? —Reba chasqueó los dedos en un gesto de impaciencia.
—El Departamento de Justicia —contesté.
—Pensaba que habías mencionado un par más. —Se volvió hacia mí y arrugó la frente.
Me aclaré la garganta antes de matizar:
—Aduanas y Hacienda. Y la DEA.
—¿Lo ves? —le dijo Reba a Marty como si eso lo explicase todo.
—¿Por qué habrían de presionarme a mí? —contestó él—. ¿Basándose en qué?
—En toda la mierda que han descubierto hasta el momento.
—¿Por mediación de quién?
—¿Acaso crees que no tienen agentes infiltrados?
—¿Qué «agentes»? —Marty se echó a reír, aunque con cierto nerviosismo—. Menuda chorrada.
—Perdona. No me he expresado bien. He dicho «agentes», en plural, y en realidad es uno solo.
—¿Quién?
—A ver si lo adivinas. Te daré una pista. ¿Qué persona de la empresa ha estrechado su relación con Beck en los últimos meses? —Se llevó un dedo a la mejilla en un gesto de afectada concentración—. Empieza por «O».
—¿Onni?
—¡Bingo! —exclamó Reba—. A eso se llama tener suerte. Mientras a mí me meten en la cárcel ella aprovecha la coyuntura para hacerse un hueco.
—¿Trabaja para los federales?
Reba asintió con la cabeza.
—¡Así es! Desde hace años, y te aseguro que la buena de Onni quiere ver el culo de Beck en una bandeja. No lo dudes.
—No te creo.
—Marty, esta es su oportunidad de oro. Ya sabes en qué situación están las mujeres en esos empleos oficiales. Las contratan, claro está. Luego los hombres les dejan todo el trabajo machaca, pero no quieren ni oír hablar de ascensos. A menos que se presente una gran ocasión, no hay movilidad laboral, no tienen acceso a los altos cargos. Si esto le sale mal, se quedará donde está para siempre.
—Aquí hay algo que no encaja. Esa chica es más tonta que hecha por encargo.
—Esa es la impresión que da, pero es astuta donde las haya. Sabe lo que se hace, te lo aseguro. Obsérvala. Ahora Onni podrá imponer sus propias condiciones, siempre y cuando antes les entregue a Beck. Si no, míralo de otra forma: ¿sospecha alguien de ella en la empresa? Joder, salta a la vista que tú no, y Beck no tiene ni remota idea. Si estuviera al corriente saldría pitando por la puerta…
—Supongo que sí.
—Más vale que me creas —insistió Reba—. Entretanto, ahí sigue ella, enterada de todo, con acceso a todo. A pedir de boca.
Aunque Marty parecía un tanto molesto, advertí dos manchas de sudor en la pechera de su camisa.
—Oye, Reeb, sé que estás cabreada con él, y lo entiendo…
—Estoy cabreada con él pero no contigo, y por eso he venido. Confío en ti y sé que mantendrás la boca cerrada. No le he dicho una sola palabra de esto a nadie. Onni va a por él. Su obsesión es tal que está dispuesta a tirarse a Beck para llevarse el gato al agua.
Marty guardó silencio. Lo oía respirar como si acabase de correr seis manzanas.
—No puedes hacer esas acusaciones alegremente…
—Ya lo sé. Eres un hombre sensato y no te dejas convencer fácilmente. Por eso he traído esto.
Sacó del sobre las fotografías en blanco y negro y se las entregó.
Marty les echó un vistazo.
—Dios santo… —susurró.
—¿Ves a qué me refiero?
—¿En qué estaría pensando Beck?
—No piensa. Tiene el cerebro entre las piernas. ¿De verdad no imaginabas siquiera que se la follaba? Sabías que lo hacía conmigo.
—Sí, pero tú no escondías a nadie que estabas loca por él. En cuanto a esto, no sé… ¿No debería avisarle alguien de lo que está pasando?
Reba enarcó las cejas y lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Quieres decírselo tú? Porque yo no, desde luego.
—Pobre tío.
—No hay «pobre tío» que valga. ¿Estás de broma? Si me gastó a mí una mala pasada, ¿por qué no iba a hacértelo a ti? La cuestión es que ahora hay mucho más en juego. Si le cuentas las intenciones de Onni, sólo conseguirás darle más tiempo para ocultar su rastro.
Marty levantó el vaso e hizo tintinear los cubitos.
El camarero advirtió el gesto y empezó a prepararle otra copa.
—Onni… Me cuesta creerlo. Beck debe de haber caído de pleno.
—Sin duda. En cuanto ella actúe, él dará media vuelta y te cargará el muerto. Declarará que actuaste por iniciativa propia. Él no te autorizó. Tú lo hiciste todo por tu cuenta.
—Pero firmaba él. Solicitudes de préstamos, documentos de constitución de sociedades…
—Marty, seamos serios. Beck dirá que nunca se le ha dado bien el lado financiero del negocio. Por eso mismo conseguí llevarme el dinero que robé. Estoy de acuerdo en que tendría que haber espabilado, pero hay gente que nunca aprende. Le dijiste que firmase, y firmó. Confió en ti, y así se lo has pagado. ¡Qué vergüenza para él! Entretanto, tú te encuentras con una acusación federal.
—No lo sé. —Marty cabeceó—. Esto me parece alucinante.
El camarero trajo su copa. Marty sacó la cartera y extrajo dos billetes de veinte. Dijo:
—Quédese el cambio.
Cuando el camarero se marchó, ya casi había apurado la bebida.
Durante la breve conversación entre ambos, Reba me miró desdeñosamente. «Es cosa tuya», pensé antes de que apartase la vista.
Dando unas palmadas a Marty en el brazo, entonó enérgicamente:
—En todo caso, considera las posibles consecuencias. Sólo te pido eso. Incluso si llegas a la conclusión de que estoy inventándomelo todo, no estará de más que te andes con cuidado. En cuanto envíen las citaciones y dispongan de todos los mandamientos judiciales, se acabará tu suerte. Mientras tanto, puesto que vas a subir a la oficina, supongo que no te importará que te acompañemos.