17

Nos levantamos de mala gana a las diez de la mañana del viernes. Después de ducharnos y vestirnos, paseamos hasta Cabana Boulevard, donde desayunamos en una pequeña cafetería a pie de playa. Cheney empezaba a trabajar más tarde, ya que le habían asignado otra vigilancia en la furgoneta. Cuando volvimos de desayunar, charlamos de pie en la acera hasta que nos quedamos sin tema de conversación. Nos despedimos sobre las doce. Él tenía recados que hacer, y yo me quedé sola. Miré el Mercedes rojo hasta que se perdió de vista y luego me encaminé hacia el jardín trasero.

Henry estaba arrodillado en uno de sus arriates, donde asomaban unos brotes de juncia. Se había descalzado, dejando las chancletas en el césped, y llevaba un pantalón vaquero corto y una camiseta. Eliminar la juncia requiere paciencia. Las raíces parecen hebras, y unos diminutos rizomas negros se multiplican bajo tierra, así que arrancar los tallos en nada perjudica a la planta, que sigue reproduciéndose como si tal cosa. El pequeño montón de mala hierba que Henry había logrado desarraigar se asemejaba a un puñado de arañas de patas frágiles y cuerpo del tamaño de una cabeza de cerilla ennegrecida.

—¿Necesita ayuda? —me ofrecí.

—No —contestó Henry—, pero puedes hacerme compañía. Produce cierta satisfacción andar en busca de estas cosas. Son horribles, las bribonas, ¿no te parece?

—Repugnantes. Pensaba que en primavera se había librado de la juncia.

—Es un proceso permanente. En realidad nunca las vences. —Volvió a acuclillarse y al cabo de un momento cambió de posición para ocuparse de la siguiente sección.

Me quité las zapatillas y me acomodé en la hierba con las piernas al sol. El estado de ánimo de Henry se había templado; si bien se lo notaba aún apagado, ya casi era el mismo de siempre.

—Vi que anoche tenías compañía —comentó sin mirarme.

Me eché a reír al tiempo que me ruborizaba.

—Era Cheney Phillips, del Departamento de Policía de Santa Teresa. —Como si viniese al caso, añadí—: Es amigo del teniente Dolan.

—¿Es simpático?

—Mucho. Hace años que nos conocemos.

—Ya me lo imaginé. Tú nunca has sido impulsiva.

—Sí lo soy, sólo que a veces me lleva un tiempo preparar el terreno.

Siguió un silencio cómplice, interrumpido únicamente por el sonido de la paleta de Henry al escarbar en la tierra. Por fin pregunté:

—¿Cómo le va con Mattie?

—Las cosas están bien así. No esperaba que la relación acabase en nada serio.

—Pero podría haber ocurrido.

—Lo que «podría» haber ocurrido no cuenta. En general, considero más sensato ocuparme de lo que sucede en realidad, y no de lo que podría haber sucedido. Si he llegado a la avanzada edad de ochenta y siete años sin encontrar un amor duradero, no hay razón para pensar que lo viva a estas alturas.

—Al menos podría llamarla por teléfono.

—Podría, aunque no sé bien qué conseguiría. Ella dejó claro sus sentimientos. No tengo nada más que ofrecer ni que añadir.

—¿Y si ella le llamase?

—Eso es asunto suyo —respondió—. No quiero parecer un viejo triste. Estoy bien, de verdad.

—Claro que está usted bien, Henry. No es lo mismo que si hubiese salido con ella durante años y ahora estuviese por los suelos. Sin embargo, yo los veía a gusto y lamento que las cosas no hayan salido bien.

—¿Qué te imaginabas? ¿Un paseo hasta el altar?

—William se casó a los ochenta y siete. ¿Por qué no usted?

—Él es impetuoso por naturaleza. Yo estoy chapado a la antigua.

Le lancé un puñado de hierba.

—Eso no es verdad.

Cuando Reba telefoneó a las cinco de la tarde, interrumpió lo que, visto en retrospectiva, fue una siesta antológica. Me había tendido en la cama con mi novela de espías de John Le Carré preferida. La iluminación era tenue. La temperatura, agradable, y la sábana con que me había tapado tenía el peso perfecto. Fuera oí durante un rato el zumbido de un cortacésped, y luego el susurro intermitente de los aspersores del jardín de Henry, que lanzaban chorros de agua sobre la hierba recién cortada. Debido a la falta de sueño de las dos últimas noches, me sumí en la inconsciencia como un guijarro plano que desciende mansamente hasta el fondo de un lago. No sé cuánto tiempo habría dormido si no hubiese sonado el teléfono. Me acerqué el auricular al oído y dije:

—Sí.

—Soy Reba. ¿Te he despertado?

—Mucho me temo que sí. ¿Qué hora es?

—Las cinco y cinco.

Con los ojos entornados, eché un vistazo a la claraboya a fin de esclarecer si el sol salía o se ponía.

—¿Las cinco de la madrugada o de la tarde? —pregunté.

—Es la tarde del viernes. Sólo quería saber si tienes noticias de tu gente.

—De momento no. Cheney está ahora en servicio de vigilancia, pero me consta que intenta ponerse en contacto con su enlace en Washington. Quizá tarden unos días en convocar la reunión. Con tantas agencias involucradas, resulta complicado resolver las cuestiones de protocolo.

—Ojalá se decidan pronto. Beck vuelve el domingo por la noche. No quiero verme obligada a tratar con él si hago esto.

—Lo comprendo. Por desgracia, Cheney depende de otras personas y puede presionar sólo hasta cierto punto. Además, se acerca el fin de semana, y eso tampoco nos favorece.

—Ya lo supongo. ¿Te apetece ir a algún sitio dentro de un rato? Podríamos salir a cenar.

—Buena idea. ¿A qué hora?

—Pronto, o mejor ahora mismo. Como quieras.

—¿Tienes algo pensado? ¿Quieres que quedemos en algún sitio?

—Decídelo tú. Sólo sé que tengo que salir de aquí o me volveré loca. —Oí que encendía un cigarrillo.

—¿Por qué estás tan nerviosa?

—No lo sé. Llevo todo el día muy inquieta, como si de un momento a otro estuviese al caer una copa o una partida de póquer.

—Eso no te conviene.

—Para ti es muy fácil decirlo. Ya vuelvo a fumar un paquete al día.

—Podría haberte aconsejado que no empezases otra vez.

—No pude evitarlo.

—Eso dices tú, pero yo no me lo trago. O te haces responsable de tu vida, o ya puedes tirar la toalla.

—Lo sé, pero me siento fatal. Sé que Beck es un capullo pero lo quiero…

—¿Que lo quieres?

—Ahora ya no, pero antes sí. ¿Eso no cuenta para nada?

—En mi opinión, no.

—Además, por raro que te parezca, en cierto modo echo de menos la cárcel.

—No hablas en serio.

—Sí —afirmó—. Allí no tenía que tomar tantas decisiones, y eso reducía las probabilidades de pifiarla. Aquí fuera, ¿cuál es el incentivo para portarse bien?

Desesperada, me pellizqué el puente de la nariz.

—¿Estás en casa de tu padre?

—Afirmativo. Y nunca imaginarías quién ha venido a visitarlo.

—¿Quién?

—Lucinda.

—¿La mujer que pretendía casarse con él?

—La misma —contestó Reba—. Le encantaría verme violar la libertad condicional. Si me mandan otra vez a la trena, volverá a colarse en la vida de mi padre antes de que la puerta se le cierre definitivamente.

—Pues vale más que te serenes.

—Lo lograría si me tomase una copa. O quizá podría pasarme por el Double Down sólo para echar un vistazo. No hay nada de malo en eso.

—¿Por qué no te dejas de gilipolleces? Puedes hacer lo que te venga en gana, pero no te engañes. No haces más que buscar un pretexto para autodestruirte.

—Puede que fuese un alivio.

—Pasaré a recogerte en coche.

—No sé…, ahora que lo pienso, quizá no sea tan buena idea. Si dejo a Lucinda sola con mi padre, encontrará la manera de crear problemas.

—Vamos, ¿qué puede hacer? Tu padre me dijo que había roto con ella.

—Seguro que se las arreglará. Ya la he visto antes en acción. Mi padre es como yo, indeciso y falto de voluntad, sólo que no tan duro de mollera. Además, si ha roto con Lucinda, ¿qué hace ahora sentada en la habitación de al lado?

—¿Por qué no dejas de obsesionarte con ella? Ahora esa es la menor de tus preocupaciones. Dame un minuto para vestirme y salgo para allá.

—¿Seguro que te apetece salir?

—Claro que sí. Ve bajando el camino; te recogeré en la verja.

Ya en el coche, intenté evaluar la situación: Reba estaba a punto de desmoronarse. Desde el instante en que encendió el primer cigarrillo, yo esperaba señales de descompresión emocional. Después de dos años en la Penitenciaría para Mujeres de California, había perdido la costumbre de enfrentarse con el mundo real y vivir sus consecuencias. La cárcel le imponía una forma de contención que debía de hacerle sentir segura. Pero en esos momentos tenía demasiados problemas que abordar y pocos recursos para asimilar el impacto. Por si no tenía bastante con descubrir que había sido víctima de las malas artes de Beck y había cargado por él con el castigo, ahora averiguaba que se había liado con quien consideraba su mejor amiga. Reba demostraba la entereza necesaria para reconocer el engaño, pero tal vez no la tenía para superar la ruptura. Yo entendía su ambivalencia; había dependido de él durante años. Mi mayor preocupación era que se ablandaba en momentos de tensión. Si la reunión con Vince Turner se hubiese convocado inmediatamente, quizá Reba habría salido airosa y habría desembuchado todo lo que sabía. Con un retraso de menos de tres días, la chica podía fácilmente perder el control. Y si bien ella ya no estaba bajo mi responsabilidad, yo contribuía a la presión que la tenía acorralada.

Cuando llegué a la finca de los Lafferty, la encontré encaramada a una gran roca arenisca, a la derecha de la verja. Vestía jersey azul marino, vaqueros y zapatillas, y estaba sentada con las piernas encogidas, cigarrillo en mano. Al verme, dio una última calada y saltó al suelo. Tan pronto como entró en el coche, percibí la energía nerviosa que desprendía su cuerpo. Le brillaban demasiado los ojos.

—¿Qué te has hecho en el pelo? —preguntó.

—Me lo he cortado.

—Te sienta bien.

—Gracias. —Di marcha atrás y maniobré para cambiar de sentido.

Reba alargó el cuello, se volvió y echó un vistazo a la verja.

—Espero que esa mujer ya no esté cuando vuelva —dijo—. Me parece increíble que se haya presentado sin avisar.

—¿Cómo sabes que no ha telefoneado antes?

—Eso sería aún peor. Si mi padre ha accedido a verla, está más loco que yo.

—Respira hondo y contrólate. Estás histérica.

—Perdona. Me siento como si llevase a alguien dentro que intentase salir por los poros de la piel. Ojalá tuviese a un hombre a mi lado. Preferiría una copa, pero un polvo ayudaría.

—Llama a tu supervisor de Alcohólicos Anónimos. ¿No están para eso?

—Todavía no he encontrado a ninguno.

—Entonces contacta con Priscilla Holloway.

—Estoy bien. No te preocupes. Te tengo a ti. —Y se echó a reír.

—Ya. Esto me supera.

—A mí también, ¿sabes? Sólo intento ir tirando, como todo el mundo. —Guardó silencio un momento y miró por la ventanilla—. ¡Vaya mierda! Olvídalo. Puedo arreglármelas sola.

—Como has demostrado sobradamente hasta la fecha —comenté.

—Y tú, que eres tan lista, ¿qué me sugieres?

—Ve a una reunión de Alcohólicos Anónimos.

—¿Dónde?

—Yo qué sé. Iremos a mi casa y consultaremos las páginas amarillas. Ahí aparecerá algún centro.

Una vez en mi estudio, tardé menos de un minuto en encontrar el número de teléfono y hacer la correspondiente llamada. Daba la casualidad de que la reunión más cercana tenía lugar en un centro municipal a cuatro manzanas de casa. Como no me fiaba que fuese por su cuenta, la llevé yo misma en coche.

—Volveré a recogerte dentro de una hora —informé mientras Reba salía del coche.

Obtuve un portazo por respuesta. Me tomé la molestia de esperar hasta que vi que cruzaba la entrada del centro, y seguí allí un minuto más por si pretendía escabullirse. Entonces entendí cómo deben de sentirse atrapadas en ese juego las familias de los alcohólicos. Yo misma tenía ya que contener el impulso de vigilar cada uno de sus movimientos. Eso, o lavarme las manos y acabar con aquello. Si no hubiese tomado la firme decisión de mantenerla controlada hasta la reunión con Vince, quizá le habría dado rienda suelta.

Para matar el tiempo, volví a mi barrio y aparqué frente al bar de Rosie. Era una ironía estar esperando a Reba en un bar mientras ella luchaba contra el impulso de tomar una copa. Lewis, con un delantal ceñido a la cintura, atendía la barra solo. Dos bebedores trasnochados se habían instalado al fondo del salón. El televisor en color situado en el rincón retransmitía un torneo de golf que se jugaba en algún prado muy verde. Rosie debía de estar en la cocina ocupada con la cena, porque olía a sofrito. Debía de estar preparando algún guiso con riñones salteados del que preferí no saber nada.

Me encaramé a un taburete de la barra y pedí una Coca-Cola. La verdad es que posiblemente no me habría metido donde no me llamaban si no hubiese visto a Lewis tan alegre y desenvuelto. No mostraba la menor señal de arrepentimiento; ni siquiera parecía reconocer los problemas que había causado.

—¿Dónde está Henry? —preguntó el anciano al dejar mi Coca-Cola sobre la barra—. Hace un par de días que no lo veo.

Lo observé.

—No sabe nada, ¿no? —comenté.

—¿Cómo? ¿Le ocurre algo?

Dudé un segundo antes de decir:

—Oiga, sé que esto no es asunto mío, pero creo que fue una torpeza por parte de William convencerlo de que viniese. A Henry y Mattie les iba bien hasta que apareció usted.

Lewis me miró, atónito, como si le hablase en un idioma desconocido.

—No te entiendo.

—No era necesario presentarse a desayunar y citarse con ella.

—Yo no quedé con ella. Le propuse ir a ver una exposición y a comer algo.

—Aquí a eso lo llamamos una cita. Henry se molestó, y con razón.

Lewis parecía perplejo.

—¿Se molestó conmigo?

—Pues claro. En teoría, ella venía a pasar un rato con él.

—¿Por qué no habló claro?

—¿Cómo iba a hablar? Usted lo llamó «viejecita» delante de Mattie, nada menos. Estaba avergonzado. No podía decir nada sin quedar aún más en ridículo de lo que ya se sentía.

—Pero si eso no fue más que una niñería. Era broma.

—No es broma cuando usted aparece de pronto y le gana la partida. La vida ya es bastante complicada.

—Siempre hemos competido por las mujeres. Es todo pura diversión. Ninguno de los dos se lo toma en serio. Por amor de Dios, pregúntale a William si dudas de mi palabra.

—William nunca lo admitirá. Él fue quien lo organizó todo. No tenía por qué entrometerse. Pero lo que usted hizo fue peor. Usted sabía que él estaba interesado en Mattie.

—Claro que lo está, y también yo. Eso era evidente desde el crucero. Yo usé mis argumentos y él los suyos. Si no es capaz de afrontar el desafío, ¿por qué se queja tanto?

—Mattie ha dado por concluida la relación. Le ha dicho que no quiere verlo más.

—Vaya —contestó Lewis desconcertado—. Lamento oírlo, pero no tiene nada que ver conmigo.

—Por supuesto que tiene que ver. Usted vino a California y se metió en algo que no era de su incumbencia. Actuó con saña.

—No, no. Ni mucho menos. Me cuesta creer que digas eso. Me cortaría el brazo antes que hacer una cosa así.

—Pero lo hizo, Lewis.

—Estás muy equivocada. No era esa mi intención. Henry siempre ha sido mi hermano favorito. Él sabe que lo adoro.

—Entonces será mejor que busque la forma de reparar el daño —le aconsejé.

Eran casi las ocho cuando Reba salió de la reunión de Alcohólicos Anónimos y se encaminó hacia mi coche. Aún no había oscurecido. Un enorme banco de niebla flotaba en el horizonte y la brisa marina refrescaba el ambiente.

—¿Te encuentras mejor? —pregunté.

—No especialmente, pero me alegro de haber venido.

—¿Aún quieres ir a cenar?

—Mierda, tenemos que volver a casa. Me he olvidado las fotografías.

—¿Para qué las necesitas?

—Soporte visual —explicó—. Quiero presentarte a un tío. Cena en el mismo sitio todos los viernes a las nueve. Esta mañana he hecho cierta labor de reconocimiento para confirmar una corazonada. Pasaremos un momento por casa de mi padre para recoger las fotos, mantendremos una charla con mi colega y luego exploraremos un rato.

—¿A las nueve? ¿No es un poco tarde para cenar?

—En la cárcel se cena a las cinco de la tarde. Eso sí es deprimente. Te sientes como un niño. —Se revolvió en el asiento—. ¿Por qué vas por este camino? Deberías haber girado a mano derecha.

—En realidad no hace falta ir a tu casa. Tengo una copia de las fotos en el despacho. Me las dio Cheney. —Me pregunté si objetaría algo al hecho de que yo tuviese las fotografías, pero una cosa muy distinta había despertado su interés. Me lanzó una mirada escrutadora—. ¿Qué ocurre?

—He notado que dejas caer el nombre de Cheney a la menor ocasión. ¿Así es como te ha salido eso?

—¿Me ha salido qué?

—Ese chupetón en el cuello.

Me llevé la mano al cuello, abochornada, y Reba se rio.

—Era broma —dijo.

—Muy graciosa.

—Me gustaría pensar que tienes vida sexual…

—Y a mí me gustaría pensar que mi vida sexual es privada —repuse—. ¿Quién es ese hombre al que tienes tanto interés en presentarme?

—Marty Blumberg. El interventor de la empresa de Beck.