Al final salimos los tres juntos del Bubbles al aire frío de la noche. Yo me mantuve a distancia simulando interés en el escaparate iluminado de la tienda contigua. Beck y Reba conversaron en susurros con las cabezas muy juntas, como si conspiraran. Reba lo sorbía con la mirada; de perfil, su cara parecía infantil y confiada. Todo indicaba que el haberse enterado de la relación entre Beck y Onni no había servido para mitigar la influencia que él ejercía sobre la chica. Daba la impresión de que Cheney y Vince tendrían que buscarse otra fuente de información confidencial. Yo sólo esperaba que Reba mantuviese la boca cerrada y no lo echase todo a perder.
El aparcacoches trajo el BMW de Reba. Beck le dio una propina y se volvió cuando un segundo empleado aparcó su automóvil detrás del BMW. En cuanto Reba subió al coche, sacó una barra de labios y se aplicó una nueva capa, comprobando su reflejo en el retrovisor. Vio a Beck detrás de ella y se despidió de él con un beso. Accionó el cambio de marchas y dobló a la derecha por Coastal Road. Eché una ojeada atrás a tiempo de ver a Beck poniendo el coche en marcha. Giró a la izquierda en dirección a West Glen Road. En cuanto lo perdimos de vista, Reba redujo la velocidad, cambió de sentido y aceleró tras el Mercedes de Beck.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Quiero que veas su casa.
—¿Y qué interés tengo yo? ¿A estas horas? Es muy tarde.
—No nos llevará mucho tiempo. Vive en West Glen, a menos de dos kilómetros.
—Es tu coche, pero por mí no te molestes.
No lograba adivinar su estado de ánimo. Al principio pensé que coqueteaba con Beck simplemente por irritar a Onni. Preveía la posterior reconstrucción de la escena, en que ambas compararíamos nuestras respectivas impresiones sobre la reacción de Onni, más cuando se había marchado tan enfurruñada. Sin embargo, hacia el final de la velada Beck derramaba encanto y ella había sucumbido a su hechizo. Me desconcertaba la destreza con que él la había atraído de nuevo a su órbita, ejerciendo la misma atracción invisible que la Tierra sobre la Luna. Cuando creía que la habíamos ganado para nuestra causa, volvía a caer en las redes de Beck.
Doblamos a la derecha por West Glen. Nos separaban de su coche varias curvas, de modo que no lo veíamos. Incluso si él advertía nuestros faros detrás de su automóvil, seguramente no le concedería mayor importancia. Al girar en una recta lo reencontramos a unos cuatrocientos metros. Se encendieron sus luces de freno cuando aminoró la marcha y giró a la derecha. El coche se perdió de vista. Reba aceleró para reducir la distancia. Miró por la ventanilla de mi lado cuando pasamos ante una verja. Entonces vislumbré una sólida mansión de piedra en un entorno iluminado como salido de un país de hadas.
Dejamos atrás la entrada de la finca y, unos cincuenta metros más allá, Reba se detuvo en el arcén. Apagó las luces y el motor y salimos del coche. Antes de cerrar la portezuela, preguntó:
—¿Vienes?
—Sí. Son las once de la noche; no me vendrá mal un paseo.
Salí del coche. Reba había cerrado la portezuela con máximo cuidado, y desde luego yo sabía que no me convenía cerrarla de un portazo. Si estábamos llevando a cabo una misión de búsqueda y captura, no tenía sentido alertar al objetivo de nuestra presencia. Me uní a Reba mientras desandaba el camino por la carretera a oscuras. Después de pasar media hora en un bar lleno de humo, debíamos de apestar como dos colillas que salen a respirar el aire fresco. En esa parte de Montebello no había ni una farola, ni aceras, ni tráfico. Nos acompañaba el canto de los grillos y el aroma de los eucaliptos. Reba se detuvo a la entrada del camino de acceso a la casa de Beck.
A través de la verja, disfruté de una vista panorámica. Con tejado abuhardillado, entramado de madera y una larga hilera de ventanas con parteluz iluminadas, la fachada de piedra cubierta de hiedra ofrecía el majestuoso aspecto de un monasterio. Calculé que la finca tenía una hectárea y media; disponía de una pista de tenis, a un lado, y una piscina, al otro. Reba se encaminó a la derecha de la verja y se coló entre el seto y la columna de piedra, donde, pese a los arbustos frondosos, una brecha permitía el paso. La seguí pisando un montón de ramas que casi me arrancó la falda. Reba actuó con un aire de serena familiaridad cuando se desvió por el césped. Deduje que había recorrido ese camino muchas veces antes. Parecía segura de la ausencia de detectores de movimiento y perros adiestrados. Pero a mí me preocupaba que el sistema de riego automático (provisto de aspersores idóneos para destrozarse los dedos de los pies) cobrase vida de pronto y nos empapase un aguacero artificial.
Ante la casa, el voladizo de una puerta cochera cubría el camino, proporcionando resguardo a residentes e invitados cuando iban y venían de sus coches. Reba rodeó la entrada y se apostó entre dos arbustos bien recortados en el lado opuesto. Había un hueco del tamaño de una cabina telefónica, suficiente para que las dos nos apretujásemos dentro. Nos ocultaba una ancha franja en sombra.
Aguardamos en silencio. Me encanta la vigilancia nocturna, excepto cuando mi vejiga pide alivio a gritos. ¿A quién le gusta acuclillarse entre los arbustos, allí donde las luces largas de los coches pueden iluminar las curvas de tu trasero? Si a ese detalle sumamos el fuerte riesgo de mearse sobre los zapatos, no resulta difícil comprender el concepto de «envidia del pene».
Un par de faros aparecieron al pie del camino y un chirrido mecánico anunció la lenta separación de las dos hojas de la verja de hierro forjado. Una larga limusina negra se aproximó lentamente a la casa con la gravedad de un coche a la cabeza de un cortejo fúnebre. El chófer detuvo el vehículo frente a la puerta cochera y accionó la tapa del maletero, que pareció levantarse por propia iniciativa.
La luz del porche se encendió en el acto dejando ver la puerta de entrada. Oí que Beck hablaba con alguien por encima del hombro mientras sacaba tres bolsas grandes y las dejaba en el porche. El chófer dejó el motor encendido, salió vestido con el esmoquin y la gorra de su uniforme y se dirigió a la puerta, donde Beck esperaba con el equipaje. El chófer cargó las bolsas una por una en el maletero, lo cerró y abrió la portezuela de la limusina. Beck se detuvo y miró hacia la casa cuando su mujer salió al porche. Ella se detuvo y pareció verificar el cierre automático antes de dar un portazo.
—¿Lo tienes todo? —preguntó ella.
—Sí. Las bolsas están en el maletero —contestó Beck.
La mujer se encaminó hacia la limusina y subió al asiento trasero. Beck la siguió. El chófer cerró la portezuela y de nuevo ocupó su asiento al volante. Oí un ligero chasquido cuando soltó el freno de mano y a continuación la limusina se deslizó por el camino hacia la carretera. En la matrícula trasera iluminada se leía ST LIMO-I, refiriéndose al coche número uno del Servicio de Limusinas de Santa Teresa. La verja se abrió y volvió a cerrarse en cuanto la limusina desapareció.
A mi lado, Reba encendió su Dunhill, cuya llama le iluminó la cara mientras daba una larga calada al cigarrillo. Guardó el paquete y el encendedor en el bolsillo y soltó una bocanada de humo. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros; los labios se curvaron en una cínica sonrisa.
—¡Redomado embustero! —exclamó—. ¿Sabes en qué momento me he dado cuenta? ¿Te has fijado en cómo vacilaba al verme cuando venía hacia nosotras? Con eso lo ha dicho todo. Yo era la última persona en este mundo con la que le apetecía encontrarse.
—Al menos has conseguido aguarle la fiesta a Onni. Estaba furiosa con él.
—Eso espero. Salgamos de aquí antes de que decida pasar por delante un ayudante del sheriff. Beck siempre los avisa cuando se marcha del pueblo. Son muy atentos con él.
—¿Estás bien?
—Estupendamente. ¿Cuándo concretaremos la reunión con los federales?
Al entrar en mi estudio a las 23:25, vi que parpadeaba la luz del contestador automático. Era un pequeño faro rojo en la oscuridad. Encendí la luz del techo, dejé el bolso en la encimera y las bolsas con las compras en el suelo. Me acerqué al escritorio y me quedé allí inmóvil, con la vista fija en el destello intermitente cual si fuera un mensaje en morse. ¿Cheney había llamado? Era el momento de averiguarlo. Pero el hecho de que no hubiera telefoneado no significaría nada necesariamente. Y si había telefoneado, tampoco significaba nada. En los inicios de cualquier relación, el problema es que uno nunca sabe en qué lugar se encuentra, ni cómo interpretar el comportamiento de la otra persona. Tan sólo pulsando un botón lo sabría.
Me senté. Si no había telefoneado, desde luego no quería ser yo quien llamase, pese a que me moría por contarle lo que había ocurrido entre Beck y Reba. Podía ponerme en contacto con él con esa excusa. Pensándolo bien, debía avisarlo cuanto antes para que concertase la reunión entre Reba y Vince. Trabajo aparte, en un plano personal era él quien debía dar el primer paso. Parecía la clase de hombre a quien las mujeres llaman continuamente: demasiado encantador y sexy para derrochar esfuerzos. No quería situarme en la misma categoría que sus otras mujeres, quienesquiera que fuesen. Ahora bien, ¿cómo era posible que al día siguiente ya me sintiese insegura? Recordé avergonzada los faroles que me había marcado la noche anterior.
Por fin pulsé el botón del contestador y escuché el breve y agudo chirrido del rebobinado. Le sucedió un pitido.
«Kinsey, soy Cheney. Son las diez y cuarto y acabo de salir del trabajo. Por favor, llámame cuando llegues. Estaré despierto».
Dejaba su número de teléfono. Otro pitido.
Miré el reloj. Había pasado más de una hora. Anoté su número particular y a continuación sufrí un ataque de indecisión. En el mensaje, él pedía que lo llamase, así que no había por qué andarse con miramientos…, a menos que estuviese durmiendo. No me gusta despertar a la gente. Antes de que mi nerviosismo fuese a más, marqué el número. Contestó al primer tono.
—Si estabas dormido —saludé—, te juro que me abriré las venas con un cuchillo de cocina.
Cheney se echó a reír.
—Nada de eso, preciosa. Soy ave nocturna. ¿Y tú?
—Yo soy ave madrugadora. Acostumbro a levantarme a las seis para salir a correr. ¿Cómo es que has terminado de trabajar tan tarde? Pensaba que salías a las cinco.
—Hemos pasado el día encerrados en una furgoneta en Castle Street filmando a unos individuos que entraban y salían de un burdel nuevo que está causando furor. Ya preveo un fin de semana ajetreado. Haremos una redada en cuanto tengamos suficiente pescado en la red.
—No hay nada como pasarse el día sentado para agotarse —comenté.
—Estoy hecho polvo. ¿Y tú?
—Bastante cansada —contesté—. Pero la tarde ha sido fructífera. No creerás dónde he estado.
—La respuesta no puede ser el bar de Rosie. Sería demasiado fácil.
—He salido con Reba. Primero hemos ido a comprar ropa y luego al Bubbles, donde nos hemos encontrado con Beck y Onni. No te agobiaré con los detalles…
—Eh, vamos. No seas así. Adoro los detalles.
—Te los contaré la próxima vez que nos veamos. Ahora mismo estoy demasiado agotada para los pormenores. La conclusión a la que he llegado es que Reba está dispuesta a colaborar.
—¿Ha accedido a hablar con Vince? —preguntó Cheney.
—Eso me ha dicho hace media hora.
—¿A qué se debe el cambio? Sabía que la chica estaba indecisa, pero esto entra en la categoría de «demasiado bueno para ser verdad».
—Tendrás que confiar en ella sobre todo porque yo estaba presente. Beck ha dejado caer una sarta de gilipolleces, una mentira tras otra, y Reba las ha pillado todas. Aunque no se lo ha dicho a la cara. Él le estaba tomado el pelo por partida doble. Supongo que podría haberlo sobrellevado; probablemente está acostumbrada a que la manipule. El detonante ha sido que, después de insinuarle que se iba solo a Panamá, Reba ha descubierto que le acompañaba Tracy, su mujer.
—¿Cómo lo ha averiguado?
Vacilé un momento.
—Hemos investigado por nuestra cuenta.
—Esa parte no quiero oírla.
—Lo suponía. En resumen: Reba accede a reunirse con los federales en cuanto tú lo organices.
—Estupendo. Informaré a Vince tan pronto como pueda, aunque quizá tarde un par de días. No es fácil ponerse en contacto con él los fines de semana.
—Cuanto antes mejor. No nos conviene que de pronto cambie de idea —dije.
—Ahora que hablamos del tema. Vince hizo indagaciones sobre ese tipo del FBI que se presentó en casa de Reba con las fotos. Resulta que lo trasladaron de otra oficina y quería demostrar sus aptitudes tomando iniciativas. Le ha caído un buen rapapolvo.
—Me alegra oírlo —contesté.
—Dime, ¿qué haces ahora? ¿Estás ya en la cuenta atrás?
—¿Qué quieres decir? ¿Que si estoy en la cama? No. Estoy levantada.
—No me gustaría tenerte al teléfono si estás a punto de acostarte —aclaró.
—Ni mucho menos. Acabo de entrar por la puerta. Me preocupaba llamarte por si dormías.
Se produjo un breve silencio.
—Escucha… —dije.
—Verás…, me preguntaba si te apetece tener compañía.
—¿Ahora mismo?
—Sí.
Pensé en el agotamiento de ambos.
—Me apetece en el supuesto de que estemos hablando de ti y no de otra persona —reconocí.
—En diez minutos estoy ahí —dijo Cheney.
—Que sean quince. Así tendré tiempo de cambiarme.
Subí los peldaños de la escalera de caracol de dos en dos, me quité la ropa, lo eché todo a la canasta, me duché, me afeité las piernas, me lavé los dientes y me los limpié con hilo de seda, todo en el transcurso de ocho minutos, lo que me dejó tiempo de sobra para ponerme un chándal limpio (sin ropa interior) y cambiar las sábanas. De nuevo en la sala, me dediqué a doblar periódicos hasta que llamaron a la puerta.
Tiré el Dispatch a la papelera y abrí. Cheney tenía el pelo encrespado y húmedo y olía a champú. Sostenía una pizza en una caja que olía maravillosamente. Cerró la puerta al entrar.
—No he cenado —dijo—. El repartidor acababa de traérmela. ¿Tienes hambre?
—Pues sí. ¿Vamos arriba?
Sonrió y cabeceó afectuosamente.
—Siempre con prisas. Tenemos tiempo.
A la una de la madrugada cumplió la promesa de cortarme el pelo: yo me senté en un taburete del cuarto de baño con una toalla sobre los hombros; Cheney permanecía de pie con otra toalla ceñida a la cintura.
—La mayoría de las veces —comenté—, me lo corto yo misma con un cortauñas.
—Ya lo veo.
Trabajó con soltura y concentración y, aunque cortó muy poco pelo, consiguió que todo cayese junto en ordenadas capas. Observé su imagen en el espejo. Tenía una expresión muy seria.
—¿Dónde aprendiste a cortar el pelo? —le pregunté.
—Un tío mío tiene una peluquería en Melrose: «Cortamos el cabello a las estrellas». Cuesta cuatrocientos dólares la sesión. Pensé que si dejaba la academia de policía siempre podría dedicarme a esto. No sé qué opción horrorizaba más a mis padres, si verme convertido en policía o en un hombre que peina a las mujeres. Aunque les pierde el esnobismo, son buena gente.
—¿Sabes quién fue la última persona que me hizo un buen corte?
—Danielle Rivers. Me acuerdo. —Cheney había concentrado la atención en mi nuca, donde recortaba procurando igualar el pelo.
Danielle Rivers era una prostituta de diecisiete años que él me presentó. Lo habían trasladado a la Brigada Antivicio recientemente, como parte del sistema de rotación del Departamento de Policía, mientras que a mí me habían contratado para seguirle la pista al asesino de Lorna Kepler, una hermosa mujer que sin querer se había visto atrapada en la pornografía y el sexo de alquiler. Cheney me había puesto en contacto con Danielle porque ella y la víctima habían sido cohortes.
—Danielle se quedó atónita cuando se enteró de que ganaba la mitad de dinero que ella —dije—. Deberías haberla oído disertar sobre estrategias de inversión, todas ellas aprendidas de Lorna. Ojalá hubiese seguido su consejo. Quizás ahora sería rica.
—Lo que fácil llega fácil se va.
—¿Recuerdas los sándwiches que compraste en la cafetería del hospital la noche que la ingresaron?
—¡Dios mío, qué malos eran! —Sonrió—. De jamón y queso, directamente de una máquina expendedora.
—Pero tú les añadiste todo lo necesario para hacerlos comestibles.
Me ofreció un espejo de mano y me besó en la coronilla anunciando:
—Listo.
Di media vuelta y sostuve el espejo en alto para mirarme el corte por detrás.
—¡Oh! Me favorece. Gracias. —Eché un vistazo a su toalla, cuyos extremos se habían separado entre las piernas—. Debe de ser la hora de la función, porque tu amiguito asoma la cabeza para echar una ojeada al público.
Cheney bajó la vista y dijo:
—Vayamos a la otra habitación antes de que empiece su número.
Nos dormimos aovillados como gatos.