Fuimos de tiendas hasta que estas cerraron, a las nueve. Reba iba ofreciéndome sus comentarios mientras yo me probaba las prendas. Con fines didácticos, me permitía elegir sin darme su opinión. Al principio intenté adivinar su reacción al tomar una prenda del colgador, pero ella mantenía la misma cara inexpresiva que debía de adoptar en la mesa de póquer. Sin directrices de ninguna clase, escogí dos vestidos, un traje pantalón y tres faldas de algodón.
—Ya está —informé.
Reba alzó ambas cejas unos tres milímetros.
—¿Eso es todo?
—¿No te parece suficiente?
—¿Te gusta ese traje pantalón de color verde?
—Pues sí. Como es oscuro, no se verán las manchas.
—¡Muy bieeen! —exclamó en un tono que inducía a pensar que hay que dejar que los niños la pifien para que aprendan.
Me siguió hasta la hilera de probadores del fondo. Me miró despreocupadamente mientras yo abría una puerta tras otra buscando uno vacío. Cuando por fin encontré uno, hizo ademán de pasar adentro conmigo.
—Un segundo —dije—. ¿Vas a entrar?
—¿Y si algo no es de tu talla? No puedes pasearte por aquí en bragas.
—No era mi intención. Me lo probaré todo y después ya decidiré.
—Decidir es cosa mía. Tú pruébate la ropa y te explicaré lo equivocada que estás.
Se sentó en la única silla de madera que había en el probador, un espacio de dos metros de lado con espejos desde el suelo hasta el techo en tres de las paredes. La luz de los fluorescentes garantizaba que la piel se vería cetrina y hasta los más pequeños defectos del cuerpo se delatarían en bajo relieve. Me descalcé y empecé a desnudarme con el mismo entusiasmo que siento antes de un examen ginecológico.
—Te advierto que tengo un sentido del pudor más desarrollado que tú —comenté.
—Lo que faltaba oír. En la cárcel se me quitaron esas manías. En las duchas, los cubículos eran una cuarta parte de esto, con esas cortinas de lona minúsculas concebidas para que puedan verse la cabeza y los pies. La idea era impedir que las reclusas tuviesen relaciones sexuales en privado. Qué poco sabían. Aparte de eso, a una más le valía olvidarse por completo de la intimidad. Era más fácil ir de un lado a otro desnuda, como todo el mundo.
En el tiempo de estas revelaciones, yo intenté sacarme con gracia los vaqueros, pero se me enredó un pie y estuve a punto de caerme de lado. Reba fingió que no se daba cuenta.
—¿Te incomodaba? —pregunté.
—Al principio sí, pero al poco me dije: ¿Y a quién coño le importa? Con tanta mujer desnuda, pronto ya has visto toda clase de cuerpos: mujeres bajas, altas, flacas, gordas, con tetas pequeñas y culos grandes, o tetas grandes y poco culo. Cicatrices, lunares, tatuajes, manchas de nacimiento. Todas somos poco más o menos parecidas.
Me quité la camiseta.
—¡Oh, y también heridas de bala! —añadió dando una palmada al ver la mía.
—¿Te molestan? —pregunté.
—No, son bonitas. Parecen hoyuelos.
Descolgué de la percha el primero de los dos vestidos de algodón que había escogido e introduje los brazos por las sisas. Después me volví hacia el espejo. Tenía el mismo aspecto de siempre: sin ser horrible, no mataba.
—¿Qué te parece? —dije.
—¿Qué te parece a ti?
—Vamos, Reba. Tú sólo dime qué inconvenientes le ves.
—Todos. Para empezar, el color. Tú deberías vestir en tonos vivos: rojo, quizás azul marino, pero no ese amarillo chillón; hace que tu piel parezca naranja.
—Pensaba que eso se debía a la iluminación.
—Y fíjate en lo holgado del corte. Tú tienes las piernas bien formadas y un buen par de tetas. En fin, no son enormes pero sí llamativas. ¿Por qué tapártelas con algo que parece una funda de almohada?
—No me gusta la ropa muy ajustada.
—La ropa, cariño, se supone que tiene que caer bien. Ese vestido te va grande; me atrevería a decir que pareces una matrona. Venga, pruébate la falda azul estampada, pero desde ya te digo que tampoco te conviene. No eres la típica hawaiana de culo gordo rodeada de palmeras y loros.
—Si ya tienes tan claro que no te gusta, ¿para qué voy a probármela?
—Porque si no nunca entenderás la clave.
Y así seguimos. Las marimandonas y yo nos llevamos de maravilla porque en el fondo soy una masoquista. Dejé de lado la falda estampada azul y no me molesté en probarme el traje pantalón verde, consciente de que también en eso tendría razón. Reba se llevó las prendas que habían motivado la discusión, sosteniendo las perchas a cierta distancia como si fuesen ratas muertas. Mientras yo esperaba en el probador, ella se paseó por la tienda y echó un vistazo a los colgadores. Regresó con seis artículos, que me enseñó uno por uno, creándome la falsa ilusión de que me dejaba elegir. Me opuse a un vestido y una falda, pero las demás prendas seleccionadas me quedaban estupendamente, aunque no esté bien que yo lo diga.
—No entiendo cómo sabes tanto de ropa —comenté mientras volvía a vestirme.
Esta es mi eterna queja: que otras mujeres tengan un don para cosas en las que yo me siento una completa idiota. Como los problemas de lógica en matemáticas… En el instituto, cada vez que tenía que resolver uno, acababa creyendo que perdería el conocimiento.
—Al final, le cogerás el tranquillo. La verdad es que no es difícil. En la cárcel, yo era la estilista residente. Peinados, maquillaje, ropa… Podría haber dado clases. —Se interrumpió para consultar el reloj—. Pongámonos en marcha. Es hora de divertirse.
Reba condujo a toda velocidad por la 101 en dirección sur.
—No sé si esto es muy inteligente —dije—. ¿Por qué ir a un sitio donde todos están bebiendo?
—No voy allí a beber. No he tomado una sola copa en veintitrés meses y catorce días y medio.
—¿Por qué arriesgarte, pues?
—Ya te lo he dicho antes. Porque allí estará Onni. Va todos los jueves por la noche en plan buscona.
Abrí la boca para protestar, pero me lanzó una mirada reprobatoria.
—No eres mi madre, ¿recuerdas? —farfulló—. Te prometo que llamaré a mi madrina en cuanto llegue a casa, o lo haría si la tuviese, que no la tengo.
El Bubbles era un bar de copas de Montebello famoso en otro tiempo por albergar un animado establecimiento propiedad del hotel Edgewater, cercano a un bar musical de alto nivel llamado Spirits. El hotel y los dos bares formaban un triángulo que entonces frecuentaban todos los solteros ricos más solicitados del mercado. Y los tres concedían mucha importancia al ambiente: oropel, brillo, música en directo, pistas de baile e iluminación tenue. Las copas, que servían en vasos enormes, salían caras, y la comida no era precisamente la prioridad, siempre y cuando los clientes llegaran a casa sin haber sufrido un fatal accidente.
A mediados de los años setenta, por razones desconocidas, el Bubbles se convirtió en un imán para las agencias de señoritas de compañía, chicas de alterne y «modelos» de Los Ángeles que venían en coche a Montebello en busca del amor. Al final, se impuso la cocaína y el sheriff del condado tomó cartas en el asunto y cerró el local. Yo había estado allí alguna que otra vez porque Daniel, mi segundo marido, era pianista de jazz y actuaba en los tres sitios. Al principio de la relación tomé conciencia de que si no insistía en estar allí con él, podía no verle hasta la mañana siguiente. Daniel me decía que se iba a «tocar» con los chicos, lo que resultó ser verdad en todos los sentidos.
Reba detuvo el coche a la izquierda de la entrada, entregó las llaves al aparcacoches y entramos en el bar. Enfrente de la barra había grupos de cinco o seis hombres vestidos con traje o americana sport, que evaluaron nuestras tetas y nuestros culos cuando pasamos. Reba llevó a cabo una rápida búsqueda de mesa en mesa; yo fui tras ella. El Bubbles no había cambiado. La iluminación procedía de unos enormes acuarios que cubrían las paredes y separaban los distintos ambientes. En el espacio principal había una barra rodeada de una serie de reservados dispuestos en forma de «U» y mesitas dispersas. En la segunda sala, a la que se accedía por un arco, un grupo de jazz —piano, saxofón y bajo— tocaba en un pequeño escenario situado sobre una pista de baile muy pequeña. Sonaba la música acaramelada de unas evocadoras melodías de los años cuarenta que se quedaban en la cabeza durante varios días. Aquel no era un establecimiento donde la gente levantase la voz, ni donde las estridentes carcajadas se impusiesen al murmullo de las charlas civilizadas. Nadie se emborrachaba ni tropezaba con otros clientes. Las mujeres no lloraban ni arrojaban el contenido de sus copas en la chaqueta de sus acompañantes. Nadie vomitaba en los elegantes lavabos con el suelo de mármol y cestas con toallitas de felpa. Los clientes fumaban, pero el sistema de ventilación era de alta tecnología y, cada cinco minutos, varios camareros en continuo movimiento se llevaban los ceniceros llenos y los sustituían por otros limpios.
Reba extendió una mano y me obligó a detenerme. Al igual que un perro de muestra, permaneció erguida y señaló con la mirada a Onni, que estaba sentada sola a una mesa, fumando con un aire de indiferencia que, sospeché, era falso. La presencia de dos copas de champán medio llenas sobre la mesa y una botella en una cubitera cercana inducía a pensar que alguien había abandonado la mesa unos momentos antes. La Onni «de carne y hueso» se parecía vagamente a la chica que había visto en las fotografías en blanco y negro. Era alta y esbelta, de cara alargada, nariz ancha, labios finos y unos ojos pequeños prácticamente sin pestañas. Tenía el cabello oscuro, muy lacio y caído sobre los hombros con ese brillo sedoso que sólo se ve en los anuncios de champú. Sendos pendientes de plata colgaban de los lóbulos de sus orejas y le rozaban el cuello cada vez que movía la cabeza. Había dejado a un lado la chaqueta de su traje negro, sin duda para lucir una blusa blanca de seda que más parecía una combinación. Vista de cerca, Onni no era guapa, pero conseguía sacar el máximo partido a sus encantos. Se había maquillado con esmero y sus senos parecían tan duros como dos pelotas de croquet insertadas inexplicablemente bajo la exigua carne del pecho. Juraría que esa mujer se creía hermosa.
Reba avanzó hacia ella con afectada efusividad y exclamó:
—¡Onni! Fantástico. Tenía la esperanza de encontrarte aquí.
—Hola, Reba.
Aunque Onni reaccionó con frialdad, Reba ocupó una silla fingiendo no darse cuenta. Yo hice lo propio, al tiempo que comprobaba que Onni no se alegraba en absoluto de vernos. A su lado, Reba tenía un toque infantil: era menuda, con el pelo oscuro y alborotado, los ojos oscuros y grandes, la nariz perfecta y una barbilla delicadamente redondeada. Onni, por su parte, tenía la barbilla respingona. Con todo, a Reba le faltaba esa corrección que se toma por buena educación entre los farsantes de clase media.
—Te presento a mi amiga Kinsey —dijo—. Le he hablado de ti. —Posó la mirada en las dos copas de champán como si acabase de descubrirlas—. Espero que no hayamos llegado en mal momento. ¿Una cita importante?
—En realidad no es una cita —terció Onni—. Beck y yo nos hemos quedado trabajando hasta tarde, y él ha propuesto venir a tomar una copa antes de retirarnos. No tardaremos mucho en irnos.
—¿Beck está aquí? Genial.
—Está charlando con un amigo. Es una pena que hayas cancelado la cena. Al decirme que te había surgido un inconveniente, he pensado que se trataba de Alcohólicos Anónimos.
—Ya tuve una reunión. Sólo me exigen que vaya a una por semana. —Reba tomó uno de los cigarrillos de Onni, que se llevó a los labios—. ¿Tienes fuego?
—Claro.
Onni metió la mano en un pequeño bolso y sacó una caja de cerillas. Reba la tomó, encendió una y protegió la llama con la mano ahuecada. Aspiró con satisfacción y devolvió las cerillas con una sonrisa maliciosa que, al parecer, Onni no advirtió. Ya conocía a Reba lo suficiente para percibir en su mirada unos destellos de ira. Se acercó el cenicero, se acodó sobre la mesa y apoyó la barbilla en la mano.
—Y bien, ¿cómo te van las cosas? Dijiste que me escribirías, pero ya no volví a saber de ti.
—Te escribí. Te mandé una postal. ¿No la recibiste?
Reba, con una sonrisa aún en los labios, dio una calada al cigarrillo.
—Es verdad. Tenía unos conejitos dibujados, si no recuerdo mal. Una miserable postal en veintidós meses. ¡Cuántas molestias por tu parte!
—Siento que te lo tomaras mal. Pero dejaste la oficina patas arriba. Tardé meses en encarrilarlo todo.
—Entenderás que el Departamento Penitenciario tuviera prioridad. Cuando te llevan a la cárcel, no te dejan pasar por tu lugar de trabajo y dejar tu mesa en orden. Estoy segura de que ya lo tienes todo por la mano.
—Finalmente. Y no gracias a ti. —Onni desvió la vista un poco.
Reba volvió la cabeza a tiempo de ver cómo Beck se aproximaba desde la barra. Él, al advertir su presencia, interrumpió su avance un segundo, como si faltasen varios fotogramas en la secuencia de una película. A Reba se le iluminó la cara. Se levantó de un salto y se dirigió hacia él. Cuando lo tuvo delante, le echó los brazos al cuello como si fuese a besarlo en la boca. Beck se zafó con delicadeza.
—Qué tal, nena. Estamos en público, ¿recuerdas?
—Lo sé, pero te he echado de menos.
—También yo te he echado de menos, pero imagina que hay por aquí alguna amiga de Tracy. —La acompañó de regreso a su silla y en el camino me dedicó una sonrisa—. Me alegro de volver a verte.
—Encantada —dije como si a mí no me hiciera la menor gracia.
Lógicamente, mi impresión de él había cambiado de manera radical. Cuando lo conocí en el bar de Rosie, me pareció atractivo. Tenía los miembros largos, se movía con gracia, esbozaba una media sonrisa un tanto desganada… Incluso sus ojos, que recordaba de un color marrón chocolate, ahora se me antojaban tan oscuros como la roca volcánica. Viéndolo en compañía de Onni, adiviné el rasgo que tenían en común: los dos eran oportunistas.
Entre los tres, Reba ocupaba la posición de poder. Onni conocía los detalles íntimos de la relación de Reba con Beck, pero ni Beck ni Onni sabían que Reba había sido informada de su aventura. Para complicar más la situación, yo tenía la razonable certeza de que Onni ignoraba que Beck y Reba habían reactivado su relación sexual. Ante la curiosidad de ver cómo Reba iba a jugar la mano que le había tocado, un escalofrío me recorrió la espalda.
Beck se arrellanó en la silla libre, extendiendo las piernas como si tuviese derecho a más espacio que nosotras. Por su lenguaje corporal, él y Onni mantenían actitudes parecidas, con los cuerpos dispuestos en el mismo ángulo, mientras que Reba, al otro lado de la mesa, erguía el cuerpo en una vertical que cortaba las diagonales de los otros dos. Onni mantenía la atención fija en su copa. Beck tomó un sorbo de champán y observó a Reba por encima del borde de la copa. Los reflejos rubios de su pelo parecían obra de un profesional. Sin duda, el efecto paja no era casual.
—¿Qué tal va todo? —preguntó.
—No me quejo —dijo Reba—. De hecho, estaba planteándome la posibilidad de volver al trabajo.
Onni adoptó una expresión de incredulidad, como si Reba se hubiese tirado un pedo en presencia de Isabel II. Haciendo caso omiso de su reacción, Reba dirigió sus comentarios a Beck.
—Sí, se lo mencioné a la asistenta social y estuvo totalmente de acuerdo, siempre y cuando mi «futuro jefe» conociese mi pasado —aclaró formando unas comillas con los dedos—. ¿Y quién mejor que tú?, pensé.
—Reeb —respondió él con aparente cordialidad—, me encantaría ayudarte, pero no me parece apropiado.
—Eso es absurdo —prorrumpió Onni—. Lo desplumaste.
Reba desvió la mirada hacia su amiga.
—Onni, lo siento pero no lo entiendes. Beck confía en mí. Sabe que haría cualquier cosa por él. —Volvió a mirarlo—. ¿No es así?
Beck reacomodó las piernas e irguió el cuerpo. Con tono afable dijo:
—No es cuestión de confianza. No hay ningún puesto libre. Es así de simple. Ojalá lo hubiera, pero no es el caso.
—Podrías hacerme un hueco, ¿no? Recuerdo que lo hiciste por Abner.
—Era una situación distinta. Marty estaba desbordado y necesitaba ayuda. No me quedó alternativa.
—Conmigo en cambio sí la tienes, ¿verdad? Podrías optar por ayudarme, pero prefieres no hacerlo.
Beck alargó el brazo, rozó un dedo de Reba y le dio una sacudida.
—Oye, nena, estamos en el mismo equipo. ¿Lo recuerdas?
Reba observó con atención su rostro delgado y atractivo, la mano que tocaba la suya.
—Dijiste que cuidarías de mí. Me lo debes.
—Lo que tú quieras.
—Excepto trabajo.
Onni resopló y miró al techo. Luego exclamó:
—¡Hace falta valor, joder! ¿Cómo te atreves a sentarte aquí y usar ese argumento después de lo que hiciste?
—Cálmate, Onni —terció Beck—. Esto es un asunto entre ella y yo.
—Pues lo siento. Alguien debe poner a esta chica en su sitio. Dejó la empresa en el caos, ¿y para qué? Para permitirse sus caprichos, ¡para fundirse hasta el último centavo en la mesa de póquer!
Onni temía que Beck le cerrase la boca de un bofetón, pero este se concentró en el rostro de Reba. Le tomó la mano y se llevó el dedo índice a los labios. Era un gesto erótico, una comunicación de profunda intimidad entre ellos.
—Olvídate del trabajo —le recomendó—. Dedícate tiempo a ti misma. Permítete algún capricho, como ir a aquel balneario de Floral Beach. Puedo decirle a Ed que lo organice. Has pasado una mala época, lo entiendo, pero hablar de trabajo es prematuro.
—He de hacer algo con mi vida —insistió Reba con la mirada fija en él.
—Lo sé, nena, y te escucho. Lo único que digo es que necesitas tomártelo con tranquilidad. No quiero que te precipites en algo de lo que después puedas arrepentirte.
—¿Como por ejemplo? —Reba esbozó una sonrisa—. ¿Volver a trabajar contigo?
—Como caer en el estrés o las preocupaciones, cuando no hay razón para ello. Tienes que vivir con moderación. Descansar y relajarte ahora que tienes la oportunidad de hacerlo.
Onni dijo algo entre dientes. Introdujo los brazos en las mangas de la chaqueta y se levantó las solapas. Tomó el paquete de tabaco, lo guardó en el bolso y se levantó diciendo:
—Buenas noches, chicos. Yo me marcho.
A menos que uno supiese la historia que había de fondo, parecía que estuviera actuando con toda naturalidad.
—Dame cinco minutos y te acompañaré a casa —dijo Beck.
—Gracias pero no. Prefiero dar un paseo. —Onni esbozó una sonrisa displicente.
—Con esos tacones, no caminarás ni una manzana.
—No es problema tuyo. Ya me las arreglaré.
—Déjate de chorradas, Onni. Dile a Jack que llame un taxi. Yo le pagaré cuando salga.
—No te preocupes. Ya soy mayorcita. Creo que conseguiré parar un taxi yo sola. Diviértete en Panamá. Y gracias por la copa. Ha sido sensacional, gilipollas de mierda.
Reba volvió la cabeza para seguir a Onni con la mirada mientras se alejaba.
—¿Qué le pasa? —le preguntó a Beck.
—Déjalo. Se aburre en cuanto deja de ser el tema de conversación —contestó él.
—¿Te vas a Panamá? —preguntó Reba—. ¿Desde cuándo tienes tratos allí?
—Es sólo un viaje rápido. Un par de días.
—¿Por qué no me dejas acompañarte? Como si fueran unas pequeñas vacaciones. Tú podrías ocuparte de tus negocios mientras yo me siento al lado de la piscina y tomo el sol. Sería fantástico.
—Nena, esto he de hacerlo solo. Tengo reuniones de la mañana a la noche. Te morirías de aburrimiento.
—No creas. Sé divertirme sola. Vamos, Alan. Apenas hemos tenido un minuto para estar juntos. Lo pasaríamos bien. Venga, por favooor…
—Estás chiflada. —Beck sonrió—. Te dejaría venir si la asistenta social lo aprobara. Créeme, si no te permiten salir del estado, desde luego no van a permitirte que viajes al extranjero.
Reba hizo una mueca.
—Mierda. Tienes razón. Me olvidaba de eso. Ni siquiera tengo pasaporte. Caducó en junio.
—Pues renuévalo y te llevaré a Panamá cuando no tengas que atenerte a todas esas normas y reglamentos. —Echó un vistazo a su reloj—. Tengo que irme. La limusina pasará a recogerme dentro de una hora para llevarme al aeropuerto.
—¿Sales esta noche? ¿Por qué no me habías dicho nada?
Beck quiso quitarle importancia al asunto con un gesto.
—Viajo allí tan a menudo que ni siquiera merece la pena mencionarlo. Ya te llamaré en cuanto vuelva.
—¿No podría acompañarte en la limusina al aeropuerto y luego volver a casa con el chófer?
—Es una compañía con sede en Los Ángeles. El chófer viene de Santa Mónica. Me dejará en el aeropuerto y se marchará a casa.
—¡Vaya! Quería pasar un rato contigo.
—Yo también. Tendremos que dejarlo para otra ocasión. Se hace tarde.