Eché la llave de mi despacho a las cinco, subí al coche y volví a casa por el camino largo para llenar el depósito en mi estación de servicio favorita. Mientras cruzaba el centro de Santa Teresa por State Street, vi una silueta que me resultó familiar. Era William; vestía un traje con chaleco y un sombrero de fieltro oscuro. Caminaba con paso enérgico en dirección a Cabana Boulevard, balanceando su bastón de malaca negro. Aminoré la velocidad y toqué el claxon a la vez que me acercaba al bordillo. Me incliné a un lado y bajé la ventanilla del copiloto.
—¿Quiere que le lleve?
William me saludó levantándose el sombrero.
—Te lo agradecería.
Abrió la portezuela y entró de medio lado. Se colocó el bastón entre las largas piernas, incómodamente encogidas en el reducido espacio del asiento del copiloto.
—Puede echar atrás el asiento. Estará más ancho. La palanca está ahí abajo —dije señalando hacia sus pies.
—No es necesario. No voy muy lejos.
Volví la cabeza y miré por encima del hombro hasta que pude incorporarme a la circulación.
—No esperaba verle por aquí, y mucho menos tan peripuesto. ¿Tiene un compromiso?
—He ido al velatorio de Wynington-Blake. Después he tomado una taza de té con el único superviviente de la familia. Un hombre encantador.
—Vaya, lo siento. No tenía noticia de que hubiese muerto alguien. Si lo hubiese sabido, no me habría mostrado tan alegre.
—No tiene importancia. Era Francis Bunch, un hombre de ochenta y tres años.
—¡Qué joven!
—Eso mismo pensé yo. El lunes tuvo un aneurisma cerebral mientras cortaba el césped. Ya sólo queda Norbert, su primo segundo. En mi época éramos veintiséis primos carnales. Y ahora todos han fallecido.
—Es ley de vida.
—Francis era todo un personaje: un veterano del ejército que combatió en la segunda guerra mundial. Fontanero jubilado y baptista. Antes ya murieron sus padres, Mae, su esposa de sesenta y dos años, siete hijos y su hermano James. A Norbert y Francis les encantaba cuidar el jardín, así que ha tenido la muerte que habría deseado, aunque quizá demasiado pronto.
Doblé por Cabana Boulevard y recorrí las tres manzanas hasta Castle Street, donde giré otra vez a la derecha.
—¿Desde cuándo lo conocía?
William pareció sorprenderse.
—No lo conocía. Leí la esquela en el periódico. Con tantos familiares fallecidos, pensé que alguien debía asistir para dar el pésame a la familia. Norbert se ha mostrado muy agradecido. Hemos tenido una agradable charla.
—Pensaba que había dejado usted los funerales.
—Y así es, pero no hay nada malo en asistir a algún servicio de vez en cuando.
Me desvié a la derecha para entrar en mi calle y pasé por delante del bar de Rosie. Conseguí aparcar con dificultad en un hueco entre mi estudio y el restaurante. Pensé: «Muy arrimado al bordillo». Tras apagar el motor me volví hacia William.
—Antes de marcharse, acláreme una duda —dije—. ¿Por casualidad telefoneó usted a Lewis a Michigan y lo convenció de que viniera?
—No requirió un gran esfuerzo de persuasión. En cuanto nombré a Mattie, vino como un rayo. Incluso lo induje a pensar que había sido idea suya. Como le comenté a Rosie, nos viene como anillo al dedo.
—¡William, no puedo creer que haya hecho una cosa así!
—Tampoco yo. En un momento de inspiración, se me ocurrió sin más. Pensé: Henry es displicente. Necesita un incentivo, y esto debería surtir efecto.
—No quería decir que el plan me gustase. Opino que es lamentable.
—¿Por qué dices eso? —Arrugó la frente, un tanto desconcertado—. Henry y Lewis están celosos. Me sorprende que no te hayas dado cuenta.
—Lo sé. Habría que tener un encefalograma plano para no notarlo. El problema es que la reacción de Henry es precisamente la contraria. No va a ir detrás de ella. Va a retraerse.
—Es un zorro ese Henry. Siempre se guarda un as en la manga.
—No es eso lo que yo he oído. Dice que se niega a competir. En su opinión, es de mal gusto, así que abandona el campo de batalla.
—No te dejes engañar por esa treta. Ya la he vivido muchas veces antes. Él y Lewis ponen los ojos en la misma hermosa doncella y empieza la justa. En realidad, todo está saliendo mejor de lo que esperaba. Ya sabes que Lewis convenció a Mattie de que se quedara un día más. Deberías haber visto la cara que puso Henry. Sin duda la vida le dio un revés, pero se rehará. Puede que le requiera cierto esfuerzo, pero acabará imponiéndose.
—¿Ha hablado con él?
—No desde ayer. ¿Por qué?
—Anoche, al llegar al estudio, su casa estaba a oscuras y el coche de Mattie había desaparecido.
—No vino al bar de Rosie, eso puedo asegurártelo. Ya sabes que Lewis invitó a Mattie a ir al museo de arte y luego comieron juntos.
—William, yo estaba delante.
—Entonces debiste de ver la reacción de ella. Le entusiasmó la idea, cosa que Henry tuvo que notar. Probablemente anoche se le ocurrió un plan para dos.
—No lo creo. Cuando hablé con Henry, se mostró inflexible.
William descartó la idea con un gesto.
—Al final se apeará del burro. No permitirá que Lewis le gane la partida.
—Espero que tenga razón —dije con escepticismo.
Abrimos nuestras respectivas portezuelas y salimos del coche para despedirnos en la calle. Yo quería añadir algo, pero me pareció más sensato dejarlo correr. Se lo veía muy seguro de sí mismo. Quizás Henry volvía a la carga y la intromisión de William venía como anillo al dedo, usando sus propias palabras. Lo vi encaminarse hacia el bar de Rosie silbando y haciendo girar el bastón. Cuando crucé la verja, tomé el periódico de Henry, que seguía en medio del camino, y doblé la esquina. La puerta trasera de la casa de Henry permanecía abierta. Tras dudar un momento, atravesé el patio y golpeé con los nudillos en la mosquitera.
—¿Hay alguien en casa?
—Aquí estoy. Adelante.
La luz del techo estaba apagada y, pese a que aún era de día, la casa permanecía en penumbra. Henry se hallaba sentado en su mecedora con el habitual vaso de whisky en la mano. La cocina estaba impecable, los electrodomésticos, resplandecientes, las encimeras, radiantes. Tenía el horno apagado y no había cazuelas ni sartenes en los fogones. El aire no olía a nada. Aquello era impropio de Henry. No percibía señal alguna de sus dotes culinarias para la cena.
—Le he traído el periódico —dije.
—Gracias —contestó Henry.
Lo dejé sobre la mesa de la cocina.
—¿Le importa si le acompaño?
—En la nevera queda media botella de vino. Sírvete tú misma.
Saqué una copa del armario y encontré la botella de Chardonnay en uno de los compartimentos de la puerta de la nevera. Me serví media copa y miré a Henry. No se había movido un ápice.
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente.
—Me alegro, porque la cocina está un poco oscura. Quizá deberíamos encender la luz.
—Como quieras.
Me acerqué a la pared y pulsé el interruptor, lo que no fue de gran ayuda. La luz se me antojó tan débil y mortecina como la actitud de Henry. Tomé asiento y dejé la copa encima de la mesa.
—¿Qué pasó anoche? Vi que usted no estaba y el coche de Mattie había desaparecido. ¿Fueron los dos a alguna parte?
—Se marchó a San Francisco. Yo salí a dar un paseo.
—¿A qué hora se fue ella?
—No presté mucha atención —contestó—. Debían de ser las cuatro y treinta y dos.
—Un poco tarde para un viaje de seis horas. Si paró a cenar, seguramente llegó a casa poco antes de las doce.
Henry guardó silencio.
—Tengo entendido que se quedó a comer —seguí—. ¿Acompañó usted a Mattie y a Lewis al museo de arte?
—No tengo nada que decir al respecto. Preferiría dejar el tema.
—Claro. No hay problema —dije—. ¿Irá a cenar al bar de Rosie? Yo pensaba acercarme.
—¿Y correr el riesgo de encontrarme con Lewis? Me temo que no.
—Podríamos ir a otro sitio. Emile’s-at-the-Beach siempre resulta un sitio agradable.
Henry me miró con cara de angustia.
—Mattie ha roto conmigo.
—¡No me diga!
—Dijo que yo era un hombre intratable y que no aguantaba mi mal comportamiento.
—¿Qué provocó esa reacción?
—Nada. Ocurrió así, sin más —contestó.
—Quizá tuvo un mal día.
—No tan malo como el mío.
Yo mantenía la mirada fija en el suelo, presa de la decepción. Había puesto tantas esperanzas en ellos…
—¿Sabe qué me resulta difícil? —comenté—. Quiero creer que pueden sucedernos cosas agradables. No todos los días, pero sí de vez en cuando.
—También yo —respondió. Se levantó y salió de la cocina.
Esperé un momento y, cuando quedó claro que no regresaría, vertí el vino en el fregadero, enjuagué la copa y me marché. Estaba dispuesta a retorcerle el pescuezo a William y, de paso, no me habría importado darle un escarmiento a Lewis. Me era más fácil afrontar mi propio dolor que el de Henry. Parte de mi mustio estado de ánimo se debía a la falta de sueño, pero no era esa mi sensación. Una envolvente y lúgubre oscuridad se agitaba, como cieno, y se elevaba de las profundidades. Henry era un hombre extraordinario, y Mattie parecía la mujer perfecta para él. Quizás él se había mostrado intratable, pero también ella a su manera. ¿Tan difícil era afrontar la situación con un poco más de sensibilidad? «A menos que ya de buen principio la mujer no estuviese muy interesada», pensé. En ese caso, escurriría el bulto a la primera complicación. Dado que soy una persona con tendencia a huir, entendía su postura. La vida era ya bastante difícil para tener que aguantar el mal carácter de otra persona.
Entré en el estudio y comprobé los mensajes en el contestador. Esperaba que Cheney me hubiese llamado, pero la luz no parpadeaba, así que descarté esa posibilidad. Pese a mi anterior confianza en mí misma, no me entusiasmaba la idea de quedarme esperando por si llamaba. Era la hora de la cena, pero no me hacía más ilusión que a Henry aventurarme a entrar en el bar de Rosie. William se acercaría pavoneándose y tomándose el pulso y me pediría el último informe sobre los progresos de la pareja. Si no estaba al tanto de la ruptura, no quería ser yo quien se la anunciase. Y si se había enterado por Lewis, no deseaba oírlo quitando importancia al papel que él había desempeñado en ella. Pensé que salir a correr me animaría, pero dado mi estado anímico, habría trotado hasta Cottonwood, treinta kilómetros ida y vuelta.
Era uno de esos momentos en que se necesita a una amiga. Cuando el ánimo de una anda por los suelos, eso es lo que debe hacer, llamar a su mejor amiga; al menos eso es lo que he oído decir. Quedan para charlar y se ríen. Una le cuenta sus penas, la amiga se compadece y luego las dos se van de compras como personas normales. Pero yo no tenía una amiga, carencia esta que apenas había notado hasta que apareció Cheney. Y ahora no sólo me enfrentaba al hecho de que no lo tenía a él cerca, sino que tampoco la tenía a ella, a la amiga, quienquiera que fuese.
Una voz dijo en mi cabeza: «Pero tienes a Reba». Me quedé pensando en ello. Si hiciera una lista del perfil deseable en una amiga, el de «exconvicta» no sería uno de mis preferidos. Sin embargo, yo misma habría sido una exconvicta si me hubiesen pillado haciendo la mitad de las cosas que a lo largo de mi vida había hecho.
Descolgué el auricular y marqué el número de la residencia de los Lafferty. A la voz de Reba, contesté:
—Soy Kinsey. Necesito que me hagas un favor. ¿Eres una buena asesora en temas de moda?
Reba me recogió en su coche, un BMW negro que había comprado hacía dos años, poco antes de ir a la cárcel.
—La DEA se moría por apropiarse del coche con el argumento de que lo había comprado con ingresos ilegítimos —me explicó—. Me reí en su cara. Mi padre me lo regaló cuando cumplí treinta años. Otra esperanza frustrada…
—¿Con qué excusa has cancelado la cena con Onni? —pregunté a mi vez.
—Le he dicho que me había surgido un imprevisto y que ya quedaríamos otra noche.
—¿Se lo ha tomado bien?
—Claro. Supongo que no tenía ningunas ganas de cenar conmigo. Yo siempre le hablaba de Beck con el corazón en la mano. No podía contárselo a nadie más. Beck ha dicho esto, Beck ha dicho lo otro… Incluso la tenía ampliamente informada de nuestra vida sexual.
—Ese fue tu error. Le diste una imagen de él demasiado buena.
—Ahí he de darte la razón. Siempre me tuvo celos. En cuanto me vuelvo de espaldas, se queda con mi empleo y con el amor de mi vida, o eso pensaba yo antes. Detesto a las mujeres que entran al trapo de la competencia.
—¿Cómo es Onni? —quise saber.
—Júzgalo tú misma siempre y cuando al final estés de acuerdo conmigo. Sé dónde encontrarla. Si te interesa, luego nos pasamos por allí y te la presento.
—¿Pasarnos por dónde?
—Por el Bubbles, en Montebello.
—Ese local lleva dos años cerrado.
—Qué va. Hace un mes que lo abrió un nuevo dueño, pero sigue teniendo el mismo nombre.
—¿Adónde vamos ahora?
—Al centro comercial.
Las galerías Passages, abiertas recientemente en el corazón de Santa Teresa, habían sido diseñadas imitando un antiguo pueblo español. La arquitectura presentaba un pintoresco surtido de estrechos edificios de diversas alturas, con arcadas, logias, patios, fuentes y callejuelas, y todo el complejo de tres manzanas tenía tejados rojos. En la planta baja se hallaban los restaurantes, las boutiques, las galerías de arte, las joyerías y otras tiendas. En la amplia explanada central se encontraban Macy’s, en un extremo, y Nordstrom’s, en el otro, más una gran librería en medio. Había pimenteros y arbustos en flor plantados por todas partes. En los edificios más altos, de tres o cuatro pisos, el espacio de oficinas se había alquilado a abogados, gestores, ingenieros y cualquiera que pudiese permitirse los exorbitantes alquileres.
Debido a la oposición de Santa Teresa a las nuevas construcciones, el proyecto había tardado años en llevarse a cabo. Había sido necesario calmar, apaciguar y ofrecer garantías a la comisión de urbanismo y al consejo de control arquitectónico, así como al ayuntamiento, la corporación de alcaldías del condado y la comisión de edificación y seguridad, instituciones todas enfrentadas entre sí. Varios grupos de ciudadanos protestaron contra la demolición de edificios de cinco o seis décadas de antigüedad, aunque en su mayoría carecían de interés. Muchos de esos inmuebles estaban ya condenados a la rehabilitación forzosa en prevención de terremotos, lo que habría costado a los dueños más del precio de sus pisos. Habían tenido que aprobarse los estudios de impacto medioambiental. Numerosos pequeños comerciantes fueron desahuciados y obligados a trasladarse, con una única excepción: un antro maloliente llamado Dale’s, que seguía en medio de la plaza como un remolcador en un puerto lleno de yates.
Reba y yo cenamos en un restaurante italiano situado en una de las avenidas menos transitadas que converge en la explanada central con State Street, por un lado, y con Chapel Street por el otro. Dadas las altas temperaturas, decidimos cenar en el patio. Cuando oscureció, una iluminación artificial tiñó las paredes y la vegetación de unos colores más intensos que sus tonos a plena luz del día. Las sombras realzaban los detalles de los apliques de hierro forjado y, bajo el tejado, el friso de escayola quedaba perfilado en negro. Si uno miraba con los ojos entornados, se sentía transportado a un país extranjero.
Mientras esperábamos las ensaladas dije:
—Te agradezco que hagas esto por mí. Me refiero a lo de la ropa.
—Descuida. Es evidente que necesitas ayuda.
—No sé si «evidente» es la palabra adecuada.
—Confía en mí.
Más tarde, cuando enrollaba los espaguetis en el tenedor, Reba comentó:
—Supongo que sabes que este es el proyecto de Beck.
—¿Cuál?
—El centro comercial.
—¿Él hizo Passages?
—Sí, aunque no lo hizo solo. Se asoció con otro promotor inmobiliario de Dallas. Beck trasladó la oficina a un extremo de las galerías, al lado de Macy’s. La cuarta planta ocupa toda la manzana entre State Street y Chapel Street.
—No me había dado cuenta de que el edificio ocupara tanto terreno.
—Eso te pasa porque no te molestas en levantar la vista. Si te fijas, verás que hay varias pasarelas cubiertas que unen la segunda y la tercera planta. En rigor, los días de lluvia podrías ir de un edificio a otro sin mojarte.
—Eres más observadora que yo. Se me había pasado por alto.
—Tengo una ventaja: el proyecto empezó a desarrollarse hace años, así que he visto los planos en casi todas las fases. Beck se instaló en la nueva oficina un par de meses después de ir yo a la cárcel, y no llegué a verla. Por lo que oído, ha quedado fantástica.
Tomé un sorbo de vino y me serví el último trozo de berenjenas a la parmesana al tiempo que observaba a Reba mientras rebañaba la salsa marinara con un trozo de pan.
—¿Qué quieres decir con esto? —pregunté.
Se llevó el pan a la boca y sonrió mientras masticaba.
—Tú eres la detective. Averígualo. Entretanto, vayamos a comprarte ropa y luego nos acercaremos a Montebello.