Cheney me llevó a casa a las seis menos cuarto, con la primera luz del amanecer. De allí se iría al gimnasio para su sesión matutina y al Departamento de Policía para una reunión informativa a las siete. Yo planeaba arrastrarme a la cama. Al alba nos habíamos desprendido el uno del otro; en el cielo, las vetas pasaban de color salmón a un rosa intenso. Tardé menos de un minuto en ponerme la ropa y lo observé mientras se vestía. Cheney era más musculoso de lo que yo imaginaba. Tenía una figura estilizada y un cuerpo proporcionado: buenos pectorales y bíceps, mejores abdominales. Cuando me casé con Mickey, yo contaba veintiún años, y él, treinta y siete, una diferencia de dieciséis años. Daniel, aunque de edad más cercana a la mía, era un hombre delgado pero fofo y estrecho de pecho, con el típico cuerpo de adolescente. Dietz, como Mickey, tenía dieciséis años más que yo. Aquella era una casualidad en la que nunca antes había pensado; reflexionaría al respecto. Jamás le había prestado demasiada atención a los cuerpos de los hombres, pero debía reconocer que nunca había visto uno como el de Cheney. Tenía un físico hermoso y la piel tan suave como un delicado cuero tensado sobre un armazón de piedra.
En la calle, frente a mi casa, nos besamos por última vez antes de bajar del coche y de que viera cómo este se alejaba. Con cualquier otro hombre, quizás ya entonces me habrían preocupado las clásicas estupideces que inquietan a las mujeres: si me llamaría, si volvería a verlo, si pensaba realmente algo de lo que había dicho… Con Cheney nada de eso me importaba. Fuera lo que fuese aquello, y viniera lo que viniese a continuación, me pareció bien. Si toda la relación quedaba encapsulada en las horas que acabábamos de pasar juntos, pues bien, ¿acaso no era afortunada?
Dormí hasta las diez, me salté el footing, holgazaneé en mi estudio y luego, poco antes del mediodía, fui al despacho a tiempo del almuerzo. Me disponía a desenvolver el sándwich de queso y pepinillos cuando oí que alguien abría la puerta de la calle y cerraba con brusquedad. Reba apareció en el umbral con una mueca de rabia pintada en la cara y un sobre marrón en la mano.
—¿Las hiciste tú?
Sentí una punzada de temor al ver el sobre, pues yo tenía uno idéntico a ese guardado en el cajón. Reba se inclinó sobre el escritorio y cortó el aire con el ángulo del sobre, agitándolo tan cerca de mi cara que podría haberme sacado un ojo.
—¿Lo hiciste?
—¿Si hice qué? Ni siquiera sé de qué me hablas. —Esta era una flagrante mentira: me superaba a mí misma, plantaba cara al desafío, impertérrita en el fragor del combate.
Ella abrió el sobre y sacó las fotografías, que plantó delante de mí. Volvió a inclinarse sobre la mesa, esta vez apoyando el peso de su cuerpo en ambas manos.
—Un tipejo asqueroso ha venido a casa para hablar conmigo. He pensado que era un asistente social en visita a domicilio, así que lo he llevado a la sala de estar y le he ofrecido asiento, encantada de demostrar lo buena ciudadana que soy. Acto seguido, me ha entregado esto y me ha largado una sarta de mentiras. A propósito, ese es Beck, por si no lo has reconocido.
Tomé las copias en blanco y negro y las examiné con fingida atención mientras decidía cómo actuar. Luego las dejé en la mesa, alcé la vista y me quedé mirándola.
—Se ha buscado a una fulana. ¿Y qué esperabas?
—¿Fulana? ¡Y una mierda! —Cogió una foto por el borde y señaló a la mujer con tal virulencia que casi rasgó el papel—. ¿Sabes quién es esta?
Con el corazón acelerado, moví la cabeza en un gesto de negación. Lo sabía, por supuesto, pero no quería admitirlo.
—¡Es Onni! ¡Mi mejor amiga!
—Ah.
Reba esbozó una mueca.
—No me quita el sueño a quien se folle, ¡pero no a ella!
—Digamos que, por respeto, podría haberse tirado a su mujer, y no a tu mejor amiga.
—Exacto. No esperaba que fuese célibe… Yo desde luego no lo he sido.
¡Vaya! ¿Qué quería decir con eso? ¿Con quién había hecho qué? En la cárcel las opciones parecían limitadas.
—¿Sabes lo que me cabrea? Esta noche había quedado para cenar con Onni. ¿Te imaginas? Habría estado allí charlando con ella, a gusto porque la he echado mucho de menos, y ella se habría burlado de mí de principio a fin. La muy zorra… Sabe que estoy enamorada de él. ¡Lo sabe! —De pronto contrajo el rostro en ese mohín que precede al llanto. Se dejó caer en la silla—. Dios mío, ¿qué voy a hacer?
Escuché un momento el sonido ahogado de su llanto. Siguió así durante un rato, pero en cuanto remitieron los sollozos dije:
—¿Estás bien?
—Claro que no. ¿Te parece que estoy bien? Estoy fuera de mí. ¿Qué necesidad tenía yo de esto?
Igual que haría un psicólogo, tomé la caja de pañuelos del escritorio y se la tendí. Tomó uno y se sonó.
—No lo aguanto más. No iba a hacerlo, pero no puedo evitarlo.
Abrió el bolso y sacó un paquete de tabaco sin abrir. Tiró de la fina banda roja y quitó el extremo superior del envoltorio de celofán. Arrancó la mitad del papel plateado y golpeó la base del paquete contra la mano para obligar a salir un cigarrillo. Buscó su Dunhill de oro, lo encendió e inclinó la llama con expresión de éxtasis. Inhaló, absorbiendo el humo con los pulmones como si fuera óxido nitroso, y lo dejó escapar en una lenta bocanada. Se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos. Era como ver a alguien dándose un chute. Percibí el efecto sedante mientras la nicotina se propagaba por su organismo. Volvió a abrir los ojos.
—Estoy mejor —dijo—. Espero que tengas un cenicero.
—Puedes echar la ceniza al suelo. La moqueta está asquerosa de todos modos.
Parecía algo mareada, pero al menos la indignación se había apaciguado, a la que tomó el relevo una falsa calma. Reba se permitió una débil sonrisa burlona y un comentario:
—Cuando compré el paquete debería haberme imaginado que lo empezaría en menos de un día.
—Basta con que no bebas.
—De acuerdo. No beberé. Un vicio por vez. —La tensión abandonó su rostro con la siguiente calada—. Hacía un año que no fumaba. Joder, y lo llevaba tan bien…
—Lo llevabas de maravilla.
Yo andaba con pies de plomo en lo que me parecía un campo de minas. En realidad, me preguntaba si podía decirle la verdad sin atraer el fuego hacia mi posición.
—Lo malo es que esta mierda sabe bien —dijo.
Como ya tenía su tabaco, dejó de lado el asunto de Beck.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—¿Y yo qué sé? Esto me supera.
—Quizá las dos juntas podamos llegar a alguna conclusión.
—Sí, claro. ¿Cuál es la conclusión? Que me la ha pegado —admitió.
—Me intriga el hombre que ha ido a tu casa. No acabo de entenderlo. ¿Quién era?
Reba se encogió de hombros.
—Ha dicho que era del FBI.
—Ya. ¿El FBI?
—Eso me ha asegurado, de lo más soberbio y empalagoso. En cuanto he visto la primera fotografía le he dicho que se largara de mi casa, pero el muy imbécil quería quedarse allí sentado y explicármelo todo punto por punto, como si yo fuera tan tonta para no entenderlo. He agarrado el teléfono y le he advertido que avisaría a la policía si no se iba de inmediato. Eso lo ha hecho callar.
—¿Se ha identificado? ¿Te ha enseñado alguna placa, una tarjeta de visita, algo?
—Me ha mostrado una placa al abrirle la puerta, pero no he prestado atención. Los asistentes sociales llevan placas. Como pensaba que era uno de esos, no me he molestado en mirar el nombre. Al fin y al cabo, ¿a mí qué más me daba? Así que lo he dejado pasar. Al ver el sobre, he supuesto que traía alguna instancia que rellenar o que necesitaba mis datos para un informe. Cuando me he dado cuenta de lo que se traía entre manos, estaba tan furiosa que ya no me importaba quién era.
—¿Qué vas a hacer?
—De entrada anular la cena, eso desde luego. No quedaría con Onni ni a punta de pistola.
—¿No crees que es con Beck con quien tendrías que estar furiosa? Fuiste a la cárcel por él, y así te lo paga.
—Yo no fui a la cárcel por él. ¿Quién te ha dicho eso?
—¿Qué más da? Es lo que cuentan en el pueblo.
—Pues no fue así.
—Vamos, Reba. Conmigo puedes ser sincera. Soy la única amiga que tienes. Te enamoraste perdidamente de él y cargaste con el muerto por su culpa. No sería la primera vez. Quizá te cameló con buenas palabras.
—No me cameló. Yo sabía lo que hacía.
—Eso me cuesta creerlo.
—¿Vas a discutírmelo? Me pides que sea franca contigo, ¿y luego te cruzas de brazos y me juzgas? ¿Qué actitud es esa?
Levanté la mano y cedí de momento:
—De acuerdo. Tienes razón. Discúlpame. No lo decía en ese sentido.
Ella me miró fijamente, evaluando mi sinceridad. Debí de parecerle una mujer sincera porque contestó:
—Vale.
—Fuera cual fuese el motivo, ¿estás diciéndome que no le estafaste dinero?
—Claro que no. Yo tengo mi propio dinero, o al menos lo tenía por aquel entonces.
—Si es así, ¿por qué acabaste en la cárcel?
—Las diferencias aparecieron en una auditoría y él tuvo que rendir cuentas del dinero desaparecido. Pensó que me dejarían ir fácilmente. Aplazamiento de sentencia, libertad bajo fianza…, ya sabes, esas cosas.
—Esta versión no es muy verosímil. Ya habías estado en la cárcel anteriormente por un cheque sin fondos. Desde el punto de vista del juez, esto era más de lo mismo.
—Beck hizo todo lo posible por suavizar el golpe. Le dijo a la DEA que no quería presentar cargos, pero supongo que es como en los casos de violencia doméstica: en cuanto el sistema te echa el guante, ya no hay escapatoria. Había un agujero enorme, trescientos cincuenta mil dólares desaparecidos, y él no tenía ninguna explicación.
—¿Qué pasó con el dinero?
—Nada. Lo estaba desviando a una cuenta en un paraíso fiscal para guardarlo fuera del alcance de su mujer. ¿Cómo iba él a saber que el juez sería tan severo? ¡Cuatro años! Se quedó más horrorizado que yo.
—Ya.
—Se sintió fatal. Hablo en serio. Discutía a gritos con el fiscal. No llegaron a ninguna conclusión. Luego escribió al juez para rogar indulgencia, pero no hubo suerte. Prometió pedirle a su abogado que apelase.
—¿Apelar él? Pero ¿qué dices? Beck no tenía derecho a apelar. La ley no funciona así.
—Ah. En ese caso, quizá lo entendí mal. Dijo algo del estilo que era responsabilidad suya y que asumiría la culpa, pero entonces ya era demasiado tarde. Tenía más que perder que yo. Desde mi punto de vista, mientras él estuviese en libertad, podía seguir dedicándose a apartar el resto del dinero. Además, corría muchos riesgos. Si alguien tenía que pagar con la cárcel, mejor yo que él.
—Veo que la idea fue tuya —dije procurando disimular mi escepticismo.
—Por supuesto. O sea, no recuerdo exactamente quién lo mencionó primero, pero fui yo quien insistió.
—Reba, no es mi intención ofenderte, así que no te sulfures, pero da la impresión de que te tomó el pelo. ¿A ti no te lo parece?
Esa era una pregunta capciosa.
—¿Crees que él haría algo así?
—Ha hecho esto —dije señalando las fotografías—. Tú eres quien las ha pasado canutas allí dentro, día tras día, durante los últimos veintidós meses. Entretanto Beck andaba tirándose a la primera tía que pillaba. ¿Te da igual? Me molesta incluso a mí…
—Claro que me molesta, pero no es precisamente una novedad. Alan es un mujeriego. Siempre lo he sabido. No tiene la menor importancia; él es así. Es Onni quien me saca de quicio, porque debería haber demostrado más lealtad o integridad, o ¡lo que sea!
—Ni siquiera sabes cuándo empezó. Quizás ya estaba liado con ella al salir a la luz la supuesta estafa.
—Gracias. Eso ha estado bien. Sin duda, antes de estrangularla le pediré que verifique las fechas y las horas.
—Me lo tomaré como una hipérbole.
—No sé qué significa esa palabra, pero si tú lo dices… —contestó—. Lo que no entiendo es qué tiene que ver esto con el FBI. ¿Por qué anda ese tipejo por Santa Teresa sacándole fotos a Beck? ¿Y por qué me las trae a mí? Si quería darme problemas, ¿por qué no enseñárselas a Tracy?
—En eso no puedo ayudarte —respondí.
Maldije mentalmente al completo imbécil del FBI que se había adelantado a los acontecimientos, pero logré contenerme. Pese a sus esfuerzos, aún estaba a tiempo de retroceder. Aquello era como estar en lo alto de un trampolín de diez metros contemplando el agua. Si hay que saltar, mejor cuanto antes. Por más que uno espere, seguirá siendo igual de difícil. Sentí cómo la ansiedad se apoderaba de mí al soltarle:
—A los federales les interesa la relación de Beck con Salustio Castillo.
Reba se quedó mirándome.
—¿De dónde lo has sacado?
—Reba, trabajaste para él. Tienen que estar informados.
Ella eludió el tema.
—¿Te ha contado esto mi padre?
—No digas tonterías. No he hablado con él desde que me contrató. Además, es un hombre respetable. Jamás se rebajaría a utilizar unas fotos tan sórdidas. Tiene demasiada clase para eso.
Dio otra profunda calada y expulsó el humo hacia el techo.
—¿Entonces quién es tu fuente?
—Tengo amigos en la policía. Fue uno de ellos.
—¿Y trabaja para el FBI?
—Hacienda también está interesada. Y, que yo sepa, también Aduanas, el Departamento de Justicia, el Departamento para el Control del Alcohol, la Droga y las Armas. El teniente Phillips es el enlace local, por si quieres hablar con él.
—No lo entiendo. ¿Por qué yo? ¿Qué quieren?
—Buscan ayuda. Están reuniendo material para un caso y necesitan información confidencial. Supongo que con las fotografías pretendían predisponerte a cooperar.
—¿Él me jode a mí, y yo voy y lo jodo a él?
—¿Por qué no?
—¿De qué más te has enterado?
—¿Respecto a Beck? De nada que no sepas ya. Coge las ganancias ilegales y las pasa por su empresa para que parezcan legítimas. Se queda con un porcentaje del total y luego devuelve el dinero limpio a los mafiosos para los que trabaja. ¿No es así?
Reba calló y desvió la mirada apenas un par de centímetros.
—Tienes que haber estado metida en esto desde el principio —dije—. Tú le llevabas las cuentas y te ocupabas de los depósitos bancarios, ¿no es cierto?
—El interventor de la empresa se encargaba de casi todo, pero sí, yo hacía algo de eso.
—El FBI puede utilizar la información si colaboras.
Volvió a guardar silencio, siguiendo con la mirada las motas suspendidas en el aire como polvos mágicos.
—Lo pensaré.
—Ya puestos, piensa también en lo siguiente —sugerí—, Onni se ha quedado con tu antiguo empleo, lo que significa que sabe tanto de este asunto como tú, sólo que su información está actualizada. Si Beck planea desaparecer, ¿a quién se llevará con él? Mejor dicho, ¿a quién dejará? ¿A Onni? Lo dudo. Y menos si ella está en posición de ir con el soplo.
—También yo estoy en esa posición —dijo Reba como si desease competir por la capacidad de delatar. Levantó los últimos tres centímetros de cigarrillo—. Tengo que apagarlo.
—Dámelo.
Le tendí la mano y tomé la colilla, sosteniéndola con el mismo entusiasmo que sentiría por una babosa recién sazonada. Salí del despacho y la llevé por el pasillo hasta mi cochambroso lavabo con permanentes manchas de óxido. La eché al váter y tiré de la cadena. Sentí tensión entre los omóplatos. Aquel era mi trabajo y no sabía si el discurso sería eficaz. Esperaba que como mínimo Reba abandonase sus fantasías respecto a Beck.
Cuando volví al despacho, me la encontré de pie junto a la ventana. Me senté tras el escritorio. Bañada por la escasa luz que se filtraba, Reba no era más que una silueta. Tomé un lápiz e hice una marca en el cartapacio.
—¿Por dónde anda ahora tu cabeza? —pregunté.
Se volvió y esbozó una breve sonrisa.
—No tan lejos del culo como la tenía antes.
Y ahí lo dejamos.
Le aconsejé que pensase con calma en la situación antes de decidirse. Quizá Vince Turner tuviese prisa, pero era mucho lo que pedía y, en un caso u otro, más valía que Reba estuviese convencida. En cuanto aceptase, ya no podría permitirse cambiar de idea. La observé desde la ventana. Subió al coche, permaneció allí el tiempo suficiente para fumarse otro cigarrillo y se marchó. A continuación, telefoneé a Cheney y le conté la secuencia de los acontecimientos, incluida la irrupción del desventurado agente del FBI que había puesto el plan en peligro.
—Mierda —dijo.
—Esa ha sido mi reacción.
—Maldita sea. ¿Y no tenemos el nombre de ese imbécil?
—No. Ni siquiera sabemos cómo es físicamente. Me hubiera gustado sonsacarle más detalles a Reba, pero bastante me ha costado ya actuar como si no lo supiese todo.
—¿Se lo ha tragado?
—Diría que sí. O casi todo. Tal vez deberías llamar a Vince y ponerlo al corriente del punto en el que estamos.
—¿Y en qué punto estamos?
—No estoy segura. Reba necesita tiempo. No es fácil digerir una cosa así.
—Por lo que dices, no parecía tan sorprendida.
—Creo que siempre ha sabido más de lo que deja entrever. Ahora que ha salido a la luz, veremos cómo actúa.
—Esto me da mala espina.
—A mí también —convine—. Ya me contarás qué dice Vince.
—No lo dudes. Hasta luego.
—Adiós.