Cuando llegué al estudio, vi que el coche de Mattie había desaparecido y la cocina de Henry estaba a oscuras. No supe qué conclusión extraer. La temperatura se aproximaba a los treinta grados, algo insólito a esa hora del día. Aún había luz y las aceras emitían un resplandor trémulo por el calor acumulado. El aire parecía estancado, sin el menor soplo de brisa, y la humedad debía de rondar el noventa y cinco por ciento. Daba la impresión de que fuese a llover, pero era mediados de julio y la sequía se prolongaría hasta finales de noviembre; eso si la meteorología se mostraba benévola. El aire del estudio era asfixiante. Me senté en el peldaño del porche abanicándome con el periódico plegado. Si bien casi todas las casas con jardín del sur de California tienen sistema de riego por aspersión, pocas disponen de aire acondicionado. Iba a tener que sacar un ventilador del armario y colocarlo en el altillo antes de acostarme.
En noches así los niños se quitan los pijamas y duermen en ropa interior. Mi tía Gin solía decirme que estaría más fresca si, dando una vuelta de ciento ochenta grados en la cama, apoyaba los pies en la almohada y la cabeza en el revoltijo de sábanas, arrebujadas en el otro extremo. La mujer que me crio era muy permisiva y no tenía hijos. En esas infrecuentes noches californianas en que el calor a uno no le dejaba dormir, mi tía me permitía quedarme despierta hasta el amanecer aunque tuviese colegio al día siguiente. Leíamos libros acostadas en nuestras respectivas habitaciones; en la caravana, el silencio era tal que oía pasar las páginas. Lo que yo más valoraba era la excitante sensación de estar transgrediendo las normas. Imaginaba que los verdaderos padres no toleraban tal relajación, pero lo veía como una pequeña compensación por mi orfandad. Al final siempre me vencía el sueño. La tía Gin entraba de puntillas, retiraba el libro de mis manos y apagaba la luz. Al despertarme, encontraba la habitación a oscuras y la sábana bien puesta. Resulta curioso que los recuerdos perduren mucho después de que termine una vida.
En el momento en que se encendían las farolas de la calle, sonó el teléfono. Me levanté, corrí al interior del estudio y agarré el auricular.
—¿Sí?
—Soy Cheney.
—Ah, hola. No esperaba tu llamada. ¿Qué ocurre?
El ruido de fondo me obligó a llevarme una mano al otro oído para escucharlo.
—¿Cómo dices?
—¿Has cenado ya?
Había comido palomitas en el cine, pero eso no contaba.
—Digamos que no.
—Bien. Pasaré por ahí en un par de minutos y saldremos a tomar algo.
—¿Dónde estás?
—En el bar de Rosie. Pensaba que te encontraría aquí, pero he vuelto a equivocarme.
—Quizá no soy tan previsible como tú creías.
—Lo dudo. ¿Tienes un vestido de tirantes?
—No. Pero tengo una falda.
—Póntela. Estoy cansado de verte en vaqueros.
Colgó y me quedé allí inmóvil, con la mirada fija en el auricular. Vaya un extraño giro daban los acontecimientos. Esa cena parecía una cita, a menos que Vince Turner le hubiese comentado alguna novedad acerca de la reunión de la semana siguiente. ¿Y por qué tenía que ponerme una falda para recibir una información de ese tipo?
Subí despacio la escalera de caracol pensando qué ponerme con la falda. Me senté en la cama y me quité las zapatillas y el chándal. Me duché y me envolví en una toalla. Cuando abrí la puerta del armario, encontré mi falda de popelina de color tostado. La descolgué de la percha y la sacudí para quitarle las arrugas. Me puse ropa interior limpia y la falda, advirtiendo que me llegaba justo por encima de las rodillas. Después me acerqué a la cómoda y revolví entre un montón de blusas. Elegí una camiseta roja ajustada sin mangas que, tras ponerme, me remetí en la cintura. Me calcé unas sandalias, entré en el baño y me lavé los dientes. Era mi manera de ganar tiempo antes de decidir cómo me sentía.
De pie ante el lavabo me miré en el espejo. ¿Por qué comprobaba mi aspecto siempre que iba a ver a Cheney? Me mojé las manos y me ahuequé el cabello. ¿Sombra de ojos? No. ¿Barra de labios? Más bien no: demasiado arreglada para un asunto de Hacienda. Me incliné hacia delante para estudiar la cuestión. En fin…, sólo un toque de color. No hay nada de malo en eso. Me decidí por unos polvos, un poco de sombra de ojos, rímel y barra de labios color coral que me apliqué y retiré, dejando los labios ligeramente rosados. ¿Lo ves? He aquí el lado oscuro de las relaciones con los hombres: una se convierte en una narcisista, se obsesiona con la belleza, cuando normalmente le trae sin cuidado.
Apagué la luz. Troté por la escalera y tomé el bolso. Dejé una lámpara encendida en la sala de estar, cerré la puerta con llave y salí a la calle. Cheney ya estaba allí en su Mercedes rojo. Se inclinó sobre el asiento y me abrió la puerta. Parecía un anuncio de una revista de moda. Había vuelto a cambiarse de ropa: mocasines italianos oscuros, pantalón de seda lavado a la piedra de color marrón negruzco y una camisa blanca de hilo remangada. Me miró de arriba abajo, evaluándome.
—Estás guapa —comentó.
—Gracias. ¿Sabes que no estás nada mal? —dije.
Esbozó una sonrisa.
—Me alegro de que hayamos aclarado ese punto.
—Lo mismo digo.
En el cruce, dobló a la derecha en dirección a Cabana Boulevard, donde giró a la izquierda. Con la capota del coche bajada, el pelo me volaba hacia todas partes, pero al menos el aire era fresco. Supuse que íbamos al Café Caliente. Es un sitio frecuentado por policías, un antro en todos los sentidos: humo de tabaco, olor a cerveza, el zumbido de las licuadoras batiendo cubitos de hielo para preparar Margaritas, comida mexicana falsa pero sabrosa y decoración anodina, a menos que se cuenten como parte de ella los seis andrajosos sombreros de paja mexicanos colgados de la pared.
Cuando llegamos a la reserva ornitológica, en lugar de doblar a la izquierda, como yo esperaba, tomamos a la derecha por debajo de la autovía y seguimos avanzando. Circulábamos por la llamada «parte baja» de Montebello. Los cuatro carriles de la carretera de doble sentido se fundieron y se redujeron a dos, flanqueados por elegantes boutiques y joyerías, agencias inmobiliarias y la habitual variedad de comercios, incluidos salones de belleza, una tienda de artículos deportivos y una galería de arte cultivado. Había anochecido y la mayoría de los locales, aunque cerrados, estaban bañados en luz. Unas sartas de diminutas bombillas envolvían los árboles; los troncos y las ramas destellaban como si estuviesen cubiertos de hielo.
Continuamos por la vía de acceso hasta St. Isadore. Cheney giró a la izquierda hacia el llamado «barrio de los setos», donde los pitosporos y los claveros alcanzaban entre tres y seis metros de altura, ocultando a la vista las fincas que delimitaban. Hasta ese momento, pese a todos mis esfuerzos, no se me había ocurrido una sola palabra que decir, así que no había despegado los labios. Eso no parecía molestar a Cheney. Yo, por mi parte, esperaba que le desagradase la cháchara tanto como a mí. Sin embargo, no podíamos pasar toda la velada sin hablar. No había palabras, por así decirlo, para describir una situación tan extraña.
Avanzamos por unas calles oscuras y tortuosas, acompañados por el zumbido del Mercedes rojo, y Cheney redujo la marcha hasta que por fin llegamos al hotel St. Isadore. Instalado en un rancho de finales del siglo XIX, el St. Isadore era ahora un complejo hotelero de alta categoría con chalets de lujo esparcidos por cinco hectáreas sembradas de arriates, arbustos, robles y naranjos. Se admitían animales. Por sólo cincuenta dólares, los perros disponían de cama propia, agua mineral Pawier, recipientes para el agua personalizados y pintados a mano y «servicio de habitaciones». Había cenado alguna vez en este hotel, pero nunca pagando.
Cheney detuvo el coche ante la fachada del edificio principal y salió del vehículo. El aparcacoches se acercó, me ayudó a bajarme y se llevó el coche en el acto. Una vez en el interior, pasamos de largo el refinado restaurante del primer piso y entramos en el Harrow and Seraph, un bar de techos bajos situado en la planta inferior. La puerta estaba abierta. Cheney se hizo a un lado para cederme el paso y me siguió.
Las paredes, enjalbegadas y frescas, eran de piedra. No había más de veinte mesas, la mayoría vacías a esa hora. Una pequeña barra corría paralela a la pared del fondo. Las mesas estaban dispuestas entre una chimenea de piedra, a la izquierda, sin brasas porque era verano, y un banco a la derecha. Aunque la iluminación era tenue, uno podía leer la carta sin requerir una linterna. Cheney me guio hasta un asiento tapizado con cojines a modo de respaldo tan hinchados que tuve que apartarlos. Él se sentó al otro lado de la mesa hasta que por lo visto se lo pensó mejor, ya que se levantó y se colocó junto a mí diciendo:
—Nada de charlas de policías. Ninguno de los dos está de servicio.
—Pensaba que querías comentarme algo sobre Reba.
—No quiero oír una palabra.
El calor de su muslo en contacto con el mío me distrajo un momento. Esa es la característica de las prendas de popelina: la forma en que transmiten el calor corporal. Apareció el camarero y Cheney pidió nada menos que dos Martinis con vodka y una ración de aceitunas.
—No te preocupes. No nos pasaremos la noche bebiendo —me comentó en cuanto se marchó el camarero—. Es sólo para relajarnos.
—Gracias por tranquilizarme. —Me eché a reír—. No negaré que lo he pensado.
Dejé vagar la mirada unos segundos por su boca, su mentón, los hombros. Cheney tenía los dientes preciosos, blancos y bien puestos, una debilidad mía. El vello oscuro sombreaba la curva de sus antebrazos. Me observó acodado sobre la mesa con la barbilla en la palma de la mano derecha.
—No contestaste a mi pregunta —dijo.
—¿Cuál?
—En la oficina de asistencia social. Te pregunté por Dietz.
—No sé si podré ser imparcial en esto. Dietz tiende a desaparecer sin más; lo vi por última vez en marzo del año pasado. Desde entonces no sé nada de él. Las explicaciones no son lo suyo. Supongo que se trata de una de esas relaciones de lo tomas o lo dejas. Tiene mensajes míos en el contestador pero no me ha devuelto las llamadas. Es posible que me haya abandonado, aunque ¿cómo voy a saberlo?
—¿Te importaría si fuera así?
—No lo creo. Quizá me sentiré despreciada, pero sobreviviré. Me parece poco considerado de su parte que me tenga en vilo. En fin, así es la vida.
—Pensaba que estabas loca por él.
—Lo estaba, pero ya sabía qué clase de persona era.
—¿Qué quieres decir?
—Un «veleta emocional». En cualquier caso, yo lo elegí, así que debía de satisfacerme de algún modo. Ahora las cosas han cambiado, y se acabó.
De pronto recordé que en otra ocasión Cheney había descrito su matrimonio poco más o menos de la misma forma. Sin embargo, parecía reflexionar acerca de mis palabras.
—Estuviste casada una vez, ¿no? —me preguntó.
Levanté dos dedos.
—Mis dos matrimonios terminaron en divorcio —expliqué.
—¿Y qué fue de tus maridos?
—El primero era policía.
—Mickey Magruder. He oído hablar de él. ¿Lo dejaste o te dejó él?
—Me fui yo. Lo juzgué mal. Lo dejé porque pensaba que era culpable de algo, pero no lo era. Todavía me sabe mal.
—¿Por qué?
—Porque no tuve ocasión de disculparme antes de su muerte. Me hubiera gustado aclararlo. Mi segundo marido era músico, un pianista con mucho talento, aunque también un caso crónico de infidelidad y un embustero patológico con cara de ángel. Fue un golpe cuando me dejó. Yo tenía veinticuatro años y probablemente debería haberlo visto venir. Más tarde averigüé que siempre le habían interesado más los hombres que yo.
—¿Y cómo puede ser que no te vea por el pueblo con otros hombres? ¿Has renunciado a tener relaciones?
Estuve a punto de hacer un comentario ingenioso, pero me contuve. En lugar de eso dije:
—Te he estado esperando, Cheney. Pensaba que lo sabías.
Me observó preguntándose si le tomaba el pelo. Yo sostuve su mirada para ver cómo reaccionaba ante esa confesión, sin imaginar qué ocurriría. Eran tantas las estupideces que podían salir de su boca… Pensé: «No lo estropees… Por favor, no lo eches a perder…, sea lo que sea…».
He aquí dos cosas que detesto que hagan los hombres:
Y he aquí lo que hizo Cheney: apoyó el brazo en el respaldo del asiento y me levantó un mechón de pelo, que examinó atentamente, con expresión muy seria. En la décima de segundo antes de que hablase, oí un sonido ahogado, como un chorro de gas al entrar en combustión cuando alguien enciende una cerilla. Una sensación de calor me recorrió la espina dorsal y relajó la tensión de mi cuello.
—Te cortaré el pelo como es debido —terció Cheney—. ¿Sabías que sé hacerlo?
Me sorprendí mirándole los labios.
—No tenía ni idea. ¿Qué más sabes hacer?
—Bailar —dijo sonriendo—. ¿Tú bailas?
—No muy bien.
—Da igual. Puedo darte clases. Mejorarás.
—Me gustaría. ¿Y qué más?
—Hago ejercicio. Practico el boxeo y levanto pesas.
—¿Sabes cocinar? —quise saber.
—No. ¿Y tú?
—Preparo unos sándwiches de mantequilla de cacahuete y pepinillos.
—Los sándwiches no cuentan, excepto los de queso fundido.
—¿Posees algún talento especial que debería conocer? —pregunté.
Cheney me acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Se me da muy bien la ortografía. En quinto de primaria quedé el segundo en el concurso del colegio.
Noté que en mi garganta subía un murmullo parecido al ronroneo de un gato.
—¿Qué palabra fallaste?
—«Sahumerio». Significa «humo aromático». Se escribe s-a-h-u-m-e-r-i-o. Me dejé la hache.
—Pero no la has olvidado.
—Sí, aprendí. ¿Y tú tienes alguna aptitud sorprendente?
—Sé leer del revés. Si interrogo a alguien y tiene un documento en la mesa, puedo leer hasta la última palabra mientras charlo con él.
—Asombroso. ¿Qué más?
—¿Conoces ese juego al que jugábamos en la escuela primaria? Ese en que la madre pone veinticinco objetos en una bandeja, los cubre con un paño, levanta el paño y los niños observan los objetos durante treinta segundos antes de que ella vuelva a taparlos. Soy capaz de recitarlos todos sin dejarme ni uno, excepto a veces los bastoncillos de algodón, con los que suelo fallar.
—A mí no se me dan bien los juegos.
—Yo tampoco soy buena, salvo en ese, que me ha hecho ganar toda clase de premios: frascos de jabón para hacer pompas y palas con una pelota sujeta…
La llegada del camarero con nuestras copas interrumpió la íntima comunicación entre nosotros, que resurgió en cuanto se fue. Cheney posó su mano en mi cuello; yo me incliné hacia él y ladeé la cabeza acercando los labios a su oído.
—Nos estamos metiendo en problemas, ¿no? —dije.
—Más de los que imaginas —musitó en respuesta—. ¿Sabes por qué te he traído aquí?
—No tengo la menor idea —contesté.
—Por los macarrones con queso.
—¿Vas a mimarme?
—Voy a seducirte.
—Hasta ahora no tengo queja.
—Pues aún no has visto nada. —Y sonrió.
Entonces me besó, una sola vez y fugazmente. Cuando recuperé el habla, dije:
—Eres un hombre muy contenido.
—Tengo un gran autocontrol. Debería haberlo mencionado antes.
—Me gustan las sorpresas agradables.
—Conmigo no tendrás otra cosa.
El camarero se acercó a nuestra mesa bloc en mano. Por nuestra parte, separamos los cuerpos sonriendo educadamente como si, bajo el mantel, el muslo de Cheney no estuviese pegado al mío. Yo no había probado aún mi bebida, pero me sentía soñolienta, aletargada por el calor que se propagaba por mi cuerpo. Eché un vistazo a los demás comensales, pero nadie parecía advertir las ondas de partículas cargadas que fluían entre nosotros.
Cheney pidió una ensalada para cada uno y le dijo al camarero que compartiríamos los macarrones con queso, que por lo visto se servían en una tartaleta. No me importó lo más mínimo. Cheney me había sacado de mi eje, despojándome de mi yo habitual, contencioso y arbitrario. Estaba loca por él; sentía que mi cuerpo se disolvía, que el deseo abría brecha en la barricada que había levantado contra las hordas mongolas. ¿Qué más daba? Que saltasen los muros y entrasen en tropel.
En cuanto el camarero se marchó, Cheney apoyó la mano sobre la mesa con la palma hacia arriba, y yo entrelacé mis dedos con los suyos. Seguía empeñada en recorrer con la mirada los rostros de los demás clientes. Entonces tuve la sensación de que Cheney se había sumido en sus pensamientos. Observé su perfil, la mata de pelo castaño y rizado, que yo podía acariciar si me apetecía. Le palpitaba el pulso en la garganta. Él se volvió y me observó. Su mirada descendió desde mis ojos hasta la forma de mi boca. Entonces se inclinó hacia mí y volvimos a besarnos. Si el primer beso había sido delicado, este fue ardiente.
—Cenamos, ¿no? —Estuve a punto de ronronear en voz alta.
—La comida es el juego previo.
—Me muero de hambre.
—Yo moriré contigo.
—Lo sé.
No recuerdo cómo conseguimos terminar la cena. Tomamos una ensalada que estaba fría, crujiente y acre por la salsa vinagreta. Me dio de comer macarrones con queso fundido mezclado con trozos de jamón, y a continuación saboreó con un beso la sal de mi boca. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquel lugar? Me acordé de todas las veces que lo había visto, de todas las conversaciones que habíamos mantenido. No conocía a aquel hombre y, sin embargo, allí estaba.
Cheney pagó la cuenta. Mientras esperábamos el coche, me estrechó entre sus brazos y posó las manos en mi culo. Deseé encaramarme a él, trepar por su cuerpo como un mono a una palmera. El aparcacoches desvió la mirada por discreción mientras me ayudaba a entrar en el vehículo. Cheney le dio una propina, cerró su portezuela y puso la primera marcha. Al adentrarnos en la oscuridad, le froté el muslo con la mano.
Nos detuvimos en un camino de entrada sin que yo supiera que, al parecer, habíamos llegado a su casa. Aturdida, lo miré mientras salía del coche y lo rodeaba hacia mi lado. Tiró de mí para incorporarme del asiento y me dio la vuelta hasta que quedé de espaldas a él. Noté sus labios lamiéndome el cuello. Después apartó el tirante de la camiseta y me besó el hombro, dejándome sentir el ligero contacto de sus dientes.
—Mejor tomárselo con calma —dijo—. Hay tiempo de sobra. ¿O tienes que ir a alguna parte?
—No.
—Bien. Entonces ¿por qué no subimos?
—De acuerdo. —Eché la mano atrás, hundí los dedos en su pelo y volví la cabeza hacia él—. Por favor, dime que estabas tan seguro de ti mismo que has cambiado las sábanas antes de salir de casa esta noche.
—No te haría algo así. Son nuevas.