Santa Teresa nunca ha sido pródiga en clubes ni en una vida nocturna desenfrenada. La mayoría de los restaurantes cierran poco después de servirse las últimas cenas. Los bares abren hasta las dos de la madrugada, pero casi ninguno tiene pista de baile ni música en directo. La coctelería Jay’s, en el centro, es uno de los pocos establecimientos que ofrece ambas cosas. Además, de 11:30 a 14:00 horas, sirven el almuerzo a una clientela selecta que prefiere la intimidad y el silencio en sus discretas reuniones de negocios y sus contactos furtivos. Las paredes están revestidas de ante gris, y el suelo, cubierto de una tupida moqueta gris con la que uno tiene la sensación de andar sobre un colchón. Incluso de día, la iluminación es tan tenue que al entrar hay que detenerse hasta que la vista se acostumbra. Los reservados son cómodos, con los asientos tapizados de cuero negro, y todo ruido ambiental se amortigua hasta quedar reducido a un murmullo. Cheney dio su nombre a la camarera de la entrada: «Phillips. Mesa para tres personas». Había hecho una reserva.
—¡Dios santo, qué descaro! —exclamé—. ¿Por qué estabas tan seguro de que aceptaría?
—Nunca te he visto rechazar una comida, y menos si paga otro. Tal vez porque te sientes mimada…
—Y así es, ¿no?
—A propósito. Ha telefoneado Vince avisando de que llegaría tarde. Dice que vayamos pidiendo.
Durante la primera parte de la comida, charlamos de asuntos que no guardaban relación con Reba Lafferty. Tomamos sendas tazas de té con hielo y saboreamos nuestros sándwiches, algo poco habitual en mí con la comida. Acostumbro comer deprisa y gemir de manera audible, pero por lo visto a Cheney le gustaba tomárselo con calma. Hablamos de su trabajo y del mío, de los recortes presupuestarios del Departamento de Policía y las subsiguientes repercusiones. Teníamos varios conocidos comunes en la policía, uno de ellos Jonah Robb, el hombre casado con el que «salí» durante una de las etapas en que se estaba separando de Camilla, su mujer.
—¿Qué tal está Jonah? —pregunté—. ¿Sigue casado?
Hice tintinear los cubitos en el vaso vacío y, como si eso fuese una indicación, el camarero apareció y me sirvió otra taza de té.
—Creo que no. Tuvieron un hijo. O más bien lo tuvo Camilla. Según los rumores, el niño no era de él. Pero está encantado con el bebé. Me lo encontré hace un par de meses y parecía que iba a reventarle la camisa de tan orgulloso que iba.
—¿Y las dos hijas? A saber cómo se lo habrán tomado ellas.
—Según parece, a Camilla le trae sin cuidado. Ojalá vuelvan a vivir juntos y terminen con esto de una vez. ¿Cuántas veces se han separado ya?
Cheney movió la cabeza en un gesto de negación.
—¿Y tú qué cuentas? —Me quedé mirándolo—. ¿Cómo te va la vida de casado?
—Eso se acabó.
—¿En serio?
—¿Sabes qué quiere decir «se acabó»? Lo mismo que «se terminó».
—Lamento oírlo. ¿Desde cuándo?
—Desde mediados de mayo. Me avergüenza admitirlo, pero llevábamos casados cinco semanas, que es una semana menos del tiempo que pasó desde que nos conocimos hasta que nos fugamos.
—¿Dónde está ella ahora?
—Ha vuelto a Los Ángeles.
—Ha sido todo muy rápido.
—Como arrancarse una tirita. Mejor cuanto antes.
—¿Has aprendido la lección?
—Lo dudo. Estaba cansado de sentirme muerto. En nuestro trabajo, corremos peligros en el mundo real pero no aquí dentro —dijo tocándose el pecho—. ¿Qué es el amor si no hay cierto riesgo?
Fijé la mirada en mi plato, salpicado de migajas de patatas fritas. Me lamí el dedo índice y pinché esas migajas con el tenedor, que me llevé a la boca.
—Quedas fuera de mi área de competencia. Por lo visto, últimamente estoy rodeada de personas que se han equivocado, entre ellas Reba Lafferty.
Cheney se acodó sobre la mesa y sostuvo la taza de té por el borde.
—Hablemos de ella.
—¿Qué puedo contarte? Es una chica frágil. No me parece conveniente presionarla.
Su rostro se torció por una mueca de irritación.
—Ya, frágil… Ella quiso liarse con Beck. Pero ahora resulta que es un canalla. Ella debe saberlo.
—No haces esto por su bien. Lo haces por el tuyo.
—¿Qué diferencia hay? Necesita que alguien se lo diga. ¿No estás de acuerdo?
—¿Y si saberlo la lleva al abismo?
—Si sale del pozo, la ayudaremos.
Al ver que miraba por encima de mi hombro, volví la cabeza y observé cómo un hombre se acercaba por mi izquierda; supuse que era Vince Turner. Cheney salió a su encuentro y ambos se estrecharon la mano.
Vince Turner era un cuarentón robusto de cara redondeada e incipiente calvicie que vestía una gabardina de color tostado. Las gafas sin montura le quedaban ligeramente torcidas porque tenían las varillas metálicas algo dobladas. Llevaba una cartera de piel de colegial que los alumnos de cuarto curso habrían tachado de desfasada. El asa gastada y las hebillas algo anticuadas de los dos compartimentos exteriores de la cartera le conferían un aire de seguridad en sí mismo.
Cheney hizo las presentaciones. Turner se quitó la gabardina y la dobló sobre el respaldo del banco antes de sentarse. Su traje era de color marrón barro y tenía la espalda de la chaqueta arrugada. En la entrepierna del pantalón se le habían formado varios pliegues en forma de acordeón de llevarlo puesto demasiado tiempo. Se aflojó la corbata y remetió la punta en el bolsillo de su camisa, quizá para evitar que colgara encima de la mesa.
—¿Has comido, Vince? —preguntó Cheney.
—He tomado una hamburguesa en el coche mientras venía, pero no me vendría mal una copa.
Cheney hizo señas al camarero, que se acercó al cabo de un momento con una carta en la mano. Turner la rechazó.
—Un Maker’s con hielo. Doble.
—¿Desea el señor algo más?
—Con eso basta. ¿Y tú, Cheney?
—Estoy servido.
—Lo mismo digo —añadí.
En cuanto desapareció el camarero, Turner tomó los cubiertos envueltos en una servilleta, los desenrolló y los colocó ante sí. En la mano derecha lucía un anillo de oro con un granate, pero era imposible leer la inscripción que circundaba la piedra. Aunque le brillaba la cara por el sudor, tenía una mirada fría de ojos claros. Alineó los mangos del cuchillo, la cuchara y los dos tenedores, y después consultó su reloj.
—Señorita Millhone, no sé bien qué le habrá contado de mí el teniente Phillips. Es la una y cuarto. A las tres menos diez estaré en un avión con destino al aeropuerto de Los Ángeles, y de allí seguiré hacia Washington, donde he de reunirme con un grupo de investigadores de Hacienda y la DEA. Eso nos deja aproximadamente una hora para ocuparnos de nuestro asunto, así que iré al grano. Si tiene alguna pregunta o comentario, levante la mano con entera libertad; de lo contrario, hablaré de un tirón. ¿Le parece bien? —Modificó la disposición de los cubiertos con un gesto seguro.
—Por mí no hay inconveniente —contesté. Me resultaba más fácil observarle las manos que mirarle a los ojos.
—Tengo cuarenta y seis años —añadió Turner—. Desde 1972 trabajo en la División de Investigación Criminal de Hacienda. En mi primera misión fui ayudante del hombre que instruyó el caso contra Braniff Airlines por el blanqueo hacia una campaña electoral. Por entonces Braniff, como American Airlines, necesitaba de vez en cuando el apoyo del gobierno y empezó a canalizar dinero hacia el comité de reelección de Nixon por medio de Maurice Stans. ¿Lo recuerda? —Me miró el tiempo necesario para que asintiera antes de continuar—: Después de formarme profesionalmente en el Watergate, desarrollé un apetito por las argucias financieras. El destino no ha querido darme mujer e hijos. El trabajo es mi vida. —Se miró la chaqueta y se quitó una hilacha—. Hace un año, en mayo de 1986, el Congreso, en un momento de lucidez, aprobó la Ley Pública 99-570, la Ley para el Control del Blanqueo de Dinero, que nos ha proporcionado el mazo con el que hacer mierda a los transgresores de la Ley del Secreto Bancario. La banca ya comienza a notar los efectos. Durante mucho tiempo los bancos de este país trataron los requisitos de información como un asunto trivial, pero eso ha cambiado. Muchas infracciones consideradas en otro tiempo faltas menores se han elevado ahora a la categoría de delitos graves con penas de prisión máximas, multas y castigos civiles. Se ha multado al Crocker National Bank con 2.250.000 dólares; se ha multado al Banco de América con 4.750.000 dólares; y se ha multado al Texas Commerce Bancshares con 1.900.000 dólares. Ya imaginará la satisfacción que me ha representado meter en vereda a esos individuos. Y aún no hemos terminado.
Vince Turner hizo una pausa y me miró con una sonrisa que iluminó su rostro. De pronto sus fríos ojos azules reflejaron una alegría irresistible. Fue en ese momento cuando cambié de actitud: haría lo que estuviese en mis manos por proteger a Reba, pero, si ella se oponía, no se imaginaba en el tremendo lío en que se había metido.
Llegó el camarero con su Maker’s Mark, que tenía el mismo color que el té con hielo. Turner se echó la mitad de la bebida al coleto y a continuación dejó el vaso con cuidado sobre la mesa. Cruzó las manos y me miró a los ojos.
—Todo esto nos lleva al señor Beckwith. A lo largo del último año he preparado un amplio dossier sobre él. Como sin duda sabrá, parece que tenga una vida corriente y sus referencias sociales son sólidas, en gran medida por la posición de su difunto padre en la comunidad. En general, se lo considera un ciudadano honrado y respetuoso con la ley que jamás soñaría siquiera con dedicarse al tráfico de drogas, la pornografía o las redes de prostitución.
»Beckwith es lo que llamamos un "delincuente con base en el mercado". Obtiene beneficios de esas mismas actividades ilegales, disfraza su procedencia y las reintroduce en el sistema como ganancias legítimas. Durante los últimos cinco años ha "rehabilitado" fondos para un tal Salustio Castillo, un joyero mayorista de Los Ángeles que también comercia con oro y plata. Ese negocio no es más que una tapadera para sus trapicheos, que consiste en importar cocaína de Suramérica. Castillo compró una gran finca en Montebello por mediación de la agencia inmobiliaria del señor Beckwith. Este gestionó personalmente la transacción, y así se conocieron. El señor Castillo necesitaba a una persona con la reputación profesional del señor Beckwith. Su empresa está diversificada, y sus operaciones financieras tienen una magnitud suficiente para camuflar el dinero que Castillo tanto interés tenía en colocar. El señor Beckwith vio las posibilidades y se prestó a ayudarlo.
»A1 principio utilizó las técnicas habituales de blanqueo de dinero: estructurar transacciones, consolidar depósitos y sacar el dinero del país por medio de transferencias. Una vez que el dinero se encauzaba a través de los libros de cuentas de su compañía y volvía a Castillo, la procedencia parecía legítima. Al cabo de seis meses, Beckwith se cansó de pagar a sus colaboradores, o quizá se cansó de seguirles el rastro al sinfín de cuentas que había abierto en todo el condado de Santa Teresa. Empezó a ingresar sumas de doscientos o trescientos mil dólares de golpe, afirmando que derivaban de operaciones inmobiliarias. En esta ocasión fue un modelo de observancia, asegurándose de rellenar los formularios CTR oportunos. En realidad, contaba con el hecho de que Hacienda debe procesar tantos millones de CTR que existía poco o ningún riesgo de que los suyos se sometieran a escrutinio. Pronto empezó a mover un millón de dólares por semana, del cual se agenciaba el uno por ciento como tarifa por el servicio.
»Finalmente, los depósitos alcanzaron un nivel donde los riesgos no compensaban las ventajas de hacer negocios tan cerca de casa. El señor Beckwith se puso nervioso y decidió evitar los bancos locales y eliminar el rastro de papel. Adquirió un banco panameño y un permiso de actividades bancarias sin limitaciones en Antigua, ingresando el obligatorio millón de dólares estadounidenses como capital en depósito. Invirtió otros quinientos mil en un segundo permiso de actividades bancarias internacional en las Antillas Holandesas, que hoy por hoy no tienen un tratado fiscal con Estados Unidos.
Levanté la mano.
—¿Un millón y medio? ¿Tanto valor tiene esto para él?
—Por supuesto. Con sus bancos en un paraíso fiscal puede ingresar estas cantidades. Puede escribir sus propias referencias, emitir cartas de crédito dirigidas a sí mismo, todo ello amparado por una absoluta privacidad y sin apenas interferencia por parte de los países anfitriones. Ni siquiera tiene que estar allí para ocuparse de las gestiones. Tenga en cuenta que cuando la gente se entera de que uno es dueño de un banco, suele quedar impresionada.
—De eso estoy segura —dije.
Crucé una mirada con Cheney, quien debía de estar pensando, como yo misma, en los bancos de que era dueño su propio padre. Vince Turner guardó silencio y nos miró a ambos.
—Perdone —me disculpé—. Prosiga.
Él se encogió de hombros y continuó como si su discurso hubiese sido grabado previamente.
—Según la ley, un ciudadano estadounidense debe incluir todas sus cuentas bancarias extranjeras en su declaración de la renta anual, pero estos individuos no son mucho más escrupulosos con eso que con cualquier otro aspecto de sus negocios. El señor Beckwith, bajo los auspicios de los bancos que ha comprado, fundó una empresa mercantil en Panamá, con las acciones en manos de cierta fundación de interés privado panameña, lo que le permitió evadir impuestos tanto en Estados Unidos como en Panamá. Con la empresa ficticia establecida, empezó a mover dinero físicamente desde Estados Unidos hasta Panamá. Si uno mueve dinero en efectivo, el Departamento de Aduanas requiere que se rellene el formulario CMIR. Sin embargo, el señor Beckwith no ha demostrado mucho interés en rellenar estos molestos formularios oficiales. Si no hay más formularios, no hay más infracciones, al menos para su pobre manera de pensar. Una vez depositado en alguno de sus bancos panameños, el dinero vuelve al señor Castillo en forma de crédito a un plazo de veinte años.
«Naturalmente, el transporte de papel moneda genera dificultades de diversa índole. Los billetes no sólo abultan mucho, sino que pesan más de lo que parece. Los mercados extranjeros prefieren los valores menores, de veinte y cincuenta dólares. Un millón de dólares en billetes de veinte supera los cincuenta y cinco kilos. Intente pasar eso por un aeropuerto. Para nuestro amigo no es problema. El señor Beckwith, hombre de recursos, alquiló un jet privado y ahora cada dos meses viaja en avión a Panamá con maletas llenas de dinero en efectivo. Como la moneda panameña es el dólar, ni siquiera debe preocuparse por los cambios de divisas. Entre vuelo y vuelo, se lleva a su mujer de crucero de lujo, cargando el dinero en un baúl que guarda en su camarote. —Turner apuró el bourbon e hizo una seña al camarero para que sirviera otra ronda—. ¿Sabe cuánto dinero se blanquea al año en todo el mundo?
Negué con un gesto de la cabeza.
—Un billón y medio de dólares, es decir, un uno, un cinco y once ceros. En Estados Unidos la cifra ronda los cincuenta mil millones, pero hablamos de ganancias sin carga impositiva, así que puede hacerse una idea de la gravedad del problema.
En ese momento Cheney se decidió a hablar:
—¿Qué puedes contarle a Kinsey de la investigación?
—Básicamente, que hace cuatro años Hacienda, la DEA, el FBI, Aduanas y el Departamento de Justicia formaron un grupo operativo conjunto para investigar a los comerciantes de oro y metales preciosos en Los Ángeles, Detroit y Miami, todos ellos sospechosos de blanqueo de dinero al servicio de un cártel colombiano. Hasta la fecha han conseguido situar, distribuir e integrar dieciséis millones de dólares, vinculando el flujo de dinero a cuatro empresas que utilizan cuentas múltiples en diez bancos distintos, uno de ellos con una sucursal en Santa Teresa. Alan Beckwith es quien procesa una parte considerable de esa suma.
»La nuestra es una ardua misión. Aún estamos reuniendo pruebas sólidas antes de actuar. La clave está en no alertar a Beckwith hasta que hayamos atado todos los cabos. Un juez de distrito de Los Ángeles y otro de Miami han aprobado la vigilancia electrónica, que nos ha permitido escuchar las conversaciones telefónicas del señor Beckwith. También hemos conseguido autorización para recoger y llevarnos la basura de su casa y su oficina. En estos precisos momentos nuestro aguerrido grupo de agentes está revolviendo sus desperdicios. Han encontrado facturas con direcciones ficticias de empresas inexistentes, diversas notas escritas a mano, cheques anulados, cartuchos de tinta desechados y un rollo de papel de sumadora. El señor Beckwith mantiene tratos legítimos con instituciones financieras en varios frentes y es un experto en combinar los beneficios de actividades ilegales con los negocios rutinarios que hace día a día. Lo que por lo visto desconoce es que las instituciones financieras están obligadas a guardar fichas con la firma, los extractos de cuenta, las copias de los cheques por cantidades superiores a cien dólares… Los bancos también conservan un registro de transacciones para las transferencias, a fin de rendir cuentas del dinero que fluye por el sistema. Toda esa información está codificada, pero es posible utilizar los números de secuencia para identificar el banco de origen, el banco de destino y las fechas y horas en que se ha movido el dinero. Todavía no tenemos acceso a estos documentos, pero estamos reuniendo el material necesario para exigir los registros bancarios mediante orden judicial.
Apareció el camarero y dejó en la mesa la segunda copa de Turner. Entonces se impuso el silencio hasta que se alejó lo suficiente para no escuchar la conversación. Turner tomó el vaso de bourbon; me fijé en que bebía más despacio, a sorbos, saboreándolo.
—¿Qué quiere de Reba? Supongo que no pensará pedirle que se presente allí y robe los documentos pertinentes.
—Ni mucho menos. De hecho, no podemos exigirle que haga nada que viole la ley, porque nosotros mismos no somos libres de hacerlo. Incluso si se apropiase de los documentos sin nuestra aprobación o conocimiento, no podríamos siquiera echarles un vistazo sin poner en peligro el caso. Lo que sí nos interesaría es una descripción en profundidad de los archivos de Beckwith, el carácter de los documentos que tiene y dónde se encuentran. Esa información nos permitirá solicitar los mandamientos correspondientes. Tengo entendido que se siente inclinada a proteger a la señorita Lafferty, pero necesitamos su cooperación.
—¿No hay nadie más disponible? ¿Tal vez el interventor de la empresa?
—El interventor es un tal Marty Blumberg, en quien ya hemos pensado. El problema es que está tan implicado que podría ceder al pánico y huir, o, peor aún, ceder al pánico y prevenir al señor Beckwith. Ahora que Reba no trabaja para él, ha dejado de estar en la línea de fuego y podría mostrar mayor predisposición a colaborar. ¿Le ha enseñado el teniente Phillips las fotografías?
—Sí —contesté—, pero no sé bien de qué van a servirles. Si Reba descubre que él está en un aprieto, irá a contarle todo lo que ustedes le digan de inmediato.
—Eso ya lo había previsto. ¿Tiene alguna sugerencia para contener su reacción?
—No. Para mí es como detonar un artefacto nuclear. Corren el riesgo de desencadenar una destrucción comparable a la que esperan impedir.
Turner corrigió una insignificante irregularidad en los cubiertos que había alineado.
—Admito que así es —dijo—. Lamentablemente, no disponemos de mucho tiempo. El señor Beckwith posee un asombroso instinto de supervivencia. Hemos sido discretos, pero por la información recabada es posible que sospeche que hay algo en marcha. Está consolidando sus fondos, vigilando dónde pisa, lo que nos parece preocupante.
—Eso lo mencionó Reba, pero está convencida de que lo hace por ella. Dice que tan pronto como él tenga su activo a salvo, abandonará a su mujer y los dos pondrán tierra de por medio. Esta es la versión que él le ha dado. A saber cuál es la verdad.
—Es indudable que el señor Beckwith está preparando la huida. Una semana más y quizá logre poner el dinero y a sí mismo fuera de nuestro alcance.
—¿El dinero es suyo o de Salustio Castillo?
—Suyo, básicamente. Si es inteligente, no tocará el de Salustio. El último que contrarió a Castillo acabó convertido en un cucurucho de hormigón dentro de un cubo de basura de un metro cúbico.
Cuando quedó claro que Vince había concluido, Cheney dijo:
—¿Y bien? ¿Quién habla con Reba? ¿Tú, yo o ella?
Se produjo un silencio, y los tres permanecimos con la mirada fija en la mesa. Finalmente levanté la mano.
—Yo tengo más opciones de convencerla.
—Bien. Dénos un par de días. En cuanto vuelva de Washington, convocaré una reunión con nuestros contactos en el FBI y el Departamento de Justicia. Aduanas también querrá estar presente. Tan pronto como decidamos el modo de proceder, la llamaremos para darle instrucciones; cuente que será a comienzos de la próxima semana. Después hablaremos con ella.
—Más vale que lo preparen bien. No me hace ninguna ilusión darle la noticia.
—Por eso no se preocupe. La asesoraremos previamente.
Cheney me acompañó al despacho a las dos. La temperatura iba subiendo mientras el parte meteorológico prometía unos agradables veintitrés grados. Vince Turner había pedido un taxi para el aeropuerto. Yo albergaba la esperanza de que Cheney tuviese la delicadeza de no referirse a Reba Lafferty o a Beck durante el trayecto, pero cuando me apeaba del vehículo me tendió un sobre de color marrón.
—He pedido unas copias para ti —dijo.
—¿Y qué tengo que hacer con ellas? —pregunté.
—Lo que tú quieras. He pensado que te convenía tenerlas.
—Muchas gracias. —Tomé el sobre.
—Avísame si me necesitas.
—Lo haré. Créeme.
Aguardé hasta que dobló la esquina y el sonido de su pequeño Mercedes rojo se desvaneció en el bochornoso aire vespertino. A continuación entré en el despacho notando el aire cargado y sofocante. Crucé la recepción y me dirigí a mi escritorio. Lancé el bolso a la silla reservada para los clientes y me senté con el sobre marrón entre mis manos, que utilicé para abanicarme. Al cabo de un rato, lo abrí y saqué las copias. Las fotografías eran tal como las recordaba: Beck y Onni saliendo de varios moteles; él rodeándola con el brazo; los dos tomados de la mano; Onni reposando la cabeza en su hombro y con el brazo alrededor de su cintura; los dos paseando agarrados. Pobre Reba. Le esperaba un brutal despertar. Abrí el cajón del escritorio y eché el sobre dentro. No quería pensar siquiera en la triste misión de darle la noticia. Con la esperanza de distraerme, hice algo que no había hecho en mucho tiempo. Recorrí a pie las cuatro manzanas desde mi despacho hasta el centro de Santa Teresa y vi dos películas en sesión continua, una de ellas dos veces. Así fue como conseguí librarme del calor y de la realidad.