No dormí bien aquella noche. El encuentro con Cheney Phillips me había sumido en un pesimismo que impregnó mis sueños. Me desperté varias veces y fijé la mirada en el cielo encapotado a través de la claraboya. Al menos su proposición había servido para disminuir su atractivo. Reba era una chica vulnerable por naturaleza, proclive a descarriarse en respuesta a su turbulencia interior. Por el momento se la veía relativamente bien, pero yo no quería empujarla hacia una espiral descendente justo cuando acababa de pisar tierra firme. Llevaba dos días en libertad. Aunque, por otra parte, ella había cifrado sus esperanzas en un maleante… ¿Qué debía hacer? Tarde o temprano descubriría la verdad. ¿Era mejor decírselo ahora que aún tenía la oportunidad de redimirse?
A las 5:59 apagué el despertador y me puse el chándal para salir a correr. Llevé a cabo mi habitual rutina en el baño: lavarme los dientes, mojarme la cara, lamentar el estado de mi pelo, que se me rizaba por todas partes. Me até la llave al cordón de una zapatilla, cerré la puerta del estudio y empecé a andar a paso ligero hacia el circuito de bicicletas paralelo a la playa.
Al emprender el trote, sentí la protesta de mis músculos. Me notaba los pies pesados, como si alguien me hubiese puesto unos lastres de cinco kilos a las suelas de las zapatillas. El día ya había despuntado y, por una vez, no se veía el menor rastro de niebla. Se auguraba un día espléndido: claro y soleado. Por encima del ruido de las olas, oí el rugido de un león marino que se había enredado en una boya. Con la esperanza de sacudirme mi angustia, avivé el paso con la vista puesta en la caseta de baño donde siempre doy media vuelta. Cuando inicié el camino de regreso, no podía decirse que saltase de alegría, pero ya no estaba tan hundida.
Dejé de correr y, para enfriar mi cuerpo, caminé las dos últimas manzanas. Al llegar al estudio, vi el coche de Mattie aparcado en el camino de entrada a la casa de Henry. «Albricias», me dije. Entré en mi hogar, me duché, me vestí y tomé un tazón de cereales. Cuando me marchaba al despacho, percibí el delicioso aroma del beicon y los huevos procedente del otro lado del patio. Henry tenía abierta la puerta de la cocina y, a través de la mosquitera, oí unas risas y una charla. Me imaginé a Mattie y Henry desayunando y sonreí. Jamás se me habría ocurrido pensar que Mattie había pasado la noche con él. Henry tiene demasiado sentido de la decencia para poner en peligro la reputación de una dama, pero una reunión a primera hora de la mañana no discrepaba de las normas de comportamiento femenino dictadas por Emily Post en su manual de etiqueta.
Crucé el jardín y llamé a la puerta. Henry me invitó a pasar, aunque con un tono mucho menos jovial de lo que yo esperaba. Al entrar pensé: «Oh, oh». Henry había vuelto a su uniforme habitual: chancletas, camisa blanca y pantalón corto de color tostado. La cocina mostraba los restos de una comida reciente: sartenes y tazones sucios, diversas especias cerca de los fogones. En el fregadero había platos y utensilios apilados, y en la encimera, migas de pan. Henry, de pie ante el fregadero, llenaba de agua la cafetera, y Mattie, sentada a la mesa, estaba enfrascada en una conversación con William y Lewis.
Capté al instante la dinámica de la situación y no pude reprimir una mueca de disgusto. Aquello era obra de William. Se había indignado por la actitud de Henry respecto a Mattie. Lewis no tenía esa clase de reacciones. Me constaba que William había hablado con Lewis por teléfono, pero en su momento no le di importancia. Ahora me lo imaginaba manipulando a Lewis para inducirlo a intervenir en la historia, dando por supuesto que así despertaría el instinto competitivo de Henry. Pero, en lugar de eso, Henry estaba reaccionando como un colegial, retraído e inseguro en presencia de su engreído hermano. Tal vez a William no le importaba cuál de sus hermanos sedujera a Mattie, siempre y cuando fuera uno de ellos.
Por lo que sabía de la historia familiar, Lewis —dos años mayor que Henry— siempre había reafirmado su superioridad en asuntos del corazón. Ni Lewis ni Henry habían contraído matrimonio, y si bien nunca los había interrogado sobre el tema, era una referencia que tenía en mente. En 1926 Henry le quitó la novia a Lewis. Según Henry, Lewis nunca se había recuperado plenamente de la afrenta. A juzgar por las apariencias, en ese momento Lewis emprendía por fin una campaña de represalia. Había puesto especial esmero en vestir con elegancia: camisa blanca almidonada, traje con chaleco, zapatos relucientes, pantalón bien planchado. Al igual que sus dos hermanos menores, Lewis conservaba todo el pelo y la mayoría de los dientes. Yo lo veía con los mismos ojos que Mattie: un hombre apuesto, atento, sin las reticencias de Henry. Los dos hermanos la conocieron en un crucero por el Caribe y Lewis la persiguió insistentemente. Se apuntó a la clase de acuarela que Mattie impartía, y si bien sus esfuerzos carecieron de la debida sutileza, ella admiró su tenacidad y entusiasmo. Henry sostenía que Lewis no hacía más que flirtear, pero Mattie no lo veía de esa manera. Ahora había vuelto al ataque, entrando en escena en el preciso momento en que Henry hacía progresos.
—¿Café? —me preguntó Henry. Intentaba disimular el malestar en su voz.
—Tomaré una taza. Gracias.
—¿Mattie? ¿Café? Voy a preparar otra cafetera.
—Sí, una tacita —contestó distraída por la anécdota que contaba Lewis.
Henry no prestaba atención. Seguramente había escuchado la historia antes y conocía el final. Yo estaba tan pendiente de Henry que apenas oía nada. Lewis llegó al desenlace, y tanto William como Mattie prorrumpieron en carcajadas.
Me senté a la mesa y, cuando remitieron las risas, miré a Mattie.
—¿Cómo se presenta el día? ¿Tienen planes ustedes dos? —dije.
—Ah, no. No puedo quedarme. Tengo responsabilidades que atender en casa.
Lewis dio una palmada en la mesa antes de exclamar:
—¡Tonterías! Hay una exposición en el museo de arte. Leí un artículo en el periódico y sé que te encantará.
—¿Una exposición de qué?
—De cristal soplado. Extraordinaria. El comentarista la calificaba de «obligatoria». Quédate al menos a verla. Después podemos picar algo en un restaurante mexicano que hay allí mismo, en los soportales de la plaza. Enfrente hay una galería de arte que deberías visitar. Podrías hablarle a la dueña de tus cuadros. Quizás acceda a representarte.
—Una idea fabulosa —intervino William—. No te andes con tantas prisas. Tómate un poco de tiempo para ti.
La cabeza me daba vueltas. William sonreía como una madre en un recital de danza.
—Henry, ¿podríamos hablar un momento? —intervine—. Tengo un problema en casa.
—¿Qué problema?
—Tengo que enseñarle una cosa. No le entretendré mucho.
—Iré más tarde. ¿Es tan urgente?
—Pues sí —contesté con la esperanza de que mi tono de voz le diera pistas.
No sabría decir si estaba resignado o molesto. Se volvió hacia Mattie.
—¿Te importa si salgo un momento?
—En absoluto. Entretanto yo misma ordenaré la cocina.
—No es necesario —dijo Henry—. Lavaré los platos en cuanto vuelva.
—Vete tranquilo —añadió Lewis como si tal cosa—. Lo dejaremos todo como una patena y luego iremos a dar un paseo por la playa. Mattie necesita un poco de aire fresco. Esto parece un horno.
Henry dedicó una dura mirada a Lewis.
—Si no tienes inconveniente, preferiría limpiar yo mismo mi cocina.
Lewis hizo una mueca y reprendió a su hermano:
—Relájate, por Dios. Pareces una viejecita. No vamos a desordenar tus preciosos cachivaches. Te prometo que guardaremos todas las especias en orden alfabético. Adelante. Márchate. No te preocupes por nosotros.
Henry se sonrojó de vergüenza. Lo tomé del brazo y lo conduje hacia la puerta. Advertí que se debatía entre el deseo de defenderse y el de escapar de aquel tormento. No tuve la impresión de que Mattie actuase con malevolencia. Su afecto hacia los dos hermanos era sin duda sincero. Simplemente no había notado la rivalidad entre ellos.
La mosquitera se cerró con un golpe seco a nuestras espaldas y cruzamos el patio. En cuanto entramos en el estudio, empezó a escudriñar el lugar con expresión adusta, buscando el problema que debía resolver.
—Espero que no sean las cañerías. No estoy de humor para arrastrarme por debajo de la casa.
—No hay ningún problema. Tenía que sacarle de allí. Necesita serenarse. No puede consentir que Lewis lo saque de quicio de este modo.
Me lanzó una mirada imperturbable.
—No sé de qué me hablas, Kinsey.
No sabría decir si Henry era tan obtuso o se hacía el tonto.
—Lo sabe. Lewis flirtea con todas las mujeres a las que ve. No significa nada. Usted tiene mucho más encanto y presencia que él. Además, Mattie ha venido a verle a usted. No puede permitir que irrumpa de esta forma y sea él quien rompa el fuego.
—¿«Irrumpa» y «rompa»?
—Ya sabe a qué me refiero. Ella está tomando el camino que ofrece la menor resistencia. Eso no quiere decir que su hermano le guste más que usted.
—Yo no estaría tan seguro. Mattie no tiene tiempo para mí y, cuando mi hermano propone una salida, de pronto dispone de todo el día.
—Pero usted podría haber propuesto algo.
—Y eso he hecho. La he invitado a desayunar.
—Y ella ha accedido. Lo único que no entiendo es cómo han acabado Lewis y William aquí.
—Una asombrosa coincidencia. Los dos habían salido a dar su paseo matutino y «casualmente» pasaban por aquí cuando Mattie aparcaba el coche en el camino. Como es natural, se han acercado a charlar, y ella les ha pedido que se queden. Ahora planea quedarse el resto del día en compañía de Lewis.
—Mattie no ha dicho eso. ¿Qué le ocurre? Lewis ha sugerido un plan. Ya ve. Piense uno mejor y manténgase firme.
—No está en mis manos. La decisión es de Mattie. Lewis actúa de un modo avasallador y competitivo, rivalizando por captar su atención. A juzgar por su comportamiento, se diría que tiene ocho años.
—Es verdad —respondí—. Compite con usted.
—Exactamente. Y da asco: dos adultos a la greña por una mujer como perros por un hueso. Ningún caballero debería imponerse cuando es la dama quien tiene derecho a elegir.
—Mattie no está eligiendo. Está siendo amable.
—Muy bien. Puede ser tan amable como le plazca. Nada más lejos de mis intenciones que entrometerme.
—Vamos, Henry. No se ponga así.
—Soy así, ni más ni menos.
—Testarudo y orgulloso.
—No puedo cambiar de personalidad. Me niego.
—Pues no cambie de personalidad. Cambie de actitud.
—No. Si Mattie se deja influir tan fácilmente por los «flirteos» de Lewis, como tú bien has dicho, quizá sea que me he equivocado con ella. Daba por sentado que era una mujer íntegra y con sentido común. Él es vanidoso y superficial, y si eso a ella le resulta atractivo, que sea lo que Dios quiera.
—¿Por qué no deja de pontificar? Adopta esa postura sólo para eludir la pelea. Está usted convencido de que si se enfrenta a él abiertamente saldrá perdiendo, pero no es así.
—Tú no tienes la más remota idea de lo que pienso.
—De acuerdo. Tiene razón. No debería atribuirle palabras que no ha dicho. ¿Por qué no me cuenta cómo se siente?
—No me siento de ninguna manera. Todo esto está de más. Mattie tiene sus preferencias y yo las mías.
—¿Preferencias?
—Eso mismo. Yo prefiero ser aceptado por mí mismo. Prefiero no imponer nada a nadie y que nadie me imponga nada a mí.
—¿Qué tiene eso que ver con Lewis?
—Ella lo considera divertido. Yo no. Además, su repentina aparición me parece muy sospechosa.
—Eso desde luego —convine. Me resistía a expresar mis propios recelos respecto a William a menos que Henry los manifestase primero.
—Creo que Mattie habló con Lewis por teléfono, y a él le ha faltado tiempo para tomar el primer avión.
—¿De dónde saca esa idea?
—A él no ha parecido sorprenderle en lo más mínimo encontrarla aquí, lo que significa que lo sabía de antemano. ¿Y cómo iba a saberlo si no se lo había anunciado ella misma?
—Quizá Lewis se ha enterado por otra persona.
—¿Por quién?
—Por Rosie.
—Rosie no anda de charla con Lewis. ¿Por qué iba a hablarle a él si apenas cruza una palabra conmigo?
—Pues entonces ha sido William. Podría haberlo mencionado de pasada.
—Veo que estás decidida a protegerla.
—Lo único que pretendo es introducir un punto de realismo. Nadie está maquinando nada a sus espaldas. Bueno, quizá Lewis, pero no Mattie. Usted lo sabe de sobra.
—Insinúas que soy un paranoico, pero esto no son imaginaciones mías. El propósito de Mattie era desayunar conmigo y después continuar el viaje a casa. Lewis ha sugerido algo como quien no quiere la cosa, y ahora ella aplaza su regreso. ¿Estás de acuerdo?
—No.
—Sí.
—No discutamos. No creo que hayan tramado nada, pero tal vez usted sí… Dejémoslo. Yo sólo digo…, en fin, ya no sé ni lo que digo. No debería rendirse. Y no añadiré nada más.
—Bien. Ahora, si me disculpas, tengo que volver a mi cocina y a mis hábitos de viejecita.
Fui a mi despacho y cerré la puerta por dentro. Para ser sincera, resultaba más relajante reflexionar sobre la delincuencia que sobre las personas que están enamoradas. Intentaba convencer a Henry de lo mismo de que intentaba disuadir a Reba, pero ninguno de los dos me escuchaba. ¿Por qué iban a hacerlo? He echado a perder todas mis relaciones, así que no puede decirse que mis consejos sean muy valiosos. Abrí la ventana con la esperanza de que corriese un poco el aire. En la calle el termómetro marcaba veintitrés grados. A mí me parecía que hacía más calor. Me senté, apoyé los pies en el escritorio y me retrepé en la silla giratoria. Después examiné la estancia con una sensación de descontento. Las ventanas estaban tan sucias que apenas veía a través: mugre en el alféizar, polvo en mi planta artificial. Tenía el escritorio cubierto de porquerías, y la papelera, atestada. Aún había cajas sin abrir desde la mudanza, y de eso hacía ya cinco meses. Menudo abandono el mío.
Me levanté y entré en la pequeña cocina. Saqué de debajo del fregadero un cubo, una esponja y un envase de un virulento líquido amarillo que parecía residuos tóxicos. Dediqué la mañana a restregar superficies, pasar la aspiradora, quitar el polvo, abrillantar, desembalar y guardar cosas. A mediodía, ya acalorada, cansada y sudorosa, mi humor había mejorado. Pero no por mucho tiempo.
Llamaron a la puerta. Al abrir encontré a un mensajero de pie en el umbral con un sobre en la mano. Firmé la entrega, lo abrí y extraje un cheque de Nord Lafferty por valor de mil doscientos cincuenta dólares en respuesta a la factura que le había enviado el día anterior. La nota adjunta, escrita a mano, indicaba que la gratificación de doscientos cincuenta dólares agradecía un trabajo bien hecho.
Yo no estaba tan segura. Desde un punto de vista psicológico, la gratificación me dejaba en deuda con él y desencadenaba otra tanda de remordimientos de conciencia que yo había pretendido apaciguar con la limpieza. Volvía a estar sumida de pleno en la duda. ¿Debía decirle a Reba lo que ocurría? Más importante aún, ¿debía poner al corriente a su padre? Su único requerimiento —que yo había aceptado— era que lo mantuviese informado de cualquier reincidencia por parte de su hija. Hasta donde sabía, eso aún no había ocurrido, pero si le contaba a Reba que Beck y Onni estaban juntos, ¿qué haría? Se hundiría y se reconcomería de rabia. Y si no se lo contaba y llegaba a enterarse por su cuenta —cosa que no podía descartarse en un pueblo tan pequeño—, se hundiría y se reconcomería igualmente. Ella me había rogado que no le hablase a su padre de Beck, pero no era Reba quien pagaba mis facturas. Aquel cheque era la prueba de ello.
Busqué algún principio primordial válido para el caso, algún código moral que guiase mi decisión. No se me ocurrió ninguno. Entonces me pregunté si tenía moralidad o principios de alguna clase, y me sentí peor todavía.
Sonó el teléfono. Descolgué el auricular y dije con más brusquedad de la que pretendía:
—¿Qué?
Cheney se echó a reír.
—Te noto tensa.
—Lo estoy. ¿Tienes idea del apuro en el que me has metido?
—Sé que es difícil. ¿Quieres que hablemos?
—¿De qué? —pregunté—. ¿De traicionar a esa pobre chica? ¿De informarle de que Beck se está tirando a otras?
—Ya te dije que es un mal hombre.
—Pero ¿no es igual de malo ir a por ella de esta manera?
—¿Tienes alguna sugerencia? Porque estamos abiertos a todas las opciones… Sabe Dios que no queremos recurrir al armamento pesado a menos que sea indispensable. La chica es ya bastante rara.
—Eso desde luego —convine—. Noto que hablas en plural. Supongo que te has aliado con Hacienda.
—Este es un asunto de las fuerzas del orden. Soy policía.
—Pues yo no.
—Al menos podrías hablar con Hacienda.
—¿Para que añada sus gilipolleces a las tuyas? Es una feliz idea. Todo pinta ya bastante mal tal como está.
—Oye, estoy a la vuelta de la esquina —dijo—. ¿Quieres que comamos juntos? Él llega hoy de Los Ángeles y ha dicho que se reuniría con nosotros. No te agobiará. Te lo prometo. Tú sólo escúchalo.
—¿Con qué fin?
—¿Conoces un sitio que se llama Jay’s? Sirven sándwiches de pastrami calientes y los mejores Martinis del pueblo.
—No bebo en el almuerzo.
—Yo tampoco, pero podemos comer juntos, ¿no?
—Un momento —repliqué—. Alguien está llamando a la puerta. Voy a dejarte en espera. Vuelvo enseguida.
—De acuerdo.
Pulsé el botón de Llamada en espera y dejé el auricular sobre la mesa. Me levanté y salí del despacho. ¿Qué me sucedía? Porque realmente deseaba verlo. Y Reba no tenía nada que ver con eso. Ese asunto no hacía más que encubrir mi confusión, contra la que estaba luchando. Entré en el cuarto de baño y, al mirarme en el espejo, vi que tenía un aspecto horrible. Aquello era ridículo. Regresé al despacho, tomé el teléfono y pulsé de nuevo el botón para activar la línea.
—Nos vemos allí en diez minutos.
—No seas tonta. Puedo pasar a recogerte. No tiene sentido ir en dos coches. Es más ecológico.
—En fin…
Cerré el despacho con llave y 1o esperé en la calle. Era absurdo preocuparme por mis vaqueros sucios y mis zapatillas raídas. Las manos me olían a lejía y llevaba un jersey de cuello cisne que me quedaba estirado y deforme. Hubiera necesitado una capa de maquillaje completo; tres o cuatro minutos me habrían bastado. ¡A la porra! Se trataba de una reunión de trabajo. ¿Qué más daba si no aparecía fresca como una rosa, con medias y tacones altos? El problema más inmediato era el contacto de Cheney en Hacienda. Y yo ya temía verlo. No me agobiaría: me pisotearía.
Cheney dobló la esquina al volante de un Mercedes rojo descapotable. Paró junto al bordillo, se inclinó hacia un lado y abrió la portezuela del copiloto. Subí al coche.
—Pensaba que tenías un Mazda —comenté con retintín.
—Lo he dejado en casa. También tengo una furgoneta Ford de hace seis años que uso para las vigilancias. Esta preciosidad me la entregaron la semana pasada en Los Ángeles.
—Tiene mucha clase.
Cheney giró a la derecha en el cruce y atravesamos el pueblo. Me gustaba su manera de conducir sin alardes ni maniobras temerarias. Con el rabillo del ojo, me fijé en el acabado mate de su chubasquero —nada brillante ni vulgar—, su camisa blanca, los pantalones de algodón, los elegantes zapatos italianos, que probablemente costaban más que mi alquiler mensual. Incluso en un coche abierto, su loción para después del afeitado olía a especias, un aroma semejante al de un arbusto de floración nocturna. Aquello era lamentable. Me entraron ganas de inclinarme hacia él y olfatearle la cara. Cheney, sonriente, me escrutó con la mirada como si supiese qué me rondaba por la cabeza. No era buena señal.