9

Para cenar me preparé un sándwich de huevo duro rociado de mayonesa y con mucha sal mientras juraba, de una manera vaga e insincera, corregir mi dieta alarmantemente baja en fruta, verdura, fibras, cereales y nutrientes de toda clase. Me proponía acostarme temprano, pero a las siete sentí cierto desasosiego por razones que no pude precisar. Decidí hacer una visita rápida al bar de Rosie, no tanto por el pésimo vino como por el cambio de escenario.

Para mi sorpresa, la primera persona a quien vi fue Lewis, el hermano mayor de Henry, que vive en Michigan. Estaba de pie detrás de la barra sin la chaqueta del traje; remangado hasta los codos y con las manos inmersas en agua jabonosa, lavaba vasos y jarras de cerveza. Me acerqué a la barra y le dije:

—¡Vaya sorpresa! ¿Cuándo ha llegado?

Lewis alzó la vista con una sonrisa pintada en la cara.

—He venido en avión esta tarde. William ha ido a recogerme al aeropuerto y me ha puesto a trabajar en el acto.

—¿Qué le trae por aquí?

—Nada en particular. Necesitaba un cambio de aires. El plan se me ocurrió de pronto. Charlie estaba ocupado y Nell andaba bajo de ánimo… Reservé el pasaje y he venido yo solo. Viajar es excitante. Estoy pletórico.

—Me alegro por usted. Es fantástico. ¿Hasta cuándo se queda?

—Hasta el domingo. William y Rosie me alojan en su casa. Por eso él está enseñándome a atender la barra, para que me gane la estancia.

—¿Sabe Henry que está usted aquí?

—Todavía no, pero me acercaré a verlo en cuanto William me dé un descanso.

Enjuagó la última jarra, la colocó en el escurridor y se secó las manos con un paño blanco que llevaba prendido en la cintura. Puso una servilleta en la barra, ante mí, y adoptó su pose de camarero.

—¿Qué vas a tomar? Si la memoria no me engaña, te gusta el Chardonnay.

—Mejor una Coca-Cola. Rosie ha cambiado de «vinateros», aunque no sé si es el término pertinente. El vino que sirve tiene la sutileza de un disolvente.

Llenó un vaso de Coca-Cola del surtidor y lo colocó sobre la servilleta. Para ser un anciano de ochenta y nueve años, era la viva imagen de la eficacia; actuaba de forma enérgica y a la vez relajada. Viéndolo trabajar, daba la impresión de que hubiese atendido una barra toda la vida.

—Gracias —dije.

—No hay de qué. Invita la casa.

—¡Vaya, es usted encantador! Se lo agradezco.

Lo observé mientras se alejaba con su andar decidido hacia el otro extremo de la barra, donde sirvió a otro cliente. ¿Qué estaba ocurriendo? Que yo supiese, Lewis nunca había venido a Santa Teresa sin previo aviso. ¿Lo había inducido William? No parecía buena idea. Volví la cabeza y eché un vistazo por encima del hombro a los escasos parroquianos. Mi reservado preferido estaba ocupado, pero había muchos asientos libres. Tomé la Coca-Cola y me la llevé a una mesa cerca de la entrada. Corría un soplo de aire fresco cada vez que la puerta se abría y cerraba, que disipaba el humo de tabaco acumulado en el aire como niebla. Aun así, sabía que llegaría a casa oliendo a hollín, y debería tender la ropa en la barra de la ducha toda la noche para eliminar el tufo. Sin duda el pelo me apestaba, pero lo llevo demasiado corto para acercarme un mechón a la nariz y olfatearlo. Los fumadores siempre escuchan estas quejas como si uno se inventara falsas acusaciones sin más propósito que protestar y ofender.

Acababa de acomodarme cuando percibí el grato cambio en la corriente de aire que indicaba la entrada de alguien. Cheney Phillips cruzó la puerta. Sentí una sacudida como esas que uno experimenta en un avión y lo inducen a preguntarse si será su último vuelo. Vi que barría con la mirada a los clientes congregados, al parecer buscando a alguien que no había llegado. Vestía con la habitual mezcla de telas caras y corte elegante. Prefería las camisas de etiqueta blancas y bien planchadas o las de seda de cuello blando en colores crema o beige. A veces se atrevía con camisas de colores de la misma gama, por lo general en tonos discretos, lo que le confería un aspecto serio. Esa noche llevaba una americana de seda gamuzada de color canela sobre un cuello cisne de cachemir rojo. Levanté la mano para saludarlo sintiendo curiosidad por saber si el jersey era tan suave como parecía. Se acercó sin prisa a mi mesa y apartó una silla.

—¿Qué tal? ¿Puedo sentarme? —me saludó.

Hice un gesto afirmativo.

—Nuestros caminos vuelven a cruzarse —comenté—. No te veía desde hacía meses y ahora nos tropezamos tres veces en cuatro días.

—No es del todo casual. —Señaló mi vaso—. ¿Qué demonios es eso?

—Una Coca-Cola. Lleva años en el mercado.

—Necesitarás algo más fuerte. Tenemos que hablar. —Sin aguardar mi respuesta, Cheney captó la atención de Lewis y le hizo señas para que nos atendiera.

Me volví a tiempo de ver al nuevo camarero saliendo a toda prisa de detrás de la barra y encaminándose hacia nuestra mesa.

—Dígame, caballero.

—Dos Martinis con vodka Stoli. Si no tienen, sírvanos Absolut. Y aceitunas para acompañar. —Lanzándome una mirada preguntó—: ¿Quieres un poco de agua fría?

—¿Por qué no? —contesté siempre tan exquisita—. Te presento a Lewis Pitts. Es el hermano de mi casero. Ya conoces a Henry, ¿no?

—Claro. Soy Cheney Phillips —dijo. Se levantó y tendió la mano a Lewis, que contestó con los habituales cumplidos y cortesías.

Inconscientemente, me fijé en la textura del pelo de Cheney, en aquellos rizos castaños y mullidos que parecían tan suaves como el pelo de un caniche. En general, no me gustan los perros. Tienden a ladrarme en la cara y echarme su mal aliento antes de erguirse de un brinco y plantarme en el pecho sus pesadas patas. Por más órdenes tajantes que reciban, la mayoría de los perros se comportan como les viene en gana. Hay alguna que otra excepción, claro está. La semana pasada, en un raro momento de buena voluntad, charlé con una mujer que paseaba a un perro de una raza que nunca había visto. Me presentó a Chandler, un perro de aguas que, a petición de su dueña, se sentaba y ofrecía la pata con actitud seria. Era un perro silencioso y bien educado con un pelo tan rizado y suave que no podía apartar las manos de él. ¿Por qué me acordaba de eso ahora? Tras perderme la mayor parte de la conversación, sintonicé mi oído en el momento en que Lewis decía:

—Enseguida vuelvo.

Fue como despertar ante el televisor en medio de una película. No tenía una idea clara de lo que sucedía. En cuanto se marchó, me volví hacia Cheney.

—Supongo que has quedado aquí con alguien —solté.

Phillips recorrió con la mirada los rostros del local, como si tuviera una cámara en los ojos. Llevaba años en la Brigada Antivicio y estaba obsesionado con las busconas y los camellos igual que algunos hombres tienen fijación con el tamaño de las tetas. Posó en mí la vista.

—En realidad te buscaba a ti. He pasado por tu estudio y, al no encontrarte, he imaginado que estarías aquí.

—No me había dado cuenta de que fuese tan previsible.

—Es tu mejor rasgo —dijo.

Me clavó una mirada inquietante. Desvié la vista hacia la barra, la puerta, cualquier lugar menos él. ¿Dónde estaba Lewis y por qué tardaba tanto?

—¿No quieres saber por qué he venido? —preguntó Cheney.

—Claro.

—Tenemos un interés común.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

—Reba Lafferty.

Su respuesta fue tan inesperada que ladeé la cabeza en un gesto de curiosidad.

—¿Qué tienes que ver con ella?

—Ese fue el motivo de mi visita a Priscilla Holloway. Me enteré de que alguien iba a la Penitenciaría para Mujeres de California a recoger a Reba. No supe que eras tú hasta que te vi allí.

Cheney alzó la vista para mirar a Lewis, que había aparecido con nuestros Martinis en una bandeja. Los dejó en la mesa con sumo cuidado observando cómo temblaba el líquido. El pie de las copas estaba tan frío que se deslizaban escamas de hielo por la superficie del cristal. El vodka, recién salido del frigorífico, tenía un aspecto untuoso. Hacía años que no tomaba un Martini y ya casi no recordaba el sabor penetrante, casi químico.

Nunca he sabido decir qué hace tan atractivo el rostro de Cheney. Tiene la boca ancha, las cejas oscuras, los ojos marrones como monedas antiguas, y las manos tan grandes que da la impresión de que se haya roto los nudillos haciendo picadillo a alguien. Examiné sus facciones y de pronto me contuve, pensando que debería abofetearme a mí misma. Acababa de sermonear a Reba por la estupidez de sus devaneos con un hombre casado y ahora yo contemplaba la misma posibilidad.

—Gracias, Lewis —dijo Cheney—. ¿Puede ponerlo todo en la misma cuenta?

—Naturalmente. Si necesitan algo más, sólo tiene que pedírmelo.

Cuando se fue, Cheney levantó su copa y brindó contra la mía.

—Salud.

Tomé un sorbo de aquel vodka suave que me bajó como una columna de calor desde la médula espinal hasta los pies.

—Espero que Reba no esté metida en un lío —comenté.

—Diría que está a punto de meterse en uno —repuso Cheney.

—Oh, no…

—¿La conoces bien? —preguntó.

—Puedes hablar en pasado. He terminado el trabajo para el que me contrataron y ahora llevo otros asuntos.

—¿Y eso cuándo ha sido?

—Nos hemos despedido esta misma tarde. ¿Qué sucede?

—Por ahora nada, pero algo se está cociendo.

—Eso ya lo has dicho. ¿A qué te refieres?

—Anda en compañía de Alan Beckwith, el hombre al que conociste aquí ayer por la noche.

—Sé perfectamente cuándo lo conocí. ¿Qué interés tienes tú en eso?

Noté el tono de hostilidad que se adueñó de mi voz por su comentario: al parecer, alguien estuvo vigilándome mientras yo vigilaba a Reba cuando esta se lo estaba montando con Beck.

—No seas cascarrabias —me soltó.

—Perdona. No pretendía dar esa impresión. —Respiré hondo exhortándome a adoptar una actitud más cordial—. No entiendo cuál es tu papel en esto. Y no me pidas que lo adivine. Detesto esas estupideces.

Cheney sonrió y dijo:

—Estoy en tratos con cierta gente interesada en él. Y también en ella, por asociación. Debes comprender que este asunto es confidencial.

—Amén. —Me hice la señal de la cruz en el pecho.

—¿Sabes algo de Beck?

—No. Espera… Sé que su padre era el dueño del Clements, así que supongo que en su día fue un importante hombre de negocios.

—El más pesado. Alan Beckwith padre se forró con varias concesiones, sobre todo en el sector inmobiliario. El hijo ha tenido éxito, pero ha trabajado toda su vida a la sombra del padre. Beck no dio la talla. Por lo que he oído, no es que el viejo anduviese juzgándole, pero Beck era consciente del abismo entre los éxitos de ambos. El padre estudió en Harvard y quedó quinto de su promoción. Beck tuvo una trayectoria académica mediocre. Fue a una universidad de segunda fila, hizo un máster en dirección de empresas, pero nunca estuvo entre el veinticinco por ciento de los mejores alumnos. Esa es la verdad. En comparación con los logros de su padre, los suyos fueron modestos, e imagino que eso fue afectándole a medida que pasaron los años. Beck es de esos que juran que serán multimillonarios a los cuarenta. A los treinta estaba estancado y cada vez más desesperado por cumplir sus expectativas. ¿Conoces el dicho «El dinero sólo es una manera de contar los tantos»? Pues Beck se lo tomó a pecho. Hace cinco o seis años decidió que su objetivo era amasar una fortuna mayor que la de su padre. Como no podía conseguirlo jugando limpio, se apartó del buen camino. Vio que podía ganar mucho más dinero si ofrecía sus servicios a personas que necesitaban darle un baldeo al suyo.

—¿Blanqueo de dinero? —pregunté.

—Exacto. Resulta que Beck tiene aptitudes para las artimañas financieras. Puesto que él suele tratar con inmuebles de lujo, tenía ya montada la infraestructura básica. Existen varias maneras de desviar fondos en la compraventa de bienes raíces, pero la mecánica es lenta y exige demasiado papeleo. Con el blanqueo de dinero, el objetivo es minimizar el rastro de documentos y levantar tantos cortafuegos como sea posible con el punto de partida. Sus primeros esfuerzos fueron torpes, pero va mejorando. Ahora ha fundado una empresa ficticia panameña que se llama Clements Unlimited. En un país como Panamá puedes esconder mucha pasta, porque las leyes de secreto bancario han sido muy rigurosas desde el primer día. En 1941 tomaron ejemplo de los suizos y aplicaron cuentas codificadas. Por desgracia para los delincuentes, las cuentas numeradas ya no son lo que eran. Los bancos suizos no ofrecen la misma protección que antes, porque han sido blanco de muchas críticas por encubrir a maleantes. Ahora han reconocido la necesidad de estar a buenas con la banca internacional, y eso los ha inducido a firmar tratados con otros países. De hecho, se han comprometido a cooperar cuando existan pruebas de actividad delictiva. En Panamá no están por la labor. Tienen abogados que crean compañías a patadas y las venden a clientes que quieren evadir impuestos.

—¿Te refieres a las empresas ficticias?

Cheney asintió con un gesto de la cabeza.

—Puedes crear una compañía ficticia conforme a tus propias especificaciones o puedes comprarla ya hecha. Una vez establecida, canalizas el dinero desde Estados Unidos a través de la empresa ficticia hacia el paraíso fiscal que elijas. O bien puedes fundar un consorcio en un paraíso fiscal. O puedes hacer lo que hizo Beck, que fue comprarse un banco a medida y empezar a aceptar depósitos.

—¿De quién?

—Tiene especial interés en no indagar demasiado, pero su principal cliente es un narcotraficante de altos vuelos con sede en Los Ángeles, que supuestamente se dedica al comercio de oro. Beck también blanquea dinero para una importante productora de pornografía y para un sindicato que controla una red de prostitutas y burdeles en el condado de San Diego. La gente que comercia con el pecado amasa millones en efectivo. ¿Qué pueden hacer con eso? Si vives a lo grande, los vecinos empiezan a preguntarse por tu fuente de ingresos. También se lo preguntarán Hacienda y la DEA, el organismo dedicado a la lucha antidroga, así como otros departamentos gubernamentales. Nunca falta quien necesita limpiar su dinero sucio por el canal de desagüe. La coartada de Beck es que, hasta fecha reciente, lo que hacía no era ilegal en sí mismo.

—Bromeas.

—En absoluto. El año pasado el Congreso aprobó la Ley para el Control del Blanqueo de Dinero. Pero, hasta entonces, las mismas transacciones podían ser objeto de una investigación o una acción judicial bajo otras leyes, pero el blanqueo en sí no era delito. Perdona que me extienda tanto. Ten un poco de paciencia.

—No te preocupes. Todo esto es nuevo para mí.

—Para mí también. Según me han dicho, las bases se asentaron en 1970 con la aprobación de la Ley de Secreto Bancario. Esta ley regula la información en las instituciones financieras: bancos, corredurías, agencias de cambio de divisa, cualquiera que emita cheques de viaje, giros postales… Están obligadas a informar de determinadas transacciones a la Secretaría del Tesoro en el plazo de quince días, mediante un formulario llamado CTR, que deja constancia de cualquier transacción de dinero superior a diez mil dólares. ¿Me sigues?

—Más o menos. ¿Cómo sabes todo eso?

—Casi todo me lo ha contado mi compañero en Hacienda durante los dos últimos meses. Según él, además del CTR hay otro formulario, el CMIR, que es un arma potente en la detección de dinero en efectivo filtrado a Estados Unidos. Deben rellenarlo todos aquellos que reciben o transportan físicamente dinero, en mano, por correo o por flete, en cantidades mayores de diez mil dólares. Existe otro formulario para los casinos, pero este caso no nos atañe. Que yo sepa, Beck no tiene conexiones con ninguna de las grandes compañías con intereses en el juego, aunque esa es otra buena manera de reunir un montón de dinero y limpiarlo.

»El gobierno depende de las instituciones financieras para seguir el flujo de dinero en el sistema. Obviamente, no hay nada ilegal en mover grandes sumas siempre y cuando se rellenen los formularios oportunos. Si uno intenta soslayarlos, está sujeto a penas severas, en el supuesto de que lo pillen, claro. Beck puso todo su empeño en cultivar amistades en la banca, y durante un tiempo sobornó a una de esas personas para que hiciese la vista gorda. El empleado del banco preparaba el CTR y dejaba una copia en los archivos, pero en lugar de remitir el original a Hacienda, lo pasaba por la trituradora de papel. El problema es que los bancos tienden a trasladar a estos ejecutivos de una sucursal a otra, y Beck perdió a su conspirador. Así es como Hacienda acabó fijándose en él. Un nuevo subdirector en la Caja de Ahorros y Préstamos de Santa Teresa descubrió unos pequeños ingresos vinculados a Beck y a su empresa. Ha estado dividiendo los depósitos de gran volumen en transacciones menores con la esperanza de eludir el requisito de los diez mil dólares para el formulario CTR. Esta es una maniobra fundamental en cualquier operación de blanqueo de dinero. Se llama atomización. Beck utilizó a un equipo de colaboradores habituales que iban de banco en banco en el pueblo, y a veces de ciudad en ciudad, haciendo efectivos cheques de ventanilla o giros postales en cantidades pequeñas, dos mil, cinco mil dólares, a veces hasta nueve mil, pero nunca más de diez mil dólares. Este gota a gota se ingresaba íntegramente en una misma cuenta, y entonces Beck, mediante transferencias, lo enviaba todo a un par de bancos panameños. Después lo hacía llegar de nuevo a sus clientes de una forma más respetable.

»El caso es que, mientras tanto, la DEA rastreaba el dinero desde su lugar de procedencia, que era un cártel dedicado a la importación de marihuana y cocaína con destino a Los Ángeles. En algún punto se cruzaron los dos caminos y se encendió la alarma roja. Conocí al investigador de Hacienda en un congreso en Washington hace unos cuatro años. Poco después lo asignaron a la oficina de Los Ángeles para coordinar el equipo operativo. En cuanto salió a relucir el nombre de Beck, la atención se centró en él. Vince Turner, el agente en cuestión, me pidió que actuase como enlace local. Sus hombres son muy discretos, ya que los agentes federales intentan reunir pruebas para el caso sin que Beck sospeche nada.

—¿En este pueblo? Pues buena suerte.

—Somos muy conscientes de eso —dijo—. Hasta el momento han infiltrado a varios hombres en el servicio de recogida de basuras y llevan a cabo una vigilancia continuada, siguiendo sus movimientos de entrada y salida del país. Lo que ahora necesitan es un informador, y ahí interviene Reba Lafferty.

Hice un gesto de impaciencia.

—No lo dirás en serio. Está enamorada de ese hombre. Nunca lo delatará.

—No estés tan segura.

—Está loca por él. Beck es la razón de que no se haya desmoronado durante estos dos últimos años. Se escribían y hablaban por teléfono un par de veces por semana. Así ha sobrevivido. Me lo ha contado ella misma.

—Tú escúchame. Ya conoces esta historia.

—Por supuesto. Ella le estafó dinero a la empresa de Beck durante dos años…

—Mientras los dos mantenían una aventura.

—¿Y qué?

—En esas circunstancias, ¿no te parece extraño que Beckwith se líe otra vez con Reba en cuanto la ponen en libertad?

—La verdad es que yo misma se lo he preguntado… Ella asegura que la ha perdonado porque sabe que es una persona autodestructiva, incapaz de ayudarse a sí misma.

—No. —Cheney cabeceó varias veces—. Lo dudo. No me parece verosímil.

—No estoy defendiéndolo. Sólo repito lo que ella me ha dicho. Estoy de acuerdo contigo. Cuesta creer que Beck vaya a poner la otra mejilla. ¿Cuál es la situación, pues? Deduzco que sabes algo que yo ignoro.

Cheney se inclinó hacia mí y bajó la voz. Ladeé la cabeza para acercarme y sentí su aliento en mi mejilla cuando empezó a hablar.

—Reba fue a la cárcel por su culpa. Beck la obligó a abrir cuentas para un par de compañías ficticias. Ella pasaba las facturas de bienes y servicios inexistentes; luego extendía cheques al portador a cargo de esas cuentas. Él los firmaba y ella los enviaba a un apartado de correos. Después los recogía e ingresaba el dinero en una cuenta ficticia. A veces él traspasaba el dinero a una cuenta en un paraíso fiscal o ella lo retiraba en efectivo y se lo entregaba a él.

—No lo entiendo. ¿Por qué querría robarse a sí mismo?

—Tiene deudas que saldar, y así se cubre las espaldas. No puede sacar grandes sumas sin una explicación. Si alguna vez le hacen una auditoría, Hacienda querrá saber adónde fue a parar el dinero. Supuso que camuflaría esas salidas de dólares presentándolas como gastos del negocio.

—¿Y por qué no usaba el dinero de sus cuentas en paraísos fiscales?

—¿Quién sabe las razones? Para entonces tenía nuevos planes a la vista y estaba impaciente por acelerar el proceso. Convenció a Reba de que aceptase la condena por los trescientos cincuenta mil dólares y él quedase con las manos limpias. Como ella afirmó que lo había perdido todo en el juego, ¿quién podía demostrar lo contrario? La verdad es que siempre ha tenido un problema con las apuestas y en esa época estaba haciendo viajes a Las Vegas y Reno, cosa que a él le venía de perlas.

—Pero ¿cómo la convenció de una cosa así?

—Tal como los hombres convencen a las mujeres. Le prometió la luna.

—No puedo creer que fuese a la cárcel por él. ¡Menuda idiota!

Cheney se encogió de hombros.

—Mi amigo de Hacienda dice que ya entonces se habló de la posibilidad de contactar con Reba y ofrecerle un trato, pero por esas fechas acababan de ponerse en marcha y no podían correr ese riesgo. Ahora las cosas han madurado. Necesitan una visión desde dentro, y es ella quien puede darla.

—Beck debe de tener un interventor y un contable. ¿Por qué no alguno de ellos?

—Trabajan con esa opción como plan B.

—Pues mejor será que les digas que trabajen de firme. Si Reba ha pasado dos años en la cárcel por Beck, ¿por qué va a denunciarlo ahora?

—Sabes que está casado…

Sentí que mi impaciencia crecía por momentos.

—Claro. Y Reba lo sabe también. Dice que es un matrimonio de conveniencia. A mí me parece una estupidez, y así se lo he dicho, pero ella sigue en sus trece.

—En ese caso, se engaña. Si ves a Beck y su mujer juntos… Por cierto, se llama Tracy. Nadie diría que no es un marido devoto. Podría ser puro teatro, pero no lo parece.

—Así son los hombres…

—Según las estadísticas, las mujeres son más promiscuas que los hombres.

—Todo esto es repugnante. ¿Cómo hemos llegado a tal grado de cinismo?

Cheney sonrió.

—Lo llevamos en la sangre.

—¿Crees que Tracy está al tanto de la existencia de Reba?

—Es difícil saberlo —contestó—. Beck tiene mucho dinero y la trata como a una reina. Desde la perspectiva de ella, quizá sea más inteligente hacer la vista gorda. O quizá lo sepa y le importe un carajo.

—Reba está convencida de que su mujer no sabe nada, y además si Tracy se entera no sólo se divorciará de él, sino que se quedará con todo.

—¿Cómo piensa hacerlo? Él tiene el dinero metido en cuentas bancarias de todo el mundo. Y algunas en bancos de su propiedad. Su mujer se encontraría con la misma pesadilla a la que nos enfrentamos nosotros, o sea: cómo seguir el rastro a sus activos. Reba, en cambio, está al corriente de todo. Sabe dónde ha enterrado los cadáveres. Nos interesa contactar con ella.

—Tal vez Beck lo ha cambiado todo mientras ella estaba en la cárcel…

—¿Por qué iba a hacerlo? Puede variar las reglas del juego, pero las cuentas llevan años abiertas. Crear un banco en un paraíso fiscal es un proyecto caro. No va a empezar de cero a menos que se vea obligado. Por eso a los federales les preocupa tanto que se entere. No quieren que le entre el pánico antes de que estén listos para actuar.

—¿Qué quieren de Reba?

—Cifras, bancos, números de cuenta…, cualquier dato al que Reba pueda echarle mano. Tienen ya parte de la información, pero necesitan corroborarla con cualquier detalle que ella sepa y ellos no hayan descubierto aún.

—Pero ¿cuál va a ser su incentivo? No tenéis nada que ofrecerle. Es una persona libre. En cuanto le pidáis ayuda, irá derecha a Beck.

Cheney se llevó la mano al bolsillo interior de la americana y sacó un sobre marrón que deslizó hacia mis manos por encima de la mesa.

—¿Qué es esto?

—Échale un vistazo.

Abrí la pestaña. Dentro encontré varias fotografías en blanco y negro de Beck tomadas con teleobjetivo. En un par de ellas, la cara de su acompañante no se veía con claridad, pero parecía ser la misma mujer. Las habían hecho en cinco ocasiones distintas, a juzgar por la fecha y la hora consignadas en el ángulo inferior derecho de cada una. Todas eran del mes pasado. En la última instantánea, Beck y la mujer salían de un motel de la parte alta de State Street que reconocí. Volví a guardar las fotografías en el sobre.

—¿Quién es la mujer? —le pregunté a Cheney.

—Se llama Onni. Es la mejor amiga de Reba. Beck se acuesta con ella desde que Reba llegó a la penitenciaría.

—¡Vaya un sinvergüenza! —exclamé—. ¿Y se supone que yo tengo que enseñárselas con la esperanza de persuadirla para que lo denuncie?

—Sí.

Lancé las fotos sobre la mesa, que resbalaron hacia él.

—Tienes a tu entera disposición los recursos del gobierno de Estados Unidos —repliqué—. Búscate a otra para hacer el trabajo sucio.

—Kinsey, entiendo tu actitud, pero esto no es un asunto de poca monta. Lo que Beck está haciendo es…

—Sé lo que está haciendo. No me vengas con que «el blanqueo de dinero es malo». Eso ya lo he captado. Pero no veo por qué he de ser yo quien convenza a Reba de que hunda a Beck.

—Nosotros somos hombres. No la conocemos como tú. Basta con que la llames y charles con ella. Además, confía en ti.

—Eso no es cierto. Ni siquiera le caigo bien. Te lo repito: se ha puesto hecha una furia cuando he intentado explicarle la verdad. ¿Cómo voy a llamarla así, de pronto? Se daría cuenta de que tramo algo. Quizá sea una idiota, pero no vive en la inopia.

—Piénsalo antes de decidirte, por favor.

Me levanté y retiré la silla.

—De acuerdo. Lo pensaré. Ahora, con tu permiso, necesito ir a casa y darme un baño.