La verja de la residencia de los Lafferty estaba abierta. Recorrí el camino de entrada mientras veía a Reba esperando en los peldaños del porche con el gato a sus pies. Tenía un cepillo en la mano y almohazaba al gato mientras este se paseaba de un lado a otro arqueando el lomo al contacto de las púas. Nada más advertir mi presencia, dio un beso al animal y dejó el cepillo. Se acercó a la puerta, abrió la mosquitera y se inclinó hacia el interior para anunciar a su padre o al ama de llaves que se marchaba. No pude evitar sonreír cuando trotó hacia mí por el camino. Se la veía alegre, animada, y recuerdo que pensé: «He aquí los efectos del sexo, chica». Vestía chirucas, vaqueros y un jersey grueso azul oscuro con un amplio cuello vuelto. Parecía alocada como una adolescente. Su padre había dicho que era una chica difícil —«rebelde» había sido la palabra—, pero yo no había percibido el menor indicio de rebeldía en mi trato con ella. Poseía una exuberancia natural y costaba imaginársela borracha o colocada. Abrió la portezuela del coche sonriente, sin aliento, y se acomodó en el asiento del copiloto.
—¿Cómo se llama el gato?
—Rags. Es un encanto. Tiene diecisiete años y pesa ocho kilos. El veterinario quiere ponerlo a dieta, pero yo me niego. —Echó la cabeza atrás—. No sabes lo bien que se siente una al salir de la cárcel. Es como volver de entre los muertos.
Me alejé de la casa y, cambiando de marcha, descendí por el camino y crucé la verja.
—¿Has dormido bien? —le pregunté.
—Sí. Ha sido un gustazo. Los colchones de la cárcel son así de gruesos, como los cojines de una tumbona, y las sábanas, muy ásperas. La almohada era tan plana que tenía que enrollarla y colocármela bajo la cabeza como una toalla. Cuando me metía en la cama por la noche, el calor corporal activaba un extraño olor en la tela. —Arrugó la nariz.
—¿Y cómo era la comida?
—No muy mala. Digamos que pasable. Lo que nos salvaba era que nos dejaban tener en las celdas esos hervidores, como los que se usan para calentar agua para hacer té, ¿sabes? Descubrimos mil usos posibles: fideos, sopas, tomates cocidos en una lata. Hasta que llegué allí nunca me habían gustado los tomates cocidos. Algunos días las celdas apestaban; café quemado o restos de judías incrustados en la sartén. La mayor parte del tiempo yo me aislaba de todo. Construí un muro invisible entre el resto del mundo y yo misma que aún mantengo. Si no, me habría vuelto tarumba.
—¿Tenías amigas?
—Un par, y eso fue una ayuda. Mi mejor amiga se llamaba Misty Raine, acabado en «e». Era bailarina de striptease. Yo me moría de risa con ella. Antes de venir a California, vivía en Las Vegas, pero cuando la soltaron y terminó su periodo en libertad condicional se trasladó a Reno. Dice que allí hay más marcha que en Las Vegas. Seguimos en contacto. Dios, cuánto la echo de menos.
—¿Por qué la encerraron?
—Tenía un amigo que le enseñó a afanar tarjetas de crédito y falsificar cheques…, «colgar papel», como dicen ellos. Salían a derrochar dinero, se alojaban en hoteles de lujo y cargaban en la cuenta lo que les venía en gana. Luego tiraban esa tarjeta, se apropiaban de otra, y carretera y manta. Después ampliaron el negocio con la falsificación de documentos de identidad. Misty tiene una vena artística y se le da de perlas reproducir pasaportes, carnets de conducir y cosas por el estilo. Ganaban tanta pasta que se operó las tetas. Antes de conocer a su novio, trabajaba por el salario mínimo para una de esas empresas que ofrecen servicios de limpieza por horas. Decía que nunca habría llegado a ninguna parte con eso, aunque hubiese trabajado toda la vida.
»Vivian, mi otra amiga, se lio con un camello. No te imaginas cuántas veces he oído la misma historia. Él sacaba unos mil dólares diarios, y vivían como reyes hasta que apareció la policía. Ese fue su primer delito. Ella jura y perjura que será el último. Le quedan seis meses de condena; luego espero que venga aquí. El novio ha estado en prisión cinco veces, y allí seguirá durante años. Mejor así. Ella aún está locamente enamorada de él.
—Así es el amor verdadero —comenté.
—¿De verdad lo crees?
—No. Lo decía en broma. Supongo que no tienes amigos en el pueblo.
—Sólo a Onni, una excompañera de trabajo. He hablado con ella hace un rato con la esperanza de verla esta tarde, pero ya tenía un compromiso.
—¿No es la que se quedó con tu empleo?
—La misma. Se siente culpable por eso, pero le he dicho que no sea tonta. Antes trabajaba como recepcionista. No podía dejar escapar una oportunidad así. ¿Por qué iba yo a guardarle rencor? Me ha dicho que hoy le hubiera gustado acompañarme, si no tuviese que trabajar.
Doblé para entrar en el aparcamiento del Departamento de Tráfico.
—Si quieres, puedes entrar un momento, llevarte un manual y estudiar en el coche antes de hacer el examen.
—No. He conducido durante años. No debe de ser difícil.
—Tú verás. Yo prefiero memorizar. Así me quito de encima el miedo a suspender el examen.
—Pues a mí me gusta el riesgo. Me mantiene despierta.
Esperé a Reba en el coche durante unos cuarenta minutos. Pasé parte de ese tiempo encaramada al respaldo del asiento ordenando los cachivaches que llevo en el asiento trasero. Normalmente guardo en el coche una pequeña maleta llena de artículos de baño y ropa interior limpia, por si se presenta una razón acuciante para tomar un avión. Además, tengo varias prendas que a veces me pongo cuando finjo ser una funcionaría. Consigo imitaciones bastante buenas de los uniformes de empleada de correos o inspectora de la compañía del gas y la luz, que llega para hacer la lectura del contador. Cuando me planto en el porche de una casa y echó una ojeada a la correspondencia de alguien, me conviene aparentar que me ocupo de un asunto oficial. En el asiento trasero hay también varios libros de referencia —uno sobre investigaciones en la escena del crimen, el Código Penal de California, un diccionario de español de un curso que hice años atrás—, una lata de refresco vacía, un abrebotellas, unas zapatillas viejas, unas medias con considerables enganchones y una cazadora. Aunque mantengo mi estudio ordenado, soy muy descuidada con el coche.
Levanté la vista a tiempo de ver a Reba saliendo de la oficina del Departamento de Tráfico. Cruzó el aparcamiento dando brincos y agitando un papel en la mano que resultó ser un permiso de conducir temporal.
—Las he acertado todas —anunció al subir al coche.
—¡Bravo! —exclamé. Accioné la llave de contacto y di marcha atrás—. ¿Y ahora adónde vamos?
—Ya sé que son sólo las once menos cuarto —contestó Reba—, pero no me importaría comer otra hamburguesa con queso.
Pedimos la comida sin bajar del coche, encontramos una plaza en el aparcamiento y comimos allí. El menú constaba de dos Coca-Colas grandes, dos hamburguesas por cabeza y patatas fritas, que bañamos en ketchup y devoramos a toda velocidad.
—Tengo un amigo que recuperó la salud comiendo esta mierda —comenté.
—No me extraña. Me gusta lo planos que son los pepinillos, todos ahí embutidos. Mi padre tiene una cocinera magnífica, pero nunca ha sido capaz de preparar algo parecido. No me explico cómo lo consiguen. Vayas adonde vayas, la hamburguesa con queso sabe exactamente igual, y lo mismo pasa con todo lo demás: el Big Mac, las patatas…
—Es bueno saber que una puede confiar en algo —dije.
Después de comer, nos acercamos al centro comercial La Cuesta, donde Reba fue de tienda en tienda armada con la tarjeta de crédito de su padre y probándose ropa. Como otras mujeres que he conocido, parecía poseer un sentido innato de las prendas que le favorecían. Yo, por mi parte, buscaba la silla más cercana y, allí sentada, la observaba como una buena madre mientras ella iba de estante en estante. A veces Reba tomaba una falda, la examinaba con expresión crítica y la dejaba en su sitio. En otros casos, añadía el artículo a los que ya llevaba colgando del brazo. A intervalos, se marchaba al probador y aparecía veinte minutos después con lo que había elegido. Descartaba algunas prendas y las demás las apilaba en el mostrador mientras iba en busca de otra cosa. En el transcurso de dos horas, compró varios pantalones, faldas, chaquetas, ropa interior, jerséis de punto, dos vestidos y seis pares de zapatos.
Una vez en el coche, Reba apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos.
—Antes daba muchas cosas por sentadas, pero no volveré a hacerlo —afirmó—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Tú decides. ¿Adónde quieres ir?
—A la playa. Nos descalzaremos y pasearemos por la arena.
Terminamos en Ludlow Beach, no muy lejos de mi casa. La Universidad de Santa Teresa se hallaba enclavada en los acantilados sobre nuestras cabezas. El cielo estaba nublado hasta donde alcanzaba la vista, y el viento azotaba las olas y lanzaba a la playa el agua atomizada. Dejamos los zapatos en el coche, junto con mi bolso y las compras de Reba. Las mesas de picnic dispuestas en la zona cubierta de hierba habían sido abandonadas, excepto por cuatro gaviotas que se disputaban una bolsa de pan que alguien había dejado en el borde de un cubo de basura. Reba tomó la bolsa, rompió el celofán y echó las migas en la hierba. Entre arrullos, empezaron a llegar gaviotas de todas direcciones.
Recorrimos cien metros por la arena blanca entre el aparcamiento y el mar. Ya cerca del agua, las frías olas se aproximaron peligrosamente a nuestros pies descalzos, pero allí la arena estaba mojada y resultaba más fácil caminar.
—¿Qué tal con Beck? —pregunté.
Reba me sonrió.
—Me quedé de una pieza al encontrármelo así de pronto.
—¿En serio? Qué extraño. A mí me dio la impresión de que habías quedado con él previamente.
Se echó a reír.
—No, qué va. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Reba…
Fijó en mí sus grandes ojos castaños.
—De verdad. Es la última persona en el mundo a la que esperaba ver.
Negué con un gesto de la cabeza.
—No te creo. Es una mentira descarada. Por eso en el reservado te sentaste mirando a la puerta, para verlo entrar.
—No es así. No tenía la menor idea de que iba a aparecer. Fue una sorpresa.
—Alto ahí. Espera un segundo y te daré motivos para acelerarte. Llevo años diciendo mentiras y, créeme, me doy cuenta cuando alguien manipula la verdad. Tengo un contador de trolas en funcionamiento las veinticuatro horas del día. Anoche os observé a los dos y el contador no paró ni un momento. Yo hacía de carabina. Lo telefoneaste desde la oficina de asistencia social y le dijiste dónde podía encontrarte.
Reba guardó silencio un momento.
—Pero no tenía la certeza de que viniese.
—Ah, pues desde luego vino, si es que su comportamiento en el coche es indicio de algo.
Volvió la cabeza en el acto y me miró con expresión de incredulidad.
—¿Estuviste espiándonos? —inquirió.
—Para eso me pagan. Si no queréis que os vean, no lo hagáis en público.
—¡Serás zorra!
—Reba, a tu padre le preocupa tu bienestar. No quiere que acabes metida en problemas otra vez.
Ella me agarró del brazo y me miró con sincera inquietud.
—No se lo digas a mi padre, por favor. ¿De qué serviría? —me rogó.
—Todavía no he decidido qué voy a hacer. Tal vez si me cuentas qué está pasando, tendré las cosas más claras.
—No quiero hablar de eso.
—Pues inténtalo. Si quieres que me calle, más vale que me informes.
Noté lo tentada que estaba Reba. ¿Quién puede resistirse a hablar de un hombre del que una está tan enamorada?
—No sé cómo explicártelo. Trabajé para él durante unos años y siempre me dio su apoyo…
—Esa no es la versión detallada, querida, sino un resumen. Tienes una aventura con él, ¿no?
—Es mucho más que eso. Estoy loca por él, y él también está loco por mí.
—Lo de la locura me lo creo. ¿Desde cuándo?
—Hace dos años. En realidad cuatro, si contamos los dos que he pasado en la cárcel. Nos hemos escrito y hemos hablado por teléfono. Planeábamos vernos esta noche, pero hay una reunión de Alcohólicos Anónimos a la que teóricamente debo asistir. He pensado que me conviene hacer acto de presencia por si Holloway lo comprueba. Beck me telefoneó a casa de mi padre y dijo que no podía soportar la espera. Pensé en el bar de Rosie porque cae tan a trasmano que me pareció imposible tropezamos con alguien que nos conociese. Supongo que debería habértelo contado a las claras, pero no estaba segura de que tú lo aprobases, así que lo hice sin más.
—¿Y para qué me necesitabas a mí? Sois mayorcitos. ¿Por qué no fuisteis a un motel y ya está?
—Yo tenía miedo. No estábamos juntos desde hacía mucho tiempo y temía que la química hubiese desaparecido.
—No entiendo la cronología. ¿Estabas tirándotelo al mismo tiempo que lo timabas?
—No me lo «tiro». Hacemos el amor.
—Ah, perdona. ¿«Hacíais el amor» mientras te apropiabas de todo el dinero que él había ganado con sus esfuerzos?
—Supongo que puede verse así. O sea, yo sabía que obraba mal, pero no podía evitarlo. Me sentía fatal. De hecho, aún me siento mal. Él sabe que yo nunca le haría daño.
—¿No le importaba que lo desplumaras? Me cuesta creerlo.
—No fue nada personal. Me llevé cierta cantidad de la empresa…
—La empresa es suya.
—Ya lo sé, pero el dinero estaba allí y parecía que nadie se daba cuenta. Sencillamente, pensaba que tendría un golpe de suerte y podría devolverlo todo. No era mi intención quedármelo, y desde luego nunca se me ocurriría robar.
—Reba, robar consiste en eso. Te embolsas el dinero de otra persona sin que lo sepa ni lo consienta. Si lo haces a punta de pistola se llama robo a mano armada.
—Yo lo veía como un préstamo, algo pasajero —confesó.
—Ese hombre debe de tener un gran corazón.
—Lo tiene. Intentó ayudarme e hizo todo lo que pudo. Sé que me ha perdonado. Anoche me lo dijo.
—En fin, te creo, pero me parece extraño. Es decir, una cosa es perdonar, pero ¿seguir luego con la relación? ¿Cómo lo racionaliza? ¿Él no se siente utilizado?
—Comprende que tengo un lado autodestructivo. Eso no significa que lo apruebe, pero no me guarda rencor por ello.
—¿Y no fuiste a juicio por él?
—En parte. Cuando me detuvieron, supe que había tocado fondo porque era culpable. Me propuse encajar el golpe y salir del paso. Un juicio hubiera sido bochornoso para mi padre. No quería que él viviera otro escándalo. Ya le había causado bastantes problemas.
—Tu padre me contó que Beck está casado. ¿Ocupa su mujer algún lugar en la ecuación?
—Es un matrimonio de conveniencia. No tienen relaciones íntimas desde hace años.
—Vamos, eso es lo que dicen todos los hombres casados.
—Lo sé, pero en su caso es verdad.
—Chorradas. ¿Crees que la dejará por ti? Las cosas no funcionan así.
—Estás muy equivocada —dijo—. Lo tiene todo previsto.
—¿Por ejemplo?
—Tiene que esperar el momento oportuno. Si ella se entera de mi existencia, se lo quitará todo.
—Yo desde luego lo haría.
—Anoche me aseguró que está a punto de lograrlo.
—¿Qué es lo que está a punto de lograr?
Reba recurrió a una doble estrategia: los grandes ojos implorándome y la mano aferrada a mi brazo en señal de la mayor seriedad.
—Prométeme que no se lo contarás a nadie.
—Eso no puedo prometértelo. ¿Y si planea atracar un banco?
—No seas tonta. Está poniendo a punto su economía. En cuanto tenga bien atado su activo, pedirá el divorcio. Para entonces el asunto estará zanjado; ¿y qué opción le quedará a su mujer? Tendrá que aceptar los hechos y afrontar la realidad.
—¿Estás escuchando tus palabras? Dices que ha encontrado la manera de engañar a su mujer. ¿Qué clase de hombre es este? ¿Primero se la pega con otra y luego la tima? Ah, espera. Eso pasémoslo por alto de momento porque tú lo estafaste primero… Quizá sois la pareja perfecta.
—Ni siquiera sabes qué es el amor. Apuesto a que no has estado enamorada en tu vida.
—No cambies de tema.
—Estoy en lo cierto, ¿verdad?
—¡Qué boba eres! —Fijé la vista en el cielo y moví la cabeza en un gesto de desesperación.
—No hago daño a nadie.
—Ya. ¿Y qué hay de la mujer de Beck?
—Cuando todo se sepa, lo superará.
—¿Tienen hijos?
—Ella nunca ha querido niños.
—Es una suerte. Créeme; sé de qué hablas. Una vez me lie con un hombre casado. Aunque entonces estaban separados, seguían casados. ¿Y sabes qué aprendí? Que una no tiene ni idea de qué pasa entre un hombre y su mujer. Me da igual cómo pinte él la relación: no te conviene pisar territorio sagrado. Es como caminar sobre brasas. Por más fe que tengas, te quemarás los dedos.
—Mala suerte. Ya es demasiado tarde. Es igual que jugar a los dados. En cuanto salen de tu mano, la suerte está echada.
—Por lo menos rompe hasta que él esté libre —le aconsejé a Reba.
—No puedo. Lo quiero; lo es todo para mí.
—Tonterías. Vete a un psiquiatra para que te ponga las ideas en orden.
Vi que su expresión se endurecía. De pronto dio media vuelta y se alejó lanzándome comentarios por encima del hombro:
—No sabes de qué hablas. Sólo has visto a Beck una vez. No creo que estés en condiciones de opinar. No es asunto tuyo ni de mi padre. —Siguió andando en dirección al aparcamiento. No me quedó más opción que correr tras ella.
Apenas hablamos durante el viaje de vuelta a casa de su padre. Una vez en la mansión, supuse que para mí aquel era el final del trayecto. Reba había salido de la cárcel y ya estaba en casa. Tenía otra vez carnet de conducir y un armario lleno de ropa. Ninguno de sus actos —a saber, follar— quebrantaba la libertad condicional, así que su comportamiento no era cosa mía. Salió del coche y recogió los paquetes del asiento trasero.
—Sé que tu intención es buena y agradezco tu interés, pero he pagado por mis pecados y ahora mi vida me pertenece. Si he elegido mal, peor para mí. No tiene nada que ver contigo.
—Por mí, de acuerdo —dije—. Espero que te vaya bien en la vida.
Reba cerró la portezuela del coche, pero se detuvo y se inclinó junto a la ventanilla. Pensé que iba a añadir algo. Sin embargo, no abrió la boca. La miré hasta que la puerta de la casa se cerró a sus espaldas y luego me dirigí a mi despacho. Allí preparé una factura para cobrarle a Nord Lafferty los mil dólares por dos días de trabajo. La metí en un sobre, lo cerré y escribí la dirección postal. De camino a casa pasé por correos, donde paré un momento y eché el sobre en el buzón.