7

Dejé pasar un plazo prudencial y luego los escudriñé a los dos, que seguían de pie junto a la puerta. El hombre era alto, flaco y desgarbado, y vestía unos vaqueros y una bonita cazadora de ante negra. Tenía las manos en los bolsillos de la cazadora y el cuello levantado; con todo, no ofrecía el aspecto de matón que cabía esperar. El pelo era una mezcla de rubio y castaño, y su media sonrisa creaba profundos pliegues en las comisuras de los labios. A su lado, Reba parecía muy menuda, casi una cabeza más baja que él, lo que le obligaba a inclinarse hacia ella mientras hablaban. Por una vez prioricé la comida sobre las especulaciones ociosas y continué rebañando la escudilla.

Al cabo de un momento se aproximaron y Reba dirigió un gesto hacia su acompañante para presentarlo.

—Kinsey, este es Alan Beckwith. Trabajé para él. Alan, esta es Kinsey Millhone.

Él tendió la mano y me fijé en su muñeca delgada, sus dedos largos y finos.

—Encantado. Casi todo el mundo me llama Beck.

A juzgar por las leves arrugas en la cara y la ausencia de bolsas, debía de tener treinta y tantos años.

—Lo mismo digo —contesté, y le estreché la mano—. ¿Te sientas con nosotras?

—Si no os importa… Pero no querría interrumpiros.

—Sólo estábamos charlando —dije—. Toma asiento.

Reba ocupó su lado del reservado y se deslizó en el asiento para dejarle sitio a Beck. Él se arrellanó, estirando las largas piernas. Iba afeitado, pero vi una sombra de barba. Tenía los ojos del color marrón intenso del chocolate. Me llegó un aroma a colonia, algo picante y ligero. Juraría que lo había visto antes…, no allí sino en el pueblo. Pero no alcanzaba a imaginar cuándo se habían cruzado nuestros caminos.

—¿Y qué? —Beckwith le dio una palmada a Reba en el dorso de la mano—. ¿Cómo estás?

—Bien. Contenta de volver a casa.

Mientras intercambiaban cortesías, los observé ajena a la conversación. Para tratarse de dos personas que en otro tiempo habían trabajado juntas, se los notaba incómodos, pero eso quizá se debía a que él era quien la había denunciado a la policía, hecho que podía enturbiar cualquier relación.

—Tienes buen aspecto —comentó él.

—Gracias. No me vendría mal un corte de pelo. Este me lo hice yo. ¿Y tú qué te cuentas? ¿Qué has hecho últimamente?

—Poca cosa. He viajado mucho por trabajo. La semana pasada llegué de Panamá y puede que tenga que volver. Ya estamos instalados en el edificio nuevo, ocupando una parte del centro comercial que acabaron de construir esta primavera. Hay tiendas y restaurantes. La verdad es que el sitio está muy bien.

—Ese proyecto estaba en marcha cuando yo me fui y me consta que fue una murga. Enhorabuena.

—¿Lo has visto?

—Todavía no. Para ti debe de ser muy cómodo trabajar en el centro.

—Es la hostia.

Reba sonrió.

—¿Qué tal está la panda de la oficina? —preguntó—. He oído que Onni ocupó mi puesto. ¿Cómo le va?

—Bien. Le costó un poco familiarizarse con el trabajo, pero lo está haciendo de maravilla. Los demás siguen poco más o menos igual que siempre.

¿Qué fue lo que percibí? Palpaba el aire con mis antenas intentando identificar la naturaleza de la tensión que existía entre ellos. Beck proseguía:

—Tengo un nuevo negocio en perspectiva. Una propiedad comercial cerca de Merced. Acabo de reunirme con unos tíos que disponen de capital para invertir y quizá colaboremos. He entrado aquí para tomarme la copa de la buena suerte antes de ir a casa. —Desvió la atención hacia mí en un esfuerzo por incluirme en la conversación.

«Es todo un detalle», pensé. Nos señaló a Reba y a mí moviendo el dedo de una a otra como un limpiaparabrisas y preguntó:

—¿De qué os conocéis?

Abrí la boca para contestar, pero Reba se me adelantó.

—De nada. Ha venido a recogerme esta mañana y me ha traído al pueblo. Creía que iba a volverme loca encerrada en casa. Mi padre se ha ido a la cama temprano, y yo estaba tan nerviosa que no podía quedarme de brazos cruzados. El silencio empezaba a sacarme de quicio, y la he llamado.

—¿Vives por aquí? —Beck me examinó con la mirada.

—A media manzana. Tengo un estudio alquilado —expliqué—. De hecho, ese de ahí es mi casero. —Señalé hacia la mesa de Henry—. William, el camarero, es su hermano mayor y está casado con Rosie, la dueña del bar, por si te interesa saberlo.

—Un negocio familiar. —Beck sonrió.

Era uno de esos hombres que comprende la importancia de concentrar la atención en la persona con quien uno está hablando. Sin vistazos mal disimulados al reloj, sin furtivas miradas hacia la puerta para ver quién entra… En ese momento parecía tan paciente como un gato con la vista fija en una grieta de una roca por la que acaba de desaparecer una lagartija.

—¿Y tú vives en la zona? —pregunté.

Beck negó con la cabeza.

—En Montebello, en el cruce de East Glen con Cypress Lane.

Apoyé la barbilla en la mano.

—Creo que hemos coincidido antes en algún sitio —comenté.

—Nací y me crie en Santa Teresa. Mis padres tenían una casa en Horton Ravine, pero hace años que murieron. Mi padre era el dueño del Clements.

Se refería a un lujoso hotel de tres plantas que quebró a finales de los años setenta. Los sucesivos propietarios también habían fracasado y al final el edificio se convirtió en una residencia para la tercera edad. Si no recordaba mal, su padre había participado en diversos negocios en el pueblo. Gente de pasta.

Al echar una ojeada alrededor, vi que Rosie se acercaba con una bandeja vacía, la mirada fija en Beck, su trayectoria tan directa e inalterable como la de un misil. Cuando llegó a la mesa, dejó claro que me dirigía a mí todos sus comentarios, una excentricidad suya sin mayor trascendencia. Rara vez mira a los ojos a un desconocido, sea hombre o mujer. Siempre trata a mis nuevos acompañantes como si fueran un apéndice mío. En este caso, me pareció un gesto coqueto, que, pensé, resultaba impropio de una mujer de su edad.

—¿Quiere algo beber tu amigo? —soltó.

—¿Beck? —dije.

—¿Tienen whisky de malta?

Rosie casi se retorció de gusto y le lanzó una mirada de aprobación con el rabillo del ojo.

—Tener MaCallum’s, especial para él. De veintidós años. ¿Querer solo o con hielo?

—Con hielo. Uno doble con un poco de agua aparte. Gracias.

—Claro. —Rosie recogió la mesa, colocando los platos y cubiertos en la bandeja—. ¿Querer él comer, quizá?

—No, gracias. —Beck sonrió—. Huele muy bien, pero acabo de cenar. Quizá la próxima vez. ¿Es usted Rosie?

—Sí.

Beck se puso en pie y le tendió la mano.

—Es un honor conocerla. Me llamo Alan Beckwith —dijo—. ¡Bonito local!

En lugar de un verdadero apretón de manos, Rosie le cedió la posesión temporal de las yemas de sus dedos.

—La próxima vez prepararle algo especial. Comida húngara como no probar hasta día hoy.

—Trato hecho. Me encanta la cocina húngara —respondió él.

—¿Haber estado en Hungría?

—En Budapest, una vez, hace unos seis años…

Disimuladamente, observé la interacción entre ambos. Rosie adoptó un aire cada vez más juvenil a medida que avanzaba la conversación. Beck tenía demasiada labia para mi gusto, pero debo reconocer que estaba haciendo el esfuerzo. La mayoría de la gente encuentra que Rosie es una mujer de trato difícil, y en efecto lo es.

En cuanto se marchó a preparar su bebida, Beck se volvió hacia Reba y preguntó:

—¿Cómo está tu padre? Lo vi hace un par de meses y lo noté desmejorado.

—No anda muy bien. La verdad es que yo no tenía ni idea. Ha perdido mucho peso. Ya sabes que lo operaron de un tumor en la glándula tiroides. Luego le encontraron pólipos en las cuerdas vocales y se los extirparon. Apenas se tiene en pie.

—Lo lamento. Se lo veía siempre tan activo…

—Sí, pero ha cumplido ya ochenta y siete años. Tarde o temprano tenía que empezar a tomarse las cosas con calma.

Rosie trajo un generoso vaso de whisky con hielo y una jarrita de agua, que dejó a un lado. Puso la bebida sobre un posavasos de cartón y le entregó una suave servilleta de papel. Advertí que había encontrado un tapete para la bandeja. Si Beck hubiese sido mi acompañante, habría estado midiéndole la entrepierna para el pantalón del traje de novio. Él tomó el vaso y, tras dar un pequeño sorbo, dirigió una sonrisa de aprobación a la camarera.

—Perfecto. Gracias.

Rosie, a falta de otros servicios que realizar, se marchó contra su voluntad. Entonces Beck se volvió hacia mí para preguntarme:

—¿Tú también eres de aquí?

—Sí.

—¿Dónde estudiaste?

—En Santa Teresa.

—Yo también. Quizá nos conocemos de eso. ¿En qué año terminaste la escuela?

—En 1967. ¿Y tú?

—Un año antes, en el 66. Es raro que no me acuerde de ti. Soy un buen fisonomista.

Pensándolo bien, tal vez tenía treinta y ocho años.

—Era una «tapiera».

Me refería a mi relación con los chicos malos que se sentaban en la tapia que delimitaba el recinto de la escuela por la parte trasera, que daba a la cuesta. Allí fumábamos tabaco y porros, y de vez en cuando añadíamos vodka a las botellas de naranjada. Aunque visto ahora era un comportamiento inofensivo, en nuestra época se consideraba escandaloso.

—No me digas —respondió Beck. Me escrutó con la mirada y a continuación tomó la carta—. ¿Qué tal es la comida?

—No está mal. ¿De verdad te gusta la cocina húngara, o lo has dicho por decir? —solté.

—¿Por qué iba a mentir en una cosa así? —Dejó caer la frase como insinuando que él nunca se habría molestado en mentir en algo tan trivial o prosaico—. ¿Por qué lo preguntas?

—Me sorprende que no hayas estado aquí antes.

—Había visto el bar pero, si he de serte sincero, siempre me había parecido un tugurio y no había reunido el valor para entrar. Hoy he tenido una reunión con ciertos tipos y, como estaba en el barrio, se me ha ocurrido probar. Debo reconocer que por dentro es más agradable que por fuera.

Mis antenas asomaron con un ligero zumbido. Era la segunda vez que explicaba cómo el azar lo había llevado hasta allí. Tomé la copa y bebí un sorbo de aquel brebaje. Ciertamente, el vino sabía tan mal como uno de esos productos que uno usa para limpiarse el alquitrán de los pies después de un día en la playa. Reba jugueteaba con la pajita de su taza de té con hielo.

Al mirar alternativamente la expresión de sus rostros, caí en la cuenta de lo ingenua que había sido. Por supuesto, Reba había organizado aquel encuentro de antemano. La cena conmigo no era más que una excusa para verse con él. La pregunta era la siguiente: ¿por qué? Me acomodé en la silla, apoyé la espalda contra la pared y los pies en el asiento fingiendo cierta distracción mientras observaba el desarrollo de la escena.

—Beck, ¿te dedicas a los bienes raíces? —pregunté.

Apuró la mitad del whisky que le quedaba y añadió agua al resto. Agitó el vaso con un tintineo de cubitos.

—Así es. Tengo una empresa inversora. Trabajo sobre todo en pequeños proyectos urbanísticos. Antes me ocupaba de alguna gestión inmobiliaria, pero últimamente es poco habitual. ¿Y tú qué haces?

—Soy investigadora privada.

Sonrió desconcertado.

—No está mal para una persona que inició su carrera haraganeando detrás de la escuela.

—No niego que fue un buen aprendizaje. En compañía de un puñado de quinquis en ciernes, llegas a saber cómo piensan. —Consulté el reloj con un gesto exagerado—. No sé tú, Reba, pero para mí va siendo hora de retirarme. Tengo el coche a media manzana de aquí. Dame un minuto para ir a buscarlo y te llevaré a casa.

Beck miró a Reba con fingida sorpresa.

—¿No vas motorizada? —preguntó.

—Tengo coche, pero mi carnet ha caducado —explicó.

—¿Qué te parece si te llevo yo y así le ahorramos a Kinsey el viaje?

—No me importa —dije—. Tengo aquí las llaves.

—No, no. La acompañaré con mucho gusto. No tiene sentido que te des semejante paseo.

—Es verdad —intervino Reba—. Será menos molestia para él que para ti.

—¿Estás seguro?

—Claro —contestó Beck—. Me pilla de camino.

—Por mí no hay inconveniente. Quedaos aquí si os apetece, yo pagaré la cuenta. Os invito —sugerí cuando ya salía del reservado.

—Gracias. Ya dejaré yo la propina —contestó Beck.

—Encantada de conocerte. —Volví a estrecharle la mano y luego miré a Reba—. Nos veremos mañana a las nueve. ¿Quieres que te llame antes?

—No hace falta. Pásate por casa cuando quieras —dijo—. En realidad, yo también debería marcharme. Ha sido un largo día y estoy hecha polvo. No te importa, ¿verdad, Beck?

—Como quieras. —Beck se bebió de un trago el whisky rebajado con agua.

Me acerqué a la barra y pagué la cuenta. Al volver la cabeza, vi que Beck se había levantado y sacaba del bolsillo unos billetes prendidos con un clip. Lo observé cómo dejaba un par de ellos de propina, probablemente cinco dólares, teniendo en cuenta lo mucho que aquel hombre deseaba impresionarnos. Aguardaron a que yo me reuniese con ellos y salimos todos juntos. Para entonces, Henry había desaparecido. Los bebedores de última hora seguían entrando con cuentagotas.

Fuera, en la noche cerrada, la luna aún no había asomado. Se respiraba un aire limpio y todo estaba en silencio salvo por el cantar de los grillos. Incluso el ruido de las olas parecía haberse apagado. Los tres nos encaminamos con parsimonia hacia la esquina charlando de nada en particular.

—Tengo el coche aquí mismo —anunció Beck señalando en dirección a la penumbra de la calle, a nuestra derecha.

—¿Qué coche tienes, Beck? —pregunté.

—Un Mercedes del 87. El berlina. ¿Y tú?

—Un Volkswagen del 74. El escarabajo. Hasta pronto.

Me despedí con un gesto y seguí adelante cuando ellos dos se desviaron. Quince segundos después, escuché el doble ruido de sus respectivas portezuelas al cerrarse. Me detuve aguardando el sonido del motor. No se oía nada. Quizás habían decidido quedarse a charlar. Al llegar a la verja, la empujé y escuché el chirrido familiar de las bisagras. Seguí el camino hasta la parte trasera. Una vez ante la puerta vacilé, preguntándome qué hacer con Reba y Beck. Tal vez me equivocaba. Por fin me venció la curiosidad. Dejé el bolso en el porche y crucé el césped y el patio de losas de Henry hasta la alambrada que delimitaba la parte trasera del jardín. Avancé a tientas de poste en poste hasta su garaje. Mi agaché y empujé la alambrada para deslizarme por la brecha donde dos tramos se habían soltado.

El corazón me palpitaba con fuerza y noté que se me encogía el estómago de expectación. Me encantan las aventuras nocturnas, atravesar sigilosamente jardines a oscuras. Por suerte no me olió ninguno de los chuchos del vecindario, así que completé mi recorrido sin un coro de penetrantes ladridos de alarma. A la entrada del callejón, doblé a la derecha y salí a la calle contigua. Seguí adelante escrutando las formas y tamaños de los coches aparcados en las aceras. Una única farola proyectaba la más exigua luz, pero en cuanto la vista se me acostumbró a la oscuridad, identifiqué el Mercedes de Beck. Los demás vehículos eran utilitarios, coches familiares o furgonetas.

Distinguí su perfil arrellanado en el asiento del conductor, vuelto parcialmente, observando el rostro de Reba. Me quedé allí diez minutos, pero como no sucedía nada, me alejé con cautela y volví sobre mis pasos.

Entré en casa y dejé el bolso sobre un taburete de la cocina. Eran las 20:05. Encendí el televisor y vi el comienzo de una película que parecía divertida, pese a las molestas interrupciones de la publicidad. Tomé nota para no comprar nada de lo que anunciaban. A las nueve quité el sonido del aparato y entré en la cocina, donde abrí una botella de Chardonnay y me serví un vaso. Movida por un impulso, saqué una sartén, una tapadera y una botella de aceite de maíz. Encendí un fogón, coloqué la sartén encima y vertí un poco de aceite. Revolví el armario en busca de la bolsa de palomitas que había comprado hacía meses. Sabía que habían caducado, pero así habría que masticar más. Saqué una medida de granos y la eché a la sartén. Mantuve la vista en la pantalla del televisor mientras el crepitar de las palomitas se aceleraba igual que la traca final de unos fuegos artificiales. Por suerte para mí, el tamaño de mi estudio me permite cocinar, ver la tele, poner una lavadora o ir al baño sin dar más de ocho o diez pasos.

Volví al sofá cargada con el vino y el tazón de palomitas calientes, apoyé los pies en la mesa baja y vi el resto de la película. A las once, cuando empezaron las noticias, salí del estudio y seguí la misma ruta laberíntica por el callejón hasta llegar a la calle en penumbra donde antes había permanecido un rato. Allí seguía el Mercedes de Beck, aparcado junto al bordillo. La luna trasera, de tan empañada por el aliento condensado, parecía una gasa. En lugar de la silueta de Beck, vi las piernas de Reba. Al parecer, tenía la cabeza agachada cerca del volante, apoyaba un pie contra el salpicadero y el otro contra la portezuela del copiloto, mientras Beck realizaba esfuerzos en los confines de su asiento tapizado en piel. Regresé al estudio y, cuando volví a salir a medianoche, el coche ya no estaba.