6

Mantuve una breve discusión conmigo misma acerca de la necesidad de salir a correr cinco kilómetros. Me había saltado el footing de esa mañana a fin de llegar a las nueve a la penitenciaría. He descubierto que, conforme avanza la jornada, mi sentido de la virtud y la determinación mengua a marchas forzadas. Casi todos los días, cuando llego a casa del trabajo, el último de mis deseos es ponerme la ropa de deporte y arrastrarme hasta la calle. En cuestiones de ejercicio físico, no soy tan fanática como para no escaquearme alguna que otra vez; sin embargo, vengo observando en mí una creciente tendencia a aprovechar cualquier excusa para apoltronarme en lugar de salir a correr. Sin darle demasiadas vueltas, subí por la escalera de caracol para cambiarme.

Me descalcé los mocasines, me quité los vaqueros y la camiseta y me puse el chándal y las zapatillas deportivas Saucony. En tales circunstancias, hago un trato conmigo misma. Si corro durante diez minutos y me resulta realmente insoportable, puedo dar media vuelta y regresar a casa. Sin vergüenza ni culpabilidad. Habitualmente, una vez transcurridos los primeros diez minutos, he cogido el ritmo y me siento a gusto. De modo que me até la llave de mi casa al cordón de una zapatilla, cerré la puerta y empecé a caminar con paso enérgico.

Ahora que se había disipado la bruma estival, los vecinos habían salido a sus jardines para cortar el césped, regar y podar las flores marchitas de los rosales alineados junto a las cercas. El aire olía al agua salada del mar mezclada con el aroma de la hierba recién segada. Vivo en un tramo estrecho de Albanil Street. Con los vehículos estacionados a ambos lados, apenas queda espacio para que circulen dos coches. Los eucaliptos y los pinos piñoneros dan sombra a las disparejas casas de estuco y madera, en su mayoría pequeñas, construidas a principios de los años cuarenta.

Cuando llegué al circuito de footing, ya había entrado en calor y comencé a trotar. Sólo tuve que hacer frente a las quejas de ciertas partes de mi cuerpo, que paulatinamente fueron adaptándose a la acompasada cadencia de la carrera. Cuarenta minutos después volvía a estar en casa, resollando y bañada en sudor, pero orgullosa de mí misma. Entré en el estudio, me quité el chándal y me di una breve ducha de agua caliente. Mientras me secaba, sonó el teléfono. Tras improvisar un sarong con la toalla, descolgué el auricular.

—¿Kinsey? Soy Reba. ¿Te pillo en mal momento?

—Salgo de la ducha, pero supongo que aguantaré un minuto antes de quedarme helada. ¿Qué hay?

—Poca cosa. Mi padre no se encontraba bien y se ha acostado. El ama de llaves se ha marchado y la enfermera ha llamado para avisar de que llegaría tarde. Me preguntaba si has quedado con alguien para cenar.

—No. Podríamos vernos. ¿Has pensado en algún sitio en particular?

—¿No has mencionado un bar en tu barrio?

—El bar de Rosie. Me disponía a ir allí. No puede decirse que sea un sitio elegante, pero al menos está cerca.

—Sólo necesito salir. Me gustaría verte, aunque no quisiera estropearte los planes.

—¿Qué planes? No tenía nada previsto. ¿Tienes medio de transporte?

—No te preocupes por eso. Salgo para allá en cuanto aparezca la enfermera. ¿Te va bien sobre las siete?

—Me parece una hora razonable.

—Perfecto. Estaré allí en cuanto pueda.

—Te esperaré sentada a una buena mesa. —Le di la dirección.

Tras colgar el aparato, seguí con mi rutina: me puse otros vaqueros, una camiseta negra limpia y unas zapatillas. Bajé y dediqué unos minutos a ordenar mi ya ordenada cocina. Luego encendí las luces, me senté en la sala de estar y hojeé el periódico del pueblo para ponerme al día de las necrológicas y otros acontecimientos de la actualidad.

A las 18:56, bajo la tenue luz del día, recorrí la media manzana que separaba mi estudio del bar de Rosie. Dos grupos de vecinos tomaban cócteles a la entrada de sus casas y conversaban de porche a porche. Un gato cruzó la calle y deslizó su cimbreño cuerpo entre las estacas de una cerca. Olí el perfume de los jazmines.

El bar de Rosie es uno de los seis pequeños comercios de mi manzana, entre los que se incluyen una lavandería, un servicio de reparación de electrodomésticos y un taller mecánico que siempre tiene cacharros en fila en el camino de entrada. Ceno en el bar de Rosie dos o tres veces por semana desde hace siete años. Se halla en un edificio que quizás en otro tiempo fuese el mercado del barrio, y la fachada presenta un aspecto desastrado. Las ventanas son de cristal cilindrado, pero el irregular parpadeo de los letreros de neón de varias marcas de cerveza, los posters, los anuncios y los carteles deslavazados del Departamento de Sanidad impiden que se filtre la luz. Que yo recuerde, el bar de Rosie nunca ha pasado de la categoría media.

El local es alargado y estrecho, con los techos altos y oscuros igual que una hojalata prensada. A la derecha, unos reservados toscamente construidos de madera contrachapada forman una «L». A la izquierda se hallan la larga barra de caoba, las dos puertas de vaivén de la cocina y un corto pasillo que conduce a los servicios, situados en la parte trasera. Ocupan el resto del espacio varias mesas de formica y, en cada una, unas sillas con patas cromadas y tapicería de plástico gris marmolado en los asientos, todos ellos rajados aquí o allá y posteriormente reparados con cinta adhesiva. El ambiente huele siempre a cerveza derramada, palomitas de maíz, humo de tabaco antiguo y detergente con aroma a pino.

La noche del lunes, en que los bebedores diurnos y los ruidosos aficionados a los deportes se recuperan de los excesos del fin de semana, suele ser tranquila. Mi reservado preferido estaba vacío, como casi todos los demás, a decir verdad. Me senté a un lado, de manera que vería la llegada de Reba al cruzar la puerta. Examiné la carta, una hoja en ciclostil dentro de una funda de plástico. Rosie las imprime con una máquina en la parte trasera, y la borrosa letra morada es apenas legible. Dos meses atrás instituyó un nueva carta, muy parecida a un portafolios de piel, con una lista escrita a mano de «Platos húngaros du jour, del día», como ella los llamaba. Algunos ejemplares desaparecieron y otros fueron utilizados a modo de peligrosos proyectiles cuando algún que otro aficionado del equipo de fútbol rival discutía acaloradamente sobre el último gran partido. Por lo visto, Rosie había renunciado a sus pretensiones de haute cuisine y pronto volvió a poner en circulación sus viejas hojas en ciclostil. Recorrí con la mirada la lista de platos, sin saber por qué me molestaba siquiera. Rosie toma las decisiones gastronómicas por mí, obligándome a elegir cualquiera de las exquisiteces húngaras que se le antoja al tomar nota del pedido.

En ese momento William trabajaba detrás de la barra. Hizo una pausa para tomarse el pulso con dos dedos de una mano apretados contra la arteria carótida y el fiel reloj de bolsillo en la otra. Entró Henry y le miró con el rabillo del ojo. Mientras los observaba, Rosie se encaminó desde la barra con una copa de desabrido vino blanco que ella hace pasar por Chardonnay. Tenía unas raíces de dos centímetros de canas a ambos lados de la raya del pelo. Antes decía tener sesenta y tantos años, pero ahora se muestra tan reservada al respecto que debe de haber rebasado la frontera de los setenta. Es menuda, tiene el pecho estrecho y saliente, y lleva el pelo teñido de un tono entre cinabrio y tostado. Rosie dejó la copa de vino sobre mi mesa.

—Es un vino nuevo. Muy bueno. Tú tomar sorbo y decirme qué parecer. Sale dos dólares la botella menos que otra marca.

Tomé un sorbo y asentí a sus palabras.

—Muy bueno —contesté. Pero el vino me corroía el esmalte de los dientes—. Veo que Henry y William no se hablan.

—Digo a William que se meta en sus asuntos, pero él no escuchar. Yo horrorizada de ver dos hermanos peleados por una mujer.

—Lo superarán —dije—. ¿Tú qué opinas? ¿Crees que Mattie tiene los ojos puestos en Henry?

—Yo qué sé. Ese Henry tener gancho. Tendrías que ver ancianitas coquetear con él en crucero. Era cómico. Por otra parte, su marido morir. Quizás ella no querer relación con un hombre. Quizá querer toda libertad para ella y a Henry como amigo.

—Eso es lo que me preocupa, pero William está convencido de que hay algo más.

—William convencido de que ella no vivir dos años más. Quiere Henry dar prisa por si acaso cae muerta ya.

—Pero si pasa de los setenta…

—Muy joven —susurró Rosie—. Ojalá yo estar tan bien a su edad.

—Lo estarás, no te quepa duda —comenté. Tomé la carta y fingí estudiarla—. Espero a otra persona, así que pediré después. La verdad es que todo suena muy apetitoso. ¿Qué me recomiendas?

—Una suerte que preguntes. Para ti y tu acompañante, yo preparo un krumpli paprikas. Es estofado hecho con patata hervida, cebolla y salchicha cortada en trozos. Siempre servirse con pan de centeno y al lado ensalada de pepino o pepinillos en vinagre, a elegir. ¿Cuál querer? Pepinillos, yo creer. —Se apresuró a tomar nota en el bloc.

—Oh, pepinillos en vinagre, mi plato preferido. Irán perfectos con este vino.

—Traigo comida enseguida que él llegue.

—Es «ella», no «él».

—Lástima —dijo cabeceando. Añadió un enfático signo de exclamación al pedido y regresó a la barra.

Reba apareció por la puerta a las siete y cuarto y me buscó con la vista. Vio que le hacía señas desde el reservado y se encaminó hacia mí. Había cambiado los vaqueros y la camiseta por un pantalón holgado, un jersey rojo de algodón y unas sandalias. Tenía mejor color y sus ojos parecían enormes en el óvalo perfecto de su cara. Ya no llevaba el pelo de punta y se había remetido unos mechones detrás de las orejas, con lo que estas sobresalían como las de un elfo. Llegó al reservado, se sentó al otro lado y saludó:

—Perdona el retraso. Al final he venido en taxi. Ahora resulta que el carnet de conducir me caducó estando en el talego. He preferido no conducir sin permiso por si me paraban. Podría haberlo renovado en la cárcel, pero no encontré el momento. ¿Y si mañana vamos al Departamento de Tráfico?

—Claro. Por mí, no hay inconveniente. Si te parece, te recojo a las nueve y resolvemos lo del carnet y cualquier otra gestión que tengas pendiente.

—Tal vez necesite algo de ropa. No me vendría mal comprar varias cosas. —Reba alargó el cuello, volvió la cabeza e hizo una rápida inspección del bar, donde la clientela iba llegando poco a poco—. ¿Te importaría cambiarme el sitio? No resisto sentarme de espaldas a la puerta.

Salí del reservado y le cedí mi asiento, aunque de hecho tampoco a mí me entusiasmaba sentarme de espaldas a la puerta.

—¿Cómo te las arreglabas en la cárcel?

—Allí fue donde aprendí a guardarme la espalda. Sólo me fío de lo que puedo ver. Lo demás asusta demasiado para mi gusto. —Tomó una carta y la recorrió con la mirada.

—¿Pasaste miedo?

Levantó sus ojos oscuros y enormes y, con una sonrisa fugaz, los fijó en mi cara.

—Al principio sí. Al cabo de un tiempo, más que miedo era cautela. Las celadoras no me preocupaban. No tardé ni dos segundos en entender cómo llevarme bien con ellas.

—¿Y cuál era la clave?

—La sumisión. Ser amable y educada. Hacía lo que me decían y obedecía todas las reglas. No representaba un gran esfuerzo y me facilitaba la vida.

—¿Y las otras reclusas?

—La mayoría estaba bien. No todas. Algunas eran mala gente, y no te convenía que te considerasen débil. Si te echabas atrás en algo, las tenías encima como moscas. ¿Una zorra me provoca? Yo se la devuelvo. Si va a más, yo hago lo propio hasta que al final comprende que más le vale dejarme en paz. El problema es que no quieres que te empapelen, y menos por acciones violentas… Entonces se arma la gorda…, y tienes que buscar la manera de defender tu terreno sin llamar la atención.

—¿Cómo lo conseguías?

—Tenía mis métodos. —Reba sonrió—. La verdad es que nunca me metí con nadie que no se metiese antes conmigo. Mi objetivo era la paz y la concordia. Tú vas por tu camino; yo por el mío. A veces eso no daba resultado y había que buscar otra solución. —Echó un vistazo a la carta—. ¿Qué es esto?

—Platos húngaros, pero descuida: Rosie ya ha decidido qué vamos a tomar. Si quieres, puedes discutirlo con ella, pero saldrás perdiendo.

—Igual que en la cárcel. Menudo panorama.

Rosie se acercó con otra copa de vino peleón. Antes de que lo dejase frente a Reba, se la quité de las manos y dije:

—Gracias. Es para mí. Reba, ¿qué te apetece beber?

—Una taza de té con hielo.

Rosie, solícita, tomó nota mentalmente como si fuera toda una periodista.

—¿Con o sin azúcar?

—Lo prefiero solo.

—Traigo limón aparte en una toallita para tú exprimir en el té sin caer pepitas.

—Gracias.

Cuando Rosie se marchó, Reba comentó:

—Habría rechazado el vino. No me molesta verte bebiendo. Lo digo en serio.

—Yo no estaba tan segura. No quiero ser una mala influencia.

—¿Tú? Imposible. No te preocupes por eso. —Dejó la carta y cruzó las manos sobre la mesa—. Tienes más preguntas. Lo noto.

—Sí. ¿Por qué motivo estaba en la cárcel esa mala gente de quien hablabas?

—Asesinato, homicidio. Muchas por vender drogas. Las condenadas a cadena perpetua eran las peores. Al fin y al cabo, ¿qué tenían que perder? Las confinaban, ¿y qué? ¡Pues muy bien! Ya ves tú qué problema.

—Yo no soportaría tener a toda esa gente alrededor. ¿No te volvía loca?

—Era horrible. Espantoso. A la larga, entre las mujeres que viven en estrecha proximidad, el ciclo mensual coincide. Supongo que eso debe de tener ventajas de cara a la supervivencia: todas éramos fértiles al mismo tiempo. Al síndrome premenstrual, añádele la luna llena, y aquello se convertía en un manicomio. Malhumor, peleas, lloreras, intentos de suicidio…

—¿Consideras que estar entre delincuentes empedernidas te ha corrompido?

—¿Corromperme? ¿En qué sentido?

—¿No aprendiste formas nuevas y mejores de violar la ley?

—¿Es una broma? —Se echó a reír—. Todas estábamos allí porque nos pillaron. ¿Por qué iba a tomar lecciones de toda esa mierda? Además, las mujeres no se sientan a enseñar a otras mujeres a robar bancos o trapichear con artículos robados. Hablan del pésimo abogado que las defiende y de si su caso pasa al tribunal de apelación. Hablan de sus hijos y sus novios y de lo que quieren hacer al salir, que por lo general tiene que ver con la comida y el sexo…, aunque no necesariamente en ese orden.

—¿Tuvo su lado bueno?

—Sí, claro. No bebo ni me coloco. Las borrachas y las drogatas son las que acaban en la cárcel. Salen en libertad condicional y a la primera de cambio las meten otra vez en el autobús y las llevan de vuelta a la Penitenciaría para Mujeres. La mitad de los casos ni siquiera recuerdan qué han hecho mientras estaban fuera.

—¿Cómo sobrevivías?

—Paseaba por el patio o leía libros, a veces hasta cinco por semana. También daba clases. Algunas chicas apenas sabían leer. No eran tontas; sencillamente no les habían enseñado. Yo las peinaba y miraba las fotos de sus hijos. Eso era duro, ver cómo intentaban mantener el contacto. Los teléfonos eran una fuente de conflictos. Si querías hacer una llamada por la tarde, tenías que conseguir que apuntaran tu nombre en una lista a primera hora de la mañana. Cuando te tocaba tu turno, disponías de veinte minutos como máximo. Las tortilleras cachas se pasaban allí todo el tiempo que les venía en gana y, si te quejabas, te ponían a caldo. Yo era una canija en comparación con la mayoría. Metro cincuenta y ocho, cuarenta y siete kilos. Por eso aprendí a actuar con astucia. Nada hay más dulce que la venganza, pero no te conviene dejar huellas por todas partes. Sigue mi consejo: nunca hagas nada que te delate.

—Lo tendré en cuenta —dije.

Rosie regresó con una bandeja en la que traía la taza de té con hielo de Reba, el limón envuelto en un paño y una ración de krumpli paprikas para cada una. Dejó el pan de centeno sobre la mesa, la mantequilla y los pepinillos en vinagre y desapareció de nuevo.

Reba se inclinó sobre la escudilla.

—Oh. Por un momento me ha parecido ver que algo se movía.

Mientras rebañaba la salsa con el último pedazo de pan con mantequilla, Reba miró por encima de mi hombro en dirección a la entrada del restaurante y abrió los ojos desmedidamente.

—¡Vaya, a quién tenemos aquí! —exclamó.

Me incliné a la izquierda para asomarme por el borde del reservado y seguir su mirada. La puerta se había abierto con la llegada de un hombre.

—¿Lo conoces? —le pregunté.

—Es Beck —dijo como si eso lo explicase todo. Salió del reservado—. Enseguida vuelvo.