Los asistentes sociales destinados al control de los presos en libertad condicional ocupaban un edificio amarillo de obra vista y escasa altura, con mucho cristal y aluminio y largas líneas horizontales, sin duda un estilo típico de los años sesenta. Unos cedros de color verde oscuro crecían bajo un voladizo que se extendía a lo largo de toda la fachada. El aparcamiento era amplio, y encontré una plaza sin dificultad. Apagué el motor.
—¿Quieres que te acompañe? —le dije a Reba.
—No es mala idea —contestó ella—. Quién sabe cuánto tiempo tendré que esperar. Me vendrá bien la compañía.
Atravesamos el aparcamiento y doblamos a la derecha en dirección a la entrada. Al cruzar la puerta de cristal, nos hallamos ante un pasillo largo y gris con despachos a ambos lados. Por lo que se veía, no había recepción, aunque al final del pasillo varios hombres aguardaban sentados en sillas plegables. Una pelirroja corpulenta con un grueso expediente en la mano asomó desde un despacho y llamó a uno de los individuos que estaban ociosamente apoyados contra la pared: un sesentón de aspecto triste vestido con un pantalón y una americana raídos y no demasiados limpios. Había visto antes a hombres parecidos a ese durmiendo en los portales y tomando colillas de los ceniceros llenos de arena de los vestíbulos de los hoteles.
La mujer nos miró de arriba abajo y se fijó en mi acompañante.
—¿Eres Reba? —preguntó.
—La misma.
—Soy Priscilla Holloway. Hablamos por teléfono. Estoy contigo en un abrir y cerrar de ojos.
—Estupendo. —Reba la observó mientras se alejaba—. Es mi asistenta social.
—Lo suponía.
Priscilla Holloway era una mujer de más de cuarenta años, bronceada, con facciones pronunciadas y huesos grandes. Tenía el cabello pelirrojo, que llevaba recogido en una trenza que le caía hasta media espalda. En los holgados pantalones de un color oscuro se advertían arrugas de estar sentada. Vestía una blusa blanca, con los faldones por fuera, y una chaqueta roja de punto con cremallera abierta por delante; una discreta manera de ocultar el arma enfundada a un costado. Era de complexión atlética, y seguramente practicaba esa clase de deportes rápidos y extenuantes: frontón, fútbol, baloncesto, tenis. En la escuela primaria, ante una chica de ese tamaño me habría muerto de miedo, pero por entonces aprendí que si cultivaba una amistad así, me sentiría protegida en el patio el resto de la vida.
Reba y yo fuimos a reclamar nuestro pequeño espacio de pasillo, donde probamos las más diversas posturas para encontrar la más cómoda durante la espera. Reba miraba con especial interés un teléfono público que había colgado de la pared.
—¿Llevas suelto? Tengo que hacer una llamada local.
Abrí el bolso y realicé un rápido registro del fondo en busca de monedas extraviadas. Tras entregarle un puñado, se acercó al teléfono y descolgó el auricular. Introdujo las monedas, marcó el número y volvió el cuerpo para colocarse en un ángulo que me impidiese leerle los labios mientras hablaba. Pasó tres minutos al teléfono, y cuando por fin devolvió el auricular a la horquilla, la noté más contenta y relajada de lo que la había visto hasta ese momento.
—¿Todo en orden? —dije.
—Sí. Me he puesto en contacto con un amigo. —Apoyó la espalda en la pared y se deslizó por ella para tomar asiento en el suelo.
Diez minutos después apareció Priscilla Holloway, quien acompañó a su trasnochado cliente a la puerta. Le dirigió una amonestación y luego se volvió hacia Reba.
—¿Vienes?
Reba se apresuró a levantarse diciendo:
—¿Y ella? —Se refería a mí.
—Puede reunirse con nosotras dentro de un momento. Primero tú y yo tenemos que comentar un par de cosas. —A renglón seguido me explicó—: Saldré a buscarla ahora mismo.
Las dos se alejaron por el lúgubre pasillo. Reba parecía la mitad de grande que Holloway. Reconciliada con la idea de esperar, dejé el bolso en el suelo y me apoyé en la pared. Entonces se abrió la puerta de cristal y entró Cheney Phillips, que pasó ante mí y siguió adelante. Se asomó a la puerta abierta de Priscilla Holloway, habló con ella, se volvió y vino en dirección a mí. Puesto que aún no me había reconocido, tuve un momento para observarlo.
Conocía a Cheney desde hacía tiempo, pero no habíamos tenido oportunidad de trabajar juntos hasta una investigación de asesinato, dos años antes. En el transcurso de varias conversaciones, me contó que lo abandonaron de niño, y ya a temprana edad puso la mira en hacer carrera dentro de las fuerzas del orden. La última vez que nuestros caminos se cruzaron trabajaba en misiones secretas para la Brigada Antivicio, pero probablemente ahora su cara era demasiado conocida para eso. Iba de punta en blanco, como siempre: pantalón oscuro y americana de raya diplomática, ancha en los hombros y entallada en la cintura. Llevaba una elegante camisa de color azul marino, a juego con una corbata en un azul ligeramente más claro. Tenía el pelo moreno y rizado y unos ojos castaños cuya expresión revelaba una curiosa mezcla de mentalidad policial e insinuación. Cuando me enteré de que se había casado, en mi agenda mental trasladé su nombre de un lugar destacado, cercano a los primeros puestos, a una categoría que clasifiqué como «suprimido sin prejuicio».
Cruzamos una breve mirada, y cuando cayó en la cuenta de que era yo, se detuvo en el acto.
—Kinsey. No puedo creerlo. —Se llevó una sorpresa—. Precisamente estaba pensando en ti.
—¿Qué haces aquí? —dije.
—Ando tras un preso en libertad condicional. ¿Y tú?
—Hago de niñera de una chica hasta que rehaga su vida.
—Trabajo misionero.
—No precisamente —contesté—. Me pagan.
—Cuando nos encontramos el sábado, quería preguntarte por qué no te veo ya en el Café Caliente. Me dijo Dolan que estabas colaborando con él en un caso. Pensaba que te pasarías por allí.
—A mi edad ya no voy de bares, a excepción del de Rosie —expliqué—. ¿Y tú qué tal estás? Lo último que supe fue que te habías marchado a Las Vegas para casarte.
—Vaya, las noticias vuelan. ¿Y qué más te han contado?
—Que os conocisteis en el Café Caliente y al cabo de seis semanas os fugasteis.
Cheney esbozó una sonrisa agridulce.
—Dicho así, suena muy burdo.
—¿Qué fue de tu otra novia? Pensaba que salías con alguien desde hacía años.
—Nuestra relación no funcionaba. Ella se dio cuenta antes que yo y me dio calabazas.
—¿Y tú qué hiciste? ¿Casarte por despecho?
—Supongo que eso lo explicaría. ¿Qué tal está tu amigo Dietz?
—Señorita Millhone, ¿quiere reunirse con nosotras?
Al volverme, vi que Priscilla Holloway se acercaba.
Cheney siguió mi mirada. Sus ojos se posaron en la asistenta social y luego otra vez en mí.
—Será mejor que no te entretenga más. —Phillips se despidió.
—Encantada de volver a verte —repuse.
—Te llamaré en cuanto tenga un momento —le dijo Priscilla cuando él ya daba media vuelta para marcharse.
Volví la cabeza y lo observé mientras salía por la puerta de cristal y se encaminaba hacia el aparcamiento.
—¿De qué conoce a Cheney? —preguntó la asistenta.
—De un caso en el que trabajamos juntos. Es un hombre muy agradable.
—Sí, muy amable. ¿Ha ido bien el viaje?
—Como una seda. Pero en la penitenciaría hacía mucho calor.
—Y seguro que había muchos insectos —añadió ella—. Es casi imposible abrir la boca sin tragarse alguno.
El despacho era pequeño, y los muebles, sencillos. La ventana daba al aparcamiento; la vista quedaba cortada a tiras por una polvorienta persiana de lamas. En el alféizar había una cámara Polaroid y, sobre una pila de gruesos expedientes, dos instantáneas de Reba. Supuse que Priscilla guardaría fotografías recientes en el expediente por si Reba decidía fugarse. A su lado del escritorio había archivadores, y al nuestro, dos sillas de metal. Reba estaba sentada en la más próxima a la ventana. Priscilla tomó asiento en su butaca giratoria y me miró.
—Dice Reba que la escoltará hasta el pueblo —dijo.
—Sólo un par de días, hasta que se haya reacomodado.
Priscilla se inclinó hacia delante.
—Ya he hablado de esto con ella, pero creo que no estará de más repetírselo a usted para que conozca los límites. Nada de drogas ni alcohol, nada de armas de fuego, nada de cuchillos con la hoja más larga de cinco centímetros, excepto los cuchillos de su casa o de su lugar de trabajo. Nada de ballestas de ninguna clase. —Se interrumpió con una sonrisa y dirigió el resto de observaciones a Reba como para dar mayor énfasis—. Nada de trato con delincuentes conocidos. Cualquier cambio de residencia debe comunicarse en menos de setenta y dos horas. Nada de viajes a una distancia superior a ochenta kilómetros sin autorización. Reba, no pasarás fuera del condado de Santa Teresa más de cuarenta y ocho horas y no podrás salir de California sin mi consentimiento por escrito. Si te detiene la policía y no tienes ese papel mágico, volverás a la cárcel.
—Estoy al loro —dijo Reba.
—Una cosa más. Si buscas empleo, deberás saber que la libertad condicional te prohíbe cualquier puesto de confianza: no puedes encargarte de nóminas, ni de impuestos, ni tener acceso a cheques…
—¿Y si mi jefe está al corriente de mis antecedentes? —intervino Reba.
Holloway guardó silencio.
—En ese caso, coméntamelo antes. —Se volvió hacia mí—. ¿Alguna pregunta?
—Por mi parte, no. Yo sólo la acompaño.
—Le he dado a Reba mi número de teléfono por si me necesita. Si no estoy, debe dejarme un mensaje en el contestador. Lo compruebo cuatro o cinco veces al día —me explicó Holloway.
—De acuerdo —asentí.
—Entretanto, me preocupan dos cosas. Primero, la seguridad pública. Segundo, el éxito de su reinserción. No metamos la pata, ¿entendido?
—Coincido con usted —dije.
Priscilla se levantó y se inclinó sobre el escritorio para estrechar la mano de Reba y luego la mía.
—Buena suerte. Encantada de conocerla, señorita Millhone.
—Llámeme Kinsey —dije.
—Bien, Kinsey, si puedo ayudar en algo hágamelo saber.
Cuando Reba y yo estuvimos otra vez en el coche, comenté:
—Holloway me cae bien. Parece buena persona.
—A mí también. Dice que soy la única mujer que tiene bajo su cargo. Todos los demás reclusos en libertad condicional que le han asignado son 288A o 290.
—¿Qué quieren decir esos números?
—Delincuentes sexuales —dijo—. 288A significa pederasta. A un par de ellos se los considera depredadores sexualmente violentos. En fin, una agradable compañía. Aunque veas a uno de esos tipos, nunca adivinarías qué clase de gente son. —Sacó un folleto doblado con el título Departamento Penitenciario en la portada. Lo leyó por encima y pasó la página—. Como mínimo, no me han catalogado en Máximo Control. Esos sí que lo pasan mal. Tendré que verla una vez por semana, pero dice que si me comporto, pronto lo dejará en una vez al mes. Igualmente deberé asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y estaré sujeta al control de drogadicción, pero eso se reduce a mear en un tarro. No es tan grave.
—¿Y en cuanto al trabajo? ¿Buscarás un empleo?
—Mi padre no quiere. Piensa que me provoca mucha tensión. Además, no es un requisito de mi libertad condicional y a Holloway le trae sin cuidado siempre y cuando no me meta en líos.
—Entonces vayamos a tu casa.
A las dos y media dejé a Reba en la casa de su padre y me aseguré de que tenía los números de teléfono de mi estudio y del despacho. Le sugerí que se tomase un par de días para instalarse, pero me contestó que había pasado dos años encerrada, ociosa y aburrida, y le apetecía salir. La exhorté para que me llamase por la mañana para fijar la hora a la que podía pasar a recogerla.
—Gracias —dijo, y abrió la portezuela del coche.
La anciana ama de llaves la esperaba en el porche. A su lado descansaba un enorme gato de pelo largo y color anaranjado. En cuanto Reba cerró la portezuela, el gato bajó del porche y se acercó a ella con parsimonia. Reba se inclinó y lo tomó en brazos. Lo meció con la cara hundida en su pelaje, una muestra de devoción a la que el gato parecía considerarse acreedor. Reba lo llevó al porche. Esperé hasta que esta abrazó al ama de llaves y desapareció dentro de la casa con el gato debajo del brazo. A continuación, puse el coche en marcha y conduje de vuelta a Santa Teresa.
Pasé por el despacho y dediqué el tiempo necesario a devolver llamadas telefónicas y comprobar la correspondencia. A las cinco, una vez concluidas mis tareas, cerré mi despacho y fui en coche hasta casa. Una vez allí, abrí el buzón, saqué el habitual surtido de correo basura y facturas y empujé la chirriante verja, absorta en el anuncio de un sastre de Hong Kong que me ofrecía sus servicios. Otro folleto cantaba las excelencias de un banco hipotecario que proporcionaba dinero en el acto con una simple llamada. ¿No era una mujer con suerte?
En el jardín trasero, Henry regaba el patio con un chorro de agua tan grueso como el palo de una escoba. Con él, empujaba hacia la hierba las hojas y la arenilla acumuladas sobre las losas. El sol vespertino asomaba entre las nubes; por fin llegaba el verano. Henry llevaba una camiseta y un pantalón con las perneras cortadas, y los pies largos y elegantes enfundados en un par de chancletas gastadas. Detrás de él, William, luciendo su postinero traje con su habitual chaleco y apoyado en un bastón negro de malaca con empuñadura de mármol labrado, ponía especial cuidado en que el agua de la manguera no le salpicase. Discutían, pero se interrumpieron el tiempo suficiente para saludarme cortésmente.
—William, ¿qué le ha pasado en el pie? Nunca le había visto con bastón.
—El médico ha pensado que me ayudaría a mantener el equilibrio.
—Es puro adorno —informó Henry.
William hizo caso omiso del comentario.
—Perdonen la interrupción —me disculpé—. Debo de haberlos sorprendido en plena charla.
—Henry está indeciso respecto a Mattie —dijo William.
—¡No estoy indeciso! Soy sensato. Tengo ochenta y siete años. ¿Cuánto tiempo de vida me queda?
—No digas tonterías —repuso William—. Nuestra familia siempre ha llegado al menos a los ciento tres años. ¿Recuerdas lo que dijo ella de la suya? Tuve la impresión de que estaba recitando un párrafo del Manual de diagnosis y terapia de los laboratorios Merck. ¿Cáncer, diabetes y enfermedades cardíacas? Su madre murió de meningitis, nada menos. Oye bien lo que te digo: Mattie Halstead dejará este mundo mucho antes que tú.
—¿Por qué voy a preocuparme por eso? Ninguno de nosotros va a «dejar este mundo» en breve —repuso Henry.
—Estás cometiendo una estupidez —insistió su hermano—. Esa mujer se sentiría afortunada de tenerte a su lado.
—¿Por qué, si puede saberse?
—Necesitará a alguien que la ayude a sobrellevar sus últimos días de vida. Estar enfermo y solo no es plato de gusto para nadie.
—¡A ella no le pasa nada! Tiene una salud de hierro. Vivirá veinte años más que yo, que es más de lo que puedo decir de ti.
William se volvió hacia mí.
—Lewis no sería tan tozudo… —me comentó.
—¿Qué tiene que ver Lewis con esto? —preguntó Henry.
—Él la aprecia —le aclaró William—. Por si no lo recuerdas, se mostró muy atento con ella en el crucero.
—De eso hace dos meses.
—Explícaselo, Kinsey. Quizá tú consigas que entre en razón.
—No sé qué decir, William. —Me asaltó cierta inquietud—. Soy la persona menos indicada para dar consejos sobre el amor.
—Tonterías. Has estado casada dos veces.
—Pero no salió bien ninguna de las dos.
—Al menos a ti no te asustaba comprometerte. Henry se comporta como un cobarde…
—¡No es así! —El malhumor de Henry iba en aumento.
Pensé que iba a dirigir la manguera hacia su hermano, pero se acercó al grifo y cortó el agua con un chirrido.
—Es una idea absurda. Para empezar, Mattie tiene su vida en San Francisco, y yo he echado raíces aquí. En el fondo soy un hombre hogareño, y ya ves cómo vive ella, un crucero tras otro, circunnavegando el mundo a la mínima ocasión.
—Los cruceros por el Caribe no suponen ningún problema —corrigió William.
—Se pasa semanas y semanas de viaje. A eso nunca renunciará.
—¿Por qué habría de renunciar? —dijo William exasperado—. Deja que haga lo que le dé la gana. Tú puedes vivir seis meses allí y otros seis aquí. Un cambio de aires te sentará bien. No me vengas con la cantinela de las «raíces». Ella puede conservar su casa, y tú la tuya, y podéis ir y venir.
—No quiero ir a ninguna parte. Quiero estar aquí.
—Te diré cuál es tu problema. No quieres arriesgarte en nada —le reprochó William.
—Tú tampoco.
—Eso no es verdad. No, señor. Estás muy equivocado. Diantre, me casé a los ochenta y seis, y si eso no es correr riesgos, pregúntale a ella —dijo señalándome.
—Desde luego que lo es —musité obediente, con la mano en alto como en un juramento—. Pero…, discúlpenme, señores… —Los dos hermanos se volvieron para observarme—. ¿No creen que los sentimientos de Mattie también cuentan? Quizás ella no está más interesada en Henry que él en ella.
—Yo no he dicho que no esté interesado. Hablo de la situación desde el punto de vista de Mattie —intervino Henry.
—¡Ella está interesada, cretino! —prorrumpió William—. Si vuelve al pueblo mañana… Ella misma lo dijo. ¿No lo oíste?
—Porque le viene de camino. No para verme a mí.
—Claro que sí. Si no, ¿por qué no pasa de largo? —William se desesperaba.
—Porque tiene que repostar gasolina y estirar las piernas.
—Cosa que podría hacer sin tomarse el tiempo de verte.
—Ahí William tiene toda la razón —tercié—. Coincido con él.
Henry empezó a enrollar la manguera, retirando los trozos de hierba cortada y la arenilla, mientras zanjaba el asunto:
—Es una persona estupenda y valoro su amistad. Dejemos el tema. Ya me he cansado.
William se volvió hacia mí.
—Así ha empezado esto —me contó—. Yo no he hecho más que señalar lo evidente: que ella es una persona maravillosa y que a él más le vale darse prisa y no dejarla escapar.
—¡Viejo chiflado! —exclamó Henry.
Despidió a William bruscamente y se encaminó a la casa, abrió la mosquitera y cerró de un portazo. Apoyado en el bastón, William movió la cabeza en un gesto de desesperación.
—Siempre ha sido igual de obstinado. Se niega a razonar. Tiene arrebatos de mal genio a la menor discrepancia.
—No sé qué decirle, William —opiné—. Yo que usted me mantendría al margen y dejaría que lo resolviesen ellos solitos. Son mayorcitos.
—Sólo pretendo ayudar.
—A Henry le revienta que lo ayuden.
—Porque es muy testarudo.
—Todos lo somos.
—Pues algo hay que hacer. Esta podría ser su última oportunidad en el amor. No resisto ver cómo la estropea. —Se oyó un sonido metálico, William se llevó la mano al bolsillo del chaleco y consultó el reloj—. Ha llegado la hora del tentempié. —Sacó unos anacardos de una bolsita de celofán que abrió con los dientes. Se llevó dos a la boca y los masticó como si fuesen píldoras—. Ya sabes que padezco hipoglucemia. Dice el médico que no debo pasar más de dos horas sin comer, si no quiero correr el riesgo de sufrir vahídos, sofocos, palpitaciones y temblores, como sin duda habrás observado.
—No me había dado cuenta, la verdad —reconocí.
—He ahí el problema. El médico me ha recomendado que enseñe a mis familiares y amigos a reconocer los síntomas, porque es vital que se administre el tratamiento inmediatamente. Un vaso de zumo o unos frutos secos pueden ser decisivos. Naturalmente, quiere que me someta a unas pruebas, pero entretanto debo seguir una dieta rica en proteínas. Supongo que sabes que, con una producción de glucosa insuficiente, el ataque puede desencadenarlo el alcohol, los salicilatos o, muy rara vez, la ingestión del fruto del akee, que provoca lo que se conoce comúnmente como náusea jamaicana…
Ahuequé una mano en torno a la oreja.
—Me parece que mi teléfono está sonando —tercié—. Tengo que irme.
—Por supuesto. Como te veo interesada, en la cena puedo contarte más detalles.
—Estupendo —dije.
Me dirigí hacia mi puerta.
—En cuanto a Henry —entonó William señalándome con el bastón—, ¿no crees que es mejor sentir algo intensamente aunque por ello uno pueda resultar herido?
También yo le señalé.
—Ya hablaremos luego.