Salí camino de la cárcel a las seis de la mañana del lunes. El viaje fue aburrido y caluroso. En Santa Teresa tomé por la 101 hasta la 126, que dobla hacia el interior en Perdido. La carretera discurre entre el río Santa Clara, a la derecha, y una cerca de cables de alta tensión, a la izquierda, bordeando los lindes meridionales del Parque Nacional de Los Padres. Había visto mapas topográficos de la zona, que detallaban numerosas sendas de excursionismo a través de aquel terreno inhóspito y montañoso. Docenas de arroyos surcan el fondo de los cañones. Existen muchísimos sitios de acampada repartidos a lo ancho de las 88.900 hectáreas que constituyen ese espacio natural. Si no fuera por mi extraordinario rechazo a los insectos, los osos negros, las serpientes de cascabel, los coyotes, el calor, las ortigas y el polvo, quizá disfrutaría viendo los tan cacareados precipicios de arenisca y los pinos que crecen en ángulos extraños sobre las laderas sembradas de peñascos. Tiempo atrás, incluso desde la seguridad de la carretera, avisté en más de una ocasión algunos de los últimos cóndores de California trazando círculos en el cielo, desplegadas sus alas de tres metros con la elegancia de una cometa.
Dejé atrás los huertos de aguacates y naranjales rebosantes de fruta madura y los puestos de venta cada cuatro o cinco kilómetros. Encontré un semáforo en rojo cada tres pequeñas comunidades de viviendas recién construidas y magníficos centros comerciales. Al cabo de una hora y media, llegué al cruce de la 125 y la 5 y seguí por esta última en dirección sur. Tardé una hora más en llegar a Corona. Para las familias proclives al encarcelamiento, no había mejor augurio que cumplir las penas en aquella zona, donde se encuentran el Correccional de Menores de California, la Penitenciaría para Hombres de California y la Penitenciaría para Mujeres de California, los tres a tiro de piedra. El paisaje era llano y polvoriento, interrumpido por esporádicos cables de alta tensión y depósitos de agua; las parcelas estaban separadas por alambradas de púas. A intervalos aparecía una rala hilera de árboles, pero resultaba difícil verle el sentido. No daban sombra y apenas aislaban de los coches que circulaban a toda velocidad. Las casas tenían terrados y un aspecto ruinoso, e iban acompañadas de unas ajadas construcciones anexas. Crecían árboles gruesos y nudosos cuyas ramas amputadas estaban, si no muertas, como mínimo deshojadas. Como puede afirmarse de casi toda la tierra yerma de California, el desarrollo urbanístico arraigaba como una invasión de mala hierba.
A las ocho y media esperaba dentro de mi coche en el aparcamiento contiguo al centro de tramitación de la Penitenciaría para Mujeres de California. Durante muchos años esta institución fue conocida como La Frontera. El «campus» (como lo llamaban en sus inicios) de cincuenta hectáreas se inauguró en 1952, y hasta la fecha, 1987, ha sido la única cárcel de California que acogía a mujeres delincuentes. Entré un rato antes en el edificio, donde enseñé al agente mi documento de identificación con foto y le anuncié que estaba allí para recoger a Reba Lafferty, cuyo número de historial en el Departamento Penitenciario de California, curiosamente, coincidía con mi fecha de nacimiento. El agente verificó su lista, encontró el nombre y avisó a Recepción y Puesta en Libertad.
El hombre me había sugerido que aguardase en el aparcamiento, así que volví al VW. Cabe decir que la comunidad de Corona era un tanto deprimente para mi gusto. Una traza de humo amarillo flotaba en el horizonte como la estela de una avioneta fumigadora. Soplaba un fuerte viento y había moscas por todas partes. La camiseta se me pegaba a la espalda y sentía una película de humedad en la cara, esa clase de sensación que a uno lo despierta de un sueño profundo cuando acaba de coger una gripe.
La vista a través de la valla metálica de tres metros de altura había mejorado. Vi un césped verde, unos senderos e hibiscos con hermosas flores rojas y amarillas. La mayoría de los edificios eran de color parduzco y apenas se alzaban del suelo. Las internas paseaban por los patios en grupos de dos o tres. Según había leído, recientemente se había completado la construcción de una unidad especial dotada de ciento diez camas. El personal carcelario ascendía a unas quinientas personas, mientras que la población reclusa oscilaba entre novecientas y mil doscientas. Predominaban las mujeres blancas de edades comprendidas entre treinta y cuarenta años. La prisión ofrecía cursos tanto de estudios académicos como de formación profesional, incluida la programación informática. La actividad manufacturera, sobre todo textil, producía camisas, pantalones cortos, blusones, delantales, pañuelos y prendas para equipos contra incendios. Asimismo, La Frontera era un importante centro formativo de bomberos, que luego destinarían a las cerca de cuarenta zonas protegidas del estado.
Miré por enésima vez la fotografía de Reba Lafferty tomada antes de sus problemas con la ley y su cuarentena por delito grave. Si había incurrido en el consumo abusivo de drogas y de alcohol, los excesos no se reflejaban en su rostro. Ya nerviosa, volví a guardar la foto en el bolso y jugueteé con el sintonizador de la radio. Las noticias de la mañana eran la acostumbrada y desalentadora mezcla de asesinatos, trapicheos políticos y agoreros pronósticos económicos. Cuando el locutor anunció el intermedio, yo estaba ya en condiciones de abrirme las venas.
A las nueve levanté la vista y advertí movimiento cerca de la salida de vehículos. Habían abierto la verja y un furgón de la oficina del sheriff, a punto de abandonar el recinto, aguardaba al ralentí mientras el conductor presentaba los papeles al agente del puesto de control. Ambos intercambiaron comentarios jocosos. Me apeé del coche. El furgón cruzó la verja, trazó un amplio giro a la derecha y redujo la marcha hasta detenerse. Dentro vi a varias mujeres, reclusas en libertad condicional camino del mundo real, vueltas hacia la ventana como una hilera de plantas en busca de luz. Las puertas del furgón se abrieron y cerraron con un silbido y el vehículo se alejó.
Reba Lafferty permaneció de pie en el pavimento vestida con unas zapatillas carcelarias, unos vaqueros y una sencilla camiseta blanca sin el beneficio de un sujetador. Todas las reclusas tienen la obligación de entregar sus prendas personales al llegar a la prisión, pero me sorprendía que su padre no le hubiese enviado algo suyo para ponerse antes de volver a casa. Estaba claro que se había visto forzada a comprar allí la ropa que llevaba, ya que todas esas prendas eran propiedad del gobierno. Al parecer, había rehusado el sujetador carcelario, que probablemente favorecía igual que un aparato ortopédico. También se exige a las reclusas que abandonen el recinto sin nada en las manos, excepto los doscientos dólares en efectivo que les corresponden. Asombrada, vi que tenía exactamente el mismo aspecto que en la foto. Dada la avanzada edad de Nord Lafferty, le había calculado a Reba unos cincuenta años. Aquella chica no pasaba de los treinta.
Ahora llevaba el pelo muy corto y mojado de la ducha. Durante el encarcelamiento había perdido el tinte rubio y tenía de punta los mechones de su moreno natural, como si se los hubiese enderezado con espuma. Me la imaginaba con unos kilos de más, y sin embargo estaba extremadamente delgada, lo que le daba un aspecto de fragilidad. Noté los huecos huesudos de sus clavículas bajo la tela barata de la camiseta. Tenía la tez clara, aunque un poco cetrina, y oscuras ojeras. Sin duda, Reba poseía cierta sensualidad en la pose, en su andar arrogante.
La saludé con un gesto de la mano, y ella cruzó la carretera en dirección a mí.
—¿Has venido a buscarme? —preguntó.
—Así es —dije—. Soy Kinsey Millhone.
—Estupendo. Yo soy Reba Lafferty. Pongámonos en marcha de una puta vez —dijo mientras nos estrechábamos la mano.
Fuimos al coche y durante la hora siguiente no hubo más conversación que esa. Prefiero callar a hablar de banalidades. El silencio no me incomodó. Por cambiar de camino, tomé la 5 hasta el cruce con la 101. Un par de veces me planteé hacerle alguna pregunta, pero me pareció que las que acudieron a mi mente no eran asunto mío. Encabezaban la lista: «¿Por qué robaste el dinero?» y «¿Cómo la cagaste y te dejaste atrapar?».
Fue Reba quien finalmente rompió el silencio.
—¿Te ha contado mi padre por qué me encerraron?
—Dijo que te quedaste un dinero, sólo eso —respondí.
Caí en la cuenta de que había eludido la palabra «malversación», como si fuese una grosería mencionar el delito por el cual la habían condenado. Reba apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.
—Es un hombre encantador —dijo—. Se merecería una hija mucho mejor que yo.
—¿Qué edad tienes, si no es indiscreción?
—Treinta y dos años.
—No te ofendas, pero pareces una niña —comenté—. ¿Qué edad tenía tu padre cuando naciste?
—Cincuenta y seis años. Mi madre tenía veintiuno. He ahí una pareja ideal. No hay duda de lo que ella buscaba. Se largó, y a mí me dejó como a una carnada de gatos.
—¿Habéis mantenido el contacto?
—No. La vi una vez cuando tenía ocho años. Pasamos un día juntas…, mejor dicho, medio día. Me llevó a Ludlow Beach y se pasó el rato observándome cómo jugaba con las olas hasta que tuve los labios morados. Comimos en aquel chiringuito, ¿sabes cuál te digo? El que está cerca de High Ridge Road.
—Lo conozco bien —repuse.
—Tomé un batido y comí almejas fritas, cosa que no he vuelto a probar desde entonces. Recuerdo que, sabiendo que ella vendría, me noté los nervios en el estómago desde el momento en que me desperté. De camino al zoo, me mareé en el coche y acabó llevándome a casa.
—¿Qué quería tu madre?
—Quién sabe. Fuera lo que fuese, no ha vuelto a quererlo desde entonces. Pero mi padre es un hombre extraordinario. Por ese lado he tenido suerte.
—Él se siente culpable de tu suerte.
Reba se volvió y se quedó mirándome.
—¿Cómo? Nada de esto es culpa suya —soltó.
—Piensa que no te prestó suficiente atención cuando eras niña.
—Debo darle la razón, pero ¿qué tiene que ver con esto? Mi padre tomó sus decisiones, y yo, las mías.
—En general, es mejor evitar las que acaban llevándote a la cárcel.
—Tú no me conociste en esa época. —Sonrió—. Siempre estaba borracha o colocada, y a veces las dos cosas.
—¿Cómo conservabas tu empleo?
—Reservaba la bebida para las noches y los fines de semana. Pero fumaba maría antes y después del trabajo. Nunca tomé drogas duras: heroína, crack o speed. Con estas puedes acabar realmente mal.
—¿Nadie notó nunca que estabas colocada?
—Mi jefe.
—¿Cómo te las arreglaste para llevarte el dinero? Uno diría que para eso se necesita tener la mente despejada.
—Créeme, para ciertas cosas siempre tenía la mente despejada. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?
—En una ocasión pasé una noche —contesté con el mismo tono que si hablase de una excursión con las girl scouts.
—¿Por qué?
—Por agredir a un policía y resistirme a ser detenida.
—¡Vaya! —Reba se echó a reír—. ¿Quién iba a decirlo? Pareces de lo más remilgada. Juraría que cruzas la calle con el semáforo en verde y nunca pones un número por otro en la declaración de la renta.
—Así es. ¿Te parece mal?
—Es aburrido —contestó—. ¿Nunca te apetece desmelenarte? ¿Arriesgarte a darte un batacazo?
—Me gusta mi vida tal como es.
—¡Qué lata! Yo me volvería loca.
—A mí lo que me vuelve loca es perder el control.
—¿Y qué haces para divertirte?
—No sé… Leo mucho y salgo a correr.
La chica me miró esperando el final del chiste.
—¿Eso es todo? ¿Lees mucho y sales a correr? —dijo por fin.
—Si te paras a pensarlo suena patético. —Me eché a reír.
—¿Adónde vas cuando sales?
—No puede decirse que «salga» exactamente, pero si me apetece cenar o tomar una copa de vino, suelo ir a un local de mi barrio, el bar de Rosie. Puesto que la dueña es un ogro, puedo comer tranquila sin que me acose ningún hombre.
—¿Tienes novio?
—La pelota está en el tejado. —Recurrí al modismo con intencionada vaguedad. Prefería que no ahondase demasiado en esa dirección. La miré—. Si no te importa que lo pregunte, ¿te habías metido antes en problemas?
Se volvió para mirar por la ventanilla de su lado.
—Depende de tu baremo. Pasé dos veces por rehabilitación y cumplí seis meses en la cárcel del condado por pagar con un cheque sin fondos. Cuando salí, mi economía se había ido a pique, así que me declaré insolvente. He ahí lo más extraño. En cuanto presenté la declaración de quiebra, me ofrecieron por correo un montón de tarjetas de crédito, y todas preautorizadas. ¿Cómo podía resistirme? Lógicamente, eché mano de ellas: treinta mil dólares antes de que me cerraran el grifo.
—¿En qué te gastaste treinta mil dólares?
—Ah, ya sabes. Lo de siempre. Apuestas, drogas… Me pulí un buen fajo en las carreras de caballos y luego fui a Reno a jugar a las máquinas. Participé en una partida de póquer con apuestas a lo grande, pero las cartas no me favorecieron. Aunque yo no me amedrentaba fácilmente. Imaginé que iba a perder cierto número de manos hasta que el juego empezase a beneficiarme. Por desgracia, no llegué a ese punto. De pronto descubrí que no tenía ni un centavo y acabé viviendo en la calle. Eso fue en 1982. Mi padre me llevó a su casa y liquidó mis deudas. ¿Y tus vicios? Alguno tendrás…
—Bebo vino y algún que otro Martini. Antes fumaba tabaco, pero lo dejé.
—Igual que yo. Lo dejé hace un año. Eso sí es difícil.
—Lo que más —convine—. ¿Por qué lo dejaste?
—Sólo para demostrarme que era capaz —respondió—. ¿Y otras cosas? ¿Nunca has probado la coca?
—No.
—¿Quaaludes, Vicodan, Percocet?
Me volví y la miré fijamente.
—Lo digo por preguntar algo —dijo.
—Fumé maría en el instituto, pero luego me enmendé.
Echó la cabeza a un lado y exclamó:
—¡Vaya muermo!
Me reí.
—¿Por qué «muermo»?
—Vives como una monja. ¿Dónde ves tú la diversión?
—Me divierto mucho.
—No te pongas a la defensiva. No estaba juzgándote.
—Yo creo que sí.
—Tal vez un poco. Es más que nada curiosidad.
—¿Por qué?
—Por saber cómo alguien se las arregla en este mundo sin vivir en el borde del abismo.
—Puede que lo averigües tú misma.
—Yo no apostaría por eso, pero la esperanza es lo último que se pierde.
A medida que nos acercábamos a Santa Teresa, una bruma pálida y tenue se ondulaba sobre el paisaje. Tomé el desvío hacia la playa, con las palmeras recortándose oscuras contra el blanco suave del Pacífico. Reba mantenía la vista fija en el océano desde que surgió ante nuestros ojos, al sur de Perdido. Cuando dejamos atrás la salida de Perdido, volvió la cabeza y siguió el horizonte con la mirada mientras se alejaba en la niebla.
—¿Has oído hablar del Double Down? —me preguntó.
—¿Qué es eso?
—El único salón de póquer de Perdido, el escenario de mi caída. Pasé muy buenos momentos allí, pero ya es agua pasada, o eso espero.
La carretera torció hacia el interior, y Reba contempló el vaivén de los naranjales a ambos lados. Empezaron a arracimarse las casas y las tiendas hasta que apareció el pueblo propiamente dicho: edificios de estuco blanco de dos y tres plantas con tejados rojos, palmeras, pinos. En fin, una arquitectura definida por la influencia española.
—¿Qué has echado más de menos? —inquirí.
—A mi gato. Tiene el pelo largo, color naranja y atigrado, y lleva conmigo desde que tenía seis semanas. Entonces parecía una borla. Ahora es un viejales de diecisiete años.
Al tomar la salida de Milagro, consulté el reloj. Eran las 12:36.
—¿Tienes hambre? —dije—. Tenemos tiempo de comer algo antes de ir a ver a la asistenta social.
—Genial. Estoy famélica desde que hemos salido.
—Habérmelo dicho. ¿Tienes alguna preferencia?
—El McDonald’s. Me muero por una hamburguesa con queso.
—Yo también.
Durante la comida dije:
—¿Qué has hecho durante estos veintidós meses?
—He aprendido programación. Lo pasé en grande. Y he memorizado las estadísticas carcelarias.
—Parece divertido.
Reba empezó a hundir las patatas fritas en un charco de ketchup y a comérselas como si fueran gusanos. Mientras, comentaba:
—Pues lo es. Me he pasado mucho tiempo en la biblioteca leyendo todos los estudios que existen sobre mujeres reclusas. Antes esos artículos no me decían nada. Ahora todo me afecta. En 1976, por ejemplo, había once mil mujeres en las cárceles estadounidenses. El año pasado la cifra subió de golpe a veintiséis mil. ¿Quieres saber por qué? La liberación de la mujer. Hasta hace poco los jueces se compadecían de las mujeres, sobre todo si tenían hijos pequeños. Pero ahora, al menos en cuanto a ir a la cárcel, hay igualdad de oportunidades. Gracias, Gloria Steinem. Aun así, sólo el tres por ciento de las delincuentes cumplen pena de prisión. Y otro dato: hace cinco años, los asesinos puestos en libertad habían cumplido menos de seis años de condena. ¿No es increíble? Asesinas a alguien y después de seis años en el talego vuelves a la calle. Con la mayoría de las violaciones de la libertad condicional te acaba cayendo un «breje», que en proporción es mucho. Si doy positivo en un control de consumo de drogas, me llevan de vuelta en el autobús.
—¿Qué es un «breje»?
—Un año. Ya ves que el sistema está podrido. Si no, ¿cómo explicas la libertad condicional? Cumples la pena en la calle. ¿Qué clase de castigo es ese? No te imaginas la cantidad de desalmados que andan sueltos por ahí. —Sonrió—. En fin, vayamos a ver a la asistenta social y acabemos con esto cuanto antes.