3

El sábado por la mañana dormí hasta las ocho, me duché, me vestí, preparé una taza de café y me senté ante la encimera de la cocina, donde desayuné mi ritual tazón de cereales. Después de lavar el tazón y la cuchara, regresé a mi taburete y examiné el lugar. Soy exageradamente ordenada y había hecho una limpieza a fondo esa misma semana. Mi agenda social estaba intacta; sabía que pasaría el sábado y el domingo sola, como casi todos los fines de semana. Por lo general no me molesta, pero aquel día me sentía inquieta. Me aburría. Estaba tan desesperada por tener algo que hacer que pensé en volver al despacho para preparar los expedientes de otro caso que había aceptado. Por desgracia, el bungalow que uso como despacho es deprimente y no me sentía motivada para pasar un minuto más sentada a mi escritorio. ¿Qué otra cosa podía hacer, si no? No tenía ni la más remota idea. En un momento de pánico, tomé conciencia de que ni siquiera tenía un libro que leer. Estaba a punto de salir hacia la librería para hacer acopio de libros de bolsillo cuando sonó el teléfono.

—Hola, Kinsey. Soy Vera. Me alegra encontrarte ahí. ¿Tienes un minuto?

—Claro. Iba a salir, pero no es nada urgente —contesté.

Vera Lipton había sido colega mía en la compañía de seguros La Fidelidad de California, donde pasé seis años investigando incendios provocados y muertes con indicio de delito. Ella era la gestora de casos y yo trabajaba como colaboradora independiente. Después ella dejó el empleo, se casó con un médico y se convirtió en una mamá a jornada completa. La había visto en abril con su marido, el doctor Neil Hess. Llevaban a cuestas un cachorro de perdiguero color miel y a su hijo de dieciocho meses, cuyo nombre olvidé preguntar. Se le notaba el embarazo de su segundo hijo y, a juzgar por el tamaño de su barriga, salía de cuentas en cuestión de días. Dije:

—¿Cómo está el bebé? El día en que te vi en la playa parecías a punto de parir.

—No me digas… Arqueaba la espalda como una mula. Sentía punzadas en las dos piernas, y la cabeza del niño me presionaba tanto la vejiga que me mojaba las bragas. Rompí aguas esa misma noche y Meg nació la tarde del día siguiente. Oye, te he llamado porque nos encantaría que vinieras a visitarnos. Últimamente nunca te vemos.

—Me parece bien. Dame un telefonazo y quedaremos en algo.

Se produjo una pausa.

—Eso estoy haciendo. Te llamo para invitarte a tomar una copa con nosotros. Estamos reuniendo a varias personas para una barbacoa esta tarde.

—¿De verdad? ¿A qué hora?

—A las cuatro. Ya sé que te aviso con poco tiempo, pero espero que no tengas otro compromiso.

—Casualmente no. ¿Qué celebráis?

Vera se echó a reír.

—No celebramos nada. Me ha parecido que sería agradable, así de sencillo. Hemos invitado a varios vecinos. Algo informal. Si tienes un lápiz a mano, apunta la dirección. ¿Por qué no te pasas un rato antes y nos ponemos al corriente de nuestras cosas?

Anoté los datos sin ninguna convicción. ¿Por qué me llamaba así sin más?

—Vera, ¿seguro que no tramas algo? No te lo tomes a mal, pero en abril charlamos cinco minutos. Antes de eso hubo un lapso de cuatro años. No me malinterpretes. Me encantaría veros, pero me resulta un tanto extraño.

—Pues…

—Cómo —dije sin molestarme siquiera en darle entonación de pregunta.

—Está bien, te seré sincera. Pero prométeme que no gritarás.

—Te escucho. Ya me está dando dolor de estómago.

—Owen, el hermano menor de Neil, ha venido a pasar el fin de semana con nosotros. Hemos pensado que debías conocerlo.

—¿Por qué?

—Kinsey, de vez en cuando hombres y mujeres coinciden. ¿Lo sabías?

—¿Hablas de una cita a ciegas?

—No es una cita a ciegas. Se trata de tomar unas copas y comer algo. Habrá un montón de gente, y no tendrás que vértelas con él a solas. Nos sentaremos en la terraza trasera. El menú consistirá en queso fundido y galletas saladas. Si te cae bien, fantástico. Si no, no pasa nada.

—La última vez que me buscaste novio conocí a Neil —le recordé.

—Pues ahí lo tienes. Ya ves lo bien que salió.

Guardé silencio un momento.

—¿Cómo es Owen?

—Aparte de que anda casi arrastrando los nudillos por el suelo, no está mal. Mira, le diré que rellene una solicitud. Tú puedes hacer la investigación de los antecedentes. Pásate por aquí a las tres y media. Llevo puestos los únicos vaqueros que no se me han descosido.

Colgó mientras yo decía:

—Pero…

Escuché el tono de marcado en pleno estado de desesperación. De pronto entendí que aquello era un castigo por eludir las obligaciones de mi trabajo. Debería haberme ido al despacho. El universo sigue el rastro de nuestros pecados y nos impone castigos severos y crueles, como una cita con un desconocido. Subí la escalera de caracol y abrí el armario para echar un vistazo a mi ropa. Esto es lo que vi: mi vestido negro multiuso, que es el único que tengo, adecuado para funerales y otras ocasiones fúnebres, pero no tanto para conocer a hombres, a menos que ya estén muertos; tres vaqueros, un chaleco tejano, una falda corta y la americana de tweed que compré cuando comí con mi prima Tasha, dieciocho meses atrás; un vestido de cóctel de color verde oliva del que me había olvidado, regalo de una mujer que más tarde voló en pedazos; varias prendas desechadas por Vera, incluidos unos pantalones negros de seda tan largos que había tenido que enrollar la cintura. Si me los ponía, me pediría que se los devolviese, obligándome a volver a casa literalmente desnuda de cintura para abajo. En todo caso, dudaba que unos bombachos fuesen lo más idóneo para una barbacoa. No iba a cometer un error de ese tipo. Con un gesto de indiferencia, opté por mis habituales vaqueros y un jersey de cuello alto.

A las tres y media en punto llamaba a la puerta de Vera. La dirección que me había dado quedaba en la parte alta de la ciudad, al este, en un barrio de casas antiguas. Vivían en un ruinoso caserón Victoriano pintado de gris oscuro con molduras blancas y un porche de madera en forma de «L» con florituras en la barandilla. La puerta tenía un rosetón en el centro que tiñó de rosa la cara de Vera cuando me miró desde el interior. Detrás de ella el perro ladró de entusiasmo, impaciente por saltar encima del visitante y babosearlo. Vera abrió la puerta sujetando el perro por el collar para evitar que se escapase.

—No pongas cara de pena —dijo—. Se te ha concedido un respiro. He mandado a los hombres a comprar pañales y cerveza, así que disponemos de unos veinte minutos para nosotras. Anda, entra.

Llevaba el pelo muy corto con mechas rubias. Lucía unas gafas de montura metálica y enormes lentes azuladas. Vera era la clase de mujer que atraía las miradas allí adonde iba. Tenía una figura robusta, aunque había perdido los kilos que ganó con el embarazo de Meg. Llevaba unos vaqueros ajustados, un holgado blusón de manga corta e intrincada forma y los pies descalzos. De tanto cargar a los niños en brazos se le habían reafirmado los bíceps.

Mantuvo la puerta abierta y ladeó el cuerpo para que el perro no pudiese abalanzarse sobre mí, al menos de momento. Este, por su parte, había doblado su tamaño desde que lo vi en la playa. No parecía un chucho malévolo, pero era muy efusivo. Vera se agachó hacia la cara del animal, le rodeó el hocico con la mano y dijo «¡No!» en un tono que no surtió efecto. Al perro pareció gustarle la atención y le lamió la boca a la primera oportunidad.

—Este es Chase. No le hagas caso. Enseguida se calmará.

Me esforcé por mantenerme indiferente al perro mientras él, ladrando alegremente, brincaba alrededor y me tiraba del dobladillo del pantalón con los dientes. Con las patas apuntaladas en la alfombra del vestíbulo para poder destrozar mis vaqueros, emitió un gruñido de cachorro. Yo me quedé allí inmóvil, cautiva, y dije:

—Vaya, ¡qué divertido es esto, Vera! Me alegro de haber venido.

Fui el blanco de su mirada, pero pasó por alto el sarcasmo. Sujetó el perro por el collar, lo apartó de un tirón y lo llevó a rastras hasta la cocina. La seguí. El techo del vestíbulo era alto. A la derecha había una escalera, y la sala de estar se hallaba a la izquierda. Un pasillo corto conducía derecho a la cocina, en la parte trasera. El suelo era el habitual campo de minas salpicado de piezas de madera, juguetes de plástico y huesos de perro abandonados. Vera empujó a Chase al interior de una caseta del tamaño de un baúl. Aunque esto no desanimó al perro, me sentí culpable. Acercó un torvo ojo a uno de los respiraderos de la caseta y me dirigió una mirada llena de esperanza.

La cocina era espaciosa, y vi una amplia terraza a la que se accedía por una puerta ventana. Los armarios eran de cerezo oscuro, y las encimeras, de mármol verde oscuro con una cocina de seis quemadores en medio. Tanto el bebé como el niño, al que Vera me presentó como Peter, estaban bañados y a punto de acostarse. Cerca del fregadero, una mujer con un uniforme azul claro, provista de una manga de repostería, decoraba media docena de huevos duros partidos por la mitad con un relleno amarillo en forma de estrella.

—Te presento a Mavis —dijo Vera—. Ella y Dirk han venido a ayudar para ahorrarme trabajo. La canguro está al llegar.

Saludé en un susurro, y Mavis me sonrió en respuesta sin detenerse, mientras apretaba la manga para extraer el relleno. Había adornado el borde de la fuente con perejil. En la encimera, tenía dos bandejas con canapés listas para el horno y otras dos fuentes, una con verduras recién cortadas y la otra con un surtido de quesos de importación con uvas intercaladas. Con eso ya estaba todo dicho en cuanto al queso fundido, que a mí personalmente, como persona de gustos sencillos, me encanta. Saltaba a la vista que la fiesta venía planeándose desde hacía semanas. De pronto sospeché que la primera candidata para la cita a ciegas había cogido la gripe y me habían elegido a mí para ocupar su puesto: era la sustituta.

Dirk, con pantalón de etiqueta y una chaqueta blanca corta, trajinaba cerca de la despensa, donde había improvisado una barra de bar con distintas clases de vasos, una cubitera, una imponente fila de botellas de vino y otras bebidas.

—¿A cuánta gente esperas? —le pregunté a Vera.

—A veinticinco personas, más o menos. Lo hemos organizado en el último momento y mucha gente no podrá venir.

—Seguro.

—Todavía no bebo alcohol por la pequeñaja aquí presente.

Meg, la niña, estaba atada a una sillita en medio de la mesa de la cocina y miraba alrededor con una vaga expresión de satisfacción. Peter, de veintiún meses, había sido inmovilizado en otra. Tenía la bandeja salpicada de cereales Cheerios y guisantes que capturaba y se comía cuando no decidía aplastarlos.

—Esa no es su cena —explicó Vera—. Es sólo para mantenerlo ocupado hasta que llegue la canguro. Por cierto, Dirk puede prepararte una copa mientras yo subo a Peter. —Retiró la bandeja de la sillita y la dejó a un lado. A continuación tomó al niño en brazos y se lo apoyó en la cadera—. Enseguida vuelvo. Si Meg empieza a llorar, lo más probable es que quiera que la cojan en brazos.

Vera desapareció con Peter por el pasillo camino de la escalera.

—¿Qué quieres beber? —preguntó Dirk.

—Una copa de Chardonnay estaría bien.

Lo observé mientras sacaba una botella de Chardonnay de la cubitera. Llenó una copa y, al tiempo que la deslizaba hacia mí por encima de la barra improvisada, le añadió una servilleta de cóctel.

—Gracias —dije.

Vera había sacado unas lonchas de queso brie y rebanadas finas de pan, unos cuencos con frutos secos y aceitunas verdes. Me comí una procurando no romperme un diente con el hueso. Sentía curiosidad por ver las otras habitaciones de la planta baja, pero no me atrevía a dejar sola a Meg. Ignoraba lo que era capaz de hacer un bebé atado a una sillita. ¿Podía saltar al suelo?

En un extremo de la cocina habían colocado dos sofás tapizados con tela de motivos florales, dos sillones a juego, una mesa baja y un sistema de cine en casa dispuesto a lo largo de la pared. Copa de vino en mano, rodeé la estancia mirando distraídamente las fotos de familiares y amigos en marcos de plata. No pude evitar preguntarme si alguno de aquellos hombres era Owen, el hermano de Neil. Lo imaginé más bien bajo y probablemente moreno, como Neil.

A mis espaldas, Meg emitió un sonido de impaciencia que indicaba que seguirían otros al doble de volumen. Dispuesta a atender mis responsabilidades, dejé la copa para liberar a la niña de su sillita. La levanté; estaba tan poco preparada para su ligero peso que casi la lancé por el aire. Tenía el pelo oscuro y fino, los ojos de un color azul muy vivo, con las pestañas delicadas como plumas. Olía a polvos de talco y, quizás, a algo reciente y marrón depositado en su pañal. Asombrosamente, después de fijar en mí la mirada, apoyó la cara en mi hombro y empezó a roerse el puño. Se revolvió y, a juzgar por los gruñidos porcinos que dejó escapar, empezaba a sentir una necesidad alimenticia que yo esperaba que no estallase antes de que volviera su madre. La sacudí un poco y eso pareció satisfacerla por el momento. Ya había agotado mi amplia experiencia en el cuidado de los niños.

Fuera, en la terraza de madera, oí unas pisadas masculinas. Neil abrió la puerta trasera con una bolsa de supermercado de la que sobresalían unos pañales desechables. El hombre que entró después de él llevaba dos paquetes de seis botellas de cerveza. Neil y yo cruzamos un saludo, y luego él se volvió hacia su hermano y dijo:

—Kinsey Millhone, este es mi hermano, Owen.

—Hola —contesté.

La niña a la que sostenía en brazos descartó el apretón de manos. Owen, hablando por encima del hombro, respondió con los saludos de rigor mientras ponía la cerveza en las diestras manos de Dirk. Neil colocó la bolsa en un taburete y sacó el paquete de pañales.

—Permitidme que suba esto —se excusó—. ¿Quieres que me lleve a Meg?

—Estoy bien —dije, y para mi sorpresa lo estaba. Cuando Neil se fue, eché una ojeada a la niña y descubrí que se había dormido—. ¡Oh, vaya! —exclamé sin atreverme casi a respirar. No sabía si el tictac que oía era mi reloj biológico o el mecanismo de relojería de una bomba.

Dirk preparaba un Margarita para Owen; el hielo tintineaba en la cubitera. Aproveché que no atendía para examinarlo: comparado con su hermano, Owen era alto, de más de metro ochenta, al contrario de Neil, quien rondaba mi metro sesenta y ocho de estatura. Llevaba el pelo rubio rojizo, ligeramente salpicado de gris. Era esbelto, mientras que Neil tenía una complexión fuerte, los ojos azules, las pestañas rubias y la nariz más bien grande. Me miró de refilón y yo bajé la vista discretamente hacia Meg. Vestía unos pantalones de algodón y una camisa azul marino de manga corta que revelaba el sedoso vello de sus antebrazos. Tenía los dientes sanos y su sonrisa parecía sincera. En una escala del uno al diez —siendo el diez Harrison Ford—, le daría un ocho o incluso un ocho alto, muy alto.

Se acercó a la encimera junto a la que yo me encontraba y tomó un canapé. Empezamos a charlar distendidamente, cruzando la clase de preguntas y respuestas poco inspiradas que tienden a intercambiar los desconocidos. Me contó que estaba de visita y vivía en Nueva York, donde trabajaba como arquitecto diseñando edificios comerciales y viviendas. Yo, por mi parte, le dije a qué me dedicaba y desde cuándo. Afectó más interés del que probablemente sentía. También me informó de que tenía otros tres hermanos, de quienes él era el segundo empezando por abajo. La mayor parte de la familia, añadió, se había dispersado a lo largo de la Costa Este, y Neil era el único que permanecía en California. Le solté que yo era hija única y no entré en detalles.

Al cabo de un rato bajaron Neil y Vera. Ella tomó a la niña en brazos y se sentó en el sofá. Se desabrochó torpemente la blusa, sacó un pecho y empezó a amamantar a Meg mientras Owen y yo nos esforzábamos por mirar a otro lado. Poco después llegaron varias parejas. Se sucedían las presentaciones a cada dos nuevas incorporaciones. Los invitados fueron ocupando gradualmente la cocina, repartiéndose en corrillos, y algunos salieron al pasillo y a la terraza. Cuando apareció la canguro, Vera se llevó a Meg arriba y regresó con una blusa distinta. El ruido aumentó. A Owen y a mí nos separó la concurrencia, lo que no me importó porque me había quedado sin nada que decirle.

En un esfuerzo de cordialidad, parloteé con cualquier desdichado con quien cruzaba una mirada. Todos parecían bastante amables, pero las reuniones sociales son agotadoras para alguien de carácter introvertido como yo. Lo soporté mientras pude y finalmente me encaminé hacia el vestíbulo, donde había dejado el bolso. La buena educación exigía que agradeciera la velada y me despidiera de los anfitriones, pero no vi a ninguno de los dos y pensé que lo oportuno era escabullirse sigilosamente.

Cuando cerré la puerta y bajé la escalera del porche de madera, vi que por el camino se acercaba Cheney Phillips. Llevaba una camisa de seda de color rojo intenso, pantalón de etiqueta en tono crema y unos relucientes mocasines italianos. Cheney era un policía de Santa Teresa asignado a la Brigada Antivicio, según mis últimas noticias. Antes me lo encontraba en un antro llamado Café Caliente —también conocido como CC—, situado a un paso de Cabana Boulevard, cerca de la reserva ornitológica. Corría el rumor de que había conocido a una chica en el CC con quien se había casado en Las Vegas apenas seis semanas después. Recordé la punzada de desilusión con que recibí la noticia. De eso hacía tres meses.

—¿Te vas tan pronto? —preguntó Phillips.

—Hola. ¿Qué haces aquí? —dije a mi vez.

Él ladeó la cabeza.

—Vivo en la puerta de al lado.

Seguí su mirada en dirección a una casa victoriana de dos plantas idéntica a la que acababa de abandonar. Pocos policías pueden permitirse vivir en una residencia de ese tamaño y solera en Santa Teresa.

—Pensaba que vivías en Perdido.

—Así era. Allí me crie. Al morir, un tío mío me dejó una pasta, y decidí invertirla en bienes raíces.

Cheney tenía treinta y cuatro años, tres menos que yo, la cara enjuta y el pelo oscuro y rizado; medía aproximadamente un metro setenta y era delgado. Una vez me contó que su madre vendía inmuebles de lujo, y su padre, X. Phillips, era el propietario del banco X. Phillips de Perdido, un pueblo a cincuenta kilómetros al sur. Era evidente que se había educado en un ambiente de privilegios.

—Una casa preciosa —comenté.

—Gracias. No te invito a visitarla porque aún no he acabado de instalarme.

—Quizás en otra ocasión —respondí sintiendo curiosidad por saber cómo era su mujer.

—¿En qué andas últimamente?

—En nada extraordinario. Un poco de todo.

—¿Por qué no vuelves a la fiesta y tomas una copa conmigo? —propuso—. Tenemos que hablar.

—Imposible —respondí—. He de ir a otro sitio y ya llego tarde.

—¿Tal vez en otro momento?

—Por supuesto.

Me despedí con un gesto y di unos pasos hacia atrás antes de dar media vuelta y dirigirme hacia el coche. ¿Por qué había dicho eso? Podía haberme quedado a tomar una copa, pero no me veía con ánimos de aguantar un minuto más en medio de tanta gente. Demasiadas personas y demasiado parloteo.

A las seis y cuarto estaba otra vez en casa. Sentía alivio por estar sola pero a la vez un cierto abatimiento. Aunque en ningún momento me había interesado conocer al cuñado de Vera, me había desilusionado: la cita a ciegas se había convertido en una cita aguada. Se trataba de un hombre agradable, sin especial interés; mejor así. Era muy posible que el malestar guardase más relación con Cheney Phillips que con Owen Hess, pero no quería creerlo. ¿Qué sentido tenía?