En el camino de regreso al pueblo recogí la ropa de la tintorería y pasé por un supermercado cercano para comprar varias cosas que me proponía dejar en casa antes de volver al trabajo. Albergaba la esperanza de encontrarme con Henry, mi casero, antes de que llegase, ese mismo día, su visita femenina. Me entretuve haciendo recados a fin de procurarme un pretexto para explicar mi inesperada aparición, a primera hora de la tarde. Henry y yo compartimos confidencias, pero jamás sobre su vida amorosa. Sabía que si deseaba información al respecto me convenía proceder con astucia.
Originalmente mi estudio fue un garaje para un solo coche, anexo a la casa de Henry mediante un techado, ahora cerrado con paredes de cristal. En 1980 mi casero convirtió ese espacio en el acogedor estudio que tengo alquilado desde entonces. Lo que empezó siendo un sencillo cuadrado de cinco metros de largo es ahora una «magnífica habitación» con mobiliario completo, que incluye una salita de estar, una cocina estilo velero, una galería y un cuarto de baño, con un altillo donde hay un dormitorio y un segundo cuarto de baño, a los que se accede por una escalera de caracol. Es un espacio compacto y hábilmente diseñado para aprovechar hasta el último centímetro utilizable. Si tenemos en cuenta los colgadores y cubículos, las paredes de teca y roble lustrados y algún que otro ojo de buey, el estudio presenta la escala y el ambiente propios del interior de un barco.
Encontré aparcamiento a dos puertas de casa. Saqué los productos de limpieza y las dos bolsas de comida del coche. No podría haber llegado en mejor momento. Cuando empujé la chirriante verja metálica y seguí el camino hacia la parte trasera, Henry entraba en su garaje de dos plazas. Había llevado su Chevy cupé amarillo claro con cuatro ventanas laterales a la revisión anual y volvía en ese momento. El exterior del coche deslumbraba de tan lustroso, y probablemente el interior, además de impecable, estaba perfumado con un ambientador de aroma a pino. Compró el vehículo en 1932, y lo había cuidado con tal esmero que una juraría que estaba aún en garantía, en el supuesto de que por entonces los coches se vendiesen con garantía. Tiene un segundo vehículo, una ranchera que utiliza para las tareas rutinarias y algún que otro viaje al aeropuerto de Los Ángeles, a ciento cincuenta kilómetros al sur. El Chevy cupé lo reserva para las grandes ocasiones; sin duda, aquella era una de ellas.
A menudo olvido que tiene ochenta y siete años. También me cuesta describirlo desde un punto de vista que no sea bochornosamente laudatorio, dado que nos separa una diferencia de edad de cincuenta años. Es elegante, tierno, atractivo, esbelto, apuesto, vigoroso y amable. En su época activa, se ganaba la vida como panadero, y aunque lleva retirado veinticinco años, hace aún los mejores panecillos de canela que he probado. Si me viese obligada a achacarle algún defecto, quizá mencionaría su discreción en lo que se refiere a asuntos del corazón. La única vez que lo vi enamorado, no sólo fue engañado sino que casi le robaron todo su dinero. Desde entonces ha andado con pies de plomo. O bien no se ha tropezado con nadie interesante, o ha mirado hacia otro lado hasta que apareció Mattie Halstead.
Mattie era la artista residente en un crucero caribeño en el que viajaron él y sus hermanos el pasado abril. Poco después de volver del crucero, ella lo visitó en una ocasión, cuando iba camino de Los Ángeles para entregar sus cuadros a una galería. Un mes más tarde Henry realizó un viaje sin precedentes a San Francisco, donde pasó una velada con ella. Había mantenido la relación en el mayor secreto, pero yo advertí que amplió notablemente su vestuario y empezó a levantar pesas. La familia Pitts (al menos por parte de la madre de Henry) ha sido siempre longeva, y él y sus hermanos gozan de muy buena salud. William es un poco hipocondríaco y Charlie está prácticamente sordo, pero aparte de eso dan la impresión de que vivirán eternamente. Lewis, Charlie y Nell residen en Michigan, pero se hacen frecuentes visitas, unas planeadas y otras no. William y mi amiga Rosie, la dueña de un bar a media manzana de casa, celebrarían su segundo aniversario de boda el 28 de noviembre. Ahora parecía que Henry albergaba propósitos semejantes…, o esa era mi esperanza. Las aventuras amorosas de los demás son mucho menos arriesgadas que las propias. Yo veía con ilusión todos los placeres del amor sin sufrir sus peligros.
Henry se detuvo al verme, y cuando llegué a su lado, le acompañé hasta su casa. Noté que llevaba el pelo recién cortado y vestía una camisa vaquera azul y unos pantalones de algodón perfectamente planchados. Incluso había sustituido sus habituales chancletas por un par de zapatos náuticos con calcetines negros.
—Voy a dejar las bolsas —dije—. Espéreme un momento.
Aguardó mientras abría la puerta de mi estudio y descargaba las bolsas en el suelo, junto a la entrada. Nada de lo que había comprado se estropearía en los próximos treinta minutos. Al reunirme con él, comenté:
—Se ha cortado el pelo. Le queda muy bien.
Se llevó la mano a la cabeza con timidez.
—Al pasar por delante de la barbería, caí en la cuenta de que lo necesitaba desde hacía tiempo. ¿Te parece que me lo han dejado demasiado corto?
—No tema. Le rejuvenece.
Mattie tenía que ser una idiota si no se daba cuenta de que Henry era un encanto.
Dejé abierta la mosquitera mientras él sacaba las llaves y abría la puerta trasera de su casa. Lo seguí adentro y lo observé colocar la compra sobre la encimera de la cocina.
—¡Qué bien que venga Mattie! —exclamé—. Seguro que tiene ganas de verla.
—Será sólo una noche.
—¿Y qué celebran?
—Pintó un cuadro por encargo para una mujer de La Jolla. Va a entregarle ese y un par más por si no le gusta el primero.
—Me alegro de que haya encontrado tiempo para visitarle. ¿Cuándo llega?
—Si el tráfico lo permite, tiene previsto estar aquí a las cuatro. Dijo que se registraría en el hotel y telefonearía en cuanto se hubiese arreglado. Accedió a cenar aquí siempre y cuando no me suponga una molestia. Le dije que prepararía algo sencillo, pero ya me conoces.
Empezó a vaciar la bolsa: un paquete envuelto en papel blanco de la carnicería, patatas, repollo, cebolletas y un tarro enorme de mayonesa. Henry abrió la puerta del horno y comprobó su tartera de alubias cociéndose con melaza, mostaza y un trozo de tocino. Vi dos hogazas de pan recién hechas sobre la encimera. En el centro de la mesa de la cocina había una tarta de chocolate bajo una cúpula de cristal, junto a un ramillete de flores de su jardín: rosas y espliego que había dispuesto artísticamente en una tetera de porcelana.
—La tarta tiene una pinta estupenda —comenté.
—Es un bizcocho de doce capas. Nell me ha dado la receta original de nuestra madre. Hemos intentado hacerla durante años, pero ninguno de nosotros ha obtenido nunca un resultado comparable. Por fin, Nell consiguió el secreto, pero dice que da mucho trabajo. He desperdiciado media docena de capas mientras la preparaba.
—¿Qué más cenarán?
Henry sacó del armario una sartén de hierro colado y la colocó sobre la cocina.
—Pollo frito, alubias, ensalada de patata y ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa. He pensado que podíamos disfrutar de una cena al aire libre en el patio, a no ser que baje la temperatura. —Abrió el armario de las especias y revisó el contenido hasta dar con un frasco lleno de eneldo seco—. ¿Por qué no cenas con nosotros? A Mattie le encantará verte.
—Hacer vida social es lo último que necesita. ¿Después de seis horas en la carretera? Dele una copa y déjela que ponga los pies en alto.
—No te preocupes por ella. Tiene mucha energía. Estaría encantada, no me cabe duda.
—Veremos cómo van las cosas. Ahora debo volver al despacho, pero pasaré por aquí en cuanto vuelva.
Ya había decidido rehusar la invitación, pero no quería parecer descortés. En mi opinión necesitaban estar solos un rato. Me asomaría a saludar, básicamente para satisfacer mi curiosidad respecto a ella. No acababa de entender si Mattie era viuda o divorciada, porque durante su última visita me fijé en que aludía varias veces a su marido. En cierto momento, mientras Henry se recuperaba de una hinchazón en la rodilla, ella se fue sola de excursión llevándose sus acuarelas para pintar un rincón de las montañas que a su esposo y a ella les encantaba desde hacía años. ¿Todavía no había salido de ese atolladero emocional? Estuviese vivo o muerto el maridito, la idea no me gustaba. Entretanto Henry se afanaba en mantener una actitud indiferente, quizá por negar sus sentimientos o en respuesta a las señales que ella le sugería. Siempre cabía la posibilidad de que todo fuesen imaginaciones mías, desde luego, pero no lo creía. En todo caso, tenía intención de cenar en el bar de Rosie, resignada ya a mi habitual dosis semanal de amenazas y ofensas que la camarera me dedicaba.
Dejé a Henry con sus preparativos y regresé al despacho, desde donde telefoneé a Priscilla Holloway, la asistenta social que habían asignado a Reba Lafferty para el seguimiento de su libertad condicional. Nord Lafferty me había facilitado su nombre y número de teléfono al final de nuestra entrevista. Me encontraba ya junto a mi coche, abriendo la puerta, cuando la anciana ama de llaves me llamó desde la entrada y se apresuró hacia mí por el camino con una fotografía en la mano.
—El señor Lafferty se ha olvidado de darle esto —dijo sin aliento—. Es una fotografía de Reba.
—Gracias. Muy agradecida. Se la devolveré en cuanto regresemos.
—Ah, no es necesario. Me ha dicho que puede usted quedársela.
Volví a darle las gracias y me guardé la foto en el bolso. Ahora, mientras esperaba a que Holloway, la asistenta social, atendiese el teléfono, la examiné de nuevo. Habría preferido una más reciente.
Aquella era de cuando Reba contaba entre veinticinco y treinta años y tenía un aspecto malicioso. Miraba fijamente a la cámara con unos ojos grandes y oscuros y los carnosos labios entreabiertos como si se dispusiese a hablar. El cabello le caía hasta los hombros, teñido de rubio obviamente a un precio considerable. Tenía la tez clara, con un asomo de rubor en las mejillas. Después de dos años de dieta carcelaria, quizás hubiese engordado unos kilos. Con todo, supuse que la reconocería.
Al otro lado de la línea, una mujer dijo:
—Holloway al habla.
—Hola, señora Holloway. Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada…
—Ya sé quién es. He recibido una llamada de Nord Lafferty. Me ha dicho que la ha contratado para recoger a su hija.
—Por eso la llamo, para que me dé su autorización.
—Bien. Ocúpese usted. Me ahorrará el viaje. Si está de vuelta en el pueblo antes de las tres, tráigala al despacho. ¿Sabe dónde queda?
Dado que no lo sabía, me dio la dirección.
—Hasta el lunes —dije.
Pasé el resto de la tarde ocupada con el papeleo, básicamente clasificando y archivando en un vano intento por ordenar mi mesa. También leí un folleto acerca del reglamento de la libertad condicional impreso por el Departamento Penitenciario de California.
Al regresar a mi estudio por segunda vez aquel día, no vi señal alguna de la cena al aire libre en la mesa del patio. Quizás Henry había preferido servirla dentro de la casa. Crucé hasta la puerta trasera y me asomé. Pero mis esperanzas de que disfrutasen de una velada romántica se vieron frustradas por la presencia de William en la cocina. Aparentemente ofendido, Henry permanecía sentado en la mecedora con su habitual vaso de Jack Daniel’s, mientras Mattie sostenía en la mano una copa de vino blanco.
William, dos años mayor que su hermano, y Henry parecen gemelos. Su mata de pelo blanco clareaba mientras que Henry la conservaba intacta, pero tenía los ojos del mismo azul intenso y el mismo porte erguido de militar. Vestía un elegante traje con chaleco y llevaba la cadena del reloj de bolsillo a la vista. Llamé al cristal de la ventana con los nudillos y Henry me indicó que entrase. William se incorporó al verme, y supe que se quedaría de pie a menos que lo instase a sentarse. Mattie se levantó para saludarme; aunque no llegamos a abrazarnos, nos estrechamos la mano y nos dimos un fugaz beso.
Mattie, alta y esbelta, tenía poco más de setenta años y llevaba el cabello, sedoso y plateado, recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Sus pendientes de plata, enormes y artesanales, destellaban a la luz.
—Hola, Mattie —saludé—. ¿Cómo está? Debe de haber llegado a la hora prevista.
—Me alegro de verte. Sí, así es. —Lucía una blusa de seda de color coral y una falda larga estampada sobre unas botas de ante sin tacón—. ¿Quieres tomar una copa de vino con nosotros?
—Creo que no, pero gracias. Tengo cosas que hacer y ando con un poco de prisa.
—Toma una copa de vino —insistió Henry, taciturno—. ¿Por qué no? Quédate también a cenar. William ya se ha invitado solo, así que da igual. Como Rosie no podía aguantarlo pegado a sus faldas, nos lo ha mandado aquí.
—El pobre ha sufrido un pequeño ataque de histeria sin motivo —explicó William—. Acababa de volver del médico y sabía que a ella le interesaría conocer los resultados de mis análisis de sangre, sobre todo el HDL. Quizá queráis echarles un vistazo vosotros mismos.
Tendió el papel señalando con actitud trascendente la larga columna de números del lado derecho de la hoja. Recorrí con la mirada sus niveles de glucosa, sodio, potasio y cloro antes de advertir la expresión de Henry. Tenía los ojos tan cerca del puente de la nariz que pensé que iban a cruzarse. William decía:
—Ya veis que mi índice de riesgo LDL-HDL es de 1,3.
—Ah, lo siento. ¿Eso es malo? —reaccioné.
—No, no. El médico ha dicho que era excelente…, «a la luz de mi sintomatología general». —El hilo de voz de William parecía corroborar su debilidad.
—Me alegro por usted. Es fantástico.
—Gracias. He telefoneado a nuestro hermano Lewis y también se lo he dicho. Él tiene el colesterol a 214, dato que considero alarmante. Dice que hace lo que puede, pero sin mucho éxito. ¿Puedes pasarle el papel a Mattie cuando lo hayas mirado?
—William, ¿por qué no te sientas? —dijo Henry—. Me está dando tortícolis de verte.
Se levantó de la mecedora y sacó una copa del armario de la cocina. La llenó de vino hasta el borde y me la entregó derramándome parte del líquido en la mano. William se negó a sentarse hasta que hubo apartado mi silla de la mesa. Me acomodé murmurando un agradecimiento, y después, de manera ostensible, recorrí con el dedo la columna de resultados y los márgenes de referencia de su informe médico.
—Está en buena forma —comenté al tiempo que le tendía el papel a Mattie.
—En realidad, aún tengo palpitaciones, pero el médico me ha cambiado la medicación. Según dice, tengo una salud de hierro para un hombre de mi edad.
—Si tan buena salud tienes, ¿por qué vas a urgencias día sí, día no? —replicó Henry.
William miró a Mattie con una lánguida caída de ojos. A renglón seguido comentó:
—Mi hermano descuida su salud y no admite que algunos seamos precavidos.
Henry soltó un bufido. William se aclaró la garganta y dijo:
—En fin, cambiemos de tema. Mattie, confío en no entrar en intimidades, pero Henry me ha dicho que tu marido falleció. ¿Puedo preguntar cuál fue la causa, si no es indiscreción?
La exasperación de Henry era palpable.
—¿A eso lo llamas cambiar de tema? Es más de lo mismo: muerte y enfermedad. ¿No puedes pensar en otra cosa?
—No me dirigía a ti —repuso William antes de volver a concentrar la atención en Mattie—. Espero que no sea doloroso recordarlo.
—A estas alturas ya no —contestó la mujer—. Barry murió hace seis años de un problema de corazón. Si no recuerdo mal, los médicos utilizaron el término isquemia cardíaca. Daba clases de joyería en el Instituto de Artes y Oficios de San Francisco. Era un hombre con mucho talento pero un poco excéntrico.
—Isquemia cardíaca. —William asentía con la cabeza—. Conozco bien el término. Viene del griego, ischein, que significa «oprimir» o «retener», combinado con haima, o «sangre». Lo acuñó un profesor alemán de patología a mediados del siglo XIV. Rudolf Virchow, un hombre notable. ¿Qué edad tenía tu marido?
—William… —entonó Henry.
Mattie sonrió.
—De verdad, Henry, no es ninguna molestia. Murió dos días antes de cumplir setenta años.
William hizo una mueca que expresaba aflicción.
—Es triste cuando un hombre se va en la flor de la vida —dijo—. Yo mismo he sufrido varios episodios de angina de pecho, a los que he sobrevivido milagrosamente. No hace ni dos días hablaba por teléfono con Lewis del estado de mi corazón. Sin duda recordarás a nuestro hermano.
—Claro. Espero que él, Nell y Charles estén bien de salud.
—Tienen una salud excelente —contestó William. Se acomodó en la silla y bajó la voz—. ¿Tu marido tuvo algún aviso antes del ataque fatal?
—Sintió dolores en el pecho, pero se negó a visitar al médico. Barry era un fatalista. Opinaba que a uno le llega su hora tanto si toma precauciones como si no. Comparaba la longevidad con un despertador en el que Dios fija la hora en el momento en que naces. Nadie puede saber cuándo sonará el timbre, pero no le veía sentido a intentar adelantarse al proceso. Disfrutaba mucho de la vida, eso debo reconocérselo. La mayoría de mis familiares no llegan a los sesenta años, y se amargan desde el primer hasta el último minuto temiendo lo inevitable.
—¿Has dicho sesenta? Es asombroso. ¿Incide algún factor genético?
—No lo creo. Hay casos de todo tipo. Cáncer, diabetes, insuficiencia renal, enfermedad pulmonar crónica…
William se llevó las manos al pecho. Yo no lo veía tan contento desde que tuvo la gripe.
—EPOC. Enfermedad pulmonar obstructiva crónica. El propio término me trae recuerdos. De joven, tuve una afección pulmonar…
Henry dio una palmada.
—Bueno, se acabó. Ya se ha hablado bastante del tema. ¿Por qué no cenamos?
Fue a la nevera y sacó la fuente de cristal con la ensalada de col, que plantó en la mesa con más fuerza de la necesaria. El pollo frito estaba en una bandeja sobre la encimera, todavía caliente. Lo colocó en el centro de la mesa junto a unas pinzas. La tartera de loza estaba ahora sobre la cocina, al fondo, emanando su olor a alubias y hoja de laurel. Extrajo los utensilios de servir de un tarro de cerámica y luego alargó los platos a William, quizá con la esperanza de desviar su atención mientras llevaba a la mesa el resto de la cena. William puso un plato en cada sitio mientras interrogaba a Mattie sobre la muerte de su madre de una meningitis bacteriana aguda.
Durante la cena Henry intentó llevar la conversación a un territorio neutral. Planteó las preguntas de rigor sobre el viaje en coche de Mattie desde San Francisco, el tráfico, el estado de las carreteras y cuestiones similares, lo que me otorgó sobradas oportunidades para observarla. Sus ojos eran de color gris claro y apenas iba maquillada. Tenía unas facciones muy marcadas, con la nariz, los pómulos y la mandíbula tan pronunciados y bien proporcionados como los de una modelo. Su piel presentaba indicios de exceso de sol, que conferían a su tez un lustre rubicundo. Me la imaginé horas y horas en el campo con su caja de pinturas y su caballete.
Supuse que William reflexionaba sobre alguna enfermedad terminal mientras yo calculaba cuándo podría presentar mis excusas para marcharme. Me proponía arrastrar a William conmigo para que Henry y Mattie se quedasen un rato a solas. No perdí de vista el reloj mientras daba cuenta del pollo frito, la ensalada de patata, la ensalada de col, las alubias y la tarta. La cena, por supuesto, estaba deliciosa, y comí con mi habitual velocidad y entusiasmo. A las 20:35, cuando yo formulaba una mentira verosímil, Mattie dobló su servilleta y la dejó en la mesa junto al plato.
—En fin, tengo que irme. He de hacer unas llamadas desde el hotel —dijo.
—¿Se marcha? —pregunté procurando disimular mi decepción.
—Ha tenido un día largo… —explicó Henry mientras se levantaba para retirarle el plato. Lo llevó al fregadero, donde, sin dejar de hablar, lo enjuagó antes de meterlo en el lavavajillas—. Puedo envolverte un poco de pollo por si te apetece más tarde.
—No me tientes. Estoy llena pero no atiborrada. Ha sido un placer, Henry. No sabes cuánto te agradezco el esfuerzo que ha supuesto una cena así.
—Me alegra que te haya gustado. Te traeré el chal de la habitación. —Se secó las manos con un paño de cocina y se dirigió hacia el dormitorio.
William dobló su servilleta y echó atrás su silla con un chirrido.
—Yo también debería irme. El médico ha insistido en que siga mi régimen a rajatabla y duerma ocho horas. Quizás haga un poco de calistenia ligera antes de acostarme para facilitar la digestión. Sin grandes esfuerzos, claro está.
Me volví hacia Mattie.
—¿Tiene algún plan para mañana? —pregunté.
—Por desgracia salgo a primera hora, pero volveré dentro de unos días.
Henry trajo un suave chal de lana con turquesas dibujadas y se lo puso sobre los hombros. Ella le dio una palmada en la mano con afecto y recogió un enorme bolso de piel que había dejado junto a la silla.
—Espero que volvamos a vernos pronto —me dijo.
—Yo también.
—Te acompaño afuera. —Henry le rozó el codo.
—No hace falta. Yo la acompañaré encantado. —William se alisó el chaleco.
Le ofreció el brazo a Mattie, que posó la mano en la sangría del codo y lanzó una breve mirada a Henry cuando los dos salían por la puerta.