Esta es la pregunta básica: dada la naturaleza humana, ¿hay alguien capaz de cambiar realmente? En general, todos vemos con claridad los errores cometidos por los demás; en cambio, nos cuesta más reconocer los nuestros. En la mayoría de los casos, el paso por la vida refleja una verdad fundamental sobre quiénes somos ahora y quiénes hemos sido desde nuestro nacimiento. Nos mostramos optimistas o pesimistas, alegres o depresivos, crédulos o cínicos, propensos a buscar la aventura o a evitar los riesgos. Y la terapia puede reforzar nuestras cualidades buenas o compensar nuestras carencias, pero en lo esencial hacemos lo que hacemos porque siempre lo hemos hecho así, incluso cuando el resultado es malo…, o quizá sobre todo cuando el resultado es malo.
He aquí una historia acerca de las relaciones amorosas: amor correspondido, amor malogrado y ciertos asuntos situados en algún punto intermedio.
Aquel día salí del centro de Santa Teresa a la una y cuarto de la tarde y me dirigí a Montebello, a unos quince kilómetros al sur. El parte meteorológico prometía unas temperaturas máximas entre veinte y veinticinco grados. La nubosidad matutina había dado paso al sol, un respiro bien recibido en medio de los cielos encapotados que suelen deslucir los meses de junio y julio. Había almorzado en mi escritorio, obsequiándome con un sándwich cortado en cuartos de pan blanco con queso, pimiento y aceitunas, mi tercer sándwich favorito. ¿Entonces cuál era el problema? Ninguno. La vida me sonreía.
Al trasladar estos hechos sobre el papel, me doy cuenta de lo que debería haberme resultado evidente desde un principio. Pero los acontecimientos parecieron desarrollarse a un ritmo tan rutinario que me eché en el surco, metafóricamente hablando. Soy mujer, investigadora privada, tengo treinta y siete años y trabajo en la pequeña localidad de Santa Teresa, en el sur de California. Acepto casos diversos, no siempre lucrativos, pero mis ingresos me bastan para vivir bajo techo, comer y pagar las facturas. Ciertas empresas me encargan que indague los antecedentes de empleados potenciales; busco a personas desaparecidas o localizo a herederos con derecho en particiones de bienes. De vez en cuando investigo demandas relacionadas con incendios provocados, fraudes o muertes con indicio de delito.
En mi vida privada me he casado y divorciado dos veces, y la mayoría de mis relaciones posteriores han terminado en desastre. Tengo la impresión de que cuanto mayor me hago, menos entiendo a los hombres. De ahí mi tendencia a rehuirlos. No tengo una vida sexual de la que hablar, eso por descontado, pero al menos no vivo con la angustia de los embarazos no deseados o las enfermedades de transmisión sexual. He aprendido por experiencia propia que el amor y el trabajo es una combinación difícil.
Conducía por un tramo de autopista conocido en otro tiempo como Montebello Parkway, construido en 1927 tras una campaña de recaudación de fondos que permitió la creación de las vías de acceso y las medianas ajardinadas que aún hoy pueden verse. Dado que se prohibieron las vallas publicitarias y las estructuras comerciales, esa sección de la 101 conserva su encanto, salvo durante los atascos en hora punta.
En 1948 Montebello vivió una transformación similar, cuando la Asociación para la Mejora y Protección de Montebello solicitó con éxito la eliminación de las aceras, los bordillos de hormigón, los carteles y cualquier otra cosa que alterara el ambiente rural. Montebello es conocido por sus más de doscientas residencias de lujo, muchas de ellas erigidas por hombres que amasaron sus fortunas vendiendo productos de consumo doméstico tan corrientes como la sal y la harina.
Iba a reunirme con Nord Lafferty, un anciano cuya fotografía aparecía con cierta frecuencia en las notas de sociedad del Santa Teresa Dispatch. Generalmente esto ocurría con motivo de una más de sus considerables aportaciones a alguna fundación benéfica. Dos edificios de la Universidad de California en Santa Teresa llevaban su nombre, al igual que un pabellón del Hospital Clínico de Santa Teresa y una colección de libros raros que había donado a la biblioteca pública. Me había telefoneado dos días antes para anunciarme que tenía «una modesta tarea» de la que deseaba hablarme. Sentí curiosidad por saber cómo había dado con mi nombre y, más aún, por el trabajo en sí. Soy investigadora privada en Santa Teresa desde hace diez años, pero tengo un despacho pequeño y, por norma, no suelo interesar a los ricos, quienes por lo visto prefieren trabajar por mediación de sus abogados en Nueva York, Chicago o Los Ángeles.
Tomé la salida de St. Isadore y doblé al norte en dirección a las montañas que se extienden entre Montebello y el Parque Nacional de Los Padres. En otro tiempo, esta zona presumía de contar con hoteles elegantes, plantaciones de cítricos y aguacates, olivares, una tienda de artesanía y productos del lugar, y la estación de mercancías de Montebello, por donde pasaban los trenes de la Southern Pacific Railroad. Siempre me ha gustado leer sobre la historia local e imaginarme la región tal como era hace ciento veinticinco años. La tierra se vendía entonces a cincuenta y dos centavos la hectárea. Montebello sigue siendo un paraje bucólico, pero los bulldozers han arrasado buena parte de su encanto. La construcción de bloques de apartamentos, urbanizaciones y los enormes y ostentosos castillos de los nuevos ricos a duras penas compensan lo que se perdió o fue destruido.
Me desvié a la derecha por West Glen y seguí por la tortuosa carretera de dos carriles hasta Bella Sera Place, que está rodeada de olivos y pimenteros y asciende gradualmente hasta una meseta que ofrece una vista panorámica de la costa. El penetrante aroma del mar fue desvaneciéndose a medida que subía, y dio paso a un olor a salvia y laurel. Las laderas estaban densamente pobladas de milenrama, mostaza silvestre y amapolas. El sol vespertino había teñido los peñascos de un tono dorado, y un viento tibio y racheado empezaba a agitar la hierba seca. La carretera ascendía sinuosamente por un pasadizo de robles que concluía a la entrada de la residencia de Nord Lafferty. Rodeaba la finca una tapia de piedra de dos metros y medio de altura con carteles de PROHIBIDO EL PASO.
Aminoré la marcha al acercarme a la ancha verja de hierro. Me asomé por la ventanilla y pulsé el botón de un panel empotrado. Demasiado tarde: una cámara instalada en lo alto de uno de los dos pilares de piedra fijaba su ojo hueco en mí. Debí de pasar la inspección porque la puerta se abrió a un ritmo pausado. Accioné la palanca del cambio de marcha, crucé la verja y avancé por el camino de ladrillos a lo largo de unos cuatrocientos metros.
A través de una cerca de pinos, atisbé una casa de piedra gris y lancé un suspiro. Por lo visto, aún quedaba un vestigio del pasado. Cuatro enormes eucaliptos cubrían la hierba de una penumbra moteada y la brisa impulsaba varias sombras en forma de nube sobre las tejas rojas. La casa de dos plantas dominaba mi campo visual, a cuyos lados se proyectaban dos alas idénticas de un solo piso rematadas con balaustradas de piedra a cada extremo. Una serie de cuatro arcos protegía la entrada y proporcionaba un porche cubierto en el que había unos muebles de mimbre. Conté doce ventanas en la segunda planta, separadas por unos pares de ménsulas ornamentales, que parecían sostener los aleros. Entré en un aparcamiento con espacio suficiente para diez coches y dejé mi VW azul claro allí, tan ufano, como en una película de dibujos animados, entre un lustroso Lincoln Continental y un Mercedes berlina. No me molesté en cerrar la puerta, dando por supuesto que un sistema de vigilancia electrónica nos observaba a mi vehículo y a mí mientras me dirigía al camino de entrada.
Los jardines eran amplios y estaban bien cuidados; los trinos de los pinzones realzaban el silencio. Llamé al timbre y escuché en el interior el sonido hueco de las campanillas, un repique bitonal que parecía el golpeteo de un mazo contra el hierro. La anciana que abrió la puerta vestía un anticuado uniforme negro con mandil blanco. Sus medias opacas eran del color carne típico de las muñecas. Mientras la seguía por el pasillo embaldosado de mármol, la suela de crepé de sus zapatos producía un ligero chirrido. No me había preguntado mi nombre, pero quizás yo era la única visita que esperaban aquel día. El pasillo tenía las paredes revestidas de roble y el techo decorado con molduras de escayola blanca en forma de galones y flores de lis.
Me acompañó a la biblioteca, también forrada de roble. Unas monótonas hileras de libros encuadernados en piel ocupaban las estanterías, que se alzaban hasta el techo; una escalera de caracol guiada por un raíl metálico permitía el acceso a los anaqueles superiores. La habitación olía a madera seca y a papel antiguo. En el hueco de la chimenea de piedra cabía de sobra una persona de pie; un fuego reciente había dejado un tronco de roble parcialmente ennegrecido y un ligero olor a leña. El señor Lafferty estaba sentado en uno de los dos sillones a juego.
Calculé que tendría más de ochenta años, edad que antes consideraba senil. Con el tiempo he tomado conciencia de lo mucho que varía el proceso de envejecimiento. Mi casero, de ochenta y siete años, es el benjamín de su familia y tiene cuatro hermanos con edades comprendidas entre la suya y los noventa y seis años. Los cinco son ancianos vitales, inteligentes, aventureros, competitivos y proclives a pelearse entre sí, aunque siempre de buenas maneras. El señor Lafferty, en cambio, parecía ser viejo desde por lo menos hacía veinte años. Era extremadamente delgado y tenía unas rodillas tan huesudas como un par de codos dislocados. Sus otrora angulosas facciones se habían suavizado con el paso de los años. En los orificios de la nariz le habían insertado discretamente dos pequeños tubos de plástico transparente, que lo ataban a una sólida bombona de oxígeno de color verde, colocada sobre un soporte con ruedas, a su izquierda. Tenía hundido un lado de la mandíbula y una horrible cicatriz le recorría la garganta, secuela de una grave intervención quirúrgica.
Me examinó con sus ojos tan oscuros y brillantes como dos puntos de lacre marrón.
—Le agradezco que haya venido, señorita Millhone. Soy Nord Lafferty. —Me tendió una mano surcada de venas. Hablaba con voz ronca, apenas un susurro.
—Encantada de conocerle —musité, y avancé para estrecharle la mano. La suya era pálida, y los dedos, gélidos al tacto, le temblaban.
Me indicó por gestos que me sentara.
—Quizá quiera acercar ese sillón. Me operaron de tiroides hace un mes, y más recientemente me han extirpado unos pólipos de las cuerdas vocales. Me han dejado esta especie de estertor que pasa por voz. No es doloroso pero sí molesto. Le pido disculpas si le resulta difícil entenderme.
—Hasta el momento no tengo el menor problema.
—Bien. ¿Desea una taza de té? Puedo pedirle al ama de llaves que lo prepare, pero me temo que tendrá que servirlo usted misma. Ya no tiene el pulso más firme que yo…
—Gracias, pero no me apetece. —Acerqué el sillón y tomé asiento—. ¿Cuándo se construyó esta casa? Es preciosa.
—En 1893. Un hombre llamado Mueller compró doscientas sesenta hectáreas al condado de Santa Teresa, de las que se conservan veintiocho. La casa tardó seis años en construirse y, según la leyenda, Mueller murió el día en que los albañiles dejaron por fin sus herramientas. Desde entonces, los sucesivos ocupantes han ido de mal en peor…, excepto yo. En fin, toco madera. Compré la finca en 1929, justo después de la crisis. El propietario lo perdió todo. Fue al pueblo, subió al campanario y se tiró por encima de la barandilla. La viuda necesitaba el dinero, y entonces aparecí yo. Naturalmente, me criticaron. La gente dijo que me aproveché de la situación. Pero la casa me había gustado desde el momento en que la vi. Alguien la habría comprado, así que mejor yo que otro. Tenía dinero para el mantenimiento, cosa que no podía afirmarse de muchas personas en aquella época.
—Tuvo suerte.
—Sin duda. Amasé fortuna con un negocio de artículos de papel, por si siente usted curiosidad o es demasiado educada para preguntarlo.
Sonreí.
—Educada no sé, pero siempre he sido curiosa.
—Afortunada, pues, considerando su profesión. Supongo que es una mujer ocupada, de modo que iré al grano. Me facilitó su nombre un amigo suyo, un hombre al que conocí durante mi última estancia en el hospital.
—Stacey Oliphant —dije, acudiéndome el nombre a la memoria.
Había colaborado en un caso con Stacey, un inspector de homicidios de la oficina del sheriff ahora retirado, y con mi viejo amigo el teniente Dolan, del Departamento de Policía de Santa Teresa, también retirado. Stacey combatía el cáncer, pero lo último que había oído era que se le había concedido un aplazamiento. El señor Lafferty asintió con un gesto de la cabeza.
—A propósito. Me pidió que le dijese que las cosas le iban bien —comentó—. Lo internaron para una serie de pruebas. Por suerte, todas dieron negativas. Paseábamos juntos por los pasillos cada tarde, y a mí me dio por hablar de mi hija, Reba.
Yo estaba ya pensando en fugas, heredera desaparecida o una investigación de antecedentes de alguien que pudiera mantener una relación romántica con Reba.
—Es mi única hija —prosiguió—, y supongo que la he malcriado, pese a que no era mi intención. Su madre se marchó cuando ella era muy pequeña —hizo un gesto con la mano—, así de alta. Yo estaba volcado en los negocios y dejé su educación a cargo de las niñeras. Si hubiese sido un niño, la habría mandado a un internado, tal como hicieron mis padres conmigo, pero la quería en casa. Volviendo la vista atrás, comprendo que obré con poco criterio, pero en su día no me lo pareció. —Se interrumpió y bajó la cabeza en un gesto paciente, como si reprendiese a un perro por abalanzarse sobre él—. Da igual. Ya es tarde para lamentarse. No sirve de nada. Qué voy a hacerle. —Me clavó la mirada desde debajo de su huesuda frente—. Posiblemente se pregunta adónde quiero ir a parar.
Me encogí de hombros en respuesta y aguardé a oír lo que tenía que decir.
—Reba sale en libertad condicional el 20 de julio, es decir, el próximo lunes. Necesito que alguien la recoja y la traiga a casa. Se quedará conmigo hasta que rehaga su vida.
—¿En qué centro está? —pregunté con la esperanza de no aparentar tanto asombro como sentía.
—En la Penitenciaría para Mujeres de California. ¿Conoce el sitio?
—Está en Corona, a unos trescientos kilómetros al sur. Nunca he tenido que ir, pero sé dónde es.
—Bien. Espero que pueda hacer un hueco en su agenda para el viaje.
—No hay problema, pero ¿por qué yo? Cobro quinientos dólares al día. No necesita una investigadora privada para un encargo de este tipo. ¿No tiene amigos su hija?
—Ninguno al que yo esté dispuesto a pedírselo. Por el dinero no se preocupe; es secundario. Mi hija es complicada, antojadiza y rebelde. Quiero que usted se ocupe de que acuda a las citas con la asistenta social que le asignen y de cualquier otro requisito que deba cumplir cuando la pongan en libertad. Le pagaré la tarifa completa incluso si no trabaja todo el día.
—¿Y si a ella no le gusta esa supervisión?
—Eso no importa. Le he dicho que voy a contratar a alguien para ayudarla, y ella ha accedido. Si usted le cae bien, colaborará, al menos hasta cierto punto.
—¿Puedo preguntarle qué hizo?
—Dado el tiempo que va a pasar en su compañía, tiene derecho a saberlo. La condenaron por malversar fondos de la empresa en la que trabajaba, Alan Beckwith y Asociados. Se dedicaba a gestiones inmobiliarias, inversiones en bienes raíces, proyectos urbanísticos y cosas por el estilo. ¿Conoce al señor Beckwith?
—He visto su nombre en los periódicos.
Nord Lafferty negó con un gesto de la cabeza.
—A mí me inspira muy poca simpatía. Conozco a la familia de su mujer desde hace años. Tracy es una chica encantadora. No me explico cómo acabó con semejante individuo. Alan Beckwith es un advenedizo. Él se presenta como empresario, pero nunca he entendido bien a qué se dedica. Nuestros caminos se han cruzado en numerosas ocasiones, y no puedo decir que me haya causado una impresión favorable. Según parece, Reba tiene un alto concepto de él. Aunque debo reconocerle un mérito: habló en defensa de mi hija antes de pronunciarse la sentencia. Fue un gesto generoso de su parte, pues no estaba obligado a hacerlo.
—¿Cuánto tiempo ha pasado su hija en la cárcel?
—Ha cumplido veintidós meses de una condena de cuatro años. El juicio no llegó a celebrarse. En su primera comparecencia ante el juez, a la que yo, lamento decir, no asistí, Reba se declaró indigente, de modo que el tribunal le asignó un defensor público para ocuparse del caso. Después de consultarlo con el abogado, renunció a su derecho a una vista preliminar y se declaró culpable.
—¿Así sin más?
—Por desgracia, sí.
—¿Y su abogado lo aceptó?
—Se opuso enérgicamente, pero Reba se negó a escucharlo.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De trescientos cincuenta mil dólares en un plazo de dos años.
—¿Cómo se descubrió el robo?
—Durante una auditoría. Reba era una de las pocas empleadas con acceso a la contabilidad. Lógicamente, las sospechas recayeron sobre ella. Ya se había metido en problemas antes, pero nada de esta envergadura.
Sentí el impulso de protestar, pero me mordí la lengua. Él se inclinó hacia delante.
—Si tiene algo que decir, hable con entera libertad. Me ha comentado Stacey que es usted una persona franca; por mí no se contenga. Puede ahorrarnos un malentendido.
—Me preguntaba por qué usted no intervino. Un abogado influyente quizás hubiese cambiado las cosas.
Fijó la mirada en sus manos.
—Debería haberla ayudado…, lo sé…, pero ya llevaba muchos años acudiendo en su rescate. Toda su vida, para serle sincero. Al menos, eso me decían mis amigos. Insistían en que Reba tenía que afrontar las consecuencias de sus actos porque, si no, nunca aprendería. Dijeron que eso la fortalecería, que, dadas las circunstancias, salvarla era la peor alternativa.
—¿Quiénes se lo decían?
Nord Lafferty vaciló por primera vez.
—Yo tenía una amiga, Lucinda. Nos hacíamos compañía desde hacía años y me había visto interceder por Reba en incontables ocasiones. Insistió en que me mantuviera firme. Seguí su consejo.
—¿Y ahora?
—Francamente, quedé consternado cuando condenaron a Reba a cuatro años de cárcel. No tenía la menor idea de que la pena sería tan severa. Pensé que el juez anularía la sentencia o accedería a la libertad bajo fianza, como sugirió el defensor público. El caso es que Lucinda y yo discutimos, debo añadir que amargamente. Rompí la relación y corté mis lazos con ella. Era mucho más joven que yo. A posteriori, tomé conciencia de que ella velaba por sus propios intereses, con la esperanza de casarse conmigo. Reba sentía una profunda antipatía hacia ella. Lucinda lo sabía, claro está.
—¿Qué pasó con el dinero?
—Reba lo perdió en el juego. Siempre la han atraído las cartas, la ruleta, las máquinas tragaperras. Le encanta apostar en las carreras de caballos, pero no tiene talento para eso.
—¿Es ludópata?
—Su problema no es el juego, sino perder —comentó el anciano esbozando una débil sonrisa.
—¿Consume drogas o alcohol?
—Debo contestar que sí a lo uno y a lo otro. Es rebelde por naturaleza. Verá, tiene una vena desenfrenada, como su madre. Espero que esta experiencia en la cárcel le haya enseñado a comedirse. En cuanto a su trabajo, señorita Millhone, iremos viéndolo sobre la marcha. Pongamos dos o tres días, una semana a lo sumo, hasta que ella se readapte. Puesto que sus responsabilidades son limitadas, no le exigiré un informe por escrito. Presénteme una factura y le pagaré la tarifa diaria, más todos los gastos derivados.
—Parece un trabajo sencillo.
—Me olvidaba. Si advierte el menor indicio de recaída, quiero saberlo. Y quizá con las debidas advertencias, esta vez pueda evitar el desastre.
—Eso es mucho pedir.
—Soy consciente de ello.
Consideré la proposición brevemente. Por lo común, no me gusta hacer de niñera y potencial chivata, pero en este caso su inquietud parecía justificada.
—¿A qué hora la ponen en libertad?