Rápidamente diré quién soy yo. Desde los veinticinco hasta los sesenta años fui criado del señor conde du Chazal. Antes había servido como ayudante del jardinero en el convento de Apanua, donde pasé, asimismo, los años monótonos y melancólicos de mi juventud. Aprendí a leer y a escribir gracias a la bondad del abate.
Era expósito; cuando recibí la confirmación fui adoptado por mi padrino, el viejo jardinero del convento y, desde entonces, llevo el apellido Meyrink.
Hasta donde puedo recordar, tengo siempre presente la sensación de un aro de hierro, ajustado alrededor de mi cabeza, oprimiéndome el cerebro y que me impide el desarrollo de lo que comúnmente se llama imaginación. Casi podría decir que me falta un sentido interior; quizá por eso mi vista y mi oído son agudos como los de un salvaje. Si cierro los ojos, veo hoy todavía con deprimente claridad, los perfiles rígidos y negros de los cipreses, recortados contra los muros descascarados del monasterio. Veo, como entonces, las desgastadas baldosas que formaban el piso del claustro, una por una; las podría contar, pero todo está helado, mudo, no me dice nada, tal como suelen hablarle las cosas a los hombres, según he leído a menudo. Revelo con toda franqueza mi condición pasada y presente porque quiero ser absolutamente creído. Me anima, además, la esperanza de que esto que escribo aquí, sea leído por hombres que saben más que yo y que me gratifiquen, con luz y conocimiento, sobre la cadena de insolubles enigmas que han acompañado el devenir de mi vida; siempre, claro está, que puedan y quieran hacerlo.
Si por una extraña circunstancia llegara a suceder que esta narración cayera bajo los ojos de los dos amigos de mi difunto segundo patrón, el maestro Peter Wirtzigh (muerto y sepultado en Wemsteindellnnen 1914, el año del estallido de la gran guerra), es decir, de los dos ilustrísimos doctores Chrysophron Zagräus y Sacrobosco Haselmayer, apodado “el Trasquilado Rojo” por su rostro; ruego a estos señores quieran considerar que no es el placer de chismorrear, ni la necia indiscreción, que me han movido a revelar algo, que quizá los mismos señores han tenido en secreto toda una vida; tanto más que un viejo de setenta años como soy, ha superado desde hace mucho la edad de estas pueriles necedades. Antes bien, motivos de orden espiritual son la base de esta decisión, tras la que pesa, fundamentalmente, una opresiva angustia sobre mi corazón; la de convertirme un día, cuando mi cuerpo haya dejado de existir… en una máquina (los señores sabrán seguramente lo que quiero decir).
Y ahora vayamos a mi historia.
Las primeras palabras que el señor conde du Chazal me dirigió, no bien entré a su servicio, fueron:
—¿Alguna mujer ha jugado un papel importante en tu vida?
Mi franca negativa pareció satisfacerlo visiblemente.
Aunque aquella vez no tuve dificultad alguna para negar, ni siquiera la habría tenido hoy, me vi, por un instante, mientras respondía, como una máquina inanimada y no como una criatura humana. Cada vez que cavilo sobre esto, una atroz sospecha se insinúa en mi cabeza; no me atrevo a expresarla en palabras, pero… ¿No existen acaso plantas, que no llegan a desarrollarse normalmente, que míseras se marchitan y terminan por tomar un color ceroso, como si nunca vieran el sol, sólo porque cerca de ellas crece el zumaque venenoso que, desde su nacimiento, se alimenta de sus raíces?…
Durante los primeros meses me sentí muy a disgusto en el solitario castillo, habitado únicamente por el señor conde du Chazal, por la vieja gobernanta Petronella y por el suscripto. Poblado por todas partes de extraños aparatos antiguos, mecanismos de relojería y telescopios, tanto más que el señor conde no estaba exento de rarezas de todo género. Por ejemplo, podía ayudarlo a vestirse, pero no a desnudarse y, cada vez que me ofrecía a hacerlo, me contestaba invariablemente, que quería leer todavía. Sin embargo, debo admitir que, en realidad, andaba vagando en la oscuridad, porque a menudo, por la mañana temprano, encontraba sus botas recubiertas de una pesada capa dé barro y de tierra pantanosa, aunque el día anterior no hubiese puesto los pies fuera de casa. Ni siquiera su aspecto era de los más atrayentes; su cuerpo grácil y enjuto no quería adaptarse a la cabeza y, aunque era bien proporcionado, por mucho tiempo, el señor conde me hizo la impresión de un jorobado, sin que pudiera determinar la razón.
Su perfil afilado, debido al mentón prominente y aguzado y a la barbita gris y en punta hacia adelante, tenía algo de medialuna, que se notaba muchísimo. Por otra parte, debía poseer una fuerza vital indestructible porque, en los muchos años que estuve a su servicio, no puedo decir que noté verdaderas y precisas señales de envejecimiento, salvo, si se quiere, la característica forma de medialuna del rostro, que parecía volverse cada vez más afilado y delgado.
En la aldea se decían cosas curiosas sobre su persona: que no se mojaba cuando llovía y otras historias parecidas; que de noche su figura sobrepasaba la casa de los campesinos, que los relojes se paraban…
Yo no prestaba atención a esas charlatanerías, aunque, de tanto en tanto, en el castillo, los objetos metálicos, cuchillos, tijeras, rastrillos y otros similares se imantaban durante un par de días y atraían, quedando pegados a ellos, plumitas de acero, clavos y otras menudencias. Pero se trata de un fenómeno natural del que no nos debemos de maravillar demasiado, me aclaró el señor conde, cuando le pregunté. El subsuelo, dijo, era de naturaleza volcánica y, por otra parte, en fenómenos del género, tiene su participación la luna llena.
El señor conde tenía una opinión desmesuradamente elevada de la luna, como se deduce de los hechos que voy a exponer. Cada verano, exactamente el 21 de julio y sólo por veinticuatro horas, un huésped, sin duda alguna fuera de lo común, visitaba el castillo, el mismo doctor Haselmayer, al que me referiré luego.
El señor conde, cuando hablaba de él, usaba siempre el sobrenombre de “el Trasquilado Rojo”, que no he comprendido nunca ya que no sólo el señor doctor no tenía pelo rojo, sino que no tenía ni un solo pelo, ni cejas, ni pestañas. Ya, en aquella época, me daba la impresión de un viejo, quizá a causa del extraño vestido anticuado con que, invariablemente se presentaba cada año; un sombrero de copa de un paño opaco, de color verde musgo, que se estrechaba hacia arriba, hasta parecer casi puntiagudo, una chaqueta corta de terciopelo a la holandesa, zapatos con hebilla y pantalones de seda negra hasta la rodilla, sobre unas piernitas tan cortas y delgadas, que resultaba intranquilizados Quizá fuera ésta la única razón por la que parecía tan, tan… “cadavérico”, porque su simpática e infantil voz argentina y sus labios de niña, de contornos extraordinariamente delicados contradecían la impresión de vejez. Por otra parte, estoy seguro de que jamás sobre la faz de la tierra se vieron ojos tan apagados como los suyos.
Con todo el debido respeto, debo agregar que tenía una cabeza de hidrocéfalo, y lo que es peor y que daba miedo, de apariencia blanda, blanda como un huevo cocido descascarado y esto cuenta no sólo para el rostro pálido y redondo sino también para el cráneo mismo. Cuando se ponía el sombrero, debajo de las alas se formaba, todo alrededor, una cámara de aire exangüe y cuando se lo sacaba, se necesitaba cierto tiempo antes de que la cabeza reconquistase, felizmente, la forma originaria.
Desde el minuto en que llegaba el doctor Haselmayer, hasta el momento de su partida, el distinguido señor conde y su respetable huésped, sin probar bocado, sin dormir, sin beber, hablaban ininterrumpidamente de la luna con un misterioso fervor que yo no entendía.
Su exaltación llegaba a su punto culminante cuando la noche de luna llena caía el mismo 21 de julio; esa noche iban hasta el pequeño estanque pantanoso del castillo y pasaban horas y horas mirando en el agua la imagen plateada del celestial disco.
Una vez que, casualmente, pasaba por allí, vi que luego los dos señores tiraban al agua pequeños pedazos blanquecinos, probablemente miga de pan y, cuando el doctor Haselmayer se dio cuenta de que yo los miraba, dijo rápidamente:
—Sólo estamos dando de comer a la luna… ¡Ah pardon!, quiero decir… a los cisnes.
Ahora bien, a lo largo y a lo ancho de todo el estanque no había ningún cisne, ni siquiera un pez.
Lo que pude oír esa misma noche me pareció misteriosamente vinculado con la escena que había visto y, por lo tanto, se me grabó palabra por palabra en la memoria; la transcribiré en seguida, con toda fidelidad.
Estaba acostado en mi dormitorio, todavía insomne, cuando oí, de pronto, en la biblioteca, del otro lado de la pared y donde nadie entraba nunca, la voz del señor conde, embarcado en un elaborado discurso:
—En base a todo lo que hemos visto hace poco en el agua, querido y estimadísimo doctor, creo que no me he equivocado al afirmar que nuestra tarea ha tomado un cariz excelente y que el antiguo precepto rosacruciano: post centum viginti annos patebo, esto es manifestaré después de ciento veinte años, debe interpretarse, sin duda, favorable a nosotros. Realmente a ésta la llamaría yo ¡una placentera fiesta del solsticio de verano, una verdadera fiesta del siglo! Ya en el último cuarto del recién terminado siglo XIX el principio mecánico ha predominado rápida y seguramente, pero, podemos afirmar con toda tranquilidad, que si las cosas continúan como nosotros esperamos, en este siglo XX la humanidad no tendrá casi tiempo para ver la luz del día, tan ocupada estará en pulir, aceitar, mantener eficientemente y reparar la masa de máquinas en continuo aumento. Hoy podemos asegurar, con razón, que la máquina ha llegado a ser un digno gemelo del antiguo becerro de oro. Piense usted que el padre que tortura a su hijo hasta la muerte, es condenado, como máximo, a catorce días de arresto; en cambio, quien daña a una vieja apisonadora debe estar tres años en un calabozo.
—Pero la fabricación de semejantes mecanismos es notablemente costosa —objetó el doctor Haselmayer.
—En líneas generales, es cierto —admitió cortésmente el señor conde du Chazal—. Pero, en verdad, no es éste el único motivo. A mi entender lo esencial reside en el hecho de que el hombre, en realidad, representa algo terminado a medias y destinado un día a convertirse en mecanismo de relojería. A favor de esta evolución habla claramente el hecho de que ya hoy ciertos instintos, de ninguna manera secundarios, como por ejemplo la elección de una consorte apta para lograr el refinamiento de la raza, han disminuido al nivel del automatismo. No hay nada de extraño que el hombre vea en la máquina su verdadero descendiente y heredero y en la criatura camal, el hijo degenerado. “Si las mujeres parieran bicicletas o pistolas a repetición en vez de niños, los veríamos ir a todos entusiasmados, apresuradamente, a casarse. Si, en la edad de oro, cuando los hombres eran todavía poco evolucionados, creían sólo en lo que podían pensar, y gradualmente se llegó a la época en que creían sólo en lo que podían comer, ahora, finalmente, han alcanzado el ápice de la perfección: consideran real y auténtico sólo lo que… pueden vender.”
“Ya que en el cuarto mandamiento dice: Honrarás padre y madre, etcétera, parece obvio que las máquinas que ponen en el mundo y que untan con el aceite más fino —mientras que para sí mismos se contentan con margarina—, devolverán multiplicadas por mil, todas las fatigas prodigadas y dispensarán toda clase de felicidad. Sólo olvidan una cosa, que también las máquinas pueden resultar hijos ingratos.”
“En su confiada simplicidad imaginan que las máquinas sólo son cosas muertas, incapaces de reaccionar contra ellos, que se pueden tirar cuando no se necesitan. ¡Sí, cómo no!”
“¿Ha observado un cañón, estimadísimo amigo? Parece muerto, ¿no es cierto? Le aseguro que no hay general que reciba atenciones tan diligentes. Un general puede pescarse un resfrío y a nadie le importa, en cambio a los cañones los enfundan para que no se resfríen, o no se herrumbren, que es la misma cosa y hasta les ponen un sombrero para que no les llueva adentro.”
“Bien, se podría objetar que el cañón grita sólo si se llena de pólvora y se le enciende la mecha; y un tenor, entonces, ¿no grita sólo cuando se le da la entrada y con la condición de que esté adecuadamente colmado de notas musicales?
Yo le digo que en todo el universo no hay una sola cosa que esté realmente muerta.”
—Pero nuestra querida patria, la luna, ¿no es un cuerpo celeste privado ya de vida? ¿No está quizá muerta? —preguntó tímidamente el doctor Haselmayer con voz aflautada.
—No está muerta —le informó el señor conde—. Ella tiene sólo el rostro de la muerte. Ella es ¿cómo podría decir?, el lente convergente que como una linterna mágica, invierte la acción de ese maldito, presuntuoso sol, que embruja el cerebro humano proyectando al exterior, en una realidad aparente, toda suerte de formas concretas y hace germinar y respirar bajo las más diversas formas y manifestaciones el venenoso fluido de la muerte y de la putrefacción. Es realmente curioso —¿no le parece también a usted?— que, a pesar de todo, los hombres prefieran la luna entre los astros. Sus poetas, que tienen fama de profetas, la cantan con suspiros arrebatados y poniendo los ojos en blanco. ¡Ninguno palidece de miedo al pensar que desde millones de años, mes tras mes, un cadáver cósmico gira alrededor de la tierra! Son más cuerdos los perros, los negros en particular, que esconden la cola y aúllan a la luna…
—¿No me escribió, recientemente, apreciado señor conde, que las máquinas son creaciones directas de la luna? ¿Cómo debo interpretar esta afirmación? —preguntó el doctor Haselmayer.
—Creo que ha comprendido mal —lo interrumpió el señor conde—. La luna con su aliento venenoso únicamente ha saturado de ideas el cerebro humano y las máquinas son el resultado visible de esta fecundación.
“El sol ha inoculado en el alma de los mortales el deseo de una alegría, de un gozo siempre mayores y, finalmente, la maldición de crear obras perecederas con el sudor de la frente. Pero la luna, fuente secreta de las formas terrestres, ha empañado esta realidad con un esplendor ilusorio de modo que se extravíen en una falsa imaginación y trasladen al exterior, en resumen, aquello que habrían debido mantener dentro de sí.”
“Por lo tanto las máquinas han llegado a ser los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de héroes empobrecidos. Y como concebir o crear algo quiere decir que el alma recibe la forma de lo que se ve o se crea y se confunda con ella; así, los hombres están ya encaminados sin salvación en el sendero que, gradual y mágicamente, los llevará a transformarse en máquinas, hasta que un día, despojados de todo, se encontrarán siendo mecanismos de relojería chirriantes, en perpetua agitación febril, como lo que siempre han tratado de inventar; un infeliz movimiento perpetuo.”
“Pero nosotros, nosotros los hermanos de la luna, nos hemos convertido ahora en los herederos del ser eterno, de la conciencia única e inmutable, que no afirma yo vivo, sino yo soy, que sabe: aunque el universo entero se desmorone, yo permanezco
“Como podríamos, por otra parte, si las formas no fuesen simplemente sueños, cambiar, cada vez que lo deseamos, nuestro cuerpo con otro y aparecer entre los hombres bajo forma humana; entre los espectros como una sombra; entre los pensamientos como una idea, y esto gracias al secreto de saber despojarnos de nuestras formas como de un juguete elegido en sueños. De igual manera que un hombre enredado en la duermevela, que de pronto se da cuenta que está soñando, y expulsa el engaño de la noción del tiempo, en un nuevo presente, e imprime al sueño una dirección más feliz, tal como si saltase con ambos pies dentro de un nuevo cuerpo, porque el cuerpo, en el fondo, no es más que un estado etéreo, que compenetra todo, que está relacionado a la ilusión de la densidad.”
—Perfectamente expresado —gritó con alegría el doctor Haselmayer con su dulce voz de niña—. Pero, ¿por qué entonces no hacemos partícipes a los terrestres de esta felicidad de la transfiguración? ¿Sería tan malo?
—¿Malo? ¡Inconcebible! ¡Aterrador! —estalló el conde con su voz estridente—. Piense un poco: ¡El hombre dotado de la capacidad de difundir la cultura en el cosmos!
“¿Cómo cree que se mostraría la luna al cabo de catorce días? En cada cráter habría un velódromo y todo alrededor pantanos de aguas cloacales, siempre que antes no se hubiera introducido el llamado arte dramático y el suelo no se hubiera esterilizado eliminando para siempre cualquier posibilidad de vegetación.”
“O quizá, se ansíe que los planetas sean conectados telefónicamente a la hora del boletín de la bolsa y que las estrellas dobles de la Vía Láctea tengan la obligación de exhibir certificado oficial de matrimonio.”
“No, no, mi querido, todavía, por un cierto período, el universo puede pasarla muy bien con su antigua rutina.”
“Para ir a un tema más consolador, querido doctor… Pero, ya es para usted hora de decrecer, quiero decir de partir… Hasta pronto, entonces, en lo del maestro Wirtzigh en agosto de 1914; esto es, al comienzo del gran fin y nosotros desearemos festejar dignamente esta catástrofe de la humanidad. ¿No es cierto?”
Antes de que el señor conde hubiese pronunciado las últimas palabras me había puesto mi librea para ayudar al doctor Haselmayer a hacer el equipaje y acompañarlo al coche. Apenas un instante después estaba en el corredor.
Pero vi que el señor conde abandonaba solo la biblioteca, en el brazo llevaba la chaqueta holandesa, los zapatos con hebilla y los pantalones de seda y también el sombrero verde de copa del doctor Haselmayer, mientras éste había desaparecido sin dejar rastros. Sin echarme una mirada, el ilustre señor conde entró en su dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
Entre mis deberes de servidor bien educado estaba el de no maravillarme de nada de lo que mi señor encontrase justo hacer, pero no pude menos que desaprobar con la cabeza. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera conciliar el sueño.
Debo ahora saltarme muchos años.
Años sucesivamente monótonos que en la memoria aparecen amarillentos y cubiertos de polvo como fragmentos de un libro viejo, rico en vicisitudes intrincadas y extravagantes, leído en un tiempo impreciso, en el sopor de un estado febril en que la mente comprende y recuerda con dificultad.
Sólo una cosa sé con certeza; en la primavera de 1914 el señor conde me dijo:
—Estoy por hacer un viaje. Voy a… Mauritius —al decirlo me observó expectante— y deseo que tú entres a servir a un amigo mío, el maestro Peter Wirtzigh en Wemstein del Inn. ¿Me has entendido, Gustav? Te aviso que no toleraré ninguna objeción.
Me incliné en silencio.
Una linda mañana, sin ningún tipo de preparativos, el señor conde abandonó el castillo, como deduje de la circunstancia de que no lo encontré más y en su lugar, en el lecho con baldaquino, donde el señor conde dormía, encontré a un desconocido.
Se trataba, como se me notificó después en Wemstein, del señor maestro Peter Wirtzigh… Cuando llegué a la habitación del señor maestro, que miraba en la lejanía la corriente espumante del Inn, me preocupé en seguida de vaciar el contenido de las cajas y de las valijas para colocarlo en los cofres y en los arcones.
Me disponía, precisamente, a guardar en un alto armario gótico una vieja lámpara muy extraña; un ídolo japonés con las piernas entrecruzadas, transparente (la cabeza formada por una esfera de vidrio opalino, en cuyo interior una serpiente movida por un mecanismo de relojería levantaba entre las fauces un pabilo). Abrí, pues, el armario con esta intención y un horrible espectáculo me paralizó; vi el cadáver del doctor Haselmayer.
Por poco, del susto dejo caer la lámpara, pero, por fortuna reconocí a tiempo en el traje colgado y en el sombrero de copa del señor doctor los responsables de la macabra ilusión.
Sin embargo, el hecho me produjo una profunda impresión y me dejó como rastro un confuso presentimiento de algo amenazador, funesto, que no logré ahuyentar, a pesar de que en los meses siguientes no sucedió nada intranquilizador.
El señor maestro Wirtzigh mantenía, a mi entender, un comportamiento amable y cortés conmigo, pero se parecía demasiado en algunos aspectos al doctor Haselmayer, para no recordar el incidente del armario, cada vez que lo miraba. Su rostro era circular, como el del doctor, sólo que completamente oscuro, casi como el de un etíope, ya que desde hacía muchos años sufría los rastros incurables de una larga enfermedad biliar, la melanosis. Si uno estaba a unos pocos pasos de distancia y no había muy buena luz, era imposible distinguir sus rasgos y entonces, la fina barba blanca de un dedo de largo, que iba por debajo del mentón hasta las orejas, resaltaba en el rostro como una perturbadora irradiación de opaca luminosidad.
La opresiva sensación que me atenazaba cesó en agosto, cuando, como un relámpago se difundió la noticia del estallido de una terrible guerra mundial. Recordé cómo, años atrás, el señor conde du Chazal se había referido a una catástrofe que incumbía a la humanidad. Quizá por esta razón, no lograba unirme con verdadera convicción a las invectivas que la gente de la aldea lanzaba contra el enemigo: tenía la impresión de que en el origen de este acontecimiento estaba la influencia secreta de fuerzas naturales cargadas de odio, que utilizaban a la humanidad como un títere.
El maestro Wirtzigh se mantenía completamente tranquilo, como quien ha previsto todo desde largo tiempo atrás.
Sólo el 4 dé septiembre pareció levemente intranquilo. Abrió una puerta, que hasta entonces había estado cerrada para mí, y me condujo hasta un salón azul abovedado con una sola ventana redonda en el centro del techo. Verticalmente, debajo de la ventana, de modo que la luz se proyectara directamente sobre ella, había una mesa redonda de cuarzo negro con una profunda concavidad en el centro. Alrededor de la mesa había doradas sillas talladas.
—Este anochecer, antes de que aparezca la luna —dijo el señor maestro— llenarás esta cavidad con agua fresca y limpia del manantial. Espero visitas de Mauritius y cuando sientas que te llamo por tu nombre, tomarás la lámpara japonesa de la serpiente, la encenderás, es de buen agüero que el pabilo arda sin llama —agregó medio vuelto sobre sí mismo— y empuñándola como una antorcha, te colocarás en aquel nicho…
Ya era noche cerrada, dieron las once, después las doce y yo seguía esperando y esperando.
Estaba seguro de que nadie había entrado en la casa. Me habría dado cuenta porque el portón estaba cerrado y rechinaba siempre con estrépito, cuando se lo abría y, hasta entonces, no se había escuchado ningún ruido. Había tal silencio de muerte, que el latido de la sangre me resonaba en los oídos como el rugido de la marejada. Por fin, escuché la voz del señor maestro llamarme por mi nombre, desde muy lejos, como si viniera desde mi propio corazón.
Con la lámpara iluminada por el pabilo, que ardía sin llama, semiaturdido por un sopor inexplicable que jamás había sentido, a tientas atravesé el oscuro recinto del salón y me coloqué en el nicho.
En la lámpara el mecanismo de relojería zumbaba quedamente y veía, a través del vientre rojizo del ídolo, el pabilo incandescente en la garganta de la serpiente girar lentamente y arrastrarse hacia arriba en forma apenas perceptible, en espiral.
La luna llena debía estar vertical sobre la abertura del techo porque el agua de la cavidad, en el centro de la mesa de piedra, reflejaba su imagen, como un inmóvil disco plateado, centelleante de pálidos reflejos verdosos.
Durante bastante tiempo creí que las sillas estaban vacías, pero, poco a poco, distinguí tres figuras sentadas y las reconocí cuando movieron sus imprecisos rostros. Al norte, el señor maestro Wirtzigh; al este, una persona desconocida, el doctor Chrysophron Zagräus, como supe luego, a través de la conversación; al sur, el cráneo calvo ceñido de una corona de amapolas, el doctor Sacrobosco Haselmayer. Sólo la silla del oeste estaba vacía.
Poco a poco mi oído se fue aguzando, porque me llegaban como sopladas algunas palabras, a veces latinas, que no entendía; a veces, alemanas.
Vi al extranjero inclinarse hacia adelante, besar al doctor Haselmayer en la frente diciéndole amada esposa. Agregó una larga frase, pero demasiado bajo porque no pude entenderla.
Después, de pronto, el señor maestro Wirtzigh lanzó un discurso apocalíptico:
—Y delante de la silla había un mar vidrioso, como cristal, y en medio y alrededor cuatro animales, llenos de ojos por delante y por detrás… Y salió otro caballo, que estaba pálido, y se sentó encima, su nombre era Muerte y el Infierno lo seguía de cerca. A él se le permitía retirar la paz de la tierra y que unos se mataran a los otros y una gran espada le fue dada.
—Una gran espada le fue dada —respondió como un eco el doctor Zagräus. En ese instante, su mirada cayó sobre mí, entonces calló y preguntó susurrando a los otros si podían fiarse de mí.
—En mis manos se ha convertido, desde hace mucho tiempo, en un mecanismo de relojería, privado de vida —lo tranquilizó el señor maestro—. Nuestro ritual exige que un ser muerto a las cosas del mundo tenga la antorcha, cuando estamos reunidos. Es como un cadáver, lleva… su alma en la mano y cree que se trata de una lámpara que arde sin llama.
Un sarcasmo feroz resonaba en aquellas palabras y un súbito terror me heló la sangre, cuando me di cuenta de que no podía mover ninguna parte del cuerpo y que estaba rígido como un cadáver.
El doctor Zagräus retomó la palabra y prosiguió:
—Es cierto, el Cantar de los Cantares del odio brama a través del mundo. Lo he visto con mis propios ojos, al que se sienta sobre el pálido caballo y detrás suyo el ejército de máquinas de miles de formas diversas, nuestras amigas y aliadas. Hace tiempo que han conquistado el dominio de sí mismas, pero los hombres siguen creyendo que son sus patrones. Locomotoras sin conductores, cargadas de rocas, pasan haciendo estragos en una carrera loca, abalanzándose sobre ellos y sepultando a cientos y cientos bajo el peso de sus cuerpos de acero. El nitrógeno del aire se condensa en un nuevo explosivo mortífero; la naturaleza misma se afana en una espasmódica excitación para ofrecer generosamente sus tesoros a fin de extirpar, de una vez por todas, al monstruo blanco que desde tiempo inmemorial graba cicatrices sobre su rostro.
“Zarcillos metálicos de terribles espinos aguzados, crecen desde el suelo, apresan las piernas y desgarran los cuerpos; silenciosamente se alegran los telégrafos guiñándose unos a otros: de nuevo centenares de miles de la maldita nidada han sido aniquilados.”
“Ocultos tras árboles y colinas, gigantescos morteros, tensos los cuellos hacia el cielo, con bloques de minerales apretados entre los dientes, esperan hasta que, engañosos molinos de viento, hacen con los brazos pérfidas señales y escupen muerte y destrucción.”
“Víboras electrizadas palpitan bajo tierra. ¡Ahora! Aparece una minúscula chispa verdusca, ruge un terremoto y el paisaje se transforma en una enorme fosa común.”
“Con ojos brillantes de animales de presa escrutan los reflectores en la oscuridad. ¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Dónde hay más! Y ya avanzan, vacilantes, con grises sudarios, rebaños exterminados, los pies sangrantes, los ojos apagados, tambaleando de cansancio, semidormidos, jadeantes los pechos, las rodillas desgarradas. Pero pronto, apremiantes resuenan los tambores con rítmica, fanática, gritería de faquires y fustigan el furor guerrero en los cerebros aturdidos, hasta que la furia homicida se desencadena, rugiendo irrefrenable; hasta que el aguacero de plomo encuentra sólo cadáveres.”
“De occidente a oriente, de América a Asia, todos corren hacia aquí, para la danza de la guerra, los monstruos de bronce, las bocas circulares, ávidas de muerte.”
“Tiburones de acero rondan furtivamente las costas, asfixiando en su vientre a los que un día le dieron vida.”
“Y hasta el que había quedado en casa, que parecía tibio, que durante mucho tiempo no había estado ni frío, ni caliente, que fabricaba antes sólo objetos pacíficos, se ha despertado y aporta su parte a la gran carnicería. Sin pausa, día y noche, soplan su aliento abrasador hacia el cielo y brotan de sus cuerpos hojas de espada, cartuchos, lanzas, cohetes. Imposible sentarse jamás, imposible dormir.” “Siempre nuevos buitres gigantes quieren aprender a volar para ceñirse sobre las últimas guaridas de los hombres e, incansables, corren, adelante y atrás, millares de arañas de acero, tramando sus alas plateadas.”
El discurso se interrumpió por un instante y vi, de repente, que el señor conde du Chazal estaba presente, de pie, detrás de la silla colocada hacia el occidente, los brazos cruzados sobre el respaldo, el rostro pálido y descompuesto.”
Entonces, con gesto enérgico, el doctor Zagräus retomó la palabra:
—¿Y no asistiremos quizá a una resurrección fantasmal? Lo que reposa en las profundidades de la tierra, transformado en petróleo, la sangre y la carne de los dragones antediluvianos se despierta y quiere volver a la vida. Encendida y destilada en panzudas calderas, fluye ahora como gasolina en los ventrículos del corazón de los nuevos fantásticos monstruos del aire y los hace vibrar con nuevas fuerzas. ¡Gasolina y sangre de dragón! ¿Quién ve ahora la diferencia? Es como si fuera el demoníaco preludio del Juicio Universal.
—No hable del Juicio Universal, doctor —interrumpió precipitadamente el señor conde. Yo sentí en su voz un indefinible temor—. Suena como un presagio.
—¿Un presagio?
—Nosotros quisimos reunimos hoy, aquí, para festejar —comenzó el señor conde, después de haber buscado mucho la palabra—. Me he demorado hasta ahora en… Mauritius —confusamente supe que la palabra encerraba un oculto significado y que el señor conde no se refería a la tierra que lleva tal nombre—. Debo decir que desde hace tiempo he dudado sobre si es justo lo que veo en la imagen que, desde la tierra, se levanta hacia la luna. Temo, temo… Se me eriza la piel de horror si pienso que, dentro de poco, puede producirse un hecho inesperado que nos arrebate la victoria. ¿Qué quiero decir con esto? Me explicaré. Temo que un secreto sentido surja de la guerra actual; que el espíritu del mundo quiera separar los pueblos, unos de otros, de modo de formar por así decir, los miembros diferenciados de un mismo cuerpo. Pero, ¿para qué me sirve saberlo si no conozco la última intención? Los influjos que no alcanzo a discernir son los más poderosos. Yo les digo que un invisible crece y crece y no logro encontrar sus raíces. He interpretado los signos del cielo, que no me engañan; sí, también los demonios de los abismos se preparan para la lucha y pronto la corteza terrestre temblará como el pellejo de un caballo atormentado por los tábanos. Los grandes de las tinieblas, cuyos nombres están escritos en el Libro del Odio, otra vez han lanzado, desde el fondo del universo, un proyectil en forma de cometa, esta vez contra la tierra, como otras tantas veces contra el sol. Pero el proyectil ha equivocado la huella y ha vuelto hacia atrás, como el boomerang de los negros de Australia, que faltando la presa vuelve a la mano del cazador… Con qué objeto, me preguntaba, este gran despliegue de fuerzas, si el fin del género humano parece ya asegurado por el ejército de las máquinas.
“Y entonces me cayó la venda de los ojos; pero sigo ciego, voy a tientas.”
“¿No advierten ustedes cómo lo Imponderable, que la muerte no puede aferrar, se agranda en un aluvión inmenso que comparado a los mares, éstos son como un balde para enjuagar?”
“¡Qué enigmática es esta fuerza que durante la noche arrastra lo mezquino y transforma el corazón de un pordiosero en el de un apóstol! He visto a una pobre maestra adoptar a un huérfano sin proclamarlo a los cuatro vientos… y entonces, he tenido miedo.”
“¿A qué parte del mundo ha ido a parar la potencia de la máquina, si las madres se regocijan cuando sus hijos caen, en vez de arrancarse los cabellos? Y, quizá, sea un signo profético, que todavía nadie haya podido aclarar por qué en las tiendas de las ciudades está colgado un cuadro que muestra una cruz en los Vosgos; la madera ha sido derribada a disparos de armas de fuego y el hijo del hombre…
¿Todavía permanece de pie?”
“Nosotros oímos batir las alas del ángel de la muerte sobre las comarcas, ¿están seguros que sea realmente el de la muerte y no las alas de un… otro? De uno de los que pueden decir Yo en cada piedra, en cada flor, en cada animal, dentro y fuera del espacio y del tiempo.”
“Nada se pierde, se dice, entonces, ¿a quién pertenece la mano que recoge el entusiasmo que en todas partes se libera como una fuerza de la naturaleza y qué nacimiento originará y quién será el heredero?”
“Quizá está por venir, de nuevo, uno, cuyos pasos nadie puede detener, como ocurre cada tanto en el curso de los milenios. Es un pensamiento del que no puedo librarme.”
—¡Pero que venga! Con tal de que también, otra vez, aparezca vestido de carne y de sangre —intervino, sarcástico, el maestro Wirtzigh—. Lo clavarán de nuevo con… mordaces burlas; nadie ha podido todavía vencer el escarnio y la risa irónica.
—Pero puede llegar sin tomar una figura aparente —murmuró, para sí, el doctor Chrysophron Zagräus— como el espíritu que, por un rato la otra noche, se posesionó de los animales. De pronto, los caballos pudieron hacer cuentas y los perros…, leer y escribir. Y, si luego, ¿brotase como una llama en el hombre?
—En ese caso debemos engañar la luz con la luz —intervino, con voz aguda, el señor conde— nosotros debemos, de ahora en adelante, habitar en los cerebros de los hombres como una nueva y falsa luz de una inteligencia engañosa, objetiva, hasta que lleguen al punto de confundir el sol con la luna y viceversa y aprender a dudar de todo lo que es luz.
Lo que siguió diciendo el señor conde no lo recuerdo. Pude, por fin, moverme y aquel estado de rigidez cristalina, que me había invadido hasta ese momento, gradualmente me abandonó. Una voz, dentro de mí, parecía susurrarme que debía estar en guardia, pero no estaba en estado de conseguirlo.
Sin embargo, extendí el brazo que sostenía la lámpara, como para defenderme.
Quizá la haya avivado un golpe de aire o quizá la serpiente habría llegado a un punto, en la cabeza del ídolo, donde el pabilo incandescente podría convertirse en llama, no sé. Sólo sé que una luz enceguedora golpeó mis sentidos como una explosión, nuevamente sentí que me llamaban por mi nombre y que un objeto pesado caía en el suelo con un sordo estruendo.
Probablemente fuera mi propio cuerpo, porque, por un instante, abriendo los ojos antes de perder la conciencia, me vi en el piso, con la luna llena brillando sobre mi cabeza… Pero el salón parecía vacío y la mesa y los señores habían desaparecido.
Estuve en cama muchas semanas en un esta-do de profundo sopor. Durante mi lenta recuperación llegue a saber —he olvidado quién me lo dijo— que mientras tanto el señor maestro Wirtzigh había muerto y me había nombrado heredero universal de sus bienes. Pero, deberé permanecer en cama un período bastante largo todavía, por lo tanto, no me falta tiempo para reflexionar sobre lo sucedido y ponerlo por escrito.
Sólo que, a veces, de noche me ocurre algo extraño. Es como si en el pecho se me abriera un espacio vacío, infinito, hacia el este, el sur, el oeste y el norte y, en el centro, estuviera suspendida la luna, que crece hasta convertirse en un disco brillante, decrece, se oscurece, reaparece en delicada creciente… Y cada una de sus fases representa los rostros de los cuatro señores, tal como los vi, por ultima vez, alrededor de la mesa de piedra. Entonces, para distraerme, escucho con interés el salvaje griterío que llega hasta mí, atravesando el silencio que me rodea, desde un castillo de ladrones, situado en las cercanías, donde vive ahora el feroz pintor Kubin, que celebra en compañía de sus siete hijos desenfrenadas orgías hasta las primeras luces del alba.
A veces, por la mañana temprano, la vieja gobernanta Petronella se acerca a la cama y me dice:
—Y ahora, ¿cómo está, señor… señor maestro Wirtzigh? —Quisiera entender que desde 1430, año en que se extinguió la estirpe, no existiría más un solo conde du Chazal en la faz de la tierra, como el cura párroco sabe con certeza. Quisiera hacerme creer que yo sería sonámbulo y que, precisamente, en un ataque de sonambulismo me habría caído de la cama y durante años me habría imaginado que era mi propio servidor. Tampoco existirían, lógicamente, ni un doctor Zagräus, ni un Sacrobosco Haselmayer.
—El Trasquilado Rojo, ese sí que existe —dijo un día con aire amenazador—. Está sobre la estufa y es, dicen, un libro mágico chino. Y se ve bien el buen efecto que hace cuando lo lee un cristiano.
Yo permanezco silencioso, porque yo sé lo que sé; pero luego, cuando la vieja ha salido, me levanto a escondidas y para comprobar mi certeza, abro el armario gótico y me convenzo:
Pero sí, naturalmente, aquí está la lámpara con forma de serpiente y abajo, colgados… el sombrero verde de copa, la chaqueta y el pantalón de seda del señor doctor Haselmayer.