J. H. Obereit visita el país de los decoradores del tiempo

Mi abuelo duerme el sueño eterno en el cementerio de Runkel, un pueblo olvidado del mundo. Sobre la piedra, totalmente cubierta de musgo verde, bajo la fecha desgastada por los años, encerradas en una cruz, resaltan con un oro tan brillante, como si hubieran sido grabadas ayer, las letras:

Vivo es la palabra latina que significa yo vivo, me explicaron cuando, todavía un niño, leí por primera vez la inscripción y se me grabó tan profundamente en el alma, como si el mismo muerto me la hubiera gritado desde el fondo de la tierra.

Vivo, yo vivo, ¡extraño lema para una sepultura!

Hoy resuena nuevamente dentro de mí y si lo pienso me veo como entonces: veo, con la imaginación, a mi abuelo, a quien nunca conocí, intacto, con las manos cruzadas y los ojos claros y transparentes como un cristal, inmóviles y desmesuradamente abiertos. Como quien en medio de la descomposición general, incorruptible espera, quieto y paciente, la Resurrección. He visitado los cementerios de muchas ciudades: siempre llevado por un sutil, incomprensible, deseo de leer otra vez aquella palabra que guiaba mis pasos, pero sólo dos veces encontré frente a mí el idéntico vivo, en Danzig primero y luego en Nuremberg. En ambos casos, los nombres habían sido borrados por el dedo del tiempo y, en ambos, la palabra vivo brillaba, clara y fresca, como si tuviera vida propia.

Yo siempre creí que mi abuelo no había dejado ni una sola línea escrita, tal como me lo habían dicho desde chico. Por eso, quedé tan conmovido cuando, no hace mucho, al abrir un compartimento secreto de mi escritorio, un viejo mueble de familia, encontré una gran cantidad de anotaciones hechas de su puño y letra.

Estaban guardadas en una carpeta en la que se leía este singular aforismo: “El hombre no puede escapar de la muerte, a menos que no renuncie a esperar y a confiar.” En seguida llameó dentro de mí la palabra vivo, que me había acompañado, como un vivido resplandor a lo largo de toda mi existencia y que, cada tanto se adormecía para reaparecer, sin motivo valedero, ya en el sueño, ya en la vigilia, y renacer de nuevo, una y otra vez dentro de mí. Si en alguna ocasión, se me había ocurrido pensar que aquel vivo sobre la tumba se debía a una inscripción dejada al arbitrio del párroco, el aforismo, impreso sobre la cubierta, me dio la absoluta seguridad de que en aquella palabra se escondía un significado mucho más profundo, que quizá hubiera dominado la vida entera de mi abuelo.

Página tras página, a medida que avanzaba en la lectura, esta convicción se fortalecía.

En esas páginas había demasiados conceptos referidos a asuntos privados y a otras personas que no puedo revelar a extraños. Bastará señalar sólo aquellos elementos que me permitieron conocer a Johann Hermann Obereit y que se relacionan a su viaje al país de los devoradores del tiempo.

De los documentos se deduce que mi abuelo pertenecía a la compañía de los Hermanos Filadélficos, una orden cuyas raíces se encuentran en el antiguo Egipto y que dice ser fundada por el legendario Hermes Trismegisto. Se encuentra una clara descripción de la forma de “estrecharse la mano” y de los gestos, que les permitían a los afiliados reconocerse entre sí. A menudo aparece el nombre de Johann Hermann Obereit, un químico que debía ser muy amigo de mi abuelo y que debe haber vivido en Runkel. Puesto que quería saber algo más, sobre la vida de mi abuelo y sobre la oscura filosofía universal, que hablaba a través de cada línea en sus cartas, decidí ir a Runkel, para averiguar si, por casualidad, existían todavía descendientes del mencionado Obereit y si, acaso, tuvieran en su poder alguna crónica de la familia.

Es imposible imaginar nada más irreal que aquel minúsculo pueblo, que, como un pedazo olvidado del medioevo, con callejuelas retorcidas en las que sobrevive un silencio de tumba, sobre el desigual empedrado donde brota la hierba, lleva su propia vida, insensible al estridente reclamo del tiempo, al pie de la fortaleza de Runkelstein, antigua residencia del príncipe Von Wied.

Por la mañana temprano ya estaba yo en el pequeño cementerio, y mientras caminaba de una tumba a otra, bajo el sol brillante, y leía mecánicamente en las cruces los nombres de aquellos que, bajo tierra, reposaban en sus féretros, fue como si retornara y reviviera toda mi juventud.

Desde lejos, por el centellear de las letras, reconocí el sepulcro de mi abuelo.

Un hombre viejo, con el pelo blanco, sin barba, de rasgos afilados, estaba sentado delante de la tumba, apoyada la barbilla sobre la empuñadura de su bastón de paseo. Me observaba con una mirada extrañamente vivaz, con la expresión de quien se encuentra frente a una maraña de recuerdos evocados por la semejanza de un rostro.

Vestido a la moda antigua, con cuello alto y corbata de seda negra, parecía el retrato de un antepasado. Quedé tan asombrado de su aspecto, tan fuera del presente, y me había devanado tanto los sesos con todo lo que tenía que ver con lo escrito por mi abuelo, que, sin darme cuenta, dije a media voz el nombre de Obereit.

—Sí, mi nombre es Johann Hermann Obereit —dijo el viejo señor sin mostrarse extrañado en lo más mínimo. Quedé casi sin aliento y no contribuyó a disminuir mi estupor lo que supe de sus labios.

No ocurre todos los días encontrarse frente a una persona que no parece mucho más vieja que uno y que ya ha visto, sin embargo, transcurrir medio siglo. No obstante mi pelo blanco, me sentí como un chiquilín, mientras paseábamos juntos y él me hablaba de Napoleón y de otros personajes históricos que había conocido, como se habla de personas recientemente desaparecidas.

—En la ciudad me toman por mi propio nieto —dijo sonriendo, señalándome la tumba que dejábamos atrás y cuya fecha era 1798—. Desde el punto de vista legal tendría que estar sepultado aquí, he dejado que escribieran la fecha de la muerte, porque no deseo ser señalado por el pueblo como un moderno Matusalén. La palabra vivo —agregó como si me hubiese leído el pensamiento—, se coloca sólo cuando realmente sobreviene la muerte.

Trabamos rápida amistad y me pidió que aceptase su hospitalidad.

Había transcurrido un mes y, a menudo, nos demorábamos en animadas discusiones hasta altas horas de la noche, pero cambiaba siempre de conversación cuando le preguntaba qué quería decir la frase impresa en la cubierta: “El hombre no puede escapar de la muerte, a menos que no renuncie a esperar y a confiar.” Sin embargo, una tarde, la última que pasamos juntos, la conversación nos llevó a los antiguos procesos a las brujas y yo sostuve que sólo podía tratarse de casos de histeria femenina. Me interrumpió bruscamente.

—Usted, ¿no cree que el hombre pueda abandonar el cuerpo y trasladarse, digamos, hasta Blocksberg?

Sacudí la cabeza.

—¿Debo probárselo? —preguntó sin más, mirándome fijamente.

—Admito de buena gana —le aclaré—, que las llamadas brujas, gracias al empleo de narcóticos, caen en estado de éxtasis y están absolutamente convencidas de que vuelan a caballo en una escoba.

Quedó pensativo un instante.

—Es verdad. Siempre podrá decir que también yo me lo he imaginado solamente —murmuró como si pensase en voz baja, y cayó en un estado meditabundo. Por fin, se levantó y tomó un cuaderno de un estante.

—Pero, quizá le interese la relación que escribí hace años, cuando intenté la experiencia. Debo anticiparle que, por entonces, yo todavía era joven y estaba lleno de esperanzas.

Me di cuenta por su mirada, cada vez más perdida, que su espíritu rememoraba tiempos muy lejanos.

—Creía en eso que los hombres llaman la vida. Hasta que cayeron sobre mí, golpe tras golpe; perdí aquello que más quiere uno en el mundo, la mujer, los hijos, todo. Fue entonces, cuando el destino me hizo encontrar a su abuelo. Él me enseñó a comprender qué son los deseos, qué es la espera, qué es la esperanza, cómo están estrechamente vinculados y cómo se puede arrancar la máscara al rostro de estos fantasmas. Los habíamos llamado los decoradores del tiempo, porque, así como hacen las sanguijuelas con la sangre, ellos aspiran de nuestro corazón la linfa vital, el tiempo. En este mismo cuarto me enseñó los primeros pasos del camino que lleva a la victoria sobre la muerte, a aplastar la cabeza a la víbora de la esperanza…

Y, desde entonces…

Se interrumpió un momento.

—Sí. Desde entonces me he convertido en un pedazo de madera, totalmente insensible, tanto si se lo acaricia o si se lo deshace, o si se lo echa al fuego o al agua. Desde entonces, el vacío existe dentro de mí. No he buscado jamás ningún consuelo; no lo he necesitado. ¿Por qué lo habría debido buscar? Ahora lo sé: yo soy y sólo ahora vivo. Hay una sutil diferencia entre un yo vivo y el otro.

—Usted habla de todo esto de un modo muy simple, pero es algo terrible —contesté profundamente impresionado.

—Sólo en apariencia —me contestó sonriendo—. De un corazón impasible emana un sentimiento de felicidad que no puede usted imaginar, en absoluto. Es como una eterna y dulce melodía, este yo soy nunca se extingue una vez que ha nacido; ni cuando el mundo exterior despierta nuevamente en nuestros sentidos, ni tampoco ante la muerte. ¿Quiere que le diga por qué los hombres mueren tan jóvenes y no viven, por ejemplo, mil años, como se cuenta en la Biblia de los patriarcas? Son como los verdes brotes de un árbol: han olvidado que pertenecen a la cepa, por eso se marchitan al llegar el otoño. Pero quiero contarle cómo fue la primera vez que abandoné mi cuerpo. Hay una antiquísima y secreta doctrina, tan antigua como la raza humana, que se ha transmitido oralmente hasta nuestros días, pero que pocos conocen. Indica el modo de superar el umbral de la muerte, pero sin perder la conciencia y quien lo logra es, desde ese momento, el dueño de sí mismo: ha adquirido un nuevo yo y lo que hasta entonces se le había mostrado como el yo, queda reducido a un simple instrumento, tal como sentimos la mano o el pie. El corazón y la respiración permanecen inmóviles, como en un cadáver, cuando el espíritu, apenas liberado, sale. Cuando nosotros emigramos como los israelitas de las ricas regiones del Egipto, de ambos lados las aguas del Mar Rojo se levantan como muros. Durante mucho tiempo y recomenzando cada vez desde el principio, entre extenuantes e indecibles tormentos, debí adiestrarme en la tentativa ya que no lograba separarme del cuerpo. Al principio me sentí fluctuar, como, cuando en sueños, a uno le parece volar, con las rodillas en movimiento y totalmente libre; pero, de pronto, fui absorbido por una negra corriente que corría del sur hacia el norte —en nuestro lenguaje la llamamos la contracorriente del Jordán— y que producía un ruido semejante al golpear de la sangre en los oídos. Muchas voces exaltadas, sin que alcanzara a ver de quiénes provenían, me imploraban que volviera atrás; comencé a temblar y confusamente angustiado, alcancé un peñasco que se levantaba delante de mí. Allí bajo la luz de la luna, vi una criatura, del tamaño de un niño a medio desarrollar, desnuda y sin señales de sexo, femenino o masculino. Tenía un tercer ojo en la frente, como Polifemo e, inmóvil, señalaba hacia el interior de la región.

“Luego de atravesar un matorral desemboqué en un sendero blanco y liso, pero no sentía la tierra bajo los pies y si trataba de tocar los árboles y las matas a mi alrededor, no lograba posar la mano sobre la superficie; me lo impedía siempre una sutil e impenetrable barrera aérea. Una pálida fosforescencia, como de madera podrida, cubría todo y aclaraba el camino. Los contornos parecían desdibujados, con una consistencia de molusco y extravagantemente agrandados. Jóvenes pájaros sin plumas, de redondos ojos insolentes, estaban acurrucados, inflados como gansos de engorde, en un gigantesco nido y chillaban hacia donde yo estaba. Un corzuelo, a duras penas capaz de mantenerse sobre sus patas, grande como un animal adulto, se sentaba perezosamente sobre el almizcle y me tendía torpemente el hocico. Había una indolencia de sapo en cada criatura con que me topaba. Poco a poco llegué a reconocer dónde me encontraba; en una región igualmente verdadera y real de nuestro mundo, que era, sin embargo, sólo un reflejo: en el reino de los dobles fantasmales, que se nutren de la médula de sus propias formas originales y terrestres hasta el hartazgo. Acrecentando más y más su volumen, cuanto más aquéllas se consumen en la esperanza vana y en la espera de gloria y de felicidad. Cuando en la tierra los animales jóvenes pierden la madre y esperan confiados durante largo tiempo el alimento, hasta que se mueren de hambre, nace, a su imagen, un fantasma, en esta condenada isla de espíritus, que succiona, como una araña, la vida que se pierde en las criaturas terrestres. Las fuerzas vitales de la naturaleza, que se disuelven en esperanzas, se convierten aquí en formas y mala hierba lujuriosa, y el suelo está saturado y fertilizado de las exhalaciones del tiempo consumido en la espera.”

“Seguí andando; llegué a una ciudad llena de gente. A muchos de ellos los había conocido en el mundo. Recordé sus innumerables esperanzas fallidas y cómo, año tras año, andaban más encorvados y cómo no querían arrancarse del corazón el vampiro —su propio yo demoníaco— que les devoraba la vida y el tiempo. Aquí los vi bajo la forma de hinchados, flácidos monstruos de vientres gruesos, de carnes temblorosas, los ojos fijos y vidriosos sobre las mejillas tumefactas.”

“Desde una casa de cambio que ostentaba el letrero:

AGENCIA FORTUNA

Cada billete gana el primer premio

pujaba un gentío apretujado y burlón, que arrastraba tras de sí bolsas llenas de oro y torcía los hinchados labios en chasquidos de satisfacción; en grasa y gelatina se transformaban los fantasmas de todos los que en la tierra se consumieron en insaciable sed de triunfar en el juego.”

“Entré en un salón, que parecía un templo, cuyas columnas se levantaban hasta el cielo; aquí, sobre un trono de sangre coagulada, estaba sentado un monstruo de cuerpo humano, con cuatro brazos, babeando el horrendo hocico de hiena; el dios de la guerra de primitivas tribus africanas, que, en sus supersticiones, ofrecen víctimas para implorar la victoria sobre el enemigo.”

“Espantado, quise sustraerme a la atmósfera putrefacta que impregnaba el lugar y me precipité fuera. Con gran estupor me encontré frente a un palacio que superaba en magnificencia todo lo visto hasta entonces. Sin embargo, cada piedra, cada cresta del tejado, cada escalón me resultaban extremadamente familiares, como si yo mismo hubiese construido aquel edificio con la imaginación. Cual si fuera innegable señor y dueño de la casa, subí la ancha escalera de mármol y arriba, en la puerta, sobre una placa, estaba mi propio nombre.”

Johann Hermann Obereit

“Entré y me vi a mí mismo, con vestido de púrpura, sentado a una mesa suntuosa, servido por mil esclavas en las que reconocí a todas las mujeres que, a lo largo de mi vida, aun fugazmente, habían arrebatado mis sentidos. Fui presa de un indecible disgusto al reconocer que ése, mi doble, desde que vivía se regodeaba ahí, en la embriaguez y en la orgía. Yo mismo lo había puesto en el mundo y le había regalado algo, cada vez que dejaba escapar de mi alma expectante, deseos y esperanzas; la mágica fuerza de mi yo.”

“Con horror, me di cuenta de que mi vida entera estaba hecha de espera, en todas sus formas, sólo de espera; una especie de irrefrenable desangrarse y que el tiempo dedicado a la percepción del presente se podía calcular en horas.” “Como una pompa de jabón, reventó delante de mí lo que hasta ese momento me había parecido la sustancia de mi vida.”

“Le aseguro que, a pesar de todo lo que se realiza en la tierra, siempre, cada cosa, produce un nuevo aguardar y un nuevo esperar, el universo entero está impregnado del hálito pestilente producido por la muerte de un presente recién nacido.”

“¿Quién no ha probado la enervante fatiga que se encuentra en la sala de espera de un médico, de un abogado, de una oficina administrativa? Y bien, esto que llamamos vida es sólo la sala de espera de la muerte.”

“En ese instante, comprendí, de improviso, qué es el tiempo. Nosotros mismos somos formas producidas por el tiempo, cuerpos que parecen materia y que no son otra cosa que tiempo coagulado. Nuestro cotidiano marchitamos delante de la tumba, qué es, sino reverter el tiempo, ayudados por la espera y por la esperanza; de la misma forma que el hielo, derritiéndose sobre el hogar, se vuelve agua.”

“A medida que se adueñaba de mí este conocimiento, observé que mi doble temblaba y que el terror trastornaba su rostro. Entonces, supe qué tenía que hacer: luchar implacablemente contra los obscenos fantasmas que nos desangran como vampiros.”

“¡Ah! Ellos, estos parásitos de nuestra vida, saben muy bien por qué se mantienen invisibles al hombre y se ocultan a su mirada. No de manera diferente la mayor perfidia del demonio es comportarse como si no existiera. Desde entonces he arrancado para siempre de mi vida el concepto de aguardar o de esperar.”

—Creo, señor Obereit —le contesté, cuando hubo terminado—, que me derrumbaría al dar un solo paso en el tremendo camino que ha elegido. Puedo muy bien imaginar que, a través de un incansable empeño, uno pueda lograr adormecer dentro de sí los sentimientos de la esperanza, sin embargo…

—¡Sólo adormecer! ¡Por dentro el esperar se transforma en vida! ¡Debe cortar el mal desde la raíz! —me interrumpió Obereit—. ¡Ser como un autómata, como un muerto aparente! No trate nunca de aferrar un fruto que lo atraiga, si a él va unida la más mínima esperanza. No mueva una mano y todo le caerá, maduro, en el regazo. Es verdad que, al principio, será como un vagar desconsolado, durante largo tiempo, por un denso desierto sin esperanza. Pero, de pronto, todo se aclarará en torno suyo y verá usted las cosas, las bellas y las feas, bajo una nueva e insospechada luz. Dejará de existir, entonces, para usted, lo importante y lo no importante, quedará inmunizado por la sangre del dragón como Sigfrido, y podrá decir de sí mismo: yo atravieso el infinito mar de una vida eterna con una vela blanca como la nieve.

Éstas fueron las últimas palabras que me dijo Johann Hermann Obereit; nunca más volví a verlo.

Han pasado muchos años. Me he obligado a seguir, lo mejor que he podido, los consejos que Obereit me dio. Pero el aguardar y la esperanza no quieren abandonar mi blando corazón, soy demasiado débil como para arrancar la mala hierba. Tampoco me asombra más, encontrar, muy de vez en cuando, entre las innumerables tumbas de los cementerios, una que lleve la inscripción: