Fuera de su nombre, Hieronymus Radspieller, o de que, desde hacía muchos años, vivía en el castillo en ruinas, casi no sabíamos nada de él. Había alquilado al propietario, un vasco viejo, rudo, siervo sobreviviente y heredero de una noble estirpe, extinguida en la soledad y en la melancolía, un piso entero y lo había hecho habitable con muebles antiguos y de gran valor.
Quien entraba en aquellos cuartos, quedaba asombrado y extrañado después de haber atravesado la maraña de una vegetación salvaje, donde todo parecía inanimado y yerto, donde el gran silencio no era nunca interrumpido por el canto de un pájaro. Sólo de vez en cuando, los lirones decrépitos y aterrados gemían de miedo bajo la violencia del Föhn[1], mientras el lago, como un verde ojo sombrío fijo en el cielo, reflejaba el paisaje de nubes blancas.
Hieronymus Radspieller pasaba casi todo el día en su bote y en las aguas quietas dejaba caer un brillante huevo metálico, sujeto por un fino hilo de seda: una sonda para explorar la profundidad del lago.
Estará al servicio de una sociedad geográfica —suponíamos nosotros—, cuando, por la tarde, de vuelta de nuestras excursiones de pesca, nos demorábamos un par de horas en su biblioteca, que amablemente había puesto a nuestra disposición.
—Supe hoy, casualmente, por la vieja mensajera, que le trae las cartas desde el otro lado del desfiladero, que se dice que Radspieller, en su juventud, fue monje en un convento, que noche tras noche se flagelaba hasta sacarse sangre y que su espalda y sus brazos están llenos de cicatrices —informó Mr. Finch, cuando la conversación recayó otra vez sobre Hieronymus Radspieller—. A propósito, ¿por dónde andará? Deben ser las once pasadas.
—Hay luna llena —dijo Giovanni Braccesco, señalando con su mano marchita, más allá de la ventana abierta, el brillante camino de luz que atravesaba el lago—. Podemos ver su bote, fácilmente, si miramos con atención.
Tras una breve pausa, sentimos subir unos pasos por la escalera, pero era el botánico Eshcuid, que había vuelto muy tarde de su expedición y venía a vernos al cuarto. Traía en la mano una planta de la altura de un hombre con unas espléndidas flores de un azul acerado.
—Sin lugar a dudas, es el ejemplar más grande de esta especie que he encontrado. Jamás habría pensado que el venenoso anapelo pudiese crecer hasta esta altura —dijo con voz afónica, luego de saludarnos con un gesto, y colocó la planta en el alféizar de la ventana, con mucho cuidado y de tal manera que ninguna hoja pudiera estropearse.
“Él está como nosotros”, pensé, y tuve la impresión de que Mr. Finch y Giovanni Braccesco estaban pensando lo mismo. “Un hombre viejo, que vaga desasosegado por el mundo, como quien va en busca de su propia sepultura e, incapaz de encontrarla, recoge plantas que mañana estarán secas. ¿Para qué? ¿Por qué? Ya ni se lo pregunta. Sabe que su quehacer no tiene objeto, como nosotros lo sabemos del nuestro. Pero, lo peor es que estará completamente desmoralizado, sabiendo que todo lo que hace, grande o pequeño, no tiene objeto. Es la misma certidumbre que, también a nosotros, nos ha quebrantado a lo largo de toda la vida. Desde la juventud somos como los moribundos, cuyos dedos inquietos, que no saben de dónde agarrarse, recorren las cobijas, e intuyen que la muerte está en la habitación y que ya no importa si abrimos las manos o cerramos los puños…”
—¿Adónde irán cuando termine la estación de la pesca? —preguntó el botánico, luego de haber contemplado una vez más su planta, viniendo sin apuro a sentarse a nuestra mesa.
Mr. Finch se pasó la mano por la cabeza blanca, jugó con un anzuelo sin levantar los ojos y, cansado, se encogió de hombros.
—No sé —contestó, después de una pausa, Giovanni Braccesco distraídamente, como si la pregunta fuese dirigida a él.
Sin que cambiáramos una palabra, pasó una hora en medio de un silencio plomizo; podía sentir cómo me latía la sangre en la cabeza.
Al fin apareció, en el marco de la puerta, el rostro pálido y lampiño de Radspieller.
Tenía el aire tranquilo y cansado de siempre, mientras, con mano firme, se servía un vaso de vino y brindaba hacia nosotros.
Sin embargo, su presencia había traído un extraño estado de ánimo que, inmediatamente, se nos contagió. Sus ojos, por lo general cansados e indiferentes, cuyas pupilas, insensibles a la luz como en los mielopáticos, ni se contraían ni se dilataban, y que parecían, según afirmaba a menudo Mr. Finch, botones de chaleco de opaca seda gris con un punto negro en el centro, hoy recorrían el cuarto con agitación febril; se deslizaban sobre las paredes y las hileras de libros sin saber dónde posarse. Giovanni Braccesco encontró un tema de conversación, refiriéndose a nuestros raros métodos utilizados para capturar los viejísimos y musgosos siluros, que viven una noche eterna en la impenetrable profundidad del lago. Nunca suben hacia la luz del sol y rechazan cualquier seductora oferta de la naturaleza; aceptan sólo las más raras formas que el pescador pueda imaginar: plateadas láminas relucientes parecidas a manos humanas, que, en la punta de la línea, se retuercen delirantemente o, más bien, murciélagos de vidrio rojo con los pérfidos anzuelos escondidos en las alas.
Hieronymus Radspieller no escuchaba. Advertí que su pensamiento estaba lejos.
De pronto, estalló, como quien, custodiando un secreto peligroso durante mucho tiempo entre los dientes apretados, en un segundo, de golpe, se libera con un grito:
—Hoy, por fin… mi plomada ha llegado al fondo. Lo miramos sin comprender.
Me había sorprendido tanto el tono vibrante que, insólitamente, resonaba en sus palabras, que, durante un rato, sólo a medias me di cuenta de lo que estaba explicando. Estaba hablando de la manera de sondear el fondo del lago. Muchos cientos de brazas, debajo de la superficie, decía, había remolinos que apresaban la sonda, la mantenían en suspenso y no le permitían tocar el fondo sino en afortunadas ocasiones.
Pero, de nuevo, brilló como una luz en su relato, una frase triunfal: “Es el punto más profundo de la tierra que ha sido alcanzado por un instrumento humano.” Tales palabras se grabaron con caracteres de fuego en mi alma, sin que pudiera explicarme el motivo. Un espectral doble sentido resonaba en ellas, como si un ser invisible, dentro suyo, me hubiera hablado por su boca con símbolos secretos.
No podía apartar la mirada del rostro de Radspieller. ¡Tan irreal y fantástico se había vuelto! Si cerraba los ojos un instante, lo veía rodeado de brillantes llamitas azules: “los fuegos de San Elmo de la muerte”, fueron las palabras que se me ocurrieron y tuve que apretar fuertemente los labios, para no gritarlas.
Como en un sueño, cruzaron por mi mente fragmentos de libros escritos por Radspieller, que había leído a ratos perdidos, cada vez más maravillado por su doctrina. Fragmentos ardientes de odio contra la religión, la fe, la esperanza y todo lo que en la Biblia habla de promisión. Es el rechazo, pensaba confusamente, que ha arrojado a su alma, después de una ascética juventud atormentada, del reino místico al terreno; el movimiento pendular del destino que lleva al hombre de la luz a las tinieblas.
Con esfuerzo, me arranqué del paralizante sopor, próximo al sueño que me invadía, y me obligué a escuchar con atención el relato de Radspieller, cuyas primeras frases todavía oía dentro de mí, en un lejano e incomprensible murmullo.
Sostenía el hilo con la sonda entre los dedos, haciéndola girar y, a la luz de la lámpara, despedía resplandores cobrizos, como un collar. Seguía diciendo:
—Ustedes, que son pescadores apasionados, conocen la excitante sensación producida por un imprevisto sacudón del hilo que sólo tiene de largo doscientas brazas; es la señal de que ha picado un pez grande y que, tras un instante, emergerá un monstruo verde, azotando el agua espumosa. Multipliquen esta sensación mil veces y quizá puedan comprender qué sentí dentro de mí, cuando este pedazo de metal me anunció, por fin: he tocado el fondo. Fue como si mi mano hubiese llamado a una puerta… Ha terminado un trabajo, que se prolongó por décadas. —Y agregó despacio, para sí, con voz angustiosa—: ¿Qué haré? ¿Qué haré mañana?
—Es un acontecimiento importante para la ciencia que una sonda haya tocado el punto más profundo de la corteza terrestre —contestó el botánico Eshcuid.
—¡Para la ciencia! ¡Para la ciencia! —repitió Radspieller como ausente, mirándonos a uno tras otro con aire interrogante—. ¡Y, a mí, qué me importa la ciencia! —dejó escapar por fin. Después, de pronto, se levantó.
Recorrió el cuarto un par de veces.
—Para ustedes, la ciencia es un fenómeno marginal, como para mí, distinguido profesor —exclamó, volviéndose de golpe, casi brusco, hacia Eshcuid—. Llámenla por su verdadero nombre: la ciencia es, para nosotros, sólo un pretexto para hacer algo, no importa lo que sea; la vida, la horrible y aterradora vida, que nos ha secado el alma, que nos ha robado nuestra íntima personalidad… y, entonces, para no gritar continuamente nuestra desesperación, corremos detrás de caprichos infantiles… para olvidar lo que hemos perdido. Sólo para olvidar. ¡No tratemos de engañamos!
Nosotros callábamos.
—Pero, nuestros caprichos, creo yo, encierran otro significado —continuó, mientras caía en una incontrolable agitación—. Se me ha ocurrido poco a poco y gradualmente, desde el fondo del alma me lo dice un sutil instinto, que, cada una de las empresas que llevamos a cabo, tiene un segundo significado mágico. No podríamos hacer nada que no fuera mágico. Lo sé perfectamente porque he sondeado casi la mitad de mi vida. Sé, también, qué significa que, a pesar de todo… de todo… de todo, al fin haya tocado el fondo. A través de un largo y fino cable, superando los remolinos profundos he establecido contacto con un reino, donde no penetran los rayos de este sol odioso, cuya mayor diversión consiste en matar de sed a sus hijos. Aparentemente, lo ocurrido hoy es un hecho sin importancia, pero quien sabe ver e interpretar, reconoce en la desdibujada sombra sobre la pared, al ser que está colocado ante la lámpara. —Sonriendo con picardía, agregó—: En dos palabras, les diré qué significado tiene para mí este hecho exterior: he conseguido lo que buscaba. A partir de hoy, estoy inmunizado contra esas serpientes venenosas, que son la fe y la esperanza, capaces sólo de vivir a la luz. Lo supe por los saltos de mi corazón, en el momento en que, alcanzando mi objetivo, la plomada tocó el fondo del lago. Un hecho exterior, sin importancia, ha mostrado su íntimo rostro.
—¿Le ha ocurrido algo tan grave en su vida… en la época, supongo, que vestía la sotana? —preguntó Mr. Finch— ¿que haya herido así su alma? —agregó, bajando la voz, casi como para sí mismo. Radspieller no contestó. Parecía mirar una imagen que hubiera aparecido delante de sus ojos. Después se sentó de nuevo a la mesa, observando, inmóvil, a través de la ventana, la luna brillante y comenzó a contar, casi sin respirar, como un sonámbulo.
—Nunca fui sacerdote, pero desde muy joven un oscuro e irresistible impulso me alejaba de las cosas de la tierra. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba, frente a mis ojos, en una burlona mueca diabólica y montañas, paisajes, agua y cielo, mi propio cuerpo, me parecían los inexorables muros de una cárcel. Probablemente ningún niño sienta nada, cuando la sombra de una nube, pasando delante del sol, cae sobre un prado; yo, en cambio, era presa de un terror que me paralizaba y como si una mano me hubiera arrancado de golpe una venda de los ojos, alcanzaba a ver el secreto universo, lleno de torturas mortales, de millones de minúsculos seres vivos, que odiándose se torturaban, ocultos entre los tallos y las raíces de la hierba.
“Quizá el hecho de que yo viera, ya en esa época, la tierra sólo como una madriguera de asesinos sanguinarios pueda achacarse a una tara hereditaria; mi padre murió presa de un delirio religioso.”
“Poco a poco, mi vida entera se transformó en una continua tortura interior inextinguible. No podía dormir, no podía pensar y día y noche, sin encontrar alivio, estremecidos y temblorosos mis labios formaban la frase de la plegaria: líbranos del mal hasta que, extenuado, me desmayaba.”
“En mis valles hay una secta religiosa llamada Los Hermanos Azules. Cuando uno de ellos siente que va a morir, se hace sepultar vivo. El convento existe todavía. Sobre el portón está grabado en la piedra el escudo: una flor venenosa de cinco pétalos azules; el pétalo superior se parece al capuchón de un monje. Es el Aconitum napellus, el anapelo azul.”
“Era un joven cuando me refugié en la Orden; era un viejo casi, cuando la abandoné.”
“Dentro de los muros del convento hay un jardín, donde florece en el verano, un cantero cargado de esas mortíferas plantas azules, que los monjes regaban con la sangre de las heridas que se hacían autoflagelándose. El que entra en la comunidad debe plantar esta flor, que recibe, como en el bautismo, el nombre del neófito.” “La mía se llamaba Hieronymus y se bebió mi sangre, mientras año tras año me consumía en la vana invocación de un milagro: que el Invisible Jardinero regase también con una sola gota de agua las raíces de mi vida.”
“El sentido simbólico de esta insólita ceremonia del bautismo de sangre es que el hombre debe, mágicamente, plantar su propia alma en el jardín del Paraíso y fecundar su desarrollo con la sangre de sus deseos.”
“Sobre la tumba del fundador de esta ascética secta, el místico cardenal Napellus, dice la leyenda que en una noche de luna llena creció un anapelo azul, hasta alcanzar la altura de un hombre. Estaba todo cubierto de flores y, cuando se abrió el sepulcro, el cadáver había desaparecido.”
“Cuando en otoño las flores se secaban, recogíamos su venenosa semilla, parecida al corazón humano y que, según la secreta tradición de los Hermanos Azules, representa el grano de mostaza de la fe. Está escrito que, quien la posea, podrá mover las montañas… Y entonces la comíamos.”
“Así como su terrible veneno enferma el corazón y lleva a los hombres a un estado entre la vida y la muerte, así, la esencia de la fe debía transformar nuestra sangre; convertirse en fuerza milagrosa en esas horas suspendidas entre el sufrimiento y el éxtasis.”
“Pero, con la sonda de mi conocimiento penetré más hondamente, todavía, en esta maravillosa metáfora; avancé un paso y observé el problema de frente: ¿Qué sucederá en mi sangre, cuando esté verdaderamente impregnada del veneno de la flor azul?”
“Entonces, todo, a mi alrededor, cobró vida, hasta las mismas piedras del camino me gritaron con miles de voces: una y otra vez cuando llegue la primavera, será regada la tierra hasta que brote una nueva planta venenosa, que lleve tu propio nombre.”
“En ese momento arranqué la máscara al vampiro que había alimentado por tanto tiempo y se apoderó de mí un odio infinito e inextinguible. Entré en el jardín y pisoteé la planta, que se había apoderado de mi nombre, Hieronymus, y se había nutrido hasta el hartazgo de mi vida, la pisoteé hasta que sobre la tierra, no quedó nada.”
“Desde entonces, mi existencia pareció llenarse de hechos maravillosos.”
“Esa misma noche tuve una visión: el cardenal Napellus llevaba en la mano, como una especie de cirio ardiente, el acónito azul de las flores de cinco pétalos. Sus facciones eran las de un cadáver, pero los ojos irradiaban una vida indestructible. Creí hallarme delante de mi propio rostro, tanto se me parecía, e, instintivamente, tuve miedo por mi cara, como quien encontrándose de pronto, que una explosión le ha arrancado un brazo, trata todavía de palparlo con la otra mano.”
“Entonces, a escondidas, entré en el refectorio y, embargado por un odio salvaje, forcé el cofre que debía contener las reliquias del santo para destruirlas.”
“Encontré solamente ese mapamundi que ven en el nicho.”
Radspieller se levantó, lo tomó y lo puso sobre la mesa, bajo nuestros ojos y reanudó el relato:
“En mi huida del convento lo llevé conmigo para destruirlo y aniquilar así lo que quedaba del fundador de la secta. Pero después, reflexionando, decidí que el desprecio sería más patente si vendía la reliquia y le regalaba el dinero a una prostituta.”
“Así lo hice en la primera oportunidad.” “Desde entonces he visto pasar muchos años, pero jamás he dejado de buscar la invisible raíz de la hierba maldita por la que la humanidad sufre, para arrancarla de mi corazón. Ya les he dicho, desde el momento en que me he despertado a la verdad, un milagro tras otro ha cruzado mi camino; pero yo he permanecido inquebrantable: ningún fuego fatuo ha sido capaz de atraerme de nuevo a las arenas movedizas.”
“Cuando comencé a reunir objetos antiguos —todo lo que ven en este cuarto se remonta a aquel período—, había algo en ellos que me llevaba a los ritos ocultos de origen gnóstico y al siglo de los camisardos. El mismo anillo de zafiro que llevo en el dedo, extrañamente tiene como emblema un anapelo, el escudo de los monjes azules, y me ha caído por casualidad entre las manos, revisando las mercaderías de un vendedor ambulante; sin embargo, nunca esto me preocupó. Y cuando un buen día, reencontrado en casa, me mandó un amigo de regalo este mapamundi, el mismo que había robado y vendido, la reliquia del cardenal Napellus, no pude menos que reírme a carcajadas por esta pueril amenaza de un necio destino.”
“No, acá arriba, en el aire limpio y sutil de las nieves y de los hielos, el veneno de la fe y de la esperanza no puede alcanzarme; a esta altura el anapelo azul no puede crecer. El proverbio: ‘Quien quiera buscar en la hondura, debe subir a las montañas’, tiene para mí un nuevo sentido.”
“Por eso no vuelvo más a la llanura. Me he curado y aunque me llovieran en el regazo los regalos de todos los mundos angélicos, los tiraría como despreciables baratijas. Siga utilizándose el acónito como venenosa medicina para los enfermos del corazón y para los asténicos, allá abajo, en los valles; yo quiero vivir y morir aquí arriba, en presencia de la ley diamantina de las inmutables necesidades naturales, que ninguna aparición demoníaca puede quebrantar. Seguiré sondeando y sondeando sin objetivo, sin esperas angustiantes, contento como un niño que se complace con un juego, que todavía no ha sido corrompido por la mentira de que la vida tiene un sentido más profundo… Seguiré sondeando y sondeando… pero cada vez que choque contra el fondo, sentiré como un grito triunfal; sólo es la tierra lo que toco otra vez, nada más que la tierra… La misma tierra orgullosa, que rechaza fríamente en el universo la hipócrita luz del sol. La tierra, que por dentro y por fuera permanece fiel a sí misma, como este mapamundi, el último miserable despojo del gran señor cardenal Napellus, que es y permanecerá también por dentro y fuera, una estúpida madera.”
“Y, cada vez, la gran garganta del lago me repetirá que es cierto que sobre la corteza terrestre, activados por el sol, crecen venenos terribles, pero que el interior de la tierra, sus abismos y precipicios son inmunes y las profundidades son puras.”
El rostro excitado de Radspieller, cubierto de manchas, parecía el de un tísico. Una fisura se abrió en el énfasis de su discurso, todo el odio reprimido explotó. Apretó los puños.
—Si me fuese concedido un deseo, quisiera poder sondear con mi plomada hasta el centro de la tierra y poder gritar: ¡Mirad aquí, mirad allá; tierra y nada más que tierra!
Atónitos, alzamos los ojos hacia él, que de pronto, se había callado. Había ido hacia la ventana.
El botánico Eshcuid sacó la lupa, se inclinó sobre el mapamundi y dijo en voz alta, para disimular la penosa impresión dejada por las últimas palabras de Radspieller:
—La reliquia debe ser falsa y, por añadidura, de nuestro siglo; los cinco continentes —señalaba América— están perfectamente marcados sobre el globo.
Aunque la frase tuviese un tono común y desapasionado, fue incapaz de aligerar la atmósfera opresiva que se iba creando a nuestro alrededor y que, segundo a segundo, se agigantaba en una angustiosa amenaza.
De pronto, el cuarto pareció invadido por un perfume dulce y embriagador, como de arraclán o de torvisco.
“Viene del jardín”, estaba por decir, cuando Eshcuid se adelantó a mi trémula tentativa de despertar de esa pesadilla. Pinchó el globo con una aguja y murmuró algo como:
—¡Qué raro! Hasta nuestro lago, un puntito insignificante, se ha indicado sobre el mapa. Pero, en ese momento, se interpuso nuevamente la voz de Radspieller desde la ventana, con un tono de estridente menosprecio:
—¿Por qué no me persigue más, como en otra época, en el sueño y en la vigilia, la imagen de Su Eminencia, el gran cardenal Napellus? En el Codex Nazaraeus, en el libro de la gnosis de los Monjes Azules, escrito alrededor del siglo II antes de Cristo, se profetiza a los neófitos: Aquel que hasta el fin riegue con su sangre la mística planta será acompañado por ella, fielmente, hasta la puerta de la vida eterna; pero, ¡al sacrílego que la arranque, se le aparecerá delante como la muerte y su espíritu vagará fuera, en las tinieblas, hasta que llegue la nueva primavera! ¿Qué significan estas palabras? ¿Acaso están muertas? Yo digo que una predicción milenaria se ha roto conmigo. Por qué no aparece ahora, para que pueda escupirle en la cara, el cardenal Nap…
Un estertor ahogado le arrancó de la boca las últimas silabas. Me di cuenta de que había visto la planta azul, que el botánico, al regresar, había colocado sobre el alféizar de la ventana, y que la observaba. Quise levantarme e ir en su ayuda.
Un grito de Giovanni Braccesco me detuvo.
Bajo la aguja de Eshcuid, el pergamino amarillento del mapamundi se había desprendido, como la máscara de un fruto demasiado maduro y una gran y reluciente esfera de cristal se mostró a nuestros ojos.
En su interior —maravillosa obra de arte—, erguida, armada por un procedimiento incomprensible, la figura de un cardenal con capa y sombrero, sostenía en la mano, entre los dedos, como si fuera un cirio ardiente, una planta con flores de cinco pétalos de un color azul metálico.
Paralizado de terror, penosamente logré volver la cabeza hacia Radspieller.
Los labios blancos, los rasgos cadavéricos, de pie contra la pared, inmóvil como la estatuita en la esfera de cristal, y sosteniendo, también como ella, la flor venenosa en la mano, miraba a través del cristal, el rostro del cardenal.
Sólo el brillo de sus ojos traicionaba en él la vida; pero comprendimos que su alma se había hundido en la noche sin retomo de la locura.
Eshcuid, Mr. Finch, Giovanni Rraccesco y yo nos separamos a la mañana siguiente sin cambiar una palabra, casi sin saludamos; las últimas y angustiosas horas de aquella noche habían sido demasiado elocuentes para cada uno de nosotros, por lo que evitamos todo comentario.
Mucho tiempo he vagabundeado de aquí para allá, solo por el mundo, pero jamás he vuelto a encontrarlos.
Pero un día, después de muchos años mi camino me llevó de nuevo a aquella región; del castillo quedaban en pie los muros y entre las piedras, bajo un sol deslumbrante, una planta al lado de otra, altas como un hombre, relucía un inmenso cantero de flores metálico-azuladas:
el Aconitum napellus.