Un extraño anfitrión
251 d. C.
Su mundo convergía en una sola característica constante: el dolor.
Todo era un intenso dolor, que comenzaba en la parte de atrás de la cabeza y le recorría la mandíbula, el cuello y los hombros. Brotaba en medio de la oscuridad y extendía sus intangibles dedos; con cada punzada martirizante se volvía más intenso, cual cuchillos calientes que le atravesaran la piel lentamente. La agonía se desbocaba, como un caballo encabritado, y luego el abismo oscuro volvía a tragárselo.
Más tarde, el dolor volvió a estar ahí, pero esta vez se consoló en parte al darse cuenta vagamente de que las sensaciones sólo podían ser una señal de esperanza: por lo menos quería decir que seguía vivo. Aun así, el momento creciente de su sufrimiento le daba náuseas y le revolvía el estómago. Para sus ojos, todo era oscuridad salvo algunas chispas de color rojo y blanco que aparecían de vez en cuando en la distancia, se acercaban como meteoritos y luego, con un parpadeo, volvían a esfumarse.
Incluso inmerso en el dolor y la confusión, sabía que éstas no eran luces externas, que sólo existían en su maltratada y torturada mente.
«Mi mente». Se decía una y otra vez que éste era su cuerpo, que sus pensamientos indicaban que seguía vivo. Y había una pregunta más profunda que surgía, tan amenazante como una serpiente venenosa que se irguiera maliciosamente en la oscuridad; él intentaba hacer caso omiso de ella y convencerse de que no importaba; pero el misterio siseaba insidiosamente buscando una respuesta, repitiendo continuamente en sus oídos: «¿Quién soy?».
Sabía que ésta era una pregunta nueva, o por lo menos un nuevo misterio para él. En otro tiempo podría haber dado una larga respuesta sin dificultad, sin dudar. Tenía un pasado, una vida mortal con unos padres, una niñez y… viajes. Había visto mucho mundo como mortal.
¿Por qué, entonces, no podía recordar a la persona que había vivido esa vida, la persona que era?
La pregunta lo asustaba tanto, a su manera, como el dolor angustioso que amenazaba con aniquilarlo. El primer intento de moverse provocó una nueva oleada de agonía que llevó una cascada de bilis a su garganta. Sin prestar atención a las protestas que retumbaban dentro de su cabeza, rodó sobre un costado y vomitó hasta la última papilla sobre un suelo de piedra.
Por alguna razón, este suelo le resultaba familiar. Sabía que estaba en algún espacio interior, por supuesto; el aire viciado y con olor a cerrado daba fe de eso, pero ahora percibía también la sensación de estar bajo tierra, a gran profundidad. No había ninguna pista en el oscuro entorno que le sugiriera esa verdad: era simplemente un hecho que estaba dispuesto a aceptar, lo cual en cierta forma constituía una victoria. Volvió a tenderse en el suelo, respirando con dificultad, y trató de recordar dónde se hallaba. Mientras reflexionaba, el dolor de cabeza le había menguado algo y, antes de que pudiera pensar lo difícil que iba a ser moverse, se había incorporado hasta quedar sentado, con la espalda descansando en una sólida pared de piedra lisa. Desde allí intentó escudriñar la oscuridad.
No había nada que ver.
Sus manos, manos que le resultaban familiares, con dedos hábiles y rápidos, rebuscaron en uno de los saquillos que sabía que tendría colgados de su cinturón. Encontró un pedernal y una daga de hoja corta justo donde los había dejado. También había un poco de yesca, seca y frágil, protegida por una gamuza doblada, así como un trapo aceitoso.
Con movimientos coordinados —y obviamente diestros, aunque no recordaba haber hecho algo así antes— golpeó el pedernal, y parpadeó al ver cómo aparecían deslumbrantes chispas que se desvanecían al instante. Lo intentó de nuevo, y esta vez una chispa cayó en la maraña de yesca y un soplido dirigido con cuidado logró que ésta prendiera. Hizo un nudo con el trapo aceitoso, lo acercó al fuego, y de repente una luz naranja alumbró los confines de la cámára subterránea.
Sintió una punzada de terror.
Una calavera lo miraba. Los oscuros agujeros de sus órbitas parecían más profundos de lo que eran realmente debido al fulgor de la improvisada antorcha; jadeante, retrocedió con dificultad y mantuvo en alto la tela ardiente para no perder de vista la mortal máscara. Sólo cuando consiguió arrastrarse para ocultarse detrás de una esquina, fue capaz de respirar.
Se puso de pie y, consciente de que la tela se consumía rápidamente, empezó a registrar el oscuro pasillo. Encontró enseguida lo que buscaba: un madero untado con creosota que había sido en su día la pata de un escritorio o de una mesa de laboratorio. Cuando envolvió el extremo romo del madero con la tela ardiente, las llamas se propagaron con lentitud por la madera alquitranada y una luz creciente ahuyentó con su brillo la oscuridad.
Sabía que esta llama podía durarle horas y también que le llevaría mucho tiempo salir de allí, aunque, para su gran irritación, seguía sin saber dónde se hallaba; levantó en alto la antorcha y buscó pistas entre las ruinas de su alrededor. Vio mesas volcadas, botellas y frascos rotos, e incluso algunos tomos y pergaminos, pero nada que le resultara siquiera vagamente familar; un escalofrío le recorrió el cuerpo y, dando media vuelta, abandonó el lugar.
Durante un tiempo deambuló por un laberinto de pasillos de piedra, con la sola intención de evitar la amenazadora calavera que tanto lo había asustado al despertar; pero, a pesar del cuidado puesto, al doblar una esquina se vio de nuevo enfrente del rostro sin ojos que lo contemplaba desapasionadamente desde el suelo. La ósea máscara blanquecina lo había asustado cuando se despertó, y había tenido la impresión de que era un objeto peligroso y letal, con un poder que no alcanzaba a comprender. No obstante, al mirarlo bajo la ambarina luz de su antorcha, vio lo que realmente era: un trozo de hueso sin vida, inmóvil sobre el suelo, donde alguien lo había tirado. Se acercó, desterrando el nerviosismo que de nuevo le agarrotaba el estómago. Un mechón de su largo pelo había encontrado el camino de su boca, y masticó de forma inconsciente las puntas de su espesa melena.
—Estás muerto.
Dijo las palabras en voz alta, y el sonido de su propia voz lo reconfortó. Se arrodilló al lado del cráneo y vio una pequeña mancha de color rojo herrumbroso en la parte posterior del hueso. Al advertir que la reseca sangre era mucho más reciente que la calavera, se llevó la mano a la frente en un acto reflejo.
Tocó un chichón, una zona de piel inflamada y una costra donde posiblemente lo habían golpeado y su sangre había fluido por el impacto de algún objeto contundente.
Comprendió entonces que era su propia sangre la que había en la calavera, que el trozo de hueso lo había golpeado en la cabeza y lo había abatido allí, en las profundidades de ese semiderruido lugar. Pero ¿por qué no podía recordar?
—¿Quién soy?
Hizo la pregunta en voz alta, como desafiando a la calavera, a la oscuridad, a los muros de piedra y a cualquier otra cosa que hubiera sido testigo de su agresión y que pudiera ofrecerle la esperanza de una respuesta. Pero, por supuesto, esa respuesta no llegó.
De nuevo las órbitas negras atrajeron su mirada, y supo que la calavera había sido una cosa aterradora; de hecho, poco tiempo antes sí que lo había asustado, y sabía que no era persona que se amedrentara fácilmente. Pero ya no notaba esa amenaza anterior; era como si la calavera fuera una vasija que antes estaba llena de algo peligroso, pero que ahora, quizá por efecto de la fuerza del golpe, había perdido aquello que la volvía peligrosa y no era más que una cabeza descarnada como un histriónico recuerdo.
Dio la espalda a la calavera y echó a andar con más decisión. Enseguida encontró los restos de hierro de una vieja escalera y, casi sin detenerse, emprendió lo que ya sabía que era un largo ascenso. Subía sin parar, sujetando la antorcha con una mano excepto durante los tramos más difíciles del ascenso, en los cuales sujetaba la parte fina y apagada del madero entre los dientes para poder usar ambas manos durante la escalada.
Se detuvo una vez, asustado por un ruido lejano. Escuchó con atención y oyó un golpeteo acompasado, como el latido de un corazón. Mientras intentaba localizar el origen del sonido, vio de repente una imagen: una piedra verde, con luces rojas brillantes en su interior latiendo al ritmo de un pulso misterioso.
De nuevo tuvo que contener un escalofrío; sabía sin entenderlo que el miedo era una sensación extraña para él.
Tras ascender la escalera de hierro se encontró con más pasillos, y vio una habitación en la que había agua; paró allí, bebió con deleite, y se tomó el tiempo necesario para rellenar los dos odres que llevaba. Sabía que más allá de ese ruinoso laberinto el agua sería escasa.
Pero ¿por qué no sabía dónde estaba?
Finalmente logró salir al exterior bajo un cielo azul apagado, justo después de ponerse el sol. No lo sorprendió ver la altura de la mole que tenía tras de sí, ni que tuviera la forma casi perfecta de un cráneo. Ahora ya sabía que aquel lugar era el Monte de la Calavera.
Y entonces tuvo la vívida impresión de que la calavera que había dejado en el fondo de la cueva penetraba en su mente. Contempló esas órbitas negras y vacías, y tembló al pensar que seguían observándolo.
«Pero ¿quién soy?», pensó.
Encontró la respuesta cuando se echó en una zanja para descansar. Bajo la menguante luz del día sacó el contenido de su hato: allí estaba la cecina, cuyo sabor recordaba perfectamente pero cuyo origen ignoraba por completo, y una capa de piel suave que le sería útil en una noche más fría que aquélla.
Encontró también un tubo para pergaminos hecho de marfil, sin duda uno de sus tesoros más preciados. Dentro del cilíndrico estuche halló varios mapas y pergaminos con extraños símbolos y notas ininteligibles escritos en ellos.
En la parte superior de varias de las hojas se veían dos palabras: Emilo Mochila. Cogiendo un palo, copió los trazos en la arena y reconoció que las palabras del pergamino habían sido escritas por su propia mano.
—Mi nombre es Emilo Mochila —declaró, como si, al pronunciar las palabras, la verdad se hiciera más evidente.
Pero seguía sin saber cómo había llegado allí ni dónde estaban sus otros recuerdos.