El Monte de la Calavera
251 d. C.
Tercer Adamachtis del mes de Dryanvil
—¡Ahí está! Ya te dije que parecía una calavera —dijo Emilo Mochila—. ¿No te preguntas cómo es que adquirió esa forma?
Gantor se inclinó hacia atrás para recorrer con la mirada la irregular superficie de la montaña. Observó las órbitas y la boca, abiertas en forma de enormes y oscuras cuevas; el rostro tenía un aspecto realmente cadavérico, y tan realista que podría haber sido el trabajo de algún gigantesco escultor.
—Lo haría —dijo amistosamente el theiwar—, si no hubiera oído hablar mucho sobre este lugar y de cómo se hizo. Sirve como monumento a diez mil enanos que perecieron aquí y es un ominoso recordatorio del mago loco que los llevó a su perdición.
—¿De verdad? Parece un relato estupendo. ¿Por qué no me lo cuentas? Por favor. —El kender daba pequeños saltitos al lado del theiwar, pero Gantor lo alejó con la mano.
—No es momento para historias; luego te la relataré. Ahora creo que debemos entrar, antes de que salga el sol.
Habían avanzado lentamente hasta que se acabaron las horas de oscuridad; el kender no paraba de decir que podía ver la pálida mole de la montaña elevándose contra el oscuro cielo. Esta había sido la primera señal para Gantor de que las criaturas del mundo exterior podían ver mucho más lejos que los enanos theiwars; por supuesto que él, como habitante de las montañas, habría podido ver todos los detalles del rostro de su compañero aun en una noche sin luna. Era evidente que, por su parte, sus ojos veían mucho mejor en la oscuridad; de hecho, distinguía nítidamente el suelo a sus pies, e incluso una vez había visto un barranco justo antes de que el kender cayera en él.
Sin interrumpir un solo segundo su conversación, que consistía en interminables relatos de extravagantes historias de aventuras y vagabundeos, Emilo había bajado por un lado del barranco y subido por el otro. Aunque entumecido y cansado, Gantor lo había seguido, analizando en silencio las diferencias entre los theiwars y los kenders, no sólo en lo relativo a sus sentidos sino también en su equilibrio y en sus movimientos.
Ahora, cuando estaban en la base del inmenso macizo de piedra blanca, Gantor no necesitaba la creciente luz del alba para distinguir las facciones de la calavera o el enorme agujero abierto —la «boca»—, que le ofrecía protección de la inminente luz diurna.
—Bueno, esto es —anunció Emilo, con la respiración entrecortada—, aunque no estoy seguro de que debamos entrar; de hecho estoy casi convencido de que podremos encontrar agua por aquí fuera, si la buscamos bien. Ahora que lo pienso, probablemente sea incluso mejor la de aquí fuera; no sé si lo notaste, al estar tan sediento como estabas, pero la que te di antes la cogí ahí dentro y era algo amarga.
—Voy a entrar —dijo Gantor encogiéndose de hombros. Poco le importaba si el kender lo acompañaba o no siempre que hubiera posibilidad de sombra y de agua. Pero luego lo pensó mejor. Sin duda el kender ya conocía la cueva, que, por cierto, parecía muy grande, y tal vez el agua no fuera fácil de encontrar.
Además, aunque el enano no lo hubiera admitido de forma consciente, había otra razón por la que deseaba la compañía de Emilo Mochila. Quizás era el aspecto amenazador de la montaña, pero había algo desagradable y tétrico en aquel lugar. Gantor no quería entrar solo, porque en realidad estaba asustado.
—¿Por qué no me acompañas? —preguntó—. Puedes mostrarme dónde está el agua y además acabar de contarme esa historia acerca de tu primo Whippersink y el gran rubí que encontró en… ¿Dónde dices que fue?
—En Sanction —suspiró exasperado Emilo—. No te estás enterando de nada. Para empezar, era mi tío, el tío Sipperwink. Te dije que su madre era la hermana mayor de mi abuela. ¿O era su hermana menor? Bueno, no recuerdo bien cuál; además, era una esmeralda y no un rubí lo que encontró en Sanction. Y fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, ya sabes, como en los días en los que no había dioses, antes del Cataclismo.
—Siento tener que decirte que de nuevo he perdido el hilo —dijo Gantor—, pero ¿por qué no buscamos el agua, nos ponemos cómodos y entonces me lo cuentas?
—Ni siquiera estoy seguro de que lo quieras oír —contestó Emilo, un poco irritado.
—Bueno, entonces te contaré yo una historia. Te puedo hablar acerca del Monte de la Calavera.
—Eso sí que me apetece —aceptó alegremente el kender—. Vale. Es por aquí.
Emilo subió por la ladera que ascendía hacia la enorme caverna; aun desde tan corta distancia, la entrada seguía pareciendo unas enormes fauces prestas a devorar a cualquier despistado que se acercara por allí. Un camino liso y sinuoso conducía a la oscura y siniestra cueva.
El enano pasó bajo el elevado arco de la entrada, y disfrutó de inmediato de la frescura del sombreado pasadizo interior. El ambiente era más seco que en Thorbardin, pero, por primera vez desde que lo habían desterrado, Gantor Espadanegra tuvo la sensación de estar en un lugar que se encontraba total e irrevocablemente bajo tierra. El aire tenía un sabor puro y bueno en cada respiración, y los enormes ojos pálidos del theiwar no tenían ninguna dificultad para ver incluso en los rincones más oscuros de la gran cueva llena de escombros y de basura.
Sobre su cabeza, grandes estalactitas apuntaban hacia abajo como los enormes colmillos de una boca sobrenatural, y por todo el suelo había grandes rocas en montones dispersos; en la mayoría de ellas se apreciaban grietas irregulares y bordes filosos, prueba evidente del origen violento de la caverna y de la veracidad de las historias que siempre había oído acerca de ella.
—Probemos por aquí. Creo que el camino estaba en esta dirección —sugirió el kender.
—¿Cómo? ¿No te acuerdas? —gruñó el enano, indignado, sintiendo crecer su recelo—. ¿Cómo puedes olvidar algo así?
—No lo he olvidado: me acuerdo bien. —El tono de Emilo mostraba que había herido sus sentimientos—. Es por aquí, estoy seguro; bueno, casi seguro del todo.
Emprendió de nuevo el camino antes de que el theiwar pudiera protestar. Caminaron durante casi una hora, sin rumbo fijo; el kender fue escogiendo al azar entre uno y otro pasadizo hasta que llegaron a una pequeña estancia circular con un estanque de aguas tranquilas en el centro. Los dos exploradores habían bajado por un pasillo empinado excavado en la piedra, tal vez una antigua escalera ya que, bajo los escombros y la grava que cubrían el suelo, se distinguían aún algunos peldaños. Gantor Espadanegra se preguntó cómo habría hecho el kender para encontrar el camino en la oscuridad casi total, ya que cada dos por tres Emilo tropezaba con rocas u otros obstáculos que se hallaban claramente en medio del camino para los penetrantes ojos del enano. Pensó que quizá se había guiado por el sonido. En efecto, en la cámara se percibía un sonido como de un chorrito de agua, lo que hacía pensar que el estanque estaba sometido a alguna forma de flujo; aun así, la superficie era lisa como un espejo, sin olas ni ondulaciones, como si hubiera estado esperando allí durante siglo y medio con el único propósito de saciar la sed de estos viajeros agotados.
—¿Por qué siglo y medio? —preguntó Emilo después de que Gantor hubo saciado su sed, eructado y dicho en voz alta su suposición.
—Porque ése es el tiempo que lleva aquí este lugar en su forma actual, como el Monte de la Calavera. —Habiendo calmado la sed, el enano se sintió generoso y decidió conceder al kender el privilegio de oír la historia que era el legado de todos los enanos nacidos bajo la montaña de Thorbardin. El desterrado theiwar señaló levemente hacia el macizo que tenían sobre sus cabezas. Estaba de buen humor y había decidido dejar vivir al kender… por el momento.
—¿Qué fue antes de esto? —Emilo se había sentado cerca de él y lo miraba atentamente con la barbilla apoyada en la mano, pendiente de cada una de sus palabras.
—Esto no era una montaña sino una torre enorme, una fortaleza llamada Zhaman. Era un lugar de magos. Nosotros, los enanos, no veníamos por aquí. Incluso los elfos —Gantor pronunció la palabra como si se tratara de una maldición— se conformaban con quedarse en Pax Tharkas. Tanto ellos como nosotros los enanos, y los humanos, renunciamos a la fortaleza de Zhaman para dejársela a los magos y otros de su índole.
—Pero ¿por qué querría alguien venir aquí, al centro del desierto? Quiero decir alguien que no sea un kender con necesidad de ver cómo es —preguntó Emilo con seriedad.
—Bueno, hay una cosa que sé: entonces no era un desierto. Estas tierras áridas e inútiles eran una de las regiones más fértiles del reino de Thorbardin, y las cultivaban los Enanos de las Colinas. Traían la comida para trocarla con los Enanos de las Montañas a cambio de productos elaborados, sobre todo de acero, que ellos no podían fabricar por sí mismos, ya fuera por incapacidad o por pereza.
Emilo asintió, se llevó la punta de la coleta a la boca y empezó a masticarla con aire distraído y mirada ausente; Gantor supo que estaba intentando visualizar la escena tal y como la describía él.
—Y sin duda habría continuado siendo así si no llega a ser porque apareció en escena uno de los seres más malvados de la historia de Ansalon desde los días de Paladine y la Reina de la Oscuridad. —El enano escupió para enfatizar la verdad de sus palabras.
Mientras maldecía y gruñía acerca de los dioses, Gantor habló con total sinceridad. En efecto, los enanos oscuros difieren de la mayoría de los otros clanes en que repudian por igual a ambas deidades. Para los súbditos del thane Realgar cualquier dios que no fuera el propio Reorx era un sinvergüenza entrometido, y ningún miembro del clan que se preciara podría ser convencido de otra cosa.
—¡Fistandantilus! Fue él quien persuadió a los Enanos de las Colinas de que nosotros los de las Montañas los habíamos engañado. Quede claro que los hylars no me caen nada bien; en su mayor parte son unos fariseos rígidos y remilgados, pero acertaron plenamente cuando decidieron cerrar las puertas a cal y canto. Nosotros no tuvimos más remedio que dejar que los Enanos de las Colinas se buscasen la vida fuera. No hay sitio dentro de la montaña para todos. No lo había, y nunca lo habrá —dijo Gantor con firmeza.
—¿Y entonces fue cuando sobrevino el Cataclismo? —preguntó Emilo, ansioso de que su compañero continuase su narración.
—No. Eso fue cien años antes. Te hablo de después del Cataclismo, cuando las inundaciones y el hambre barrieron el mundo, y los Enanos de las Colinas vinieron implorando ayuda. Olvidaron que años antes ellos nos habían repudiado a los de las Montañas porque querían mezclarse con otras gentes del mundo. —Gantor sintió un escalofrío sólo con pensar en ello, ya que su exilio lo había convencido de que la ancestral separación era una división fundamental para el ulterior modo de ser de los enanos.
—¿Pero entonces quisieron volver a entrar en la montaña? —insistió el kender.
—Sí. Pero los hylars y el resto de nosotros los rechazamos, los obligamos a retirarse hasta Pax Tharkas y les dijimos que no se les ocurriera volver. Entonces fueron a buscar a ese mago y a un montón de guerreros humanos.
—Y el mago ese… ¿era Fistandantilus?
—¿Y quién hubiera imaginado que él solo podría reunir un ejército como ése? Se reunieron en la llanura que rodeaba Zhaman, y se prepararon para avanzar sobre la Puerta Norte. Por aquel entonces, la Puerta Norte seguía estando allí, por supuesto. Así que salimos, y la sangre de los enanos fue derramada por todo el valle. Los theiwars cubrían el flanco izquierdo y su ataque estaba haciendo retroceder a los Enanos de las Colinas hacia la tierra de los elfos…
—¿Y el mago? ¿Usó la magia? ¿Voló? —interrumpió Emilo, emocionado.
—Bueno, ésa fue una de las cosas extrañas de aquellos momentos. Parece que no estaba allí, que no participó en la batalla. En vez de eso, vino hasta aquí… bueno, a Zhaman, la torre que estaba aquí.
—Entonces ¿vosotros, los Enanos de las Montañas, ganasteis la batalla?
—Lo habríamos hecho —dijo Gantor enfadado—, si no hubiera sido por el maldito mago. Como intentaba decirte, vino aquí y realizó algún tipo de hechizo que hizo saltar todo el lugar por los aires, en mil pedazos, incluyendo a mi padre y otros theiwars que estaban situados en primera línea.
—Eso es terrible. —Emilo parecía realmente apesadumbrado.
—¡Bah! Era un sinvergüenza y un ladrón. Me quedé con su alcoba, y fui el primero en elegir entre los tesoros familiares. —Gantor emitió una risa ahogada al ver la expresión de escándalo en el rostro del kender, y luego se inclinó de nuevo hacia adelante para beber ruidosamente un poco de agua del estanque.
—¿Murió también Fistandantilus? —preguntó Emilo, que estudiaba las paredes de la redonda gruta.
—Sí. Todo el mundo sabe eso.
—Parece que hay zonas de este lugar que se libraron del destrozo —observó el kender.
—No sé de qué hablas —replicó el enano oscuro; apuntó al otro lado de la cámara, donde se veían trozos de columnas de piedra desperdigados por el suelo. Una enorme grieta, tan quebrada como la luz de un relámpago, recorría la pared de arriba abajo—. ¿Acaso no ves eso, eh?
—Sí. Claro que sí —dijo rápidamente Emilo—, pero aquí debajo encontré un montón de túneles. Incluso un lugar en el que hay una piedra preciosa… —La voz del kender fue menguando, y el hombrecillo se estremeció.
—¿Piedra preciosa? —Gantor se quedó inmóvil y contempló a su compañero con ojos chispeantes.
—¿Qué? Ah, sí. Tenía una belleza singular. Quizá me la hubiera llevado si no hubiera sido por…
—¿Dónde está? —El enano hizo oídos sordos al resto de la explicación de Emilo. Su mente había vuelto a despertar, y un cúmulo de imágenes desfilaron por ella. Su fantasía se desbocó, y se representó montones y montones de brillantes piedras rojas, verdes, azules y de todos los colores del arco iris. De repente su fatiga y su desesperación habían desaparecido, barridas por la codicia.
Su siguiente idea fue tan rápida como instintiva: este kender era un peligro, una amenaza para el tesoro que pertenecía por derecho propio a Gantor. Debía morir.
Solamente cuando el enano comenzó a calcular cuál era la forma más expeditiva de despachar a su compañero se dio cuenta de la cruda realidad. La inexorable verdad de que no se puede sacar información de un testigo muerto lo forzó a admitir que Emilo Mochila seguía siendo más útil vivo que muerto.
—¿Dónde estaba esa joya? —preguntó, procurando que su voz sonara indiferente—. ¿Lejos de aquí? —Carraspeó y escupió hacia un lado para que pareciera que su interés era meramente casual.
—Bueno, a decir verdad, está bastante más abajo. —De nuevo Emilo mostraba signos de inquietud—. A la vista no era gran cosa, como si estuviera desgastada y todo eso. Además había algo… algo que no me gustó nada.
—¡Llévame allí! —Gantor no quería oír excusas.
—Bueno, si eso es lo que quieres. Pero ¿no te parece que deberíamos descansar durante un…?
—¡Ahora! —lo interrumpió el theiwar enfadado, lleno de sospechas por la renuencia del kender—. En cuanto yo me quedase dormido tú irías a buscar el tesoro para apropiarte de todo.
—¿Qué? No haría eso. Ni siquiera lo quiero; ya no, por lo menos. Bueno, te llevaré ahora si tanto te preocupa, pero luego no me digas que no te avisé.
Farfullando acerca de la gente insistente y maleducada, el kender se puso de pie y salió de la cámara en la que había descubierto el estanque de agua. Pasaron entre un laberinto de muros derrumbados y techos caídos, pero el enano alcanzaba a distinguir claramente que aquello había sido antaño una estructura de grandes pasillos y anchas y curvas escaleras. Los dos aventureros avanzaron cuidadosamente entre las ruinas, aunque en algunas intersecciones Emilo parecía adivinar más que recordar cuál era el camino que debía seguir. Finalmente el kender llegó a un gran pozo, un agujero negro cuyo fondo se perdía más allá de los límites de la visión nocturna del enano.
—Esto debía de ser el pozo central —comentó Emilo. Si aún seguía resentido por las perentorias exigencias del enano, no había vestigio de ello en la voz; por el contrario, se mostraba tan charlatán y conversador como siempre—. Fíjate: asciende a través del techo además de seguir hacia abajo.
En efecto, Gantor vio un círculo oscuro en la bóveda que se alzaba sobre ellos. Una maraña de largos cables conectaba el agujero superior con el pozo del suelo. Cuando el theiwar se arrimó para verlo mejor, se dio cuenta de que eran los oxidados restos de una escalera de acero que antaño recorría el hueco central de la gran torre de Zhaman; ahora esa misma escalera le ofrecía una ruta de entrada al corazón mismo del Monte de la Calavera.
—Por ahí bajé antes —explicó Emilo, uniéndose al enano—. Hay que agarrarse muy bien, y hay sitios en los que el metal se balancea de aquí para allá, pero tiene solidez suficiente para soportarnos.
Gantor parpadeó y miró fijamente al kender.
—¿Cómo sé que no intentas matarme?
—¿Quieres que baje yo primero? —ofreció Emilo, que se encogió de hombros y se agarró a un resto oxidado del pasamanos.
—Ni lo intentes —dijo Gantor propinándole un manotazo; asió la barandilla y apoyó el pie en el primer escalón, el cual era una pequeña malla de barras de hierro anclada sólidamente a la firme base de piedra de la fortaleza.
Al instante se oyó un chirrido y después el ruido metálico de chatarra al caer golpeando a su paso los restos de la escalera. El theiwar gritó y se agarró a la barandilla con ambas manos cuando sintió que toda la estructura se movía hacia afuera; el agujero parecía abrirse bajo él como una inmensa boca insaciable, eternamente hambrienta. Gantor continuó encaramado en su precario asidero cimbreante mientras seguían desprendiéndose trozos de metal que se precipitaban, repiqueteantes, al fondo en una caída que no parecía tener fin.
—Agárrate —dijo Emilo, ofreciéndole una mano. Él se puso también sobre la plataforma, describió un arco en el aire agarrado a la barandilla y fue a parar a otro tramo intacto de escalera, un buen trecho más abajo—. Sólo tienes que hacerlo así.
—¡Lo haré como mejor me parezca! —replicó fieramente Gantor, que se movía centímetro a centímetro y sufría cada vez que pisaba en falso. Por fin llegó hasta donde estaba el kender, pero esta vez ya no dio un manotazo a la mano que lo agarró de la cintura y lo sujetó para que no cayera.
—Vamos —dijo alegremente Emilo, que siguió bajando a la carrera.
—¡Espera! —El theiwar lo siguió tan rápido como pudo, y su humor fue agriándose más en cada oportunidad en que se quedaba colgado o debía hacer un escalofriante salto en la oscuridad. La boca del pozo se perdió rápidamente de vista a medida que descendían por el hueco de piedra; el kender iba siempre delante, salvando grandes espacios con la misma despreocupación con que habría caminado en tierra firme.
De repente el enano se paró, atenazado por una nueva sospecha. Se agarró con firmeza al metal y miró fijamente al kender, que estaba ya bastante más abajo.
—¿Por qué no te asusta bajar por aquí? ¿No sabes que cualquier paso en falso podría hacerte caer y que te rompieras el cuello?
—¡Oh, no! Nosotros los kenders no nos asustamos por casi nada. —Emilo hizo un gesto de desprecio con la mano haciendo caso omiso del abismo que se abría bajo él—. Tal y como yo lo veo, si me va a pasar, ocurrirá de todas formas; luego, ¿para qué preocuparme?
—¡Eso es una locura! —Rezongando, el enano siguió tras el kender e intentó imaginar de nuevo el tesoro que antes había surgido tan seductoramente en su mente, pero otro pensamiento más profundo lo distrajo.
»¿Qué querías contarme antes, cuando me dijiste que había algo que te preocupaba? —Gantor recordaba el nerviosismo, incluso el miedo de Emilo cuando había hablado por primera vez de la joya—. ¿No dices que a los kenders no os asusta nada?
—¿A qué te refieres? Ah, ya me acuerdo. —La voz de Emilo se atenuó—. ¿Quieres decir allá abajo, donde está la joya? —Gantor asintió en silencio—. Bueno, es que allí abajo había una calavera, en el suelo, justo al lado de la joya. Me puso la carne de gallina. En el momento en que pensé llevarme la bonita gema conmigo, tuve la sensación de que los tenebrosos ojos de la calavera me miraban, y decidí dejar allí la joya y salir cuanto antes.
El theiwar resopló con desprecio; ante sí tenía a una persona que carecía del suficiente sentido común para preocuparse por una caída al abismo que podía romperle todos los huesos del cuerpo, pero se asustaba por un pobre cráneo.
Con renovada satisfacción, el enano se esforzó por continuar. Seguía blasfemando con frecuencia, y su furia ante la facilidad de movimientos del kender se tornó en fría determinación, avivada por su antipatía instintiva hacia todo aquel que no fuera un miembro del clan theiwar. Y en este caso ni siquiera se trataba de un Enano de las Montañas. Lo que sí tenía claro era que, en cuanto Emilo le mostrara dónde estaba la joya, el kender debía morir.
Al cabo apareció en la oscuridad una plataforma inferior, y Cantor suspiró aliviado al creer que había concluido el interminable descenso; pero enseguida vio que quedaba otro desafiante tramo que recorrer ya que había una sección deformada de la escalera en espiral que colgaba del techo de un gran pasillo y que, suspendida en el espacio, formaba una débil conexión con el suelo de piedra de abajo.
Emilo bajaba como un mono por la maraña de vigas, barandillas y peldaños, pero incluso el ligero peso del kender era suficiente para hacer girar lentamente la estructura metálica, y el enano puso mala cara al ver que un solo perno, un solo contacto de acero anclado a la piedra del cilíndrico pozo parecía sujetar todo el tramo de metal. Un chirrido agudo recorrió el aire, y Gantor se imaginó cómo cedía el perno llevando al kender a su muerte envuelto en la maraña metálica.
Claro que la muerte de su compañero hubiera sido poco conveniente para el desterrado theiwar ya que el kender era el único que sabía dónde estaba la joya. Seguro que si se quedaba solo sería capaz de encontrar la piedra, pero lo más importante era que la caída del tramo cortaría la vía de acceso a un tesoro que Gantor deseaba ahora más que nunca.
—¡Es fácil! —gritó Emilo, y el eco agudo «fácil, fácil, fácil» que resonó pareció burlarse de la vacilación del enano—. Salta por allí y bajas agarrado a la barra.
—¡Espera! —gruñó Gantor. Sacó su pequeña hacha y la giró para poder golpear el perno con la parte roma, a fin de que volviera a entrar en su hueco, a sabiendas de que el agujero en la piedra era sólido y el metal de la sujeción estaba fuerte y sin oxidar.
Sólo entonces se aventuró sobre el armazón. Sintió un vacío en el estómago al moverse las vigas y los travesaños, y de nuevo se oyó un chirrido metálico, pero la masa se zarandeó menos que durante el descenso de Emilo. Apretando los dientes, el enano bajó el resto del camino, y cuando por fin pisó tierra firme se balanceó suavemente hacia adelante y hacia atrás mirando intensamente a su alrededor; sus grandes ojos pálidos estaban muy abiertos, absorbiendo las sombras para luego posarse en la figura del kender.
—Bueno, esto nos ha llevado un rato —dijo Emilo con un leve tono de amargura—. Es por aquí.
De nuevo Gantor tuvo que reprimir su instinto asesino al ver que los restos de estancias y pasillos que los rodeaban conformaban un laberinto bastante extenso, pero ahora el kender parecía estar bastante seguro de hacia dónde debía dirigirse ya que Emilo avanzó resuelto por uno de los pasillos, esquivando con destreza las grandes rocas que habían caído del techo. A juzgar por la cantidad de polvo que se había depositado sobre los escombros, el lugar casi no había sido visitado desde la brutal explosión que había transformado la fortaleza de Zhaman en el Monte de la Calavera.
Empezó a descender de nuevo, siguiendo al kender por un nuevo tramo de escalera, ésta sólida, cincelada en piedra, y por una serie de pasillos esculpidos en la roca original de los cimientos de la fortaleza. Gantor reconoció el trabajo de los enanos, y sintió un cierto orgullo racial al ver que la mayoría de las escaleras estaban casi intactas.
Finalmente llegaron a un laberinto de pequeñas habitaciones. A pesar de los cascotes y el polvo, Gantor advirtió que estas cámaras se habían decorado con bastante más atención al detalle que cualquiera de los pasillos de piedra restantes de la construcción. Los suelos habían estado cubiertos de alfombras, de las que sólo quedaba ahora una capa de restos enmohecidos. El olor a descomposición era muy intenso, y se veían marcos y vigas de madera seca como la yesca en cada una de las direcciones en las que el theiwar divisaba pasillos.
—Es por aquí —dijo el kender—. Si es que sigues estando seguro de querer…
—No intentes dar marcha atrás. —A Gantor le zumbaba la cabeza al pensar en la presencia del tesoro, que intuía ya cercano. Aspiró por la nariz, y un olor casi tangible pareció mostrarle la pista de las riquezas. De forma inconsciente sus dedos se cerraron sobre el mango de su cuchillo.
Atravesaron varias estancias más, y el theiwar reparó en que había mesas, sobre las que reposaban botellas y frascos así como tomos encuadernados que, aunque cubiertos de polvo, no habían sido presa de la putrefacción y los hongos que habían descompuesto los objetos de madera y de tela.
—Es allí mismo —indicó Emilo, parando de repente y apuntando con un dedo hacia un arco sombreado—. Entra tú si quieres. Creo que yo esperaré aquí a que…
—Oh no, de eso nada. —Las sospechas de Gantor, siempre a flor de piel, se apoderaron de él por completo; dio un empujón al kender y, haciendo caso omiso de su grito de protesta, entró tras él en una pequeña habitación, que en realidad no era tal, sino un pasillo que parecía continuar hasta terminar en un liso muro de piedra. Al principio el enano estaba convencido de haber sido víctima de un engaño, pero cuando miró al kender se dio cuenta de que Emilo no le prestaba atención sino que tenía los ojos fijos en un objeto situado cerca de la base del vacío muro.
Gantor siguió la dirección de su mirada y se quedó boquiabierto al contemplar la calavera sin ojos que yacía en el suelo, con sus enormes órbitas apuntadas hacia él. Era sólo un hueso blanco, idéntico en su aspecto, a cualquiera de los cientos de calaveras que pudiera haber visto el enano, pero sin duda había algo desconcertante y que infundía temor en aquel objeto morboso. La calavera no se movía, ni había la más mínima iluminación a su alrededor; ni siquiera emitía ruido alguno que el enano pudiera percibir. Pero era incapaz de librarse de la sensación de que lo observaba, al acecho, esperando.
Dio lentamente un paso hacia atrás con los ojos clavados aún en el trozo de hueso; de hecho, el rostro descarnado lo había distraído tanto que tardó varios minutos en mirar al otro objeto que reposaba sobre el liso suelo.
—¡La joya! —exclamó, mirando de repente hacia un lado del cráneo. Se acercó despacio y se arrodilló, pero todavía no hizo intención de tocar la gema.
Una cadena de oro, que seguía brillando entre el polvo del suelo, le indicaba que el objeto había ido colgado al cuello de alguien. Una filigrana de fino hilo dorado engastaba una única piedra, una gema de color verde pálido que no se parecía a nada que Gantor hubiera visto antes.
No necesitaba identificar la pieza para saber que era extremadamente valiosa. Según su experiencia, se trataba de un objeto sin par, y esa experiencia incluía muchos encuentros con piedras preciosas de diversos tipos y colores; y entonces fue cuando lo supo, reavivado el recuerdo al pensar en varias piedras sueltas de un tipo que no había visto en muchas décadas.
—¡Es un heliotropo! —dijo bruscamente. Su voz estaba cargada de codicia. Extendió la mano, cogió la cadena y se la envolvió en la muñeca para levantar la gema a la altura de sus ojos—. Se pueden ver líneas de rojo mego, el mismo color de la sangre fresca, ahí, justo bajo la superficie.
La avaricia llenó el cruel corazón del theiwar cuando comprendió que estaba sujetando el objeto más preciado que jamás había visto.
—Quizá quieras verla a la luz del sol —dijo Emilo acercándose a la puerta—. Es por aquí.
Pero Gantor no lo escuchaba. Miraba a la piedra, convencido de que había visto un parpadeo luminoso, ráfagas de ardiente luz carmesí dentro de la gema. La vibración era débil, pero visible para sus avezados ojos.
—Eh, Gantor, ¿podemos irnos ya? —preguntó Emilo.
El enano giró la cabeza y vio que el kender le había dado la espalda para mirar con ansia hacia el pasillo exterior. El theiwar resopló con desprecio al advertir que el pequeñajo seguía estando nervioso, inexplicablemente preocupado por su presencia allí.
Y, finalmente, el enano recordó su otra intención, la determinación de no dejar testigos, nadie que supiera dónde había encontrado el tesoro ni conociera su misma existencia o su posesión por el theiwar.
La cara de Gantor estaba contraída por una mueca perversa cuando blandió su cuchillo, pero entonces sus ojos se fijaron en la calavera, el objeto que el kender había encontrado tan atemorizador. Divertido por la ironía, el theiwar guardó el arma y se agachó para coger el cráneo.
—¿Qué haces? —preguntó Emilo, mientras se volvía; sus ojos se abrieron como platos al ver que el enano levantaba la calavera sobre su cabeza.
—Se llama asesinato —contestó Gantor Espadanegra y bajó con furia el trozo de hueso; el cráneo se estrelló en la cabeza de Emilo, justo entre los ojos, con un crujido que lo llenó de satisfacción. Sin emitir ruido alguno, el kender cayó, rodó y quedó inmóvil. El enano dejó la calavera sobre la espalda del kender. Luego, sujetando el tesoro contra su pecho, salió rápidamente de la habitación e inició el regreso al mundo exterior.