Gantor Espadanegra
251 d. C.
Tercer Mithrik del mes de Dryanvil
El enano llevaba semanas vagando sin rumbo, un período de tiempo que parecía durar años en su torturada mente. Las llanuras de Dergoth eran un paisaje devastado, roto; a su alrededor, todo estaba seco, abrasado, convertido en un desierto por el intenso sol veraniego. El enano no tenía destino, pero seguía avanzando con paso pesado; dejaba tras de sí las pisadas de sus botas como la huella de una serpiente sin rumbo y así marcaba el camino en el polvo y la arenilla que recubrían la tierra dura, reseca.
Como había hecho ya tantas veces desde el principio de su exilio, se dio la vuelta, miró con ojos desorbitados hacia el horizonte y vio el gran macizo de las altas Kharolis que se elevaban al cielo. Levantó un puño cerrado y lo agitó en dirección a las montañas gritando a la vez desafíos e insultos, escupiendo, pataleando y descargando en general su furia sobre cielo y tierra.
Y, como siempre, la cordillera montañosa permaneció silenciosa e impasible, haciendo caso omiso de la histeria desbocada del enano.
—Volveré allí, volveré —gritó Gantor Espadanegra mientras ponía su mano sobre la empuñadura de la antaño espléndida espada que se ceñía a su cintura. La había sacado varias veces en un acto reflejo para agitarla en dirección a la fortaleza de los Enanos de las Montañas; pero, incluso con la febril agitación del desespero, Gantor comprendía que era un acto tan tonto como inútil.
No sólo era absurdo porque el objetivo de su ira estaba lejano e inaccesible, sino porque la empuñadura, dura como el acero y envuelta con la piel de un antiguo ogro, era sólo eso: un mango sin hoja. El propio thane Realgar, amo y señor del clan theiwar, había roto el arma en pedazos al pronunciar la sentencia contra Gantor Espadanegra.
Gantor, el theiwar barbudo de ceño permanentemente fruncido, estaba preparado para morir por su crimen, incluso en pública ejecución, o con una muerte lenta y dolorosa tras un largo período de tortura; de hecho, ambas posibilidades eran condenas frecuentes para los asesinos del clan theiwar, y sobre eso no había duda: había matado a un miembro de su propio clan. Lo mejor que podía esperar, y era mucho esperar, era tener que renunciar a su fortuna personal, bastante extensa, y afrontar una sentencia que lo condenara a trabajos forzados en los suburbios de cultivos.
Él podría haberse enfrentado con dignidad a la muerte o la tortura, e incluso habría ido gustoso a los suburbios, aun a sabiendas de que quizá nunca volvería a ver las opacas aguas del mar de Urkhan.
Pero jamás habría imaginado la horrible sentencia que había pronunciado el thane Realgar: Exilio, bajo el cielo abierto.
El mismo concepto era tan extraño que, al oír por primera vez esas palabras, Gantor Espadanegra no había captado del todo su significado. Sólo cuando el thane continuó su discurso, la sensación de asustada incredulidad había penetrado en el cerebro malvado y lleno de odio del enano.
—Tus crímenes han ido mucho más allá de los límites que pueden ser tolerados por nuestro clan —dijo Realgar, reconociendo con ello que el asesinato, el robo, y la agresión eran tácticas que se usaban con frecuencia para solventar disputas entre los theiwars.
»Es bien sabido —prosiguió Realgar— que tu conflicto con Dwayal Thack era profundo y real. Los dos creíais ser dueños de la piedra encontrada entre vuestras dos excavaciones, y, si te hubieras limitado a matar a Dwayal en una pelea justa, tu presencia ante este tribunal nunca hubiera sido necesaria.
Gantor había escupido y lanzado una mirada furiosa en ese momento, rehusando aceptar tal razonamiento, pero ahora admitía que desearía haber afrontado el problema como decía el thane. Dwayal Thack era un enano mayor que Gantor y más experimentado en el manejo de la espada y el hacha, pero aun así el minero agraviado tenía a su alcance otros recursos. Después de todo, una pelea limpia entre los theiwars no prohibía el uso de la emboscada o la puñalada por la espalda; incluso la contratación de un asesino a sueldo se habría aceptado como válida, aunque en este último caso es posible que lo hubieran obligado a pagar una pequeña remuneración a la familia de la víctima.
A pesar de todo esto, Gantor había decidido resolver por sí mismo el problema con un plan bien pensado, sencillo e innegablemente letal.
Había sido cosa fácil tapar los conductos de ventilación que conectaban la vivienda de los Thack con el resto de la inmensa Thorbardin utilizando dos tapones de granito, cuidadosamente tallados para encajar en los agujeros. Después Gantor Espadanegra había visitado a uno de los alquimistas theiwar, quienes, por un buen precio, estaban siempre dispuestos a ayudar a llevar a cabo las infames actividades de sus clientes.
Armado con un pequeño frasco lleno de vilraíz, una planta venenosa, Gantor se acercó a la puerta delantera de su vecino aprovechando el habitual silencio de la ciudad theiwar durante las horas de sueño. Una vez allí, encendió la mezcla de hierbas altamente tóxicas, abrió la puerta y, tras arrojar el frasco dentro, cerró la puerta y la obstruyó con varias cuñas de acero cuidadosamente preparadas para la ocasión.
La matanza duró sólo unos minutos. Hubo gritos y jadeos, incluso algunos débiles golpes en la puerta, y después, el silencio.
Gantor todavía recordaba el regocijo que sintió mientras esperaba en la puerta. Dwayal, su esposa, su colección de mocosos —tres o cuatro descendientes, creía recordar el malvado theiwar— y todos los siervos y esclavos que estaban al servicio de Dwayal Thack se encontraban dentro de la vivienda. Todos murieron inevitablemente en cuestión de minutos, aunque sufrieron de forma horrible los últimos momentos. El olor característico de la vilraíz se extendió hacia el pasillo, con lo que aquellos que acudieron atraídos por la conmoción no tuvieron más remedio que esperar a cierta distancia. Por fortuna, una de las cosas que hace tan eficaz a la vilraíz para este tipo de trabajo es el hecho de que las toxinas se depositan formando una capa de hollín a las pocas horas de su utilización.
Cuando hubo pasado el peligro, Gantor y varios vigilantes theiwars entraron en la vivienda, y entonces se reveló el auténtico horror de lo ocurrido.
Uno de los hijos de Dwayal Thack —maldito fuera su nombre para toda la eternidad— era amigo de un tal Staylstaff Realgarson, uno de los sobrinos favoritos del propio thane de los theiwars. Para colmo de desgracias, Staylstaff estaba de visita en casa de su amigo, jugando y apostando, en el momento del asesinato, y por supuesto él también había muerto como consecuencia de las emanaciones tóxicas.
¡Por eso el thane Realgar se había negado a tratar el incidente como el desgraciado accidente que sin duda había sido! En lugar de eso, el jefe del clan theiwar había reaccionado ante la matanza como si se tratara de un crimen atroz, sin precedentes. Gantor fue citado a comparecer ante un tribunal del clan theiwar, donde lo obligaron a escuchar todo tipo de acusaciones; y al final se dio cuenta de que lo iban a castigar por su intento de defender una propiedad en conflicto, un intento comprensible y natural según los hábitos theiwars.
Cuando llegó el momento de las deliberaciones del augusto tribunal de oscuros y astutos enanos barbudos, el acusado se mostró dispuesto a aceptar con bravura su sentencia. Se había jurado a sí mismo que por muy atroces que fuesen las torturas no le iba a dar al thane la satisfacción de verlo a él, Gantor Espadanegra, perder su dignidad o su orgullo. De hecho, se proponía escupir con desprecio cuando le comunicasen los términos de su condena.
Pero toda su firmeza había desaparecido al escuchar el dictamen del tribunal. ¡Exilio! Ni siquiera en sus peores pesadillas —y Gantor Espadanegra sufría algunas pesadillas realmente horribles— se había imaginado el enano un castigo tan cruel, tan terrorífico y tan desolador como aquel que el destino le había deparado. Los ojos del thane Realgar habían brillado con una malvada luz cuando pronunció la sentencia, y los vítores y aplausos procedentes de los familiares de Dwayal Thack habían retumbado por la Sala de Juicios cuando hizo el anuncio:
—Gantor Espadanegra, se te destierra para siempre del reino de los theiwars, y de todas aquellas residencias aliadas del reino de Thorbardin. Te condenamos al mundo del exterior, donde acabarás tus días bajo la cruel luz del sol y sin la compañía de tus semejantes.
El grito de terror que había emitido fue ahogado por el júbilo de la muchedumbre reunida. Gantor recordó con amargura cómo su hijo mayor y su esposa habían participado en la celebración; sin duda la mujer infiel había encontrado nuevo compañero, y el inútil primogénito estaría malgastando su fortuna. Esta avaricia tan práctica pero tan despiadada no era ni más ni menos que lo normal para los theiwars.
Por supuesto que siempre le quedaría el deseo de venganza… ¡Algún día Gantor Espadanegra encontraría el modo de hacer sufrir a sus enemigos!
Durante un tiempo, allí, bajo el interminable y horroroso cielo, el theiwar exiliado no había pensado en otra cosa, sin permitir que la realidad de su situación lo disuadiera. Los primeros días del destierro los pasó imaginando las múltiples venganzas que infligiría: su traidora esposa, asada lentamente en un espetón en el fuego del hogar familiar; su hijo, despellejado vivo, pero a lo largo de meses; de hecho, sí lo hacía bien, quizá tuviera diversión para todo un año antes de acabar con el sufrimiento del maldito derrochador.
Y el thane Realgar también sufriría la ira de Gantor Espadanegra, aunque no sería tan misericorde como con su esposa e hijo. No, el thane sólo tendría su justo castigo si sufría el mismo destierro a que lo habían condenado a él. Vagaría por siempre bajo el sol, lejos de las pétreas comodidades de Thorbardin.
Pero, con el transcurso de las primeras semanas de su exilio, Gantor se había ido dando cuenta de que los pensamientos de venganza lo llevaban a un callejón sin salida. Sin esperanzas reales de volver a Thorbardin, tenía pocas posibilidades de hacer daño a alguno de sus enemigos; y, aunque el odio y el deseo de matar no lo abandonaron nunca, Gantor acabó por comprender que esos deseos seguirían siendo fantasías sin realizar, que se quedaría sin la satisfacción de ver derramada la sangre de sus adversarios.
Al final, Gantor se había visto limitado a agitar el puño hacia la montaña, a gritar con ira y con frustración, para luego, derrotado, seguir su deambular por la polvorienta llanura.
Los enanos de Thorbardin lo habían equipado con un pequeño petate de provisiones antes de empujarlo sumariamente por la Puerta Sur de la gran fortaleza de la montaña. Gantor recibió una pequeña hacha y un cuchillo con mango de hueso y hoja de acero negro, que servía como recordatorio burlón de su nombre, antes honorable. Además tenía varios odres llenos de agua potable, una manta, una red de pescar y muchas tortas hechas con el nutritivo pan que era el elemento más importante de la dieta de los Enanos de las Montañas. Como insulto final y culminante, el thane Realgar había cogido la espada de acero negro de Gantor y había roto la cuchilla por la empuñadura, como un símbolo más del estado vergonzoso en el que había caído.
Durante mucho tiempo, Gantor Espadanegra se había alimentado de poco más que de su propia ira. Había recorrido trabajosamente las estribaciones de las Kharolis por las noches y buscado refugio donde podía durante el día. Cuando el sol estaba en lo más alto, la luz quemaba los ojos del theiwar, y cuando no había arboledas o cuevas que le ofreciesen refugio se había visto obligado a taparse la cabeza con su capa y a tumbarse encogido, hecho un ovillo, en campo abierto hasta que se ponía el sol.
Los primeros días de su exilio lo habían llevado a atravesar tierras de abundante agua, y durante las noches había podido encontrar hongos en las arboledas y bosquecillos. A veces había pescado, usando la red para sacar truchas y peces luna de los pequeños arroyos. Se comía las escamosas criaturas enteras y crudas, como era costumbre de los theiwars, y esos pequeños festines habían sido los mejores recuerdos de su existencia reciente. Las tortas de pan de enanos le habían durado varias semanas gracias a que las acompañaba con la comida que él mismo recogía. Así se había sustentado.
Pero entonces, tras rodear el reino de los Enanos de las Montañas, su curso sin rumbo lo había llevado hasta una llanura inhóspita y sin caminos trazados. Ya no había arroyos, ni bosquecillos en los que encontrar setas tiernas; lo que era peor, no había cuevas ni promontorios que pudieran ofrecerle refugio contra los abrasadores rayos solares. Lentamente se fue debilitando y el agua se hizo escasa, pero siguió avanzando ciegamente, lleno de delirios y desesperación.
Desde que había comenzado su andadura por las llanuras, Gantor había sobrevivido comiendo… ¿qué? Sabía que no había cazado nada, y que no había nada remotamente comestible que creciera en el árido y cuarteado desierto. Recordaba vagamente una carroña, una carne maloliente y pútrida recubierta por un pellejo lleno de gusanos, pero comérsela había sido un acto reflejo, empujado por un hambre incontrolable.
Y después había vomitado; cólicos y espasmos le agarrotaron las tripas hasta hacerlo caer redondo al suelo de la llanura, donde ahora yacía, hacía ya más días de lo que podía recordar. Varias veces, cuando ya creía que el sol implacable iba a acabar finalmente con él y con todo su terrible sufrimiento, llegaba la noche y le daba una tregua. De hecho, eso mismo acababa de suceder de nuevo; la lengua de Gantor estaba seca e hinchada y sus labios, cuarteados y quemados, sangraban con cada movimiento.
Se giró hasta tumbarse de espaldas, de cara al cielo, para poder ver la tenue y distante luz que caracterizaba al firmamento en noches despejadas como aquélla. No conocía las estrellas, y el sentido de la vista no estaba suficientemente desarrollado en los theiwars para percibir los lejanos puntos de luz, pero sabía que había algo brillante allí arriba, algo superior y burlón.
Él sólo quería morir, pero parecía que todo Krynn se había puesto de acuerdo para mantenerlo con vida.
—Eh, tú. No quiero molestar, pero ése es un sitio muy raro para hacer noche.
Al principio, Gantor pensó que otra vez estaba soñando, un sueño febril que acabaría por conducirlo a la locura; aun así, obligó a su hinchada lengua a hablar y separó los cuarteados labios lo suficiente para responder.
—Duermo donde me da la gana. Soy enano, señor de todo aquello más allá de Thorbardin —dijo con orgullo. Ésa fue su intención, pero, en el estado en que estaba su garganta, el sonido salió más como el croar de una rana.
—Espera, no te entiendo. ¿Quieres un poco de agua?
Gantor era incapaz de responder, y se preguntó por qué alguien con una voz tan mágica tenía problemas para entender su propia respuesta atinada; pero, antes de tener ocasión de hacer la pregunta, sintió cómo un chorrito de líquido tibio le tocaba los labios. Tragó de forma refleja, y el agua produjo una sensación placentera en todo el cuerpo.
—¿Qué tal? ¿Quieres más?
Ahora el enano podía ver una forma oscura, una sombra recortada contra la luminosidad del cielo. Justo delante de él, el maravilloso líquido caía de la boca de un odre. Con un tirón, Gantor arrancó el recipiente de los pequeños dedos que lo sujetaban, y se llevó la boquilla a los labios para que nadie pudiera quitarle el precioso néctar.
El agua chorreó en su boca, empapándole la barba y casi atragantándolo, pero siguió bebiendo como un desesperado.
—Eh, no te la bebas toda.
Gantor sintió el roce de esos pequeños dedos en sus manos y emitió un gruñido que fue suficiente para que su rescatador diese un par de pasos hacia atrás.
—Bueno, supongo que puedes bebértela toda si quieres —dijo la misma voz, con un suspiro de resignación—. Pero tal vez sea mejor que guardemos algo para luego, si quieres, aunque supongo que no.
En cualquier caso, Gantor no necesitaba que le diesen permiso; ya no había quien lo parara. Cuando ya había vaciado el odre empezó a chupar con fuerza la boquilla, masticando fuertemente como si fuese a comerse el propio recipiente.
—Espera, no lo destroces. —La voz se había hecho más insistente, y las pequeñas manos salieron de la oscuridad para agarrar el vacío pellejo y tirar de él.
El enano hizo ademán de resistirse, pero sintió de repente un espasmo en las tripas que lo dobló por completo, amenazando con hacerle vomitar toda la preciosa agua. Al apretar las mandíbulas y cerrar como pudo las tragaderas, Gantor resistió la náusea con todas sus fuerzas, obligando con ello a que el líquido que le había salvado la vida permaneciera en su estómago. Durante varios minutos, sintió que el agua penetraba gradualmente en sus extremidades y en su cerebro, reforzaba sus pensamientos y aumentaba el grado de acuosidad de sus ojos, sus orejas y su piel.
Finalmente, Gantor Espadanegra se fijó en su compañero; por lo que alcanzaba a ver, el extraño viajaba ligero de equipaje y sin compañía. El tipo no era ni tan alto ni tan rechoncho como un enano; su cara tenía los pómulos marcados y era fina y marcada por el paso del tiempo, y ahora estaba cubierta de arrugas de preocupación mientras miraba de forma cautelosa al enano. Tenía un gran mechón de pelo atado sobre la cabeza, formando una cola de caballo que le caía sobre el hombro. El copete se movía grácilmente mientras el visitante miraba a su izquierda, luego a su derecha y al final volvía a mirar al enano.
—¿Qué eres? —preguntó Gantor Espadanegra, llevando precavidamente la mano al cuchillo con mango de hueso que escondía en el cinturón. Su voz aún semejaba el croar de una rana, pero por lo menos podía mover los labios y la lengua.
—Emilo Mochila, a tu servicio —se presentó el tipo con una reverencia que hizo que el enorme copete cayera como una cascada hacia el enano.
Con un gimoteo, Gantor retrocedió ante el súbito ataque, hasta que cayó en la cuenta de que no era tal cosa. Con sus rechonchos dedos asidos firmemente al cuchillo, el theiwar volvió a intentarlo:
—No he preguntado quién eres, sino qué eres.
—Pero, hombre, soy un viajero —repuso Emilo—. Como tú, supongo; un viajero por las llanuras de Dergoth. Aunque debo decir que he viajado a muchos lugares distintos, y todos ellos eran más interesantes que éste. Para ser francos, la mayoría lo era mucho más.
El enano gruñó y agitó la cabeza, con lo que las gotas de agua que habían quedado atrapadas en su crespa barba salieron despedidas; sus ojos, enormes y extremadamente claros según los cánones normales, miraron de forma siniestra a su diminuto salvador.
—Ah, ya te entiendo. Quieres decir qué raza, como humano o enano —dijo Emilo, sonriente—. Soy un kender. Y encantado de conocerte.
El extraño hizo otro gesto amenazador, estirando el brazo, con la palma de la mano perpendicular al suelo y los dedos extendidos apuntando al pecho del theiwar; pero esta vez Gantor estaba preparado y sacó el cuchillo rápidamente, de manera que el negro acero dibujó un arco en el aire.
—¡Eh, casi me cortas! —gritó el kender, quitando los dedos de la trayectoria del cuchillo—. ¿Es la primera vez que te dan la mano?
—Aleja tus zarpas de mí. —La voz de Gantor era un gruñido grave, casi silencioso, pero suficiente para asustar al amenazador kender, quien dio medio paso hacia atrás mientras contemplaba al enano con expresión resentida.
—Quizá debería alejarme completamente de ti —manifestó con un suspiro el menudo viajero—. Empiezo a pensar que ha sido un error darte mi agua, aunque supongo que habrías muerto aquí si no lo hubiera hecho. Pero, bueno, siempre puedo conseguir más. —El kender hizo una ligera pausa, y un escalofrío lo recorrió mientras echaba una fugaz mirada por encima del hombro—. En fin, creo que tendré que volver a aquellas cuevas para encontrarla.
—¿Cuevas? —Esta era la única palabra de la perorata del kender que había penetrado en la enloquecida mente del enano theiwar—. ¿Hay una cueva? ¿Dónde? —Gantor intentó ponerse de pie, pero sus piernas cedieron y cayó de rodillas. Se echó hacia adelante para agarrarse del kender, pero el pequeñajo dio un paso atrás, con lo que las manos del enano se unieron en un remedo de postura devota.
—Sí, allí, en la montaña grande que parece un cráneo. De hecho, la llaman Monte de la Calavera.
—Llévame allí —chilló Gantor intentando otra vez ponerse en pie. La idea de oscuridad, de sombra y de protección del implacable sol era incluso más apetecible que la posibilidad de hallar allí más agua.
—No estoy seguro de querer ir a ninguna parte contigo —contestó el kender con gesto desconfiado—. Acabas de tratar de matarme después de que te he salvado la vida. No. Creo que no.
—Por favor. —El theiwar había hablado en un acto reflejo, pues tales palabras no le resultaba en absoluto familiares, pero consiguió su objetivo, ya que el kender dejó de hablar de abandonarlo en medio de la llanura.
Por su parte, Gantor Espadanegra se estrujó el cerebro ahora que éste se había reanimado. Ante sí tenía una criatura extraña, aun más peligrosa que los odiados hylars y daewars de los otros clanes de Enanos de las Montañas. Cada fibra de su ser y todas sus malas artes le indicaban al theiwar que este kender era una amenaza, un enemigo a quien debía derrotar, cuyas posesiones terrenales serían heredadas por aquel que lo matara.
Pero ahora mismo la más grande de esas posesiones era su conocimiento de un lugar en el que había una cueva y agua; a pesar de que el clan del que procedía el oscuro enano tenía gran habilidad con la tortura, el robo y la adquisición ilegal, todavía no había nacido el theiwar capaz de sacarle información a un difunto.
Por ello, y de momento, el kender debía seguir con vida. Una vez tomada esta decisión, el enano intentó concentrarse en la verborrea que parecía salir de la boca del kender con una celeridad casi imposible de creer.
—Fue un auténtico placer conocerte y todo eso, seguro —estaba diciendo Emilo Mochila—. Pero realmente debo partir; hay muchos sitios por los que vagabundear, ¿entiendes? De hecho, debo ver la costa. ¿Sabes en qué dirección está el océano? Bueno, no importa. Seguro que soy capaz de encontrarlo yo solito.
Gantor pensó una respuesta que él creía amistosa, pero antes de poder decirla el kender siguió hablando:
—Bueno, como veo que tienes tus propios asuntos que atender, como iba diciendo, realmente ha sido un placer, por lo menos si lo comparamos con otros encuentros casuales aquí en el desierto a medianoche…
—Espera. —Al theiwar le costó un gran esfuerzo emitir esa palabra—. Yo… quiero hablar más contigo. ¿No puedes quedarte aquí, en mi campamento?
Gantor apuntó hacia el suelo cuarteado y yermo que lo rodeaba; no era más que el trozo de árida llanura olvidada de la mano de los dioses en el que había caído, sólo eso, y sin embargo el kender sonrió abiertamente, como si lo hubiesen invitado a entrar en un gran palacio.
—Bueno, creo que me vendría bien, la verdad. Ha sido un largo camino.
Emilo tembló y miró de nuevo sobre su hombro, y el enano se preguntó qué sería lo que ponía tan nervioso a este viajero tan experimentado.
—Y me vendría bien la compañía, también. —El kender cruzó las piernas de un modo que hubiera sido imposible de imitar por enano alguno y se puso de cuclillas en el suelo—. Espero que te sientas mejor después del agua. Realmente deberías llevar agua contigo. Al fin y al cabo cualquiera puede morir de sed aquí fuera.
—Yo quería… —Gantor empezó la frase con su tono habitual, para contestarle al kender que sólo deseaba la muerte; pero, ahora que el agua le había aliviado la garganta y que sabía que en algún lugar quizá no muy distante había una cueva, el theiwar tuvo que admitir que no quería morir donde estaba; quería sobrevivir, seguir vivo, aunque no hubiera ninguna razón especial para ello.
»Quiero decir que yo creía que traía suficiente agua para beber en el desierto, pero éste es mucho más grande de lo que yo pensaba. —Concluyó la frase mirando de reojo al kender para ver si se tragaba la mentira.
—Ya veo —repuso Emilo Mochila asintiendo gravemente—. Bueno ¿quieres algo de cecina?
Alargó al enano una tira de carne acartonada que éste cogió agradecido y empezó a masticar; era un placer disfrutar otra vez de la sensación provocada por la saliva al humedecerle la boca.
—Quería preguntarte una cosa —dijo el kender con la boca llena de carne—. ¿Por qué no tiene hoja tu espada?
Gantor se quedó boquiabierto por la sorpresa, pero ésta se tornó en ira al ver que el kender estaba examinando la inútil arma.
—¿Cómo conseguiste eso? —masculló el enano, intentando abalanzarse sobre el kender, quien lo evitó con suma facilidad.
—Sólo estaba mirándola —declaró con tono despreocupado, y permitió que Gantor recuperara su arma.
El enano se tocó, desconfiado, el saquillo, pero halló su pedernal y su yesca donde los había dejado; al hacerlo recordó algunas de las cosas que había oído acerca de los kenders, y decidió tener cuidado con sus cosas.
—Si te sientes con fuerzas, quizá deberíamos ponernos en marcha —sugirió Emilo—. He descubierto que es mejor andar de noche, por lo menos aquí, en el desierto. Si quieres venir conmigo, creo que podemos volver al Monte de la Calavera y su cueva antes de que amanezca.
El enano oyó de nuevo la inquietud en la voz del kender, pero no le dio importancia. Sólo pensar en la promesa de una cueva para refugiarse antes del alba lo henchía de placer. Se puso de pie trabajosamente, sin hacer caso del dolor y la rigidez que tenía en todo el cuerpo; se sentía vivo de nuevo, dispuesto a seguir, a luchar, a hacer todo lo necesario para recuperar la parte del mundo que legalmente le correspondía por derecho.
—Vámonos —dijo, procurando con esfuerzo que su voz sonara amistosa—. ¿Por qué no me enseñas dónde están esas cuevas?