Un héroe sorprendente
37 d. C.
Tercer Miranor.
Al volver de la platería, Paulus Thwait giró para adentrarse en la calle en la que vivía. Más bien se trataba de un callejón, como solía admitir Paulus en momentos de sinceridad; pero, al margen de cualquier consideración de posición o magnificencia, lo más importante para él era que lo llevaba al lugar que él consideraba su hogar.
Su esposa e hijo se hallaban a un centenar de pasos de donde él estaba, y esta idea lo hacía sonreír e iluminaba su cara, habitualmente adusta. Hizo caso omiso de las tabernas y viviendas que lo rodeaban y de la suciedad de Haven tan extendida a su alrededor, y su paso se hizo más enérgico al pensar en las pequeñas habitaciones invadidas por el olor de la cocina y el convencimiento de que su familia estaría allí esperándolo.
Se dijo que era una extraña sensación sentirse tan feliz, y recordó que unos años antes veía tan poco probable que el futuro le deparara una vida así, como que visitara la más distante de las tres lunas de Krynn. Lo fácil que habría sido caer en la maldad, haciendo el papel de uno de los secuaces del Milano Negro, como habían acabado muchos de los jóvenes de Haven. Después de todo, Paulus había demostrado con creces que era fuerte y valiente y que no tenía miedo de manejar su espada, cosa que hacía con destreza. Además, por culpa de su carácter, tenía ocasiones sobradas para no perder práctica.
Pero además tenía habilidad con las manos y los ojos, una habilidad que no había pasado inadvertida a uno de los mejores plateros de la ciudad. Este artesano, Revrius Frank, lo había aceptado como aprendiz, lo que le permitía a Paulus Thwait desarrollar su talento a la vez que hacía un trabajo honrado.
El musculoso aprendiz había ascendido rápidamente a oficial, y últimamente se había oído comentar a Revrius que en poco tiempo habría otro platero haciéndole la competencia en este barrio de la ciudad. Ahora, mientras volvía a casa tras un largo y duro día de trabajo, Paulus se sentía complacido, y su orgullo se convirtió en la determinación de que al día siguiente su trabajo con el metal sería aun mejor.
Pero, más allá de la satisfacción por su aprendizaje, el joven platero tenía otra razón mayor para sentirse feliz; dos años antes había atravesado la ciudad una caravana de colonos que se dirigía al sur en busca de las ricas tierras de labranza que, según se decía, había en esa zona de las Kharolis, y el artesano se sintió inmediatamente atraído por Belinda Mayliss, la hija de uno de los granjeros, una atracción que rápidamente se volvió mutua. Se casaron antes de que la familia de Belinda prosiguiera su viaje, y ahora, su esposa y su pequeño hijo le proporcionaban a Paulus todas las razones que podía desear para trabajar duro, progresar y ser feliz.
En el barrio de Haven en el que se hallaba la platería de Revrius Frank, Paulus tenía reputación de ser un trabajador de confianza, capaz de hacer los trabajos más complejos; de hecho, durante la última semana había estado trabajando en el proyecto más complicado de su corta experiencia: un espejo de plata con una reflexión perfecta, una fina plancha de metal fácilmente transportable montada en un marco de singular belleza. A la pieza le faltaba el último pulido que iba a hacer a la mañana siguiente antes de entregárselo al cliente, que era uno de los mejores sastres de Haven.
Puede afirmarse que, mientras se encaminaba a su casa en esa placentera tarde de primavera, Paulus Thwait no tenía ni idea del papel que iba a desempeñar la pequeña gota de su vida en el río del tiempo.
Se movía con agilidad por el callejón sorteando la basura acumulada en las cunetas, y rodeó al viejo solitario que dormía, como todas las tardes, en una pequeña zona de floreciente hierba. Al acercarse, Paulus olisqueó un aroma a ajo y pimienta y supo que su joven esposa había encontrado los ingredientes para hacer un rico estofado. El estómago del platero gruñó ruidosamente mientras subía la escalera que llevaba a su humilde residencia.
—Ese tratante de caballos me dio dos monedas de acero como propina por mi trabajo con las bridas —anunció al franquear la entrada.
Belinda cruzó rápidamente la habitación con el bebé en brazos y se recostó en el pecho de Paulus mientras suspiraba con alivio.
Sólo entonces se fijó el platero en la figura misteriosa que estaba al otro lado de la habitación, en el rincón más alejado del fuego. Parecía un hombre cubierto por harapos oscuros, pero, al fijarse bien, Paulus se estremeció: aunque el extraño parecía estar de pie, ¡la parte inferior de su cuerpo desaparecía en hilillos de niebla! No tenía piernas; ni siquiera parecía estar apoyado en el suelo.
—¡Vino hace un momento! —dijo Belinda con la voz estremecida por el miedo—. Apareció de repente, en el rincón donde está ahora.
—¿Te hizo daño? ¿Te amenazó? —Paulus miraba al ser con una mezcla de miedo y de ira.
—No, y al pequeño Dany tampoco. Sólo permaneció ahí, como si estuviera esperando algo.
Paulus era un hombre valiente, pero sabía que temer a la magia y lo sobrenatural era lo más sensato, y ambas cosas parecían estar bien representadas por la incorpórea presencia que ahora flotaba amenazadoramente hacia el centro de la pequeña habitación. Pero aquélla era su casa, y eso le hizo cobrar coraje y determinación.
—¿Qué quieres? —le dijo el platero con voz rebosante de ira. Su pasado de pendenciero volvió repentinamente a él, y adoptó una postura de lucha, con los puños apretados.
—Dos monedas de acero estarían bien para empezar —siseó el extraño, y sus palabras sonaron como el burbujeo del agua en ebullición.
—¿Por qué voy a dártelas?
—Porque quieres vivir, que sobreviva tu familia, y comerciar en mi ciudad.
—Eso ya lo hago. —El platero contuvo con dificultad sus deseos de agredir a la aparición.
—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? Ésta es la pregunta a la que todo mortal teme responder, ¿no es así?
—¡Vete! ¡Fuera de mi casa!
—Por el momento me llevaré el acero —insistió el fantasmal intruso.
—¡No te llevarás nada!
—¡Ja! Pagarás como lo hacen todos. ¡Estarás esclavizado por mi amo a partir de hoy! ¡Y, si no es con acero, pagarás con otra moneda más valiosa!
Enfurecido, el joven atacó a la figura, pero su puño sólo atravesó aire frío y oscuro. Pese al miedo que experimentaba, siguió golpeando sin control, pero sus manos nada podían contra la forma intangible. El vaporoso mensajero pasó siseando a su lado a la vez que emitía una aguda y maníaca risita.
Belinda chilló al ver que el insidioso vapor la rodeaba a ella y al bebé, que se había echado a llorar. Con una ráfaga de viento, la gaseosa nube le arrancó al niño de los brazos.
—Obedecerás. Y para estar seguro me quedaré con el niño. Durante un año, para empezar. —La fantasmal visión se apartó riendo cuando Paulus intentó sujetar al bebé—. Finalizado ese plazo quizá te lo devuelva. Y no intentes seguirnos, o de lo contrario te quedarás ciego y el bebé morirá.
Se abrió la ventana y un viento intenso se llevó al fantasma con el niño, que se adentraron en la oscuridad del cielo nocturno.
La pareja salió corriendo hacia la puerta, pero el fantasma y el niño habían desaparecido en el aire de la noche.
—¿Adonde han ido? —La pregunta de la joven madre era un lamento angustioso—. ¿Adonde se ha llevado esa cosa a mi bebé?
Paulus, frenético de aflicción y miedo, sabía la respuesta.
—¡El Milano Negro! —dijo susurrando como hacían todos los vecinos de Haven cuando mencionaban el nombre del temido y odiado mago—. Esto es obra suya.
—Pero ¿por qué ha venido aquí? ¿Por qué nosotros? —Belinda se volvió y se aferró a él—. ¿Y por qué se ha llevado a Dany?
—Me quiere a mí, quiere tener poder sobre mí —dijo Paulus, atónito por su descubrimiento—. Debería haberlo previsto. Tiene esclavizada a toda esta zona de Haven.
—Pero tú no puedes interesarle.
—Sí que le intereso. —Paulus empezaba a comprender—. Sé que Revrius Frank le tiene que pagar, aunque no hable nunca de ello, porque le avergüenza hacerlo. Pero el Milano Negro se lleva su acero y con ello lo deja en paz.
—Entonces ¿por qué se llevó a Dany?
—Porque fui un imbécil —admitió Paulus, sintiendo que el desánimo se apoderaba de él—. Debí pagarle.
—¡No! —replicó Belinda, súbitamente inflexible—. Es por algo más. Te teme. Sabe que tú puedes oponerte a él. —Su esposa prosiguió, con firmeza no carente de afecto—: Sabe que eres un tonto testarudo y cabezota, y conoce la reputación de tus puños.
Paulus recordó avergonzado la época de su vida que había pasado peleando y alborotando, pero reconoció que su esposa tenía razón.
—No le pagaré —prometió—. Pero conseguiré traer de vuelta a Dany, y me aseguraré de que sea Whastryk Milano quien pague.
—Pero ¿cómo lo vas a hacer? Ya lo has oído. Te quedarás ciego en cuanto intentes entrar allí.
—Lo sé, pero tengo un plan. —«O por lo menos lo tendré», pensó. Paulus ya no era un hombre impetuoso, pero se habían llevado a su hijo y estaba seguro de que para poder salvarlo debía actuar con rapidez.
Dejó a su esposa con la promesa de que tendría cuidado y se encaminó hacia la platería de Revrius Frank, donde pasó varias horas puliendo y sacando brillo al espejo de plata pura que había estado elaborando para el sastre. El metal reflectante se había batido tanto que pesaba muy poco y era fácilmente transportable, lo cual lo hacía muy apropiado para el plan que el joven platero tenía en mente. Finalmente fijó un mango de cuero en la parte de atrás del espejo, sin preocuparse por las muescas que tuvo que hacer en el marco, antes perfecto.
A continuación el platero se ciñó la espada, que colgaba del cinturón cuya sólida hebilla de plata había diseñado él mismo. El broche metálico era casi toda la fortuna de su joven familia, y le pareció apropiado llevarlo ahora, cuando se aprestaba a luchar por la supervivencia de ésta.
Paulus Thwait rebosaba determinación al salir a la calle y dirigirse a la casa del mago, una gran mansión con recinto propio que ocupaba una manzana completa de la ciudad. Un muro de piedra sobre el que asomaban torres oscuras la rodeaba, sólo interrumpido por una puerta de arco, con el vano lo bastante ancho para permitir el paso de un gran carruaje.
La reputación del lugar era bien conocida por todos los habitantes de Haven. Nunca se había visto una verja cerrando el paso por el arco, pero todo aquel que había osado entrar con intenciones hostiles había sido recibido por el mago y después cegado por los penetrantes dardos que emitían sus ojos. Una vez ciega, la víctima casi siempre acababa capturada o muerta, y aquellos que eran apresados desaparecían para siempre.
—¡Whastryk Milano! ¡Exijo que me devuelvas a mi hijo! —gritó Paulus, anunciando su presencia, y luego hizo amago de atravesar el vano del muro; pero se detuvo en las sombras del arco y observó la enorme puerta de la casa.
Al instante ésta se abrió, y algo negro avanzó en un remolino con increíble velocidad; la figura estaba muy tapada y su apariencia era borrosa, como la aparición fantasmal de su casa, pero Paulus sabía que éste era el mago, que había aumentado su velocidad con algún arcano hechizo. El platero bajó la vista y procuró no mirar a la cara de su enemigo.
—¡Idiota! —grito Whastryk Milano con una voz más potente y aguda que la que había emitido el visitante desprovisto de piernas—. ¿Osas desafiarme, platero? ¡Debes saber que tu hijo y tu esposa pagarán por esto! —La risa se tornó en desprecio—. Pero no te preocupes; tú no tendrás que presenciar su sufrimiento.
Paulus seguía sin mirar a su enemigo; en lugar de ello, puso el espejo delante de su cara y dio un paso al frente mientras oía al mago pronunciar incomprensibles palabras de magia.
Una luz roja carmesí centelleó en el patio, y el platero oyó un grito de agonía. Ahora sacó su arma, soltó el espejo y avanzó corriendo.
El mago conocido como el Milano Negro se tambaleaba hacia atrás, con ambas manos sobre las heridas abiertas donde antes habían estado sus ojos. Las botas de Paulus retumbaron sobre la piedra al acercarse con su espada levantada para asestarle el golpe definitivo.
Entonces vio que el mago sacaba con su mano izquierda un frasco de plata de un saquillo que pendía de su costado. Haciendo caso omiso del peligro y de la sangre que le surcaba la cara, Whastryk Milano echó atrás la cabeza y tragó el contenido del frasco mientras Paulus lo atacaba.
Un instante después, la espada del platero atravesó la capucha del mago y penetró con fuerza en su cerebro. El Milano Negro se puso rígido y cayó al suelo, donde yació inerte en medio de un charco de sangre. El valiente platero dio unos pasos atrás para no mancharse las botas con el pegajoso líquido y, tras unos segundos, lo azuzó con la espada para asegurarse de que el mago estaba realmente muerto.
Sólo entonces se adentró en la casa para buscar a su hijo.