El monte del fuego
Tercer Misham del mes de Reapember
374 d. C.
—¡Allí están! Las cumbres gemelas con el cráter humeante entre ellas. Ese tiene que ser el lugar —declaró Foryth Teel. Su emoción ante el descubrimiento lo ayudó a superar la fatiga, el temor y la ira que habían acompañado constantemente a los compañeros durante su larga y dificultosa travesía por las altas Kharolis.
Durante un momento, Dan sintió cómo su frustración e ira aumentaban para volverse también contra el propio historiador, al que tan poco le preocupaba a veces la condición en que se hallaban, pero el muchacho lo reprimió, guardando toda su antipatía para su verdadero enemigo.
—El lago emite vapor —añadió Kelryn Desafialviento—. Ese tiene que ser el lago en ebullición que muestra tu mapa. —El cuchillo del bandido seguía apretando contra el cuello de Mirabeth, aunque el hombre conversaba como si ella ni siquiera estuviera allí—. La guarida y la calavera de Fistandantilus tienen que estar en algún lugar de la ladera de la montaña.
—Veamos… —Foryth Teel no parecía muy convencido. Abrió de golpe su libro, y recorrió con el dedo los símbolos de la página—. Veo el lago hirviente, y aquí están las cumbres gemelas cónicas, pero ¿y el glaciar? Se supone que hay un glaciar.
Por enésima vez, la mano de Danyal se apretó sobre la empuñadura de la espada y miró de soslayo hacia Kelryn Desafialviento. Como siempre, pareció como si el hombre se hubiera anticipado a su interés. Le guiñó un ojo y le dedicó al muchacho una sonrisa tan fría como la mirada de un pez muerto.
—Tengo que admitir que éste parece el sitio —manifestó Emilo Mochila.
—Seguro. —Kelryn charlaba con total despreocupación—. Ambas montañas son puntiagudas y ésa tiene un glaciar en la cara sur, tal y como muestra el mapa. Sigamos adelante.
—Entonces, eso quiere decir que la guarida debe de ser una cueva situada a media altura de la montaña de la derecha —concluyó Foryth, triunfante, y con tanta confianza, pensó amargamente Danyal, como si hubiera estado describiendo en qué pasillo del mercado podría uno encontrar al vendedor de melones. Aun así, el historiador se tomó su tiempo en estudiar el paisaje que tenía ante sí.
Dan luchaba denodadamente contra la tristeza y la desesperación que amenazaban con abrumarlo. Su única meta era rescatar a Mirabeth, arrancarla de los brazos de Kelryn el tiempo suficiente para ejecutar su venganza sobre el jefe de los bandidos.
Y después… Y después ¿qué?
No lo sabía. Por supuesto que en los ocho días que habían transcurrido desde su salida de las ruinas de Loreloch, Danyal había llegado a compartir algo del sentido del deber que sentía el historiador hacia la importancia de su tarea. Recordaba con solemnidad el aviso hecho por Foryth Teel acerca de la amenaza que podría representar el éxito de Kelryn Desafialviento.
En efecto, Dan había pasado varias de las últimas largas noches pensando en esa posibilidad. Si el cruel bandido obtenía el poder de viajar en el tiempo, podría usar ese poder para implantar una tiranía terrible, un sistema consagrado a la violencia y a la veneración del vil y corrupto hechicero.
El viaje a través del irregular terreno montañoso había sido difícil para los cinco, pero los días a la intemperie habían endurecido a todos, que habían aprendido a aprovechar cualquier refugio que pudieran encontrar. Casi siempre habían acampado sin hoguera para no llamar la atención, ya que todos temían al gran reptil cuya guarida era el objetivo de su búsqueda.
Apiñados bajo sus dos únicas mantas, aguantaron los primeros aires fríos del otoño, decididos a concluir con éxito su búsqueda.
Tres veces tuvieron que parar porque el kender volvía a sufrir sus violentas convulsiones. Cada una le parecía a Danyal más grave que la anterior. Cuando tuvo el primer ataque, Kelryn Desafialviento había estado dispuesto a matar al desafortunado kender. Fue Mirabeth quien lo disuadió de tal idea, dejando claro que se sacrificaría a sí misma antes de permitirle hacerlo. Kelryn no estaba dispuesto a renunciar a su rehén, y, por primera vez, Dan había visto que el jefe de los bandidos estaba tan asustado cómo los demás ante la posibilidad de quedarse solo.
Durante las horas siguientes a ese ataque, Emilo se había mostrado confuso, atormentado por recuerdos que no podía —o no quería— evocar. En las otras ocasiones Kelryn había esperado con impaciencia, y muy a pesar suyo, a que el kender recobrase el sentido y la movilidad.
Afortunadamente no habían visto señal alguna del dragón. Si Flayze había regresado a su guarida después de destruir Loreloch, había permanecido en ella o había emprendido vuelo a alguna otra parte de su territorio. Ahora miraron a la montaña, convencidos de que allí vivía el monstruo y ansiosos por encontrar la ruta más segura para la escalada.
Danyal se preguntó por un momento si, ahora que habían descubierto la ubicación, Kelryn intentaría matarlos y decidió que eso no ocurriría sin una pelea. Pero, al parecer, al jefe de los bandidos lo asustaba la idea de seguir solo.
—Tú irás por delante, junto al kender y el historiador —le informó Kelryn a Dan—. La muchacha y yo estaremos detrás de vosotros, para asegurarme de que los demás no intentáis nada.
—Si le haces daño… —Danyal no pudo acabar la frase, pero sus ojos ardían de rabia. Kelryn Desafialviento se limitó a encogerse de hombros.
—Veamos… Podemos ascender a la cumbre casi por cualquier lado —dijo Foryth Teel, ansioso por cambiar de tema—. No parece una montaña muy difícil de escalar.
—Creo que debemos subir por ese barranco —sugirió Dan, y apuntó hacia una hondonada socavada en el rocoso terreno de la ladera inferior de la montaña—. Ahí seguro que no se nos ve desde la guarida.
Los otros estuvieron de acuerdo, y aprovecharon las restantes horas de luz para llegar al pie de la montaña. El lago de agua caliente estaba cerca, a su izquierda, y, aunque se hallaba a más de cuatrocientos metros de distancia, podían ver el borboteo de la superficie del agua. Un grueso penacho de vapor ascendía sobre el lago y cubría todo el valle con una niebla perenne, y los viajeros dieron gracias por ello, ya que ayudaba a ocultarlos, si bien el aire húmedo impedía la evaporación del sudor de su piel y les humedecía las ropas y el pelo.
A pesar del lago hirviente, el aire se enfrió rápidamente al llegar la noche. Un viento frío soplaba desde las alturas, y la respiración de los caminantes se condensó en el aire cuando los cuatro compañeros y su mortal enemigo empezaron el ascenso.
El barranco resultó una buena elección como ruta. De vez en cuando tenían que maniobrar para rodear grandes rocas o pequeños precipicios en la empinada superficie del barranco; pero, al menos los muros que encerraban la hondonada, de siete u ocho metros, de alto, protegían su avance.
Hora tras hora siguieron ascendiendo, parando en ocasiones para descansar algunos minutos, tras lo cual reanudaban el ascenso por el inclinado suelo del barranco.
Por acuerdo tácito, Danyal iba a la cabeza. Emilo y él eran los más ágiles de los cuatro compañeros, pese a que en los últimos días el kender parecía haber perdido algo de su carácter valiente y despreocupado.
Dan no estaba seguro de si esto era consecuencia de la creciente frecuencia y violencia de los ataques recurrentes o bien de su preocupación por Mirabeth. En cualquier caso, el cambio era notorio y triste.
El muchacho llevaba consigo un tramo corto de soga, una de las pocas cosas que habían salvado de las ruinas de Loreloch, y cuando tenían que escalar zonas más difíciles se apuntalaba en la parte superior y dejaba caer la soga para que sus compañeros pudiesen ayudarse con ella.
En estos tramos, Kelryn Desafialviento escalaba con una sola mano y sujetaba el cuchillo y a Mirabeth con la otra. Cualquier pensamiento que pudiera tener Danyal de soltar la soga era anulado por el convencimiento de que lesionaría a la muchacha igual que al bandido.
Era después de medianoche cuando, recién completado un tramo de cinco metros de ascenso vertical, pararon de nuevo entre jadeos a fin de descansar. Danyal tenía la impresión de que sólo habían completado la mitad del ascenso de la alta y empinada montaña; contuvo una punzada de miedo, no queriendo imaginar qué podría pasar si la luz diurna los sorprendía alejados de algún tipo de refugio, totalmente expuestos en la rocosa ladera de piedra desnuda.
—Aquí hay un agujero —dijo, cansado, Foryth—. Casi me caigo dentro.
Una ráfaga de vapor que dio en el rostro de Dan fue la primera indicación de que había una grieta grande en el suelo del barranco. Siguiendo el calor, Dan rodeó un gran peñasco y distinguió un agujero negro en el suelo, lo bastante grande para que una persona pudiera atravesarlo, pero no un dragón.
—¡Es una cueva! —exclamó Danyal.
—Podría ser una chimenea de ventilación para la guarida del dragón —sugirió pensativo Foryth, que se acercó para situarse al lado de Dan.
—Entremos por aquí, entonces —decidió el muchacho. La sensación de aire caliente era tan agradable que durante un momento se olvidó del miedo y el odio que luchaban violentamente en el interior de su mente.
Los otros estuvieron de acuerdo en que el muchacho fuera de nuevo por delante. Danyal reptó sobre su barriga y, a los pocos metros, notó que el conducto se ensanchaba. Intentando avanzar en silencio, se dio la vuelta para ir con los pies por delante. Deslizándose sobre la espalda llegó hasta un borde de piedra. A pesar de la oscuridad casi total, vislumbró una superficie un poco más abajo, y se deslizó hacia allí hasta que se pudo poner de pie sobre una roca plana y lisa.
Al poco tiempo los otros se habían unido a él. Aunque avanzaban sin hablar, cada susurro de tela al rozar contra la piedra, cada tacón arrastrado contra el suelo, resonaban intensamente en la quieta oscuridad. Kelryn asió con más fuerza a Mirabeth; el rostro de Dan se puso rojo de ira, pero la muchacha lo miró con una muda súplica. Ella quería que mantuviera la calma y, por el bien de la joven, él lo hizo.
Gradualmente, Dan se iba dando cuenta de que el silencio ya no era total dentro de la cámara subterránea, ni tampoco la oscuridad.
—¡Ve! —siseó Kelryn—. Enséñanos el camino.
Sonó un apagado estruendo que parecía provenir de la misma roca. En efecto, más que un sonido era una vibración, un temblor evidente por partes iguales en el aire y en las paredes de la cueva. El suelo parecía moverse, y Dan se preguntó por un momento si la caverna no estaría a punto de derrumbarse. Pero las paredes parecían sólidas; además, considerado desde un punto de vista práctico, ese sonido podía ahogar los pequeños ruidos que hacían los cuatro intrusos. Por otra parte, aunque el estrecho pasillo de entrada no permitía que entrara luz alguna del exterior, había una pálida iluminación que destacaba los bordes curvos de la estrecha caverna de piedra.
Había un tono carmesí en el fulgor, lo que sugería que su origen debía de ser un caliente horno de fuego o unas ascuas. Cualquiera que fuera su origen, Danyal daba gracias por la luminosidad, aliviado de que no tuvieran que buscar a tientas en la oscuridad o, peor aun, que se vieran obligados a portar algún tipo de luz que delataría su presencia a cualquier ocupante de la gruta.
Al cabo empezaron a avanzar con cuidado por la caverna, cuyo suelo era sorprendentemente liso. No había ninguna roca suelta ni la habitual arenilla que Danyal había encontrado siempre en las cuevas que había explorado. Parecía casi como si la piedra hubiera fluido allí como el barro espeso y luego se hubiera solidificado en esa lisa superficie que volvía tan fácil el avance por el pasillo.
Un aire caliente y seco les azotaba el rostro, y la temperatura se fue incrementando de forma gradual hasta alcanzar un calor intenso que sugería una profunda fuente de fuego. La iluminación también hacía lo propio, hasta que estuvieron avanzando por una caverna teñida de carmesí, con un centro fogoso que los llamaba y amenazaba desde el fondo del pasillo.
A poco llegaron al final del pasadizo; éste acababa en un orificio que se abría a una gran caverna situada unos seis metros más abajo. Unas líneas de color rojo brillante, como llamas líquidas, recorrían el suelo de la caverna, en cuyo centro se elevaba un gran montículo de piedra.
No había señal alguna del dragón. No obstante, Danyal se puso tenso cuando Foryth le tocó el brazo y apuntó después a un nicho en sombras, al otro lado de la caverna.
Una calavera, un cráneo humano, estaba allí mirándolos con sus negras órbitas sin ojos. Pese a saber que sólo era un objeto inanimado, Dan sintió un escalofrío de aprensión al observarla. No podía dejar de pensar que esas cuencas vacías lo miraban a él.
—¡Ahí está! —susurró Kelryn Desafialviento, con la cara desfigurada por una mueca de ansiedad. De nuevo apretó la mano que sujetaba a Mirabeth, y sus ojos se clavaron en Dan—. ¡Tú, chico, baja allí y tráemela!
El odio de Danyal por el jefe de los bandidos y su temor por la vida de Mirabeth debían de darle una expresión atormentada que resultaba divertida a su enemigo. En cualquier caso, Kelryn lo miró y rió, a la vez que apretaba la punta de la daga contra la piel de ella.
—¿Por qué dudas? ¿O es que tienes miedo?
Kelryn avanzó, sin soltar a la muchacha, y condujo al trío de compañeros hasta el borde del orificio. Danyal vio una estrecha cornisa y empezó a bajar por la rampa descendente, agarrándose como podía a la pared mientras avanzaba centímetro a centímetro. Foryth primero y Emilo después lo siguieron. Aferrando a Mirabeth con su brazo flexionado, el jefe de los bandidos fue tras ellos, con el cuchillo preparado para asestar la puñalada asesina.
Consiguieron con mucho esfuerzo llegar al suelo de la caverna, y una vez allí sintieron cómo la roca de la montaña calentaba rápidamente las suelas de sus zapatos. En un apretado grupo, cruzaron un arco de piedra que vadeaba uno de los ríos. La viscosidad escarlata era, de hecho, roca derretida, según le explicó Foryth a Danyal.
Por fin se detuvieron ante el nicho en el que descansaba la calavera de Fistandantilus, y Danyal sintió revuelto el estómago ante la extraña sensación de que las vacías cuencas estaban contemplándolo a él.
Fue Emilo quien dio un paso adelante y trepó por una cornisa de roca que conducía al nicho. Miró intensamente a la calavera desde medio metro de distancia, y Danyal pudo ver que el normalmente intrépido kender temblaba.
—Recuerdo —dijo Emilo, con una voz que era apenas un susurro— que vi antes esta calavera… Había allí un enano… un enano malvado.
—¡Coge la calavera! ¡Tráemela! —espetó Kelryn, empujando el cuchillo con fuerza suficiente para hacer emitir un jadeo a Mirabeth.
Lentamente el kender extendió sus pequeñas y finas manos. Dudándolo un momento cogió entre las palmas la calavera y la levantó de la lisa roca del nicho. Danyal se dio cuenta de que había contenido la respiración, esperando que la montaña se derrumbara o que hubiera algún tipo de explosión.
En lugar de eso pareció como si cesaran las vibraciones en las ígneas profundidades de la montaña. Con un suspiro de alivio, Emilo se dejó caer al suelo, sujetando el grotesco trofeo con los brazos extendidos.
Fue entonces cuando una risa ronca resonó en la guarida, un sonido que sólo podía tener un desastroso significado. Al mirar hacia arriba y ver los orbes amarillos y sus verticales pupilas que los miraban malévolamente en la oscuridad, Danyal lo supo.
Flayzeranyx estaba allí.