Escapar o morir
Segundo Kirinor del mes de Reapember
374 d. C.
—¡Espera! —La voz familiar frenó a Danyal, dándole justo el tiempo necesario para parar el golpe mortal que había pensado asestar.
—¿Emilo? —Danyal frenó el impulso y desvió la trayectoria para no herir a su compañero—. No te había reconocido. Podrías haber… Yo te podría haber…
—No te preocupes, soy yo y estoy bien. Veo que oíste mi maniobra de diversión. ¡Ah, hola, Mirabeth! —declaró el kender—. Me alegro mucho de verte.
—Gracias; gracias a todos vosotros, por venir a buscarme —contestó ella. Pero luego miró a su alrededor buscando a alguien más en su escondite, que era un hueco en la parte trasera de un pequeño granero—. ¿Dónde está Foryth?
—Sigue dentro, supongo. —Danyal movió la cabeza, desesperado—. Le dije que se quedara a mi lado, que tuviera cuidado, pero se fue por su cuenta antes de que lleváramos diez minutos dentro.
—No sé si nos podemos permitir esperarlo —dijo tristemente Emilo—. De algún modo compromete todo el plan.
—Creo que aparte de quedarnos aquí no tenemos otra opción —convino el muchacho—. ¿Has visto cuántos hombres hay reunidos en la base del puente? —Hizo un gesto hacia la luz de la antorcha que había al final de la callejuela, donde se había reunido un grupo de bandidos.
—Sí, pero, a decir verdad, no creo que estén ahí mucho tiempo. —Emilo no parecía preocupado.
—¿Por qué? —preguntó, incrédulo, Danyal. El kender no respondió, y se limitó a ladear la cabeza, escuchando con atención, obviamente esperando algún ruido.
En cuestión de segundos un gran estallido resonó en la noche, mientras una gran llamarada naranja saltaba al aire desde el otro lado de los muros de la casa. Un sordo temblor sacudió el suelo bajo sus pies, y los escombros cayeron a su alrededor mientras el fuego llameaba con una brillantez que simulaba la luz del día.
—¿Hiciste tú eso? —inquirió Danyal, asombrado e impresionado a la vez.
—Eso, era un cobertizo situado en el exterior de la fortaleza —dijo Emilo, satisfecho de sí mismo—. Y esto les enseñará a no poner todos sus barriles de aceite para lámparas en un solo lugar.
El grupo de hombres que había estado vigilando el final del puente corrió como un solo hombre hacia el escenario de la explosión. El combustible encendido se había esparcido en un arco que rodeaba el lugar de la explosión, y varias casuchas vecinas y un pajar ardían también. Otros bandidos procedentes del caserón se unieron a los que habían estado vigilando el puente, para combatir las llamas todos juntos con paladas de tierra o, en algunos casos, con cubos llenos de la valiosa y escasa agua echados en alguna parte vulnerable del fuego.
—¿Crees que eso los distraerá? —preguntó con indiferencia el kender, quien, apoyado contra la pared del granero, intentaba ver las puertas de la casa. Las llamas ascendían hacia el cielo, iluminando todo como un faro, en la noche.
—¡Vamos al puente! —apremió Mirabeth, y apuntó a la ruta que se había abierto ante ellos.
Agachados y procurando permanecer el mayor tiempo posible en las sombras, pasaron por entre los edificios exteriores del pequeño pueblo. Llegaron finalmente a la última choza, situada aún a veinte metros del puente. Toda la superficie del viaducto podía distinguirse desde el caserón, aunque la iluminación era naturalmente más brillante en este extremo.
—Es absurdo quedarnos aquí esperando a que alguien nos encuentre —dijo Danyal, y comprobó que los bandidos de Kelryn seguían ocupados con el fuego.
Los tres salieron a escape hacia el puente sin atreverse a mirar atrás, deseando que sus pies volaran, y corrieron lo más rápido que pudieron sobre el adoquinado. En pocos segundos el profundo abismo, oscuro por las sombras de la noche, se abrió inmenso a ambos lados, y el frío aire nocturno arrastró cualquier resto de calor que pudieran tener del fuego del pueblo.
El primer grito de alarma no sonó hasta que hubieron recorrido la mitad del puente, pero aun así Danyal supo que era desastrosamente pronto. Consciente de que habían descubierto su huida, pidió a sus compañeros que redoblaran sus esfuerzos con la intención de quedarse atrás, él solo, para ganar tiempo e intentar demorar a los perseguidores con su daga. Pero Mirabeth intuyó al parecer su intención, ya que lo agarró de la muñeca y tiró de él para que corriera a su lado.
Finalmente llegaron al extremo del puente, salieron del adoquinado y corrieron por el camino de tierra. Pero ahora oían los gritos de una chusma enfadada, chillidos estridentes, pues los bandidos habían dejado el fuego ya humeante de la fortaleza para iniciar la persecución. Danyal percibió la sed de sangre de la banda y supo que ninguno de los tres sobreviviría ni un minuto si los atrapaban.
—No funcionará. Todos no nos podemos salvar —dijo entre jadeos—. ¡Corred!
De nuevo intentó detenerse y plantar cara a la chusma para ganar más tiempo; pero, una vez más, Mirabeth tiró fuertemente de él.
—Tú vienes también.
Así que los siguió; el kender y los dos jóvenes humanos corrieron entre las sombras de la ladera de la montaña mientras docenas de bandidos asesinos cruzaban impetuosamente el puente.
La abrumadora oleada de pánico que atenazó a Danyal le resultó familiar pero no por ello menos nauseabunda.
—¡Dragón! —jadeó horrorizado, trastabillando. Sus rodillas parecieron volverse de goma, tropezó, y cayó de bruces mientras Mirabeth se derrumbaba a su lado y enterraba la cara en sus manos.
Emilo se frenó en seco junto a ellos y miró hacia arriba.
—¿Qué os parece eso? —dijo con tono asombrado—. ¡Un dragón!
Danyal no quería mirar, pero necesitaba saberlo. Alzó la vista y vio pasar al reptil sobre sus cabezas, tapando las estrellas de una gran extensión del cielo. Las escamas carmesí brillaban como rubíes a la luz de las fulgurantes llamas y, cuando las dos inmensas alas batieron hacia abajo, se levantó una ráfaga de aire que agitó el polvo de la calzada.
—¡Ponte a cubierto! —gritó el muchacho al kender, asomándose por la zanja del lado superior de la calzada para agarrar a Emilo por la muñeca. Metió al kender en la acequia con Mirabeth y con él, y rogó por que estuvieran lo bastante lejos de Loreloch para que el reptil no los percibiera.
Tumbados en agua fría y barro pegajoso, miraron con fascinado terror a la alada forma que planeó sobre ellos y se dejó caer en picado hacia el edificio de Loreloch.
Muchos de los bandidos perseguidores habían llegado hasta la mitad del puente, pero ahora, al verse frente a la muerte voladora, se giraron en masa e intentaron huir hacia el caserón.
Pero el dragón era demasiado rápido. El reptil acortó la distancia con lo que pareció un ocioso golpe de las inmensas alas, la enorme cabeza descendió y de repente la noche se iluminó con una infernal llamarada de fuego. El dragón voló rápido hacia adelante y fue dejando tras de sí el crepitar del fuego, los gritos de los hombres y los silbidos del aire atraído por el ardiente incendio.
Tras esto Flayze planeó cerca del caserón y arrancó uno de los grandes muros con una garra. Otra llamarada salió de entre sus mandíbulas para convertir todo el interior del edificio en un infierno. Después se elevó una creciente nube de fuego, que rápidamente alcanzó a los establos.
Rodeando el gran edificio, el Dragón Rojo aplastó las casuchas y graneros del pueblo con zarpazos de sus garras o latigazos de su monstruosa cola. Expulsó fuego de nuevo, y una docena de casitas rugieron al convertirse en llamas.
Finalmente tomó tierra cerca de la fortaleza. Con unos pocos y devastadores golpes de sus garras delanteras tiró el resto de las murallas. Golpeó la robusta torre una o dos veces, pero luego pareció decidir que la destrucción de la sólida estructura no merecía la pena. En vez de eso el wyrm se concentró en destruir todos los edificios que seguían aún en pie, en quemar todo lo inflamable y en matar todo aquello que se moviera dentro de la ruina que había sido, unos minutos antes, Loreloch.
Sólo cuando la destrucción fue absoluta decidió el reptil extender de nuevo las alas y, aprovechando una corriente ascendente de aire calentado por los fuegos encendidos por su propio aliento, Flayze despegó hacia el cielo y desapareció enseguida en la oscuridad de la noche.