Los ojos de la calavera
Segundo Palast del mes de Reapember
374 d. C.
Flayzeranyx contemplaba la calavera y percibía el deseo en su interior. Durante largos años había sentido la feroz mirada de esos ojos muertos, y había oído su suave voz, que susurraba en su mente insinuando ideas, sugerencias, deseos. Él sabía que la calavera intentaba utilizarlo, que quería usar al dragón para satisfacer su monstruoso apetito.
Pero la barriga del dragón rugía con su propia hambre.
Los ojos de la calavera descarnada miraban al ardiente infierno que era la guarida de Flayzeranyx, y observaban, esperaban. Durante mucho tiempo sólo hubo humo, el burbujeo de la lava y el siseo del vapor. Las nubes de hollín formaban vaharadas turbulentas, y las llamas lamían, como lenguas, el aire. Nada parecía vivir allí, hasta que finalmente unas escamas escarlatas se desenroscaron en la oscuridad y unas alas correosas se extendieron en el aire.
Cuando el poderoso reptil estiró el cuello y elevó la cabeza por encima de la sólida y lisa lava de su atalaya, unos estallidos de fuego amarillo explotaron hacia arriba, como si se alegraran del despertar de su amo.
El dragón estudió la calavera y percibió su necesidad. Vio una imagen de color verde pálido y detectó las chispas de fuego carmesí que ardían allí. El hambre y el deseo de la calavera irradiaban con tal intensidad que eran unas emociones casi palpables.
—¿Y dónde está el talismán? —preguntó el wyrm con voz sedosa, intentando penetrar en las profundidades de la calavera con sus enormes ojos amarillos.
De repente el reptil vio que la imagen cambiaba para dar paso a una guarida humana en las montañas.
—¡Tu corazón de sangre y piedra está allí!
La calavera permaneció como siempre, pero ¿acaso no detectaba ahora Flayzeranyx una mueca burlona en los dientes siempre sonrientes?
—Conozco el lugar —susurró—. La fortaleza en lo alto de la montaña… La he visto y tolerado durante todos estos años.
La calavera estaba silenciosa, quieta, pero la mirada de esos ojos muertos pareció clavarse en la mismísima alma del dragón.
Instintivamente Flayze odió el lugar, odió la atracción poderosa que absorbía la atención de la calavera. El cráneo deseaba la piedra con una necesidad imperiosa. El Dragón Rojo, por su parte, tenía muchos tesoros. Podía permitirse despreciar la oportunidad de añadir otra baratija a su colección.
El dragón extendió sus alas, listo para volar, y salió al exterior.
Tras él, la calavera lo miraba, silenciosa e inmóvil como siempre, los dientes apretados en una eterna mueca.