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Whastryk Milano

1 a. C.

Primer Palast del mes de Reapember

El joven mago intentaba caminar de forma silenciosa, posar las lisas suelas de sus botas en el suelo del bosque sin hacer ruido alguno, pero a cada paso la hierba emitía un susurro al doblarse o bien se oía la succión del barro al levantar el pie. En una ocasión, al alzar la cabeza para ver por dónde debía avanzar, pisó sin darse cuenta una ramita y ello produjo un ruido similar al que haría un relámpago al atravesar el silencioso bosque para ir a clavarse finalmente en su acelerado corazón.

Se dijo a sí mismo que no debía ser así, que era un miedo irracional, que su precaución era una reacción ilógica a un peligro que ya había dejado muy atrás, y que ni siquiera estaba seguro de que existiera una amenaza; quizás era imaginario. No habría persecución. De hecho, había sido el propio Amo de la Torre de Wayreth el que le había mandado salir, y Fistandantilus se alegraba sin duda de que Whastryk Milano se hubiera ido. Pero, a pesar de todo, no podía evitar seguir asustado.

Miró con nerviosismo por encima del hombro hacia el camino forestal del Bosque de Wayreth que iba dejando atrás. La torre ya no se veía; la espesura del follaje se había abierto invitándolo a pasar y a alejarse del mágico lugar y de los dos hechiceros que la habitaban, para luego cerrarse tras él.

Aquella torre, con su legado arcano y su maravilloso tesoro de magia, había sido su hogar durante largos años, así como su escuela y la residencia de sus compañeros, pero de repente todos ellos habían visto concluir sus estudios. Ahora, mientras pensaba que había dejado atrás para siempre ese lugar, tenía dentro de sí un conflicto de emociones. A pesar del calor veraniego que reinaba en el bosque, sentía escalofríos que sacudían la seda de su negra túnica al pensar en los dos magos que seguían habitando la torre.

No podía dejar de preguntarse qué poderes se utilizarían en el transcurso del conflicto.

Whastryk Milano estaba convencido de que éste concluiría con la muerte del joven aprendiz, el único de los pupilos del archimago que había sido seleccionado para permanecer en la torre.

Tembló al pensar en el anciano Fistandantilus, un hombre con el instinto de un lobo y el carácter y vitalidad de una fiera enjaulada; recordó la mirada hambrienta de los ojos del maestro.

El gran mago tenía una necesidad que satisfacer con sus jóvenes pupilos, algo valioso y vital que sólo le podían proporcionar los que acudían a estudiar a su mesa. Él deseaba su longevidad y su vigor e incluso les habría quitado el alma.

Whastryk había sentido en sus propias carnes el deseo hambriento del maestro, y el terror lo había embargado ante la sensación de que la mirada del anciano penetraba hasta lo más hondo de su ser. El escrutinio de aquellos ojos le producía a la vez una mezcla de terror y de atracción hacia ellos.

Incluso ahora, cuando el aprendiz despedido recorría el camino del bosque, cuando sospechaba que el elegido estaba condenado y que no volvería a ver amanecer, Whastryk Milano experimentaba un ataque de envidia, de odio en estado puro dirigido hacia el que había sido seleccionado para permanecer con el archimago; ¿por qué éste había elegido a otro aprendiz y no a Whastryk Milano?

Pensamientos amargos se debatían en la mente del joven mago. Volvía a sentir el familiar resentimiento, el conocimiento de que la suerte le había sido desfavorable en todos los aspectos de la vida.

Sus padres habían muerto cuando era sólo un niño y, privado de toda protección, había sobrevivido a las difíciles calles de Xak Tsaroth usando la inteligencia y el sentido común, y, al final, con el ejercicio de la magia había convencido a tipos más fuertes que él de que era mejor dejarlo en paz. Entonces Fistandantilus lo había llamado a la torre, y Whastryk Milano pudo conocer cosas que ni siquiera había imaginado. Había aprendido a usar su poder en beneficio propio, un poder arcano que le permitiría dominar a muchos otros hombres y trabajar en pro de la Orden de los Túnicas Negras.

Y, sin embargo, lo habría dado todo por tener la posibilidad de quedarse atrás, de compartir el poderoso encantamiento —sin duda letal— del más grande hechizo de su maestro.

Pero el joven mago se llevaba un legado muy valioso de la Torre de Wayreth. No era un tesoro que portara en su saquillo, como un valioso objeto de acero o un instrumento arcano; su tesoro era el conocimiento de la magia y las enseñanzas de su maestro, y todo ello lo llevaba en la mente.

Era libre, y sus conocimientos eran la clave para obtener gran poder en el mundo de los seres humanos; ahora sólo tenía que escoger adonde quería ir y cómo iba a usar sus poderes.

También llevaba un objeto como recuerdo de las lecciones impartidas en la biblioteca de Fistandantilus.

Su mano fue a parar al frasquito plateado que guardaba en el saquillo del cinto, el tesoro que el maestro le había dado como regalo de despedida. Contenía un líquido transparente, y Whastryk podía sentir en los dedos el frío sobrenatural que se desprendía del metal del pequeño frasco. Recordó la solemnidad con que Fistandantilus le había hecho entrega del tesoro. «¿Por qué yo?», se preguntó de nuevo.

El archimago se había mostrado reticente sobre esta cuestión y se había limitado a decirle al joven aprendiz que guardara la poción y que la retuviera hasta su muerte, a no ser que en algún momento se viera amenazado con una muerte inminente e inevitable; Fistandantilus le había asegurado que, si en esa situación bebía la poción, el mágico líquido aseguraría su supervivencia.

Un trueno retumbó en el bosque, y el mago de la negra túnica hizo una pausa. El poco cielo que se veía a través de la cobertura de hojas era azul, y estaba totalmente despejado cuando Whastryk Milano había abandonado la torre dos horas antes. Cuando volvió a producirse el mismo sonido, el hombre supo lo que era: el origen de esos truenos no era natural sino mágico y procedía de la torre de hechicería que se alzaba en el mismo corazón del Bosque de Wayreth.

Un destello de luz, más brillante que el sol, atravesó la densa masa de árboles con un fulgor blanco y frío. Siguió el retumbo de más truenos, y la tierra tembló. Whastryk avanzaba más deprisa ahora, primero trotando y luego a toda carrera. Sus lamentos anteriores desaparecieron, ahogados por una intensa ola de miedo que, como la luz y el ruido, emanaba sin duda de la torre.

El viento se coló entre las ramas de los árboles en ráfagas calientes que no traían nada del frescor de una tormenta de verano; era un huracán sulfuroso, una corriente de aliento pútrido que lo empujaba a ir cada vez más rápido por el camino. Los relámpagos se hicieron cada vez más violentos, y tuvo la impresión de que el propio cielo gritaba horrorizado. Sacudido por los escalofríos, oyó un estruendo y sintió un dolor agudo en el hombro cuando una lluvia de granizos de gran tamaño se abatió sobre los árboles y fue a estrellarse contra el suelo.

Para entonces ya estaba corriendo como el viento, impulsado por la fuerza de su propio terror. Las ramas lo golpeaban en la cara, y las ráfagas sobrenaturales de viento le alborotaban el pelo y sacudían la túnica. Tenía la impresión de que todo lo que lo rodeaba —el bosque, la torre, los dos magos que tenía detrás— iba a acabar roto en pedazos, y que, si aminoraba la marcha, la destrucción lo incluiría también a él.

Por fin salió de la fronda, y pronto el Bosque de Wayreth desapareció en la niebla que iba dejando tras de sí. Cuando llegó al primer poblado se enteró, con sorpresa, de que estaba en las primeras estribaciones de las montañas Kharolis. Después de todo, el bosque mágico estaba en los alrededores de la gran ciudad comercial de Xak Tsaroth cuando Whastryk Milano lo había visto por primera vez. El bosque encantado era así; según le habían contado, un viajero intrépido no encontraba al Bosque de Wayreth: más bien era el Bosque de Wayreth el que salía al encuentro del viajero intrépido.

Al mirar hacia atrás ya no vio el bosque, y el joven mago pensó que se había librado de ese lugar. Comenzó a pensar en su futuro, presintiendo, con más alivio que miedo, que nunca más vería el bosque.