Una misteriosa dolencia
Primer Kirinor del mes de Reapember
374 d. C.
Danyal se sobresaltó por un movimiento repentino en las sombras de los pinos. Se giró e intentó echar mano del cuchillo de pesca que ya no tenía en su cinturón. Después, al adaptarse sus ojos a la escasa luz reinante, se quedó boquiabierto.
—¡Una chica!
Se hallaba escondida en la oscura sombra de un peñasco del arroyo, pero al verse descubierta se adelantó indecisa y agarró el brazo de Emilo con gesto protector.
—Esta es Mirabeth —dijo el kender con sería formalidad—. Estaba esperándonos aquí.
Algo le resultaba familiar acerca de la pequeña figura, un poco más alta que Emilo. Danyal vio el pelo anudado sobre la cabeza, que se partía para dar lugar a dos coletas, una sobre cada hombro, y entonces ya no le cupo duda.
—¡No eres una niña! Eres la chica kender que domó a Malsueño, la que me mostró dónde estaban las manzanas.
—Sí, ésa fui yo. —Oyó de nuevo la voz musical, suave y tranquila.
—¡Extraordinario, simplemente extraordinario! Esperad un momento. Tengo que apuntarlo —dijo Foryth, rebuscando en el saquillo en busca de sus trebejos—. ¿Tú le dabas manzanas a nuestro muchacho?
—¡Ahora olvídese del libro! —interrumpió Danyal—. Recuerde que debemos alejarnos de aquí antes de que salga el sol.
—El chico tiene razón —se mostró de acuerdo Emilo—. Escogí con mucho cuidado este lugar para vuestra huida y llevamos algo de ventaja, pero no debemos perder tiempo sin necesidad.
El historiador parecía estar a punto de ponerse a discutir, pero Danyal se plantó delante de él y se dirigió a Emilo Mochila. Se sentía también como si fuera un cronista, y deseaba formular mil preguntas, empezando por saber por qué el kender había corrido semejante riesgo, pero decidió ser más práctico.
—¿Adonde vamos desde aquí? ¿Qué posibilidad tenemos de escondernos antes de que amanezca?
—Si seguimos la corriente hacia abajo llegaremos al río que está a pocos kilómetros de aquí. No lo podemos vadear, pero hay bosques cerrados en el valle y podríamos ir a derecha o izquierda por la orilla. Es un sendero fácil y con muchos tramos a cubierto.
—Así que pensarán que fuimos hacia allí. —Danyal trató de poner en orden sus ideas y recordó lo sencillo que les había resultado a los bandidos descubrir su campamento la noche que había conocido a Foryth Teel.
Emilo asintió como respuesta a la pregunta.
—Río arriba hay bosque, pero también encontraremos arboledas de perennes como éstos o de álamos, con praderas entre ellas, así como riscos, donde el riachuelo se torna catarata.
—Lo recuerdo.
De hecho, Danyal había pasado la hora del atardecer estudiando este mismo valle, si bien, visto desde la calzada, el terreno del riachuelo parecía menos desalentador que desde allí abajo. Aun así no creía que ninguno de los riscos fuese imposible de escalar.
—Debemos ir río arriba —manifestó Danyal—. No creo que intenten buscarnos en esa dirección, y la ruta valle abajo es demasiado fácil, demasiado obvia.
—Estoy de acuerdo —dijo Emilo, para cortar cualquier objeción que pudiera haber hecho Foryth Teel.
Sorprendentemente, el historiador asintió también con la cabeza.
—Loreloch está en algún lugar de estas montañas, así que no voy a perder el tiempo volviendo a las llanuras.
—¿Sigue queriendo ir a Loreloch? —Danyal miraba al historiador con asombro.
—Mi querido muchacho, un leve contratiempo no debe desanimar la investigación diligente del historiador que aprecie su trabajo.
—¿Contratiempo? Lo apresaron. ¡Por el amor de Gilean, estaba secuestrado!
De nuevo se produjo aquel chasquear de lengua tan propio del cronista.
—Y eso me dio la oportunidad perfecta para realizar mis entrevistas. Una oportunidad que, muy a mi pesar, ha sido pospuesta de forma indefinida. En fin, ¿tengo razón al pensar que deberíamos emprender nuestro camino?
—Toda la razón —repuso el kender con un leve gesto de la cabeza.
Emilo iba guiándolos, con Mirabeth a su lado y Foryth tropezando en la oscuridad. Danyal cerraba la marcha e iba mascullando para sus adentros por la testarudez del historiador.
Intentaban escalar en silencio, pero el terreno era escarpado y los tupidos pinos y grandes rocas hacían que la mayoría del camino estuviera en sombras. Como resultado, tropezaban con frecuencia con obstáculos que no veían, hacían caer piedras sueltas al río, y en general metían ruido suficiente, pensó Danyal, «para despertar a los muertos de sus tumbas».
Afortunadamente no vieron señal alguna de los bandidos. Emilo pensó que era razonable que los hombres hubieran retrocedido por la calzada durante bastante rato, en la suposición de que los fugitivos no se habrían aventurado por la empinada ladera del camino, ya fuera hacia arriba o hacia abajo.
Danyal mantenía el paso sin dificultades, incluso por terreno escarpado, y de hecho estaba ansioso por continuar cada vez que Foryth y Emilo hacían una pausa para respirar. Sólo habían avanzado dos kilómetros, y el joven tenía muy presente que el amanecer acabaría por iluminar el cielo y mostrar el embarrado tobogán que había sido su ruta de escape.
—Haré un reconocimiento —dijo y adelantó al historiador y al kender, que se habían sentado sobre unas rocas cercanas a la orilla del riachuelo.
—Iré contigo —se ofreció Mirabeth.
—Ahora mismo os alcanzamos —prometió Emilo, y Foryth asintió débilmente.
La joven kender escalaba junto a Danyal, sin rastro alguno de fatiga. Se abrían camino entre las rocas, aferrándose a raíces y ramas para ayudarse a subir. En cierto momento el chico tuvo que saltar para poder agarrarse de una rama y encaramarse a un peñasco y, una vez allí, vio que la distancia era demasiado grande para Mirabeth.
Danyal se estiró boca abajo sobre la superficie de la roca y alargó la mano hacia la kender.
—Cógete de mi mano —susurró.
Ella saltó y consiguió asirse de su mano; momentáneamente quedó suspendida en el aire, y el muchacho se asombró de lo liviano de su peso. Los pies de la kender, calzados en suaves zapatillas, encontraron rápidamente dónde plantarse, y pronto se reunió con él encima de la roca.
—¿Crees que deberíamos esperarlos aquí? —preguntó Danyal, temiendo que Foryth y Emilo pudieran tener dificultades en ese tramo de la ruta.
—Sí —respondió suavemente Mirabeth. Sus ojos eran grandes, casi luminosos en la oscuridad, y, al igual que la primera vez que la había visto junto al caballo, Danyal se asombró por el parecido que tenía con las chicas humanas.
—¿Viajabas con Emilo el otro día, cuando te vi en Waterton? —la interrogó.
—Seguíamos la calzada —contestó ella, asintiendo—, y vi el huerto de las manzanas y quise coger unas pocas. Emilo estaba cansado, cosa que le pasa a menudo, así que se echó un rato mientras yo bajaba hasta los árboles. No esperaba encontrarme contigo o con tu caballo.
—No era mi caballo —señaló Danyal—. Por lo menos no lo era hasta que le pusiste tú el ronzal para mí.
Se aclaró la garganta y sacudió la cabeza al sentirse embargado por una oleada de melancolía y de tristeza, ya que echaba de menos a la irritable yegua más de lo que hubiera imaginado.
—¿Dónde está…? La yegua, quiero decir. ¿La cogieron esos hombres? —El liso ceño de Mirabeth se frunció, y de repente las líneas de su edad se marcaron, reveladas como sombras a la luz de las estrellas.
—En realidad fue Malsueño quien cogió a algunos de ellos. —La risita de Danyal fue entre pesarosa y satisfecha, pero desapareció enseguida al recordar al pobre Gnar, lisiado por la patada del caballo y posteriormente ejecutado por sus compañeros. Se preguntó qué sería de Malsueño, y deseó que estuviera sana y salva.
Atisbó un movimiento bajo ellos, y aparecieron Foryth y Emilo. Danyal ayudó a ambos a escalar la gran roca, y luego volvió a ocupar su sitio en la retaguardia del pequeño grupo, que continuó su camino hacia el nacimiento del rumoroso riachuelo.
Pronto, la cuesta se suavizó para transformarse en un valle cubierto de hierba. El suelo estaba blando y enfangado bajo sus pies, de modo que lo rodearon para seguir una pequeña cresta en la que el camino era más fácil, aunque grandes trozos de roca interrumpían la verde alfombra herbácea salpicada de flores. El arroyo parecía una centelleante cinta de plata que formaba meandros en el terreno bajo y liso.
Finalmente, volvieron a unirse las paredes del valle, y el curso fluvial se tornó nuevamente empinado y rocoso.
Allí había más árboles y, al pensar en el inminente amanecer, Danyal sintió alivio por contar con su protección. Encontraron un sendero que, aun siendo estrecho y tortuoso, no presentaba los obstáculos que los habían hecho tropezar toda la noche.
Mientras avanzaban sigilosamente por la oscura arboleda, Danyal se guiaba por la mancha de color de la túnica de Foryth, que se movía más rápido de lo que lo había hecho antes.
Un grito seco de alarma acompañó la parada brusca de Foryth, y Danyal tropezó con el historiador.
—¿Qué pasa? —preguntó el muchacho, que se adelantó unos pasos para ver mejor.
Sin decir nada, Foryth apuntó al suelo, frente a él, donde una figura se retorcía y otra, reconocible como Mirabeth por el par de coletas, estaba arrodillada a su lado y le decía palabras reconfortantes.
—¡Emilo! —gritó Danyal, que con el susto se había olvidado de bajar la voz. Se agachó también al lado del kender, quien se revolvía de un lado a otro con la espalda arqueada y los ojos muy abiertos, mirando al vacío.
—¿Qué le pasa? —susurró Foryth, poniendo una mano sobre el hombro de Danyal.
—¡No lo sé!
Pese a su respuesta, el joven estaba pensando en un hombre de su pueblo, Starn Whistler, quien padecía convulsiones como aquéllas; «ataques», los llamaban los del pueblo. Danyal se había llevado un gran susto la primera vez que había presenciado uno de los ataques, cuando era más pequeño, pero los vecinos habían permanecido inmutables. Danyal pronto aprendió que, aunque parecía que Starn sufría una gran agonía, al rato recuperaba lentamente la conciencia, y en menos de una hora volvía a la normalidad.
Los síntomas eran muy semejantes a los del kender, quien emitía sonidos ahogados con una voz irreconocible que parecía salir desde lo más profundo de la garganta. Danyal se sentía impotente mientras observaba cómo Mirabeth acariciaba la frente de Emilo y se agachaba para susurrar suavemente al oído del afligido kender.
—¿Puedo ayudar en algo? —inquirió Danyal, desconsolado.
—Creo que no —susurró la joven kender—. Esto le ocurre a menudo, y lo único que podemos hacer es esperar a que se le pase e intentar mantenerlo a salvo hasta entonces.
Finalmente el kender inhaló una profunda bocanada de aire para luego desmayarse y quedarse fláccido. Su respiración se normalizó y adquirió la regular cadencia del que está dormido. Cuando Danyal tocó la frente de Emilo, sin embargo, advirtió que estaba empapada de sudor. El largo copete se había deshecho y cubría las mejillas del kender, y de vez en cuando todo su cuerpo se estremecía por una nueva serie de temblores.
—Necesitará descansar un rato —dijo Mirabeth—. Estará desorientado cuando despierte, pero creo que podremos emprender el camino.
—Me pregunto si no deberíamos acampar aquí mismo —sugirió el muchacho, al darse cuenta de que estaban a cubierto por las copas de los árboles perennes; pero, mientras lo decía, para sus adentros deseaba haber puesto más tierra de por medio entre ellos y el escenario de la huida.
—Deberíamos alejarnos más, si podemos —repuso la kender.
Varios minutos después Emilo emitió un gruñido y sus ojos parpadearon. Pronto los abrió y paseó la mirada de Mirabeth a Danyal.
—¿Quiénes… quiénes sois? —preguntó el kender.
—Yo soy Mirabeth, y éste es Danyal. El hombre que está allí es Foryth. Somos tus amigos.
Dan estaba asombrado por la obviedad de la respuesta, pero al mirar al kender se dio cuenta de que Emilo parecía absorber la información: era evidente que no era capaz de recordar nada.
—¿Y yo… quién soy?
—Eres Emilo Mochila, un kender —contestó la joven kender—. De uno de los más antiguos y honorables clanes.
—¿Qué… qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —Emilo se esforzó por incorporarse y la pareja lo ayudó a sentarse.
—Estamos al lado de un riachuelo en un valle de las montañas Kharolis —dijo Danyal—. Sufriste un ataque. Estamos esperando a que te recuperes.
—¿Tuve un ataque? —El kender miró confundido al muchacho.
—Sí —respondió Danyal, asintiendo seriamente—. Pero te vas a poner bien.
—Gracias, yo… —De repente los ojos del kender volvieron a ponerse en blanco, y con un estertor cayó hacia atrás y quedó inerte en el suelo.