Un corazón de sangre y fuego
Aprox. 374 d. C.
Fistandantilus escuchaba a través de los oídos de su anfitrión, y esta vez más cerca que nunca. Su incorpórea mente se llenó de ansiedad, y un hambre renovada atormentó su memoria.
¡El heliotropo!
Fistandantilus sentía el vehemente deseo de tocar el potente y poderoso artefacto, pues sabía que su fuerza arcana le permitiría dominar y después destruir a este despreciable kender. La esencia del mago se revolvió con vigor cuando intentó, como lo había hecho durante décadas, hacer sentir su poder.
Y por primera vez desde que se encontraba dentro de los imprecisos límites de su prisión el archimago estuvo a punto de conseguirlo. Por fin la gema y el kender se aproximaban, acercando así la conexión que abriría el camino que le proporcionaría lo que tanto ansiaba: su libertad y su venganza.
Durante un momento, el espíritu se regodeó anticipadamente por las víctimas atormentadas, la sangre, las almas y las vidas que serían su festín. Habría suficientes asesinatos para saciar la inmensa hambre acumulada durante su encarcelamiento, que había resultado mucho más largo de lo esperado.
Pero entonces apareció otra fuerza extraña que interceptaba su capacidad arcana.
Esta era una fuerza que enturbiaba la unión verdadera entre la esencia del mago y su vetusta gema. Era una presencia misteriosa, un velo de gasa que ensombrecía su control y enmascaraba su poder, pero también era una fuerza mágica, espiritual y fantasmagórica.
Sentía vagamente que este nuevo poder intruso estaba centrado en la persona de un humano, y que competía con él y era suficientemente poderoso para obstaculizar sus esperanzas de éxito.
Encolerizado por esta nueva complicación, el archimago percibió que el heliotropo se seguía acercando. Ya podía oír con toda claridad la cadencia del latido, que retumbaba por todo su ser.
Ahora estaba realmente cerca, casi a su alcance, y ahora el talismán intentó entrar en contacto con él mediante gloriosas sensaciones de calor. Un cosquilleo de poder y conciencia recorrió con un escalofrío el etéreo ser del archimago. La cadencia de vida que había llegado a ser una lejana sugerencia se había convertido ahora en un atronador golpeteo de tambores que lo llenaba de un hambre insaciable.
Pero la amarga verdad era que la gema debía reunirse con un patético kender errante, la persona que había sido un anfitrión indeseable, ignorante de la esencia de Fistandantilus durante más de un siglo.
El fantasmal espíritu se revolvía y retorcía en su intento de obtener un retazo de control, pero seguía estando ahí esa interferencia, la fuerza que lo obstaculizaba y competía por el poder de la piedra. Y por ello la esencia del mal sólo podía lamentarse al ver que la vibrante gema se acercaba tanto que sólo le faltaba hacer tangible su mensaje de vitalidad, de esperanza y de impulso vital.
Entonces la inminente conjunción se hizo añicos, rota por un escudo que podía percibir pero no identificar. Enfurecido, Fistandantilus enfocó toda su atención en uno de sus compañeros, y al punto vio que era un muchacho humano, una persona fácil de distinguir del resto de la humanidad sin rostro.
Éste era su enemigo, la fuente que enmascaraba un poder igual al del arcano. Aquella presencia, la esencia competidora, luchó con él y lo apartó, para dejarlo a un lado. Abrumado, Fistandantilus sintió que desaparecía de nuevo su conciencia.
El kender era de nuevo su propio dueño.
Y otra persona más, el muchacho humano, fue añadido a la lista de aquellos que debían morir.