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Un historiador en su salsa

Primer Palast del mes de Reapember

374 d. C.

En vez de seguir la calzada en una u otra dirección, Danyal cogió su vara de pescar y su nasa y llevó a Malsueño y a Foryth por el sendero del arroyo hasta que estuvieron a unos ochocientos metros o más del puente, río arriba. La noche era oscura y el camino irregular, pero al muchacho no le molestó, ya que pensó que también sería difícil para aquellos que intentasen seguirlos.

—Aquí deberíamos estar a salvo —manifestó finalmente Danyal cuando los dos humanos y el caballo toparon con un nicho rocoso cerca de la orilla.

—Por supuesto —convino Foryth, que seguía exhibiendo un buen humor sorprendente—. Gilean sabe que estoy preparado para dormir una noche entera en cuanto tome unos apuntes.

—Eh…, creo que uno de nosotros debería permanecer despierto, por si vuelven esos hombres. Podríamos turnarnos. —El muchacho miró nervioso hacia el bosque, escudriñando con fijeza cada sombra que se movía, y atendiendo a cada susurro de las hojas y cada chasquido de rama. Con un escalofrío, pensó en el joven y apuesto bandido y sus extraños ojos sin vida, y supo que, si el hombre los encontraba de nuevo, los mataría antes incluso de pararse a hablar con ellos.

Danyal tuvo que admitir, sin embargo, que este nuevo campamento se hallaba en una situación ideal para ocultarse. Estaba muy resguardado, casi totalmente cubierto por una bóveda de follaje, y si se mantenían en silencio estarían a salvo, a no ser que alguien entrara por accidente dentro del propio escondite.

Poco preocupado, al parecer, por los aspectos prácticos, Foryth se había arrodillado para hacer saltar una chispa sobre un montón de yesca que había reunido. Con alguna dificultad, consiguió encenderla y abanicó con la mano por encima de las secas agujas de pino, en un intento vano de airear las llamas.

—¿No cree que estaríamos mejor sin un fuego? —preguntó el muchacho—. Lo digo por si vuelven. Los ayudaría a encontrarnos.

—Oh, creo que hace ya tiempo que esos rufianes se han marchado —repuso el viajero con aire despreocupado—. Vamos a ver… ¿Dónde me había quedado?

—Espere, deje que lo ayude —dijo Danyal con un suspiro.

Admitiendo para sus adentros que era una noche más fresca de lo normal, se arrodilló para soplar las ascuas. En el interior de la gruta era difícil saber hacia dónde soplaba el viento, por lo que Danyal sólo pudo confiar en que no llevase el humo hacia la calzada.

En poco tiempo brotó una llamarada amarilla que creció rápidamente cuando el fuego fue alimentado por trocitos de corteza y pequeñas ramitas.

Foryth usó la parpadeante luz para iluminar la página del libro que había sacado de su bolsa, la cual había apoyado contra la rocosa pared; de nuevo había cogido la pluma y el tintero, y había dejado éste a un costado, sobre una roca lisa.

—¿De verdad va a ponerse a escribir? ¿Ahora? —Danyal no daba crédito a sus ojos.

—Pues claro. La mejor historia se escribe cuando está aún fresca en la memoria del historiador. ¿Oye, no captarías por casualidad el nombre de ese tipo, verdad? Ya sabes, el joven y apuesto que aparentaba ser el jefe.

—¡No me importa cómo se llamaba! —chilló Danyal, pero enseguida se mordió la lengua al oír el eco de su grito devuelto por el bosque. Bajó el tono de voz hasta un suave susurro—. Es un bandido, y podría seguirnos los pasos en este momento.

Pero Foryth ya estaba enfrascado en su tarea, y su única respuesta fue el chirriar de la pluma sobre la página.

—Veamos, el día es el primer Palast del mes de Reapember, durante este año de nuestra era 374 d. C. —Foryth se aclaró la garganta como si llevara a cabo un ritual.

»Bandidos encontrados en el camino de Loreloch, cinco días después de salir de Haven. Después de atardecer, visitaron mi campamento… Veamos… ¿cuántos contaste tú?

La repentina pregunta cogió por sorpresa a Danyal.

—Eh… creo que había seis o siete. Esos vi, por lo menos. Podrían haber sido…

—Maldigo la mala suerte que impidió que ese tipo me dijera su nombre —repitió el historiador con terquedad, aunque su queja no detuvo el deslizarse de la pluma sobre el papel.

—Uno de ellos lo llamó Kelry o algo similar —recordó Danyal.

—Mmm, sí, creo que tienes razón. Era algo parecido a eso. —Miró con ojos entrecerrados la página y, articulando en silencio sus pensamientos, el hombre escribió con movimientos rápidos y suaves. Una sola vez levantó la vista para mirar al muchacho, pero a Danyal le pareció que Foryth ni siquiera lo veía.

—¿Qué lo trajo por aquí? —preguntó Danyal, cuando Foryth, tras escribir durante varios minutos, estiró la mano y parpadeó varias veces.

—¿Qué? Oh, gracias, un té sería estupendo —contestó el solitario viajero y volvió a enfrascarse en la página. El penacho de la pluma pasaba por delante de su nariz al desplazarse, proyectando su sombra en el fino rostro del hombre, cuyas facciones estaban tensas por la concentración. Foryth Teel interrumpió un instante su trabajo para mojar la pluma mientras se mordisqueaba, pensativo, la punta de la lengua.

—Eh… no tengo té —manifestó Danyal, aprovechando la momentánea pausa de la pluma.

—Sí, claro, eso sería muy agradable —asintió con la cabeza Foryth, aunque su pensamiento permanecía en algún lugar, a gran distancia de allí—. Nos ayudará a quitarnos el frío de los huesos y todo eso. Ahora… ¿Dónde estaba yo?

Danyal suspiró, y pensó que ya podría informar al historiador de que se les estaba cayendo encima el cielo, que seguro que Foryth se limitaría a sugerir —eso sí, muy educadamente— que le gustaría con un poco de azúcar.

El muchacho miró fijamente las llamas, abatido. Por alguna razón, aunque tenía un compañero en su campamento por primera vez desde que había dejado el pueblo, se sintió más solo que nunca. Foryth Teel era incapaz de mantener una conversación decente, y al mismo tiempo el viajero distraído daba la impresión de ser terriblemente vulnerable si los bandidos decidían volver. De nuevo Danyal se preocupó por la lumbre. Sabía que el fuego era como un faro que llegaba mucho más allá de los confines de su estrecha gruta.

Se le ocurrió que podría coger a Malsueño y subir un poco más por el sendero del arroyo, pero no estaba preparado para dar la espalda al extraño viajero. Foryth Teel sería muy distraído, pero por lo menos no parecía representar una amenaza.

Y le hacía compañía.

Finalmente el historiador respiró hondo y levantó la vista; el libro permanecía abierto en su regazo, pero puso la pluma con cuidado sobre la lisa roca en la que había dejado su tintero.

—¿Dijiste algo acerca de un té? —preguntó.

—¡No! —La exasperación de Danyal se reflejó en su voz—. Le pregunté qué hacía en esta calzada y, cuando usted dijo que quería té, yo le contesté que no tenía.

—¿Qué? Ay, perdóname. Yo tengo té, y tardaré sólo un minuto en prepararlo.

Danyal esperó con impaciencia mientras el viajero sacaba un puchero de hojalata de su fardo, cogía algo de agua del riachuelo, al que estuvo a punto de caer, y luego miraba en vano las llamas, buscando un lugar para poner la olla.

—Aquí. —Con un suspiro, el muchacho usó un palo para apartar unas brasas de las llamas—. Ponga la tetera sobre estos rescoldos.

—¡Espléndido! Ahora, ¿qué era lo que intentabas preguntarme?

Danyal estaba a punto de musitar que ya no le importaba, cuando el rostro de Foryth se iluminó al recordarlo todo de repente.

—Oh, sí. Qué hago aquí. Te aseguro que tendrían que admitirme como clérigo si tuviera respuesta para esa pregunta. —Rió su propia chanza, aunque el joven no le encontraba pizca de gracia.

»Me dirijo a un lugar llamado Loreloch —continuó Foryth—. Está entre estas colinas —dijo, haciendo un vago gesto hacia la oscuridad que los rodeaba.

—Nunca he oído hablar de ese sitio —repuso Danyal—, pero también es cierto que nunca me he alejado mucho de Waterton.

—Bueno, es una especie de lugar secreto. A decir verdad la mayoría de la gente no sabe que existe. Según me han dicho es un pequeño pueblo, agrupado alrededor de un caserón, una fortaleza protegida por hombres armados. El señor de la casa no tiene mucha relación con el exterior.

—¿Y por qué quiere ir allí? —Danyal también se preguntó cómo pensaba el despistado investigador encontrar su ubicación.

—¡Por Fistandantilus! —dijo Foryth lacónicamente, como si ese nombre fuera la clave de todos sus planes y ambiciones; al observar que Danyal no se mostraba terriblemente impresionado, prosiguió—: Soy un historiador e intento hacer la crónica de la historia del archimago más grande de Krynn. En concreto, hay un hombre que vive en Loreloch. Se mudó allí después de que los Buscadores fueron expulsados de Haven.

—He oído hablar de Haven —declaró, orgulloso, el chaval—. De allí vinieron mis antepasados, poco después del Cataclismo.

Quizá Foryth no lo oyó, pero el caso es que no interrumpió su cháchara.

—Este hombre, el falso Buscador, declaró que el archimago Fistandantilus era un dios, y que él era el sumo sacerdote de su religión. Durante un tiempo tuvo bastantes seguidores, hasta que, claro está, los Buscadores se revelaron como falsos clérigos.

Muy a pesar suyo, Danyal estaba fascinado por la historia.

—Eso fue cuando vinieron los dragones, ¿verdad? Y la gente descubrió que Paladine y la Reina Oscura seguían aquí, y podían responder a sus oraciones.

—Sí, las dos grandes deidades viven, al igual que lo hacen otros muchos dioses: Gilean, el patriarca de mi propia fe, y la amable Mishakal, y otros más, no tan benignos. Pero volvamos a mi historia. Este falso clérigo fue desterrado de Haven, y con un pequeño grupo de seguidores se adueñó de la fortaleza de Loreloch.

—¿No se opusieron los señores supremos? —preguntó Danyal—. Quiero decir, que ya sé que yo aún no había nacido, pero he oído que durante la guerra vinieron incluso a Waterton, y obligaron a que la gente les pagara con comida de cada cosecha, bajo amenaza de enviar sus dragones y destruir la aldea. —El muchacho se estremeció cuando su mente evocó un vivo recuerdo de lo que acababa de describir. Miró al hombre por el rabillo del ojo, aliviado al ver que Foryth no parecía haber advertido su angustia. Por alguna extraña razón, deseaba que el incidente siguiera siendo un secreto.

—Podrían haber hecho lo mismo a Loreloch, Gilean lo sabe. Podrían haber enviado un dragón para arrasar el lugar si estaban descontentos —admitió el hombre—. A decir verdad, no sé por qué no lo hicieron. Quizá simplemente no pusieron atención, o quizás era una amenaza demasiado pequeña para molestarse.

Foryth se aclaró la garganta, y Danyal se dio cuenta de que el hombre organizaba sus ideas para retomar el hilo de su disertación tras la pregunta.

—Había otro detalle único en este clérigo de Fistandantilus. A diferencia de la mayoría de los Buscadores, él tenía por lo menos un poder sobrenatural: aunque había sido el líder de su secta durante casi cien años, nunca se lo vio envejecer. Se dice que sobrevivió a la guerra, que acabó hace ya más de veinte años, claro. Me pregunto si sigue teniendo el mismo aspecto juvenil que tenía entonces, aun después de que su iglesia fuera desarticulada y tuviera la suerte de escapar hacia el destierro.

—¿Suerte? —se extrañó Danyal.

—En comparación con la muerte, yo diría que sí. Después de todo, un personaje tan poderoso como el señor supremo del ejército draconiano había emitido una orden de muerte contra él. Ahora el hombre hace periódicas incursiones desde Loreloch contra los pueblos vecinos, y asalta a los viajeros que entran y salen de Haven y los puertos costeros.

—¿No se oponen los Caballeros de Solamnia a sus robos y su pillaje? —En varias ocasiones a lo largo de su vida, Danyal había visto a uno o dos de los guerreros con armadura atravesar Waterton. Recordaba vivamente su porte digno y su aire de competencia que infundían gran respeto—. Supongo que nadie saldría bien librado de un enfrentamiento con ellos.

—Bueno, en esto último tienes razón, pero los caballeros han estado terriblemente ocupados desde la guerra. Han intentado restablecer algo de orden en sus dominios, y tuvieron que enfrentarse a otra invasión procedente de Palanthas pocos años después de que fuera derrotada la Reina Oscura. Además, el Nuevo Mar separa estas tierras de los centros de poder de los caballeros, aunque hay por aquí un oficial de la Orden, de nombre sir Harold el Blanco, si bien tiene bajo su responsabilidad un gran territorio. Así que yo diría que no, que Loreloch está demasiado alejado de todo para requerir la atención de nuestros protectores solámnicos.

—Pero ¿por qué quiere ir allí? —insistió Danyal.

—Ya te lo dije. —Foryth parecía exasperado, aunque el chico no recordaba haber oído una respuesta a esa pregunta—. ¡Fistandantilus!

—¿Está allí? Pero ¡si dijo que estaba muerto!

—No está allí. Pero el señor de Loreloch declaraba rendir culto al archimago, y este hombre no envejece, y yo quiero averiguar por qué.

—Si es un lugar secreto, ¿cómo piensa encontrarlo?

—Con mi libro, naturalmente. El libro del saber —explicó Foryth, como si el muchacho debiera entender todo lo que estaba diciendo.

Danyal aguardó a que el historiador dijera algo más, pero Foryth sacudió la cabeza, como si desechara alguna idea, y el muchacho se preguntó si no habría otra razón más por la que el hombre había emprendido su viaje.

El historiador siguió con sus garabatos, musitando bajito para sí mismo, y Danyal notó que sus párpados se hacían más pesados. Se echó hacia atrás y encontró una lisa maraña de raíces que le podía servir de almohada, y en pocos momentos se quedó dormido. Sus sueños se llenaron con imágenes de dragones y de caballeros, de una fortaleza en lo alto de una montaña, y de oscuros bosques repletos de peligros. Durante largo tiempo corrió, esquivando los árboles, intentando respirar, pero no podía escapar.

El chasquido de una rama al romperse lo sacó de las profundidades de su sopor, tan bruscamente que se preguntó si no acababa de cerrar los ojos un segundo antes. Pero no; el fuego se había reducido a un montón de brasas, y Foryth también dormía, apoyado contra la roca sobre la que había estado escribiendo.

—Despierte —susurró Danyal, mirando con preocupación a su alrededor. A través de la evocación de su sueño oía los ecos del chasquido de la ramita y supo que había algo ahí fuera. Algo grande.

Parpadeó al ver moverse las sombras y se encontró mirando a un apuesto rostro que creyó reconocer. Una afilada hoja de acero reflejaba la leve luz rojiza del fuego.

—¡Vaya, qué suerte la mía! —dijo el joven bandido, cuyos ojos miraban a uno y a otro—. ¡Parece que mi pobre red ha atrapado dos pajaritos!