Un alboroto en la noche
374 d. C.
Entre el cuarto Bakukal del mes de Paleswelt y el primer Linaras del mes de Reapember.
El huerto de los manzanos estaba exactamente donde la kender había dicho que estaría. Danyal ató a Malsueño a una gruesa rama y recolectó toda la fruta que podía llevarse. Puso las manzanas en la nasa, a falta de un recipiente mejor y luego se comió varias sentado en la hierba mientras miraba cómo pastaba la yegua.
Malsueño, por su parte, miró siniestramente al muchacho con sus grandes ojos marrones, una mirada que intranquilizó a Danyal. Se imaginó que el caballo buscaba un modo de soltarse y quizá de propinarle una coz o, como poco, de salir al galope, para nunca más volver a verlo.
—Tal vez debería soltarte —pensó Danyal en voz alta—. A buen seguro vas a causarme más problemas de lo que vales.
Las orejas del caballo se irguieron y giraron hacia él. Cuando Malsueño empezó a masticar otra manzana, Danyal sintió una extraña afinidad hacia el animal, como si los uniese un parentesco. Sabía que estaría aun más solo si el corcel huía, así que sonrió resignadamente y añadió:
—Supongo que estamos unidos, puesto que somos los dos únicos supervivientes de Waterton.
Su mente seguía sin aceptar que esto fuera verdad, así que intentó no pensar en ello y procuró decidir el camino que emprendería al día siguiente, aunque estos pensamientos eran también preocupantes, porque lo llevaban inevitablemente hasta el dragón que había volado hacia el norte.
Cuando oscureció, el chico se cubrió con la manta y se acostó, pero durmió muy inquieto toda la noche. Sus sueños se vieron invadidos por imágenes de fuego, de grandes alas rojas y de enormes fauces; mezclados con ellas, había episodios en los que veía a su madre y al resto de la familia, pero inmediatamente le eran arrebatados por alguna fuerza sobre la que él no tenía ningún control.
Despertó antes del amanecer, temblando de frío a pesar de la manta, y sintió un tremendo vacío en el estómago. Era un hambre que no podría ser aplacada sólo con manzanas, así que se encaminó hacia el río cuando las primeras luces teñían de dorado el horizonte, y antes de que se hubiera aclarado medio cielo ya tenía tres hermosas truchas. Hizo un fuego en el borde del huerto, y sintió el calor de las llamas; abrió y limpió los peces, y los clavó en afilados palos y los asó en el fuego.
Cuando el sol llegó a las copas de los árboles, él ya había desayunado y estaba caliente y seco. Cambió la cataplasma de barro de la herida de Malsueño, y se sintió aliviado al ver que había empezado a cicatrizar bien. Finalmente cogió la soga con una mano y la vara de pescar con la otra y emprendió el camino por el sendero paralelo al arroyo.
Antes de que el sol alcanzara su cenit se encontraba ya más lejos de su casa de lo que había estado en toda su vida. El valle tenía el mismo aspecto que en Waterton, aunque notó que en el arroyo había más trechos de espumosas aguas blancas. El clima seguía siendo soleado y cálido, lo cual era de agradecer, y a veces conseguía recorrer más de un kilómetro sin pensar en el horror que le había hecho emprender su camino. Se distraía imaginando que estaba corriendo una aventura o que era un pescador que buscaba el estanque ideal con los peces perfectos.
Pero entonces volvían los recuerdos y la melancolía se apoderaba de él, tan opresiva como un cielo tormentoso, y amenazaba con convertirse en una gran depresión, como las tormentas de verano que amenazan primero para luego dejarlo a uno empapado.
El mismo sol parecía oscurecerse en el cielo, y Danyal frenaba la marcha y avanzaba a trompicones mientras luchaba contra el nudo que se le iba formando en la garganta. En estos momentos duros era Malsueño la que lo obligaba a seguir adelante; el gran caballo continuaba marchando con ritmo quedo y tiraba de la soga que el muchacho mantenía aferrada, con lo que evitaba el hundimiento total de su compañero de fatigas.
Esa noche acampó en un bosquecillo de cedros y comió de nuevo truchas frescas con un par de manzanas. Encendió una pequeña hoguera, y pasó la noche más cómodo y tranquilo que la anterior, protegido como estaba del viento por los árboles perennes.
En el tercer día de su expedición el terreno empezó a elevarse de forma apreciable. No había visto ningún asentamiento ni signo alguno de seres humanos u otra raza de constructores en el tiempo transcurrido desde que había dejado atrás las ruinas de su pueblo. Ahora las lejanas montañas se elevaban como una gran masa de color púrpura hacia el norte y hacia el oeste, y había lugares en los que veía alargadas manchas blancas de nieve perpetua y brillantes cornisas heladas repartidas por los altos riscos.
Al caer la tarde de ese día, llegó a una curva en el sendero del arroyo y se sorprendió al ver que un puente de piedra gris en forma de arco vadeaba el riachuelo. Soltó las riendas de Malsueño y trepó por una cuesta rocosa hasta llegar a una estrecha calzada, llena de baches. Pateando y bufando, el caballo consiguió llegar a su lado.
—¿Hacia dónde llevará esto? ¿O de dónde vendrá? —se preguntó en voz alta Dan, mirando hacia uno y otro lado del poco frecuentado sendero.
Malsueño bajó el hocico al suelo y arrancó un puñado de tréboles que crecían al borde del camino mientras Danyal intentaba pensar. No se veía huella alguna de botas, cascos o ruedas en el camino y se dio cuenta de que hacía tiempo que no se usaba; sin embargo, parecía sugerir que había algo interesante en cada sentido del camino; ¿por qué si no iban a construirlo?
Decidió acampar cerca de allí para considerar la cuestión durante la noche. Unos metros río arriba desde el puente encontró una pequeña gruta, con una ladera de musgo que descendía hasta un pronunciado recodo en el riachuelo que parecía prometer buena pesca. Aunque no sabía por qué lo hacía, Danyal procuró que su campamento provisional no fuese visible desde la calzada.
Tras volver a comer pescado asado, dispuso las cosas para mayor comodidad suya y del caballo. De nuevo se durmió enseguida, tras un día agotador.
Esta vez, sin embargo, su sueño fue interrumpido por un ruido que lo hizo incorporarse con el cuchillo en la mano antes incluso de haber identificado su procedencia. Después lo volvió a oír; era un grito de alarma seguido de una risa fría y corta.
Había hombres cerca de allí, y, a juzgar por los ruidos de lucha, algún desafortunado viajero se había encontrado con un grupo de bandidos o de asaltantes de caminos.
Danyal se quitó la manta de encima y, con el corazón saliéndosele del pecho, se arrastró hasta la entrada de la gruta. La ladera a este lado del camino era empinada y, en su base, a sólo unos metros de la calzada, distinguió los brillantes rescoldos de la hoguera de un campamento. Pese a la tenue luz, alcanzó a ver un hombre con la espalda contra el muro de piedra y otros cuantos, más grandes y fuertes, que cerraban el círculo en torno a él.
Malsueño, a su lado, estaba quieta y en silencio; los ollares le temblaban, y tenía las orejas inclinadas hacia adelante para captar mejor los sonidos. De repente Danyal cayó en la cuenta de que el caballo podía hacer ruido en cualquier momento y delatar su propia posición. No había forma de mover el caballo en silencio, así que para protegerse a sí mismo empezó a arrastrarse hacia un lado, siempre en lo alto de la ladera de la colina, para acortar la distancia que los separaba.
La luz aumentó cuando uno de los bandidos echó algo de leña seca al fuego, y Danyal pudo ver que el viajero solitario estaba desarmado, con la espalda contra la pared rocosa, enfrente de los otros. Al acercarse, el muchacho descubrió asombrado que, aunque desarmado, el hombre sostenía un libro en su mano izquierda. El tomo estaba abierto, y en la mano derecha tenía un tintero y una pluma que intentaba mojar sin éxito mientras se dirigía a sus atacantes.
—¿Dónde decís que estamos? ¿Y qué nombre fue ése? Lo siento, pero con esta luz es complicadísimo ver la página. Ah, gracias, así está mucho mejor —dijo, cuando echaron más leña al fuego.
—No te preocupes por eso —gruñó uno de los bandidos, un tipo muy apuesto cuyo brillante pelo negro y facciones firmes chocaban con la mugre de su jubón de cuero—. Entréganos tu bolsa, si es que albergas esperanzas de volver a ver amanecer.
Danyal se quedó boquiabierto. A pesar de haberlo adivinado, se sobresaltó al oír confirmadas las intenciones de los hombres. Se agazapó tras un árbol para mantenerse fuera de la vista, pero no despegó el ojo del hueco que quedaba bajo el tronco para poder seguir contemplando la escena que transcurría a la luz de la hoguera.
—Siento decir que mi bolsa no contiene gran cosa —decía el tipo. Parecía muy despreocupado, pensó Danyal, para alguien que podía estar enfrentándose a los últimos instantes de su vida.
—Esto podría acabar mal para ti. ¿No tienes miedo? —preguntó el apuesto bandido, pensando obviamente lo mismo. Se pavoneó como si fuera el cabecilla del grupo—. ¡Eh, Balayar, dame una tea! ¡Quizá podamos hacer que este tipo lo piense dos veces antes de darnos sus respuestas!
—Vale, Kelryn —contestó otro y metió en el fuego una rama repleta de agujas secas. Las llamas chisporrotearon en la noche y estallaron con chasquidos y siseos, arrojando una luz tan brillante que Danyal temió que descubrieran su escondite.
Entonces oyó otro ruido, un estrépito que se producía cerca de donde él se encontraba. Los bandidos blasfemaron y volvieron su atención hacia el campamento del muchacho. Danyal supo al instante lo que había pasado: asustada por la resplandeciente llama, Malsueño había conseguido desatar el ronzal, y ahora se acercaba a él, tropezando entre las rocas.
—¡Mirad! ¡Allí! Un hombre a caballo —gritó uno de los bandidos apuntando hacia la oscura silueta del asustado corcel.
Malsueño relinchó, un sonido estridente que atravesó la oscuridad. Coceando y resbalando sobre la grava, el asustado caballo negro avanzó por la empinada ladera. Muchos de los cantos se soltaron y empezaron a rodar hacia abajo con velocidad creciente.
En cuestión de segundos, el ruido de la avalancha se hizo más ensordecedor que los gritos de los hombres o el asustado relinchar del caballo. Danyal vio cómo una gran roca salía despedida para ir a aterrizar ruidosamente en medio del fuego, del que se alzó una lluvia de chispas y ascuas.
Ahora los hombres gritaban e intentaban alejarse de allí. Danyal alcanzó a distinguir que los bandidos miraban con ojos enloquecidos hacia todos lados, con las espadas desenvainadas en espera de sus atacantes. Otra gran roca atravesó ruidosamente el campamento y golpeó a su paso a uno de los bandidos, que quedó retorciéndose y quejándose en medio del camino.
El cabecilla se arrodilló sobre el hombre herido, que gritaba de dolor; una espada centelleó a la luz del fuego, y los lamentos del herido cesaron para dar paso a un grito agudo que murió en un repugnante gorgoteo de sangre.
Luego los bandidos desaparecieron; sus pasos se alejaron por el camino mientras la avalancha de rocas llegaba a su fin y sólo restaba una lluvia de piedras y gravilla, que se precipitó hasta el pie de la ladera. La espesa polvareda levantada por las rocas se le había metido a Danyal en la nariz y en la boca, y el muchacho se preguntó qué le habría pasado al viajero solitario; su campamento había quedado sepultado bajo una gruesa capa de cascotes y no parecía haber nada o nadie que se moviera allí abajo.
El chico bajó cautelosamente por la cuesta y vio que Malsueño había conseguido de algún modo llegar hasta la calzada. El corcel negro lo miró impasible mientras él buscaba entre los cascotes, hasta que lo sobresaltó una voz procedente de las sombras.
—Hola —dijo el viajero, dando un paso adelante. Danyal advirtió que lo había protegido el saliente del risco bajo el cual lo habían empujado las afiladas espadas de los bandidos.
—Ho… hola —contestó el joven—. ¿Está bien?
—Creo que sí —repuso el hombre—. He de admitir que fue mala suerte lo de la avalancha de rocas.
—¿Mala suerte? —Danyal estaba asombrado—. Creo que eso acaba de salvarle la vida.
—¡Oh, no! —replicó el tipo—. Sólo hizo huir a esos hombres justo cuando uno de ellos estaba a punto de decirme su nombre.
El joven iba a responderle que a él le había parecido que los bandidos tenían otras intenciones que las de mantener una conversación informativa, pero el desconocido parecía tan sincero y preocupado que Danyal cambió de idea.
—Me llamo Danyal Thwait —se presentó—. ¿Quién es usted?
—Foryth Teel —contestó el hombre, con cara de preocupación, mientras recogía el libro que el bandido había tirado contra las rocas—. No se ha estropeado —le dijo a Danyal, como si no hubiera duda acerca de la inquietud del muchacho por el buen estado del tomo.
—Bien —respondió el joven—. Pero ahora, Foryth Teel, ¿por qué no me acompaña? Creo que debemos buscar otro lugar para acampar.