18

Cenizas

374 d. C.

Cuarto Misham del mes de Paleswelt

Danyal avanzaba por el liso y pegajoso barro del camino, sorteando mecánicamente las rocas y raíces que salpicaban el suelo. Ni siquiera reparaba en tales obstáculos, pues sus ojos estaban cegados por las lágrimas y su mente era incapaz de borrar la imagen del cuerpo de un chico de su edad, chamuscado y tirado sobre el suelo con los brazos extendidos en dirección a la zona limítrofe del pueblo, al arroyo, al propio Danyal. El recuerdo era tan vívido que sólo le faltaba oír los gritos. Alguien le había tendido los brazos, desesperadamente necesitado de su ayuda, y él no había estado allí para brindársela.

No había llegado a identificar ninguno de los cuerpos, ya que estaba demasiado horrorizado para ello, pero de pronto recrudeció su llanto al pensar que cualquiera de ellos podía ser su padre, su madre o Wain. Y si no estaban allí, en la plaza, seguro que habían muerto en los establos arrasados o en los restos incinerados de cualquiera de los otros edificios.

Danyal no quería ni saberlo; únicamente hallaba consuelo en correr desesperadamente a través del bosque que bordeaba el río. Al cabo, un ardor en los pulmones y el dolor punzante del flato en el costado frenaron la velocidad de su huida. Tambaleándose por culpa de la fatiga, tropezó con una gruesa raíz de sauce, y sólo pudo dar un paso más antes de caer agotado. Siguió llorando, postrado, hasta que se le agotaron las lágrimas, y sus sollozos se fueron espaciando hasta desaparecer. Recobrada una visión clara al haber cesado el llanto, observó el retorcido tronco del viejo sauce y la cambiante superficie del riachuelo, que rielaba bajo la luz del sol.

Entumecido, intentó asimilar el hecho de que estaba ante el mismo riachuelo que con tan buenos ojos había mirado esa misma mañana, por increíble que pareciera. Su congoja se había disipado, cosa que le resultaba muy extraña; intentó pensar en ello pero llegó a la conclusión de que no tenía sentimiento alguno. Siguió tumbado allí, considerando esta realidad, durante un período de tiempo que a él le pareció muy largo, asombrado porque no estaba llorando ni asustado; ni siquiera estaba indignado.

Cuando reunió las fuerzas suficientes, consiguió ponerse a gatas y erguir el cuerpo hasta apoyar la espalda contra la lisa corteza del enorme árbol y así poder mirar el agua. Reconocía el lugar, y le sorprendió comprobar que había recorrido tanto camino río arriba. De hecho, acababa de pasar el último de los estanques en los que abundaban las truchas, que tan distantes le habían parecido aquella mañana.

Saltó un pez, y el sol arrancó destellos plateados a sus escamas, antes de que el animal se zambullera nuevamente en la ondulante corriente en medio de una rociada iridiscente de brillantes gotas.

Cosa curiosa, Danyal no tenía hambre.

Sólo entonces cayó en la cuenta de que tenía la garganta totalmente reseca. Se incorporó y llegó a trompicones a la orilla del arroyo; una vez allí se arrodilló, y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer al riachuelo. La superficie del agua rielaba de un modo que él nunca había visto antes; era como si jamás hubiera contemplado el fluir del agua. Bajó ambas manos unidas en forma de cuenco y, llevándose el limpio fluido hasta los labios, lo bebió trago a trago.

Una vez saciada su sed, se sonó la nariz y paseó la mirada por su alrededor contemplando el soleado valle. Comprendió que tenía que decidir qué hacer. Pensó en el pueblo, y se le entrecortó la respiración; pero, al sacudir violentamente la cabeza, volvió la sensación de falta de sentimientos. El secreto, entendió, estaba en no permitirse sentir nada.

Era forzoso que tomara una decisión. Sabía que no podía permanecer en ese lugar, aunque una pequeña parte de él se oponía a la idea de marcharse y sugería que podía dejarse caer al suelo y quedarse dormido hasta morir.

Pero entonces ¿adonde debía ir? ¿Qué iba a comer? ¿Cómo iba a vivir?

Con un resquicio de esperanza se acordó de su vara de pescar; suponía que debía de habérsele caído cuando había divisado al dragón. Desanduvo el camino recorrido anteriormente y se sorprendió de nuevo por la gran distancia.

Le llevó mucho tiempo llegar hasta donde estaba la vara, y una vez allí notó de nuevo el acre olor del pueblo quemado. Los cuervos graznaban desde las copas de los árboles y los buitres daban sigilosas vueltas en lo alto del cielo.

Cogió la flexible vara de sauce mientras pensaba de nuevo en el pueblo tal y como lo había visto por última vez, y se dijo a sí mismo que debía volver allí. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas; agitó, frustrado, la cabeza cuando una pregunta no deseada se inmiscuyó en sus pensamientos: «¿Y si había alguien con vida, alguien que hubiera sobrevivido al ataque de fuego y de destrucción, una persona herida, grave quizás, alguien que necesitaba ayuda?».

Emitió una risa amarga a sabiendas de que era una idea absurda. La devastación había sido total y absoluta, pero aun así sabía que no podía partir, que no podía alejarse sin estar completamente seguro.

Lentamente, indeciso, echó a andar otra vez por el sinuoso sendero que se alejaba del arroyo; se detuvo un momento para apoyar la vara contra un viejo sauce y luego subió la pequeña loma que marcaba el final de la arboleda. Ahora se alegraba de la presencia del humo, que ascendía hacia el cielo, procedente de vigas y cimientos chamuscados, ya que le impedía contemplar la destrucción en su conjunto.

Primero se dirigió hacia su propia casa; había sido el edificio más grande del pueblo, y le fue muy difícil reconocerlo entre los escombros y las vigas astilladas y quemadas. Se encontró con un camino de piedra similar al que antes había llevado a su puerta, y un hoyo, lleno de vigas negras, que se parecía al sótano de su casa, pero no acababa de estar convencido. No, no lo era, no podía serlo. Debía de ser algún extraño lugar, un sitio de algún reino infernal que sólo se asemejaba superficialmente a aquel en el que Danyal había pasado los primeros catorce años de su vida.

La herrería se podía reconocer por el yunque y la forja que aún se distinguían entre la madera quemada y las piedras cuarteadas del muro posterior del edificio. Danyal se alejó a trompicones, conteniendo las náuseas, ante la visión de una mano musculosa cuyos dedos chamuscados sujetaban aún, rígidos, el martillo. La extremidad y el martillo eran lo único que se podía ver, ya que el resto estaba totalmente cubierto de escombros.

Y esta imagen se repetía por doquier. Rodeó la cuba de vino y los negros cuerpos de los que habían estado reunidos alrededor de las tinajas en la plaza del pueblo, y dedujo que la mayoría de los vecinos habían muerto allí, probablemente en la primera llamarada letal del ataque del dragón. La mayoría de los cuerpos estaban tan quemados que eran irreconocibles, y Danyal se repitió una y otra vez que eran esculturas de madera o de carbón, objetos inanimados transformados en caricaturas de gente de verdad.

En el pequeño prado situado al otro lado del pueblo, distinguió los cuerpos de los pastorcillos —entre los que se contaba su hermano Wain—, destrozados por las garras del dragón, y tuvo que alejarse precipitadamente de allí. La visión de esos cuerpos era aun más horrible que todo lo anterior, porque su humanidad seguía siendo evidente, innegable en las pequeñas y desgarradas formas.

Danyal ansiaba desesperadamente darse la vuelta y correr, dejar ese lugar para siempre, pero se obligó a seguir y terminar su macabro recorrido. En el centro del pueblo, se detuvo ante los restos de su propia casa, y fue girando lentamente hasta completar el círculo, escudriñando a través del humo en busca de cualquier señal de vida.

—¡Hola! —gritó; por toda respuesta, un centenar de cuervos alzaron ruidosamente el vuelo, asustados—. ¿Hay alguien ahí? ¿Me puede oír alguien?

Esperó a que las aves volvieran a posarse y los ecos cesaran. El silencio, entonces, fue absoluto y aceptó la realidad: era el único superviviente del pueblo.

Cuando quiso darse cuenta, estaba de regreso en el bosque, en la orilla del arroyo, donde había dejado apoyada la vara de pescar antes de entrar en el pueblo. Y de nuevo se preguntó adonde debía ir.

Por primera vez en su vida Danyal consideró el hecho de que realmente conocía muy poco acerca de lo que había más allá del valle. Sabía que río abajo, recorriendo una lejana calzada que atravesaba el bosque, había una ciudad llamada Haven. Sus antepasados procedían de esa ciudad. Muy de vez en cuando, algún lugareño con espíritu aventurero iba allí, y regresaba con historias de exóticas gentes, que llevaban vidas extrañas en compañía de otras muchas gentes.

Río arriba, hacia el norte, se extendía el desierto, y además, al parecer, estaba el dragón. Él lo había visto llegar procedente de esa dirección, y marcharse por el mismo camino. Danyal sabía que el arroyo nacía en las altas montañas que, en un día despejado, eran visibles para cualquiera que se situará a una altura desde la cual los árboles no le obstruyeran la visión; al parecer, el dragón también vivía allí.

Analizó las dos opciones, y de inmediato supo que iría hacia las montañas. Un sentimiento pugnaba por atravesar su escudo de indolencia, un sentimiento de ira, amargura y odio. El dragón le había arrebatado todo lo que era su vida. Él le haría lo mismo al gran reptil carmesí.

Esa idea lo llenó al punto de energía. Estaba emocionado ante la existencia de un objetivo, preparado para partir de inmediato. Más tarde se preocuparía por los detalles de su misión.

El muchacho cogió la vara de pescar y emprendió camino río arriba, por el sendero que corría paralelo a la corriente; su paso era firme y sus intenciones claras. Tenía una buena nasa y un cuchillo afilado, además de yesca y pedernal, y la cálida manta alrededor de la cintura.

La rabia lo empujaba a avanzar rápidamente por el sendero. Decidió esperar hasta la puesta del sol, momento en el que tenía esperanzas de pescar algún pez antes de que oscureciera. Tenía buenas posibilidades de encontrar una cueva en las márgenes del río o algún árbol hueco donde pudiera dormir. A menudo había acampado con su hermano, y no habían usado más que el dosel del follaje de un sauce como refugio. Si era preciso, podía hacer lo mismo aquella noche.

Pero Wain ya no estaría allí, no volvería a estar nunca. Pensamientos como éste intentaban colarse en su ira, amenazando con hundirlo en la tristeza. Se resistía con coraje, pero más de una vez descubrió asombrado que estaba llorando.

Un estrépito procedente de la maleza cercana le hizo dar un brinco de sobresalto. Desenvainó de forma refleja su pequeño cuchillo de pescador y lo blandió al oír que algo se acercaba por entre los árboles. Entonces apareció una forma negra, con las orejas aplastadas contra el cráneo. Con un relincho de pánico, el animal se giró y se lanzó al galope por el sendero; sus cascos retumbaron contra el suelo, y rápidamente desapareció de su vista.

—¡Malsueño! —gritó de nuevo. Sus esperanzas habían aumentado súbitamente por la presencia del familiar animal, que, por muy mal genio que tuviera, era de su mismo pueblo. Pero enseguida se echó a llorar, esta vez por la frustración al ver que el caballo volvía a desaparecer. Siguió avanzando, pero su energía anterior se había disipado para dar lugar a la triste desesperanza.

Casi una hora más tarde se encontró una vez más con el animal, ahora inmóvil e impasible al lado del sendero. Se acercó andando despacio desde la parte de atrás del caballo para que no lo viera, y se asombró al oír una suave voz femenina, una voz que sonaba como la de alguna de las chicas del pueblo.

—Prueba un poco de esto, pobre yegua. Sé que has pasado un susto tremendo. Créeme, sé cómo es eso. Ahí tienes, toma otro mordisco. Hay muchas más como ésta en el suelo del huerto de los manzanos.

El siguiente paso de Danyal le permitió contemplar el rostro de quien hablaba, y lo asombró ver una chica kender. Reconoció inmediatamente su raza ya que varias veces al año algunos de los diminutos trotamundos atravesaban Waterton durante sus viajes, para espanto de las gentes honradas y temerosas de los dioses que habitaban allí, si bien siempre habían sido amables y divertidos para con los niños del pueblo.

La kender tenía el tamaño de una niña humana, pero había mechones grises entre su tupido pelo negro, una melena que tenía peinada sobre su cabeza en el copete típico de los kenders, excepto que ella lo llevaba trenzado en dos coletas, una sobre cada hombro. Su cara era redondeada y atractiva; sólo las arrugas presentes en las comisuras de los ojos y la boca revelaban que no se trataba de una muchachita hermosa; eso y las orejas, pensó Danyal al ver las formas picudas de éstas. Vestía polainas gastadas, zapatillas y chaqueta, y tenía varios saquillos y bolsas que colgaban de su cuello, hombros y cinturón.

Sus ojos mostraron gran sorpresa al verlo, pero enseguida ella se llevó un dedo a los labios conminándolo a guardar silencio. Sacó una manzana de una voluminosa bolsa que tenía a su lado y dejó que Malsueño mordisqueara la madura fruta, momento que aprovechó para poner un ronzal en el hocico del animal y pasar la soga por encima de sus orejas, ahora erguidas.

Danyal, que ya había visto intentar esta maniobra con Malsueño en otras ocasiones, e inevitablemente con resultados desastrosos, se sorprendió cuando el caballo sólo se movió levemente para luego dirigir de nuevo su atención hacia la bolsa en busca de otra manzana.

—Tranquila, chica —dijo la kender.

Danyal se dijo que la desconocida le hablaba al caballo con un tono maternal y relajante, algo que encontraba poco apropiado para su diminuto tamaño. La kender palmeó el cuello del animal, y Malsueño cabeceó como respuesta, o quizá fuese sólo un movimiento producido al masticar la manzana.

—¡Hola! —dijo ella por fin mirando a Danyal con una expresión de compasión e inquietud—. Vi al dragón. ¿Eres del pueblo? —Él asintió en silencio—. Lo siento —añadió ella—. Intuí que este caballo provenía de allí. ¿Hay algún otro…? —La kender dejó en suspenso la frase, y esta vez la respuesta de Danyal fue negar con la cabeza.

»Bueno, aquí tienes —dijo ella, ofreciéndole la soga del ronzal—. Creo que te lo mereces.

Danyal cogió la cuerda de manera mecánica, vagamente sorprendido de que Malsueño no saliera galopando de repente.

—Gr… gracias —balbuceó.

—Yo no intentaría montarla aún —le indicó ella—. Está un poco quemada, ahí, en el lomo. Estaba pensando que quizás una cataplasma de barro podría ayudarla a cicatrizar.

—¡Tienes razón! —El joven se mostró entusiasmado al descubrir que podía hacer algo para ayudar—. Ahora mismo vuelvo.

Se deslizó por la cuesta hasta una zona embarrada del fondo del arroyo y rápidamente llenó ambas manos con la pegajosa sustancia. Manteniendo trabajosamente el equilibrio sin usar las manos, regresó de nuevo a lo alto de la loma. Al llegar junto al caballo tuvo que alzarse para colocar suavemente la cataplasma sobre la carne chamuscada. Malsueño tembló, y toda la piel de su flanco se encogió, pero no se apartó de sus cuidadores.

—Esto ha sido muy buena idea —dijo él, hablando suavemente a la kender, que estaba de pie al otro lado del animal. De repente se le ocurrieron varias preguntas, y las soltó todas juntas—. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Vives por aquí, en el valle?

Como no obtuvo respuesta se agachó para mirar por debajo del cuello de Malsueño. Sintió una escalofriante sensación de sorpresa y por un momento se preguntó si no habría imaginado la presencia de la joven kender.

Esta había desaparecido.