16

Una ventana a través del tiempo

374 d. C.

Cuarto Bracha del mes de Paleswelt

Flayze se repantigó con pereza en la profundidad de su caverna. El agua caía de un pequeño agujero en la pared de la cueva, formando un chorrillo por la empinada pared, para luego verterse en un estanque de agua cristalina. El rebosamiento de este estanque se derramaba por un pétreo bloque y chorreaba hacia las profundidades de las cavernas inferiores. Allí se estrellaba contra unas rocas que eran engañosamente oscuras pero muy, muy calientes, como ponía de manifiesto la brusca emisión de vapor siseante.

De hecho, Flayze sabía que si partía por la mitad una de esas rocas encontraría en su interior un núcleo de viscosa lava roja. Lo sabía porque más de una vez lo había hecho. Disfrutaba de las cálidas profundidades de su guarida, encantado con el hecho de que en sus entrañas se estaban formando nuevas rocas.

El lugar en que se hallaba encaramado el enroscado dragón era, de hecho, una especie de isla rodeada por un abismo negro. En las profundidades de esa sima, la lava fluía y de vez en cuando brotaba fuego de las grietas en la roca, y su resplandor iluminaba débilmente la guarida.

Había descubierto la caverna hacía diez años, tras abandonar la cueva a la que había ido para evitar el final de la Guerra Draconiana. Al final, había resultado que aquel lugar estaba demasiado cerca de los enanos de Thorbardin. Esta cueva era mucho más grande y se encontraba más al suroeste, y desde ella se contemplaban las Praderas de Arena, que se extendían al pie de la cordillera de las Kharolis.

El clima en el exterior tendía a ser demasiado frío para el gusto de los dragones, y Flayze disfrutaba del calor natural de estas cavernas profundas. Durante los meses más fríos del invierno, cuando la helada extensión del glaciar del Muro de Hielo parecía expandirse a través de la bahía de la Montaña de Hielo y avanzar hasta la mismísima base del macizo, prefería permanecer en su guarida.

Pero ahora era de nuevo primavera, y Flayze estaba inquieto, con ganas de volar, saquear y matar; pero, como ancestral y señorial wyrm que era, primero debía planificar.

Sus enormes ojos, con las pupilas dilatadas para ver en la oscuridad, recorrieron la gloriosa extensión de la cálida cueva. Más allá de la hirviente lava que rodeaba su elevada posición podía ver formas grotescas, formaciones lisas u onduladas solidificadas en extrañas configuraciones, según el modo en que la roca líquida se había enfriado para formar piedra. Había humo en el aire, y una luz roja casi permanente, producida por las rocas incandescentes o los fuegos discontinuos, iluminaba los diversos nichos.

Desde uno de esos nichos lo contemplaban dos negras órbitas, y el dragón emitió una lúgubre carcajada. Había muchos tesoros diseminados por los nichos y los rincones de la cueva: montones de monedas de acero y de oro, armas de acero de confección enana, gemas y joyas de valor incalculable y gran belleza. La mayoría de los objetos poseía un valor intrínseco o una pura belleza de los que el despojo óseo carecía. Sin embargo, aunque valoraba muchas cosas, su mayor tesoro era el cráneo que había reclamado como suyo en el Monte de la Calavera tras su batalla con el Dragón de Bronce.

El dragón no sabía lo que había en el objeto óseo que lo volvía tan irresistible para él; sólo era consciente de que le proporcionaba una sensación de poder y bienestar con sólo mirarlo. Ahora se impulsó hacia arriba, extendiendo sus alas para proporcionar algo de elevación al salto, y, tras salvar las ardientes rocas del foso, fue a posarse delante de la calavera y se agachó para mirar sus negras cuencas.

Lo percibió de nuevo; era una sensación cada vez más frecuente cuando miraba al objeto, como un presentimiento de que la calavera intentaba decirle algo, comunicarle algo de enorme importancia.

—¿Qué es, calavera? Muéstramelo. ¡Háblame! —siseó en un ardiente susurro.

Como siempre, no hubo respuesta. Con sumo cuidado Flayze extendió las patas delanteras y cogió la calavera. La miró desde todos los ángulos y metió la bífida lengua en su boca y por las órbitas de los ojos. Sentía que había un misterio, un tesoro encerrado que él debería haber sabido descifrar; pero, aunque tenía la calavera desde hacía veinte años, nunca había conseguido desvelar los secretos que encerraba. Ni que decir tiene que había probado muchas veces. Quizá la hechicería le hubiera permitido descifrar el enigma, pero, como siempre, Flayze descartó la magia, despreciando las artes arcanas como las herramientas de los débiles. Siguiendo un impulso inexplicable, levantó la calavera y la depositó encima de su propia cabeza, con el rostro descarnado mirando hacia adelante. Y por primera vez sintió cómo actuaba su poder.

De repente ya no veía la cueva, ya no olía la ardiente roca ni el acre olor sulfuroso del aire: estaba viendo otro lugar. Era una pequeña casa solariega fortificada, situada sobre una loma rocosa. El aspecto del terreno sugería que se hallaba en las zonas limítrofes de las Kharolis, aunque Flayze no reconocía el lugar exacto. Mientras miraba, desconcertado e intrigado a la vez, la visión del dragón se centró en la casa, y atravesó las paredes como si no existiesen. Se encontró en una habitación llena de una docena o más de hombres de aspecto tosco.

Eran guerreros, probablemente bandidos a juzgar por la ropa desparejada y el aspecto descuidado del pelo y la barba. Aunque estaban en el interior, en lo que parecía un lugar seguro, todos ellos iban armados.

Había uno que destacaba sobre el resto, un hombre pulcro y aseado, joven y apuesto. Miraba a los otros con expresión tolerante, y Flayze comprendió que, a pesar de su juventud, debía de ser su líder. Había algo en el joven que lo impulsó a fijarse más en él, y sintió el cálido pulso de la sangre y la magia, una cadencia que latía bajo el corselete de cuero del humano. La visión del dragón penetró aun más, atravesando la tela y el cuero, y descubrió el heliotropo. La gema parecía enorme, y percibió su poder y su relación con la calavera que descansaba sobre la cabeza del dragón.

Estos rufianes formaban un grupo interesante, decidió Flayze. Un día no muy lejano saldría a buscarlos, quizá para matarlos o para llevarse la gema. Al considerar estas opciones lo embargó la incomodidad, una sensación de que la calavera no quería que los atacara, por lo menos no de un modo que pusiera en peligro la preciosa piedra. Por otro lado, tal vez pudiera hallar algún modo de que los hombres le fueran útiles.

Súbitamente su atención cambió, retrocedió desde el heliotropo, la casa solariega y los valles de las Kharolis, y de pronto tuvo la sensación de zambullirse y desplazarse a lo largo de las orillas de un pequeño río hasta que llegó a una aldea, un lugar de humanos. Su visión se enfocó en una gran casa situada en el centro del pueblo. Allí había peligro para él, una amenaza en esa casa que no podía identificar, pero sabía que era la calavera la que le mostraba ese peligro y la que lo impulsaba a actuar. Percibió vagamente que el peligro era más para la calavera que para él, pero aun así era una afrenta para su orgullo.

Con un gruñido, Flayze sacudió la cabeza para librarse de la calavera, con lo que rompió el hechizo que lo afectaba. Cogió su tesoro con las garras y lo volvió a poner en la repisa natural que había encontrado para ella.

Estaba intranquilo, tenso, confundido por lo que había visto. Sospechaba que los hombres de la casa solariega iban a jugar algún papel en su futuro. Algún día los encontraría y los haría plegarse a su voluntad. Pero, antes de eso, estaba el asunto del pueblo. Todo tipo de ideas alarmantes acudieron a la mente del dragón cuando pensó en el lugar.

Flayze no entendía la naturaleza del peligro, pero sabía reconocer una amenaza cuando la veía; y con ese reconocimiento llegaron las ganas de actuar.

Tenía que destruir el pueblo.