Dos calaveras
356 d. C.
Tercer Kirinor del mes de Yurthgreen
Flayze recordaba perfectamente la ubicación del Monte de la Calavera y se dirigió volando hacia allí con una precisión infalible. El fuego latía en su vientre, y su mente ardía al pensar en la batalla. ¡Un Dragón de Bronce! Entre todos los metálicos, ése era el de temperamento más arrebatado y el que resultaba más irritante para un hermoso cromático como Flayzeranyx. La idea de una terrible batalla y de la muerte que sin duda la seguiría lo excitó sobremanera mientras sus anchas alas lo conducían al norte con el amanecer que empezaba a despuntar.
Una niebla de tonos pardos y grises cubría de nuevo las llanuras de Dergoth, y el dragón tuvo que resistirse a la engañosa idea de que volaba por un reino etéreo, un lugar sin sustancia ni frontera. De vez en cuando, los vapores se abrían y le permitían vislumbrar el suelo cuarteado y resquebrajado que sobrevolaba, y esto era suficiente para orientar a Flayze. Así que siguió, hendiendo las nubes de vapor con sus afiladas alas y su liso cuerpo. Podría haberse elevado por encima del manto de niebla, pero le convenía seguir oculto en la bruma. La llanura no tenía ningún obstáculo vertical que pudiera aparecer de repente en la niebla para ponerlo en peligro, y, si realmente había un Dragón de Bronce en el Monte de la Calavera, Flayze no se sentía en la obligación de darle aviso de su llegada.
Otros Rojos quizás hubieran manejado la situación de forma diferente. Tal vez habrían ocultado su vuelo con un hechizo de invisibilidad e incluso alterado sus perfectas y hermosas formas con un hechizo de polimorfismo, para adoptar el emplumado disfraz de un águila o un cóndor. Flayze resopló, despreciando tales argucias arcanas. Como todos los dragones miembros de su clan, disponía de un arsenal de magia a su disposición, pero, como había hecho durante toda su vida, prefirió desdeñar el uso de encantamientos. Prefería confiar en el fuego ardiente, en la fuerza de los tendones y en la eficacia de colmillos y garras.
Cuando el sol empezó a evaporar la niebla, el Dragón Rojo se encontraba ya a pocos kilómetros de la montaña en forma de calavera, que se veía ya a media distancia. Voló hacia la montaña en línea recta, a una altitud similar a la de las dos grandes oquedades del risco que tanto se asemejaban a las órbitas de una calavera. La redondeada bóveda formada por su cumbre regular tenía un aspecto siniestro, y no había movimiento alguno en la piedra de color gris claro.
Al acercarse más, seguía sin ver a ser viviente alguno, ni en las enormes fauces de la entrada de la cueva —la boca de la calavera— ni en las grandes cavidades que se abrían encima de los sobrenaturales pómulos. Cualquiera de las tres entradas tenía tamaño suficiente para ocultar un dragón de buen tamaño, por lo que Flayze no bajó la guardia, sino que viró, para frenarse planeando en círculos alrededor del montículo. En la parte posterior, a favor del viento desde el Monte de la Calavera, percibió un atisbo de calor humeante y sulfuroso: el rastro del broncíneo que confirmaba los informes de los draconianos. Flayze se dejó caer por delante de la cara de la montaña, emitiendo un sonoro desafío, y giró para escupir un chorro de fuego que se descargó en las tres entradas que se abrían en la cara rocosa. Después viró de nuevo en un círculo cerrado para acabar posado en la bóveda de la montaña.
En cuanto se hubo disipado su llamarada sobre la irregular roca, en la parte anterior del Monte de la Calavera estalló un siseo de aire ardiente, un golpe de calor que emergió del ojo izquierdo de la calavera para evaporarse en el aire delante de la montaña. Flayzeranyx se preparó para saltar, esperando que el reptil saliera por el mismo agujero.
Pero el broncíneo lo sorprendió, pues salió de la cavidad derecha y, describiendo un arco hacia abajo, se alejó de la montaña. El Rojo saltó tras él, exhalando fuego, pero lo único que vio fue la cola del otro reptil desapareciendo por el lateral del montículo.
Reaccionando con súbito instinto, Flayze se desvió hacia arriba y voló en una rápida espiral por encima de la redondeada cumbre del Monte de la Calavera. Vio en ese momento las enormes fauces del metálico, y se dio cuenta de que su oponente había utilizado la misma táctica, pero el Rojo fue más rápido. La letal bola de fuego de Flayze explotó alrededor de su enemigo, achicharrando las escamas de su cara y abrasando sus globos oculares.
Los dos dragones se encontraron en un choque de garras y colmillos, pero el de Bronce estaba ciego y demasiado herido como para llevar a cabo un ataque eficaz. Flayze agarró el sinuoso cuello de su enemigo con las garras delanteras y lo machacó con un único mordisco.
Los reptiles, enlazados en un estrecho abrazo como si fueran amantes, se precipitaron al árido suelo; los colosales cuerpos se sacudieron, temblorosos, durante un momento, y luego se quedaron totalmente quietos.
Poco a poco, una de las cabezas, una testa cubierta de escamas de color rojo carmesí, se elevó por encima del cadáver de su enemigo. Flayze se retorció para desenredarse del contorsionado cuerpo, y se sacudió el apestoso olor sulfuroso. Lo olió por última vez para confirmar que el de Bronce estaba totalmente muerto, no sólo malherido.
Finalmente, el Dragón Rojo se volvió hacia la montaña. Ya estaba pensando en hacer de ella su guarida; de hecho, con su siniestro aspecto de calavera parecía un lugar perfecto para un Dragón Rojo. Atravesó en silencio la entrada, agachándose para pasar por debajo de las estalactitas que pendían del techo como colmillos.
A poco de entrar en la cueva se paró de repente, intrigado por un objeto que había en el liso suelo. Con los ojos entrecerrados, Flayze advirtió que se trataba de un cráneo, una calavera humana. Sorprendido, el dragón la cogió y la sopesó entre sus dos enormes garras delanteras. Notó el latido de la magia en el óseo objeto y a la vez una apremiante sensación de que debía abandonar este lugar. Salió rápidamente de la caverna, y miró por encima del hombro para observar de nuevo la montaña, esta vez con ojos más críticos. De hecho ahora percibía que el lugar tenía muchos defectos como guarida. El principal, que estaba en medio de un desierto. Sus idas y venidas se podrían ver en un día despejado a muchos kilómetros de distancia.
Definitivamente, no. Flayze decidió remontar el vuelo. Hallaría otra guarida; tenía que haber un lugar mejor por los alrededores, o incluso podía volver a la cueva en la que había hibernado.
Al mismo tiempo, agarró el cráneo entre sus poderosas garras. Por alguna extraña razón que no acababa de entender, estaba decidido a quedarse con la calavera.