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El reinado de los dragones

356 d. C.

Mediados de Yurthgreen

El tiempo es una realidad altamente subjetiva. Horas, días, semanas y años tienen diferentes significados y, según la versión de la mortalidad de que se trate, adquieren valores distintos. Por ejemplo, para un insecto determinado que puede vivir su vida entera en dos días, el paso de un solo minuto es un intervalo para comer copiosamente o para recorrer largas distancias. Para un humano, un minuto es un lapso más reducido, tiempo quizá para un trago de vino, un bocado de pan o una o dos frases de una conversación.

Pero para un ser realmente longevo, como puede ser un elfo o un dragón, los minutos pueden transcurrir por decenas o centenas, sin despertar interés. Un solo intervalo así es tiempo para una lenta inhalación o para una sutil idea. Desde luego no es tiempo suficiente para una reflexión seria y nunca será suficiente para tomar una decisión importante.

Y, por extensión, el paso de meses y de años para tales seres puede asumir proporciones insignificantes. Cuando se compara con el ritmo frenético de la existencia humana, pueden pasar largos períodos de tiempo sin otra preocupación que sumirse en una silenciosa reflexión.

O, en el caso de un dragón, en un prolongado sueño.

Fue así para Flayzeranyx, que se despertó en la fresca profundidad de su cueva sin saber en qué estación del año estaba, ni siquiera el número de años transcurridos desde el principio de su hibernación. Incluso la vuelta del Dragón Rojo a la conciencia era algo gradual, un proceso que duró varias semanas. Sólo al levantar los pesados párpados de color carmesí notó el gran reptil los regulares cambios de aumento y disminución de luz procedentes de la entrada de la cueva. Mirando a través del velo que eran sus párpados interiores, los cuales seguían protegiendo los alargados iris amarillos, Flayze cayó en la cuenta de que estos cambios de luminosidad representaban el ciclo del día que se hace noche para volver a amanecer al día siguiente. Aburrido, contó cinco de estos ciclos, y después empezó a sentir una persistente sed, un punto seco en la base de la lengua, como si tuviese la boca llena de serrín. Y después, muy leves al principio, advirtió los primeros síntomas del hambre que retumbaba en la enorme profundidad de su estómago. No había, de momento, urgencia en sus descubrimientos, pero comprendió que era el momento de ponerse en movimiento.

Lentamente Flayze se irguió, apoyándose en sus cuatro poderosos miembros para poder levantar del suelo su serpentino cuerpo y alzar el flexible cuello. Agitó la sinuosa cola, y algunas escamas viejas se desprendieron y cayeron al suelo como una lluvia escarlata. El dragón sacudió violentamente todo el cuerpo para librarse de las placas viejas restantes; debajo, las escamas ofrecían a la vista una superficie lisa y brillante que semejaba la sangre.

Dirigiéndose hacia la entrada de la cueva, que recordaba vagamente, Flayze ascendió por un suelo cubierto de rocas, sorteando con facilidad los obstáculos y disfrutando de su facilidad de movimientos y de la fuerza presente en su inmenso corpachón.

Olisqueó el aire, el agua y la vegetación y se alegró de no haber emergido durante el invierno, cuando la caza, e incluso la posibilidad de saciar su sed, podían ser mucho más problemáticas debido a la nieve y el hielo. Los aromas que venían del exterior se hicieron más fuertes; olfateó el barro y el olor de los gansos migratorios, y supo que era primavera.

Fuera, el sol se elevaba sobre el horizonte, y sus rayos iluminaban la entrada de la cueva. Flayze bajó sus párpados interiores y entrecerró los ojos para protegerlos también con las gruesas membranas exteriores antes de mirar hacia la luz. Hizo caso omiso de la molestia que ésta significaba pues su hambre se había vuelto acuciante, aumentada por el rastro oloroso de la gran bandada de aves acuáticas que había olfateado antes.

Había un arroyo, recordaba, que fluía justo delante de la entrada de la cueva. Bajó su enorme morro hasta el remanso más profundo que había a su alcance y bebió, absorbiendo el agua del cuenco natural con un largo sorbo. Corriente abajo, el arroyo paró momentáneamente su flujo como sorprendido por la falta de agua en su origen. El Dragón Rojo elevó la cabeza y de entre sus fauces se escurrieron hilillos de agua. En un momento, el remanso volvió a llenarse y de nuevo fue vaciado.

Ahora Flayze olisqueó la brisa con más determinación, ansioso por comer. De nuevo se vio tentado por el olor de los gansos. Intentó rememorar los alrededores, y recordó una inmensa ciénaga, una llana extensión de terreno pantanoso en la desembocadura de este mismo arroyo. El dragón abrió las alas de color rojo sangre y las estiró hacia arriba y abajo para alisar las arrugas producidas por su larga hibernación. El ejercicio lo hizo sentirse bien, pero estaba demasiado impaciente para estirarse del todo, así que se impulsó hacia arriba de un salto, batió las enormes alas y planeó a poca distancia del suelo. Siguió el curso del arroyo con la esperanza de sorprender a la bandada con su aparición repentina por encima del pantano.

Aunque el aire frío le picaba en los ollares, volar le resultaba siempre muy placentero. Pronto llegó a su destino; la extensión de agua poco profunda estaba atestada de regordetas aves, miles de ellas, cacareando y graznando en una gran masa. Con un grito de júbilo, Flayze bajó la cabeza, abrió la boca y exhaló un gran chorro de ardiente fuego que hizo hervir las aguas del pantano y mató un centenar de aves. Viró lateralmente para frenarse y, haciendo caso omiso de los miles de aves restantes de la inmensa bandada, que alzaron el vuelo en medio de una batahola de graznidos, aterrizó en el pegajoso barro.

Usó sus diestras garras delanteras para llevarse las aves chamuscadas a la boca, a veces de dos en dos. Las masticaba ruidosamente y tragaba con auténtico placer disfrutando de los jugos cálidos que resbalaban por su lengua. Cuando hubo consumido el último de los gansos, estaba hundido hasta la barriga en la pegajosa sustancia, y se sentía molesto por la sensación del barro contra sus hermosas escamas. Aun así, tenía el estómago lleno y estaba de buen humor cuando se deslizó hasta la orilla y, sumergiéndose en el fresco arroyo, dejó que la rápida corriente le lavara el cuerpo.

Finalmente estaba preparado para inspeccionar los alrededores. Distinguió, al sur el macizo de las altas Kharolis, una mole de tonos púrpuras contra el horizonte, cuando el sol estaba a punto de ponerse. Sabía que hacia el norte se encontraba Pax Tharkas y más allá el reino boscoso de los elfos qualinestis.

Lo último que recordaba Flayzeranyx de aquella zona selvática era que había volado por encima del dosel de árboles en un reconocimiento rutinario. Aun no estaba del todo acostumbrado a no llevar jinete; su caballero, un hombre llamado Blaric Hoyle, había sido ejecutado poco antes por el señor supremo Verminaard por algún fallo que había tenido durante el saqueo de Haven.

Mientras Flayze volaba sin jinete sobre los árboles, aparecieron dos dragones entre las nubes, y se precipitaron hacia él. Comoquiera que todos los dragones que había visto en su vida eran aliados de la causa de la Reina de la Oscuridad, en un principio no se había preocupado, hasta que se vio sorprendido por el brillo del sol reflejado en sus alas plateadas.

Así, los dragones de Paladine entraron en la guerra de Flayze, y en los siguientes instantes acabaron de forma sumaria con la participación del Dragón Rojo en esa campaña. Una exhalación de escarcha destruyó cruelmente las escamas del dorso de Flayze y una punzante lanza de plata le atravesó un ala. Había sido cuestión de suerte poder esquivar entonces a los Plateados y que sus atacantes se desentendieran de él para ir en busca de algún otro objetivo.

Tras esa pelea Flayze había regresado a Sanction para entrevistarse con el propio emperador Ariakas, quien ordenó al poderoso reptil que volviera al Ala Roja, que en ese momento ocupaba la mayor parte del sur de Solamnia. Una vez allí le sería asignado un nuevo jinete y podría volver a la guerra para vengar las derrotas sufridas por la repentina e indeseable intromisión de los dragones enemigos.

En lugar de obedecer, Flayze decidió que había visto suficientes batallas, suficiente violencia de la clase que se requería para ejecutar los grandes planes del emperador.

El díscolo Dragón Rojo se había dirigido hacia el sur, cruzando el Nuevo Mar, e hizo un alto para descansar en la escarpada región de las Kharolis. La cueva donde fue a refugiarse había sido un descubrimiento fortuito de una campaña anterior. Ahora le había proporcionado un refugio en el cual podía esperar a que acabase la guerra con comodidad y seguridad.

Ya limpio del pegajoso barro, Flayze volvió a despegar y voló alto en la noche, mientras se preguntaba cuál habría sido el destino del mundo durante su largo sueño. Durante un buen rato planeó en el cielo, rodeando la fortaleza de Thorbardin (sabía que probablemente ni siquiera el más devastador ataque de las legiones de Ariakas debía de haber sido capaz de reducir el baluarte de los enanos), y buscando rastros que le resultasen familiares en la brisa de la noche.

Percibió efluvios de humanos y elfos en los bosques y las llanuras de debajo y detectó el olor acre y apestoso de un pueblo de Enanos de las Colinas hacia el norte.

Finalmente encontró el olor de reptil que había estado buscando. Voló bajo, deslizándose lentamente por el cielo, acercándose cada vez más a la fuente del olor que le traía recuerdos tan tangibles y familiares. Un humo acre le hizo cosquillas en los agujeros de la nariz, y dedujo que las criaturas que buscaba estaban reunidas en torno a un fuego que se apagaba. Una mirada a las estrellas le indicó que estaba a punto de amanecer; después se elevó por encima de una cumbre y divisó varias figuras de tamaño humano, una docena o más, envueltas en sus capas y tumbadas alrededor de las ascuas de un gran fuego. Aterrizando en el suelo con un batir de alas, el dragón bajó la cabeza y lanzó una mirada airada a un solitario centinela que dormitaba recostado contra un árbol cercano.

—Vuestra señoría —tartamudeó el draconiano, que al intentar ponerse firme dejó caer la espada—. ¡Levantaos, hato de inútiles! —bramó a la compañía que dormía—. ¡Saludad a su señoría carmesí!

Alertados por el grito y el golpe de aire levantado por el aterrizaje del dragón, otros engendros de reptil se despertaron y murmuraron acobardados mientras miraban al monstruoso dragón con ojos asustados.

Flayze se alegró al ver reaccionar a los draconianos con instintiva obediencia y temor ante su augusta presencia. El Dragón Rojo emitió un profundo resoplido, un ruido sordo como un trueno lejano, y las criaturas se acurrucaron en el suelo:

—Decidme, pequeños reptiles —siseó, articulando cada palabra de forma pausada—. ¿Qué noticias hay de la guerra?

El centinela draconiano, conocedor de la percepción más lenta del tiempo propia de los grandes wyrms, alzó la cabeza para hacer una pregunta.

—¿Os referís a la Guerra Draconiana, gran señor? ¿La campaña del señor supremo Ariakas?

»Siento deciros, su Excelencia Respirador de Fuego, que los dragones de Paladine y sus crueles lanzas nos infligieron una trágica derrota. El señor supremo ha muerto, y su ejército ha sido dispersado.

—Ya veo. —Flayze no estaba demasiado disgustado por las noticias—. ¿Y qué hay de estas tierras? ¿Quién reina?

—La mayoría de estas tierras son salvajes, mi señor. Por eso podemos sobrevivir aquí. Las llanuras de Dergoth, al norte, son un árido desierto. Pero hemos visto un Dragón de Bronce allí, cerca de la montaña que tiene forma de cráneo.

—Sí, el Monte de la Calavera. —Flayze recordó haber sobrevolado ese lugar. Había sentido curiosidad durante esa exploración anterior, hasta el punto de plantearse aterrizar para investigar, pero su jinete lo había obligado a seguir, sin duda cumpliendo órdenes acerca de algún asunto poco importante de la guerra.

—Es un tipo intrépido, ese broncíneo —dijo otro de los draconianos con un siseo acusador—. Mató a Desuellaenanos el mes pasado.

—Sí, un asesino —murmuraron otros cuantos. Miraron a Flayze con esperanza y él entendió la razón. Querían que él matara al broncíneo.

—Quizá se pueda vengar a Desuellaenanos —manifestó Flayze—. Pero contadme más. ¿Cuántos inviernos han transcurrido desde la aparición de los dragones de metal?

—Cuatro, Excelencia Lanzadora de Llamas —respondió el centinela, que era el más locuaz—. Las nieves del último se acaban de derretir para formar agua hace muy poco tiempo.

—Bien —dijo Flayze, asintiendo con satisfacción. Eso quería decir que había pasado suficiente tiempo para que algunos asuntos, como su desobediencia a las órdenes de Ariakas, se hubieran tornado irrelevantes. A su vez, sin embargo, era probable que siguieran en vigor las consecuencias inmediatas de una guerra, como el caos y la violencia que harían algo más fácil la existencia del Dragón Rojo.

—¿Querría su señoría un poco de cecina? —ofreció tímidamente uno de los draconianos. Flayze miró a los zarrapastrosos draconianos, y resopló con desagrado mientras rememoraba el festín del pantano.

—No —contestó escuetamente—. Vuelvo a levantar el vuelo, y buscaré escamas de bronce.