El nuevo amanecer de los verdaderos dioses
351 d. C.
Segundo Bakulal del mes de Reapember
—¡Contenedlos! —gritó el sumo sacerdote Kelryn Desafialviento desde el muro situado encima de las puertas del recinto de su templo, ordenando con ello que los Guardianes de la Fe fijaran la barra que mantenía cerrados los anchos portones. Pero la fuerza del gentío en la calle era imparable. El propio Kelryn bajó para unirse a sus hombres y aplicó su peso contra las puertas, pero la barra acabó por partirse como si se tratara de un palillo, y lentamente las puertas del templo fueron empujadas hacía adentro.
En cuanto hubo una estrecha abertura, la gente se precipitó en el patio anterior de la Secta de la Túnica Oscura. El hueco se ensanchó por el empuje de la multitud, y Kelryn tuvo que abandonar su esfuerzo baldío y se echó hacia atrás mientras las puertas se abrían del todo y una enorme marabunta de seres humanos aterrados entraba corriendo en el recinto amurallado. Peor aun, entremezclados entre la multitud vio a varios kenders, que no parecían afectados por la histeria que atenazaba a los humanos.
Los refugiados se dispersaron por todo el recinto del templo, llenaron la capilla, se repartieron por los jardines y los campos de entrenamiento, entraron en los cuarteles y algunos incluso se atrevieron a buscar refugio en las mazmorras teñidas de sangre que había bajo el suelo del templo.
—¡Intentad arreglar las puertas en cuanto haya entrado la multitud! —gruñó el sumo sacerdote—. Y, por lo que más queráis, libraos de los kenders. Matadlos si no quieren marcharse.
El guardián Horec, el recientemente nombrado jefe de los Guardianes de la Fe, saludó y prometió hacer lo que pudiera, aunque ambos sabían perfectamente que la fuerza de una multitud es algo que ningún humano puede intentar controlar. Aun así, conocía la especial aversión que sentía su señor por esa raza, y se aseguraría de que cualquier kender que estuviera dentro del recinto fuera rápidamente descubierto y arrojado por encima del muro.
Furioso, Kelryn atravesó a empujones la multitud para dirigirse al templo, y después ascendió por la escalera espiral en busca de la bendita soledad que ofrecía el torreón.
Dos fuertes Guardianes de la Fe montaban guardia al pie de la escalera, para impedir el paso —mientras pudieran— a cualquier extraño que intentase seguirlo.
El panorama que se divisaba desde la torre ofrecía poco consuelo. En diversos puntos de la ciudad ardían incendios provocados por los crueles Dragones Rojos en cumplimiento de las órdenes de su señor, el malvado Verminaard. Kelryn vio cómo uno de los enormes reptiles planeaba entre dos columnas de humo. Girando de forma grácil, el wyrm emitió un chillido en el aire sobre una avenida llena de gente, que se desbandó, aterrorizada, hacia cualquier refugio que pudiesen encontrar.
Era este tipo de pánico, el miedo al dragón, el que había hecho que la multitud entrase en el Templo de Fistandantilus. Durante días las noticias habían sido claras y contundentes: los ejércitos draconianos se dirigían hacia Haven, y la ciudad acabaría cayendo de forma inevitable. En lo que se refería a su secta, el sumo sacerdote iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para que sobreviviera. Kelryn tocó la gema, cuyo peso sobre el pecho le resultaba reconfortante, y deseó poder rezar a Fistandantilus implorando ayuda, deseó que realmente existiera un dios que pudiera protegerlo, que cuidara por la seguridad de sus fieles seguidores.
Como si quisiera reírse de sus esperanzas, el Dragón Rojo planeó hacia abajo con las fauces abiertas, y expulsó una gran llamarada sobre una fila de edificios cercanos al templo. Las estructuras, en su mayoría tabernas, se prendieron de forma inmediata y unos momentos después la gente, presa del pánico, salía corriendo por las puertas. Muchas de las víctimas estaban ardiendo y se revolcaban en la calle aullando de dolor, pero sus vecinos pasaban de largo, buscando desesperadamente dónde refugiarse.
Haven había caído, como Kelryn y todo aquel con un mínimo de conocimiento de la realidad habían sabido que ocurriría. Los ejércitos draconianos, que habían llegado desde el norte de Abanasinia, eran claramente imparables, una horda de reptiles voladores, jinetes crueles y muchos batallones de hombres y monstruos de a pie. Había incluso rumores de que los elfos de Qualinesti retrocedían desde sus hogares ancestrales y se embarcaban en el estrecho de Algoni rumbo al supuesto refugio de Ergoth del Sur.
Kelryn se preguntó, como lo había hecho ya antes, si no había sido un idiota al permanecer allí. Quizá debería haber abandonado el templo, dejando que sus fieles se valieran por sí mismos mientras buscaba un lugar para un nuevo comienzo. «Como hice hace ya casi nueve décadas», pensó amargamente.
No se había quedado en Haven por lealtad hacia sus seguidores; más bien había estado remiso a abandonar las riquezas, los lujos y las mujeres de los que había disfrutado durante tantos años. Los señores supremos llegarían, reclamarían para sí este lugar y establecerían su dominio, pero Haven seguiría siendo una ciudad. Kelryn sólo deseaba mantener algo de su antigua jerarquía cuando se estableciese el nuevo orden.
El dragón giró de nuevo y pasó aleteando al lado de la torre; y Kelryn hizo una mueca al ver al jinete sentado sobre el dorso cubierto de escamas de color carmesí. El hombre portaba una larga lanza con la punta manchada de sangre y el mango de madera negra, y llevaba la cara oculta tras una grotesca máscara. El sacerdote hubiera deseado arrancársela para castigar al guerrero por su insolencia, y para ver el miedo en sus ojos mientras él le lanzaba un encantamiento de violencia letal.
Desgraciadamente no pudo ser.
Con el odio bullendo en su corazón, Kelryn observó cómo el dragón y su jinete volvían a cambiar de rumbo, girando con suavidad hacia el norte. Allí, algunos miembros de la guarnición de la ciudad habían intentado hacerse fuertes contra el ejército que avanzaba, para defender la puerta y el bajo muro. Esa defensa había durado unos pocos minutos hasta que un trío de Dragones Rojos los habían sobrevolado. Aquellos hombres que habían tenido el valor de permanecer en sus puestos para enfrentarse a la inevitable ola del miedo al dragón habían muerto allí, abrasados por las mortales llamas o degollados por las garras y rematados por los colmillos. El resto de los defensores habían corrido aterrados y se habían dispersado por todos los rincones de la ciudad o habían huido a las regiones agrestes del sur. Cuando las tropas de infantería, los draconianos y sus aliados humanos y goblins llegaron a la ciudad, la muralla había quedado totalmente limpia de defensores. Ahora la infantería de los invasores se repartió por la ciudad, quemando, saqueando y violando. Éstas eran las tácticas que habían hecho que la muchedumbre enloquecida atravesara las puertas del recinto de la secta, aunque Kelryn no estaba seguro de por qué esta gente creía que allí estaría a salvo. Él era lo suficientemente pragmático para darse cuenta de que los altos muros de piedra y las sólidas puertas no eran ni mucho menos barrera suficiente para impedir el saqueo del lugar; sin embargo, al día siguieron la noche y el amanecer, y no llegó el ataque sobre el recinto.
Al salir el sol, Kelryn subió de nuevo a la torre y vio que la mayoría de los incendios que ardían en los barrios del norte de la ciudad se habían consumido. No había signos de que continuase la destrucción.
Durante todo el día, un aluvión constante de heridos fue llegando a Haven del sur. Muchos tenían quemaduras, mientras que otros presentaban heridas de arma o habían sido aplastados por la multitud. Todos ellos se reunieron en un grupo penoso a las puertas del recinto del templo, pero Kelryn estaba decidido a no abrir las puertas.
Al final de la tarde notó un inquietante cambio; la muchedumbre de fuera guardó súbito silencio, un silencio expectante que se extendió con rapidez a los que estaban dentro del recinto del templo. Desde lo alto de la muralla, Kelryn vio un oficial armado y enmascarado que marchaba seguido por una escolta de draconianos. La compañía avanzó por la calle hacia el templo de la Secta de la Túnica Oscura, mientras la chusma de refugiados se abría como por arte de magia al divisar el horrendo rostro de la máscara del oficial.
El guerrero que tanto temor provocaba se presentó confiadamente en la puerta del templo y anunció que deseaba hablar con el sumo sacerdote. Comprendiendo que había llegado el momento de parlamentar, Kelryn ordenó que se abrieran las puertas, y el oficial del ejército draconiano, cuyo imponente aspecto se veía reforzado por la grotesca máscara, entró con paso firme en el patio. Los draconianos se quedaron fuera, pero muchos de los ciudadanos de Haven enfermos y heridos aprovecharon la apertura de las puertas para introducirse en el recinto, a pesar de la siniestra presencia del guerrero.
Kelryn salió a recibir al hombre en mitad del patio y, consciente de que había cientos de ojos que lo miraban, lo saludó reverente.
—Soy el sumo sacerdote —dijo. Adivinó que éste era el hombre que había visto volar el día anterior; por lo menos, la horrible máscara y la armadura eran idénticas a las del jinete del dragón. El sacerdote sintió un asomo de gratitud por el hecho de que el rojo dragón no estuviera presente.
Kelryn Desafialviento fijó su mirada en la máscara, asqueado ante las fauces allí representadas y los pequeños ojos que brillaban por las dos estrechas ranuras situadas sobre la nariz.
—¿Y cuál es el dios al que sirves? —preguntó el oficial.
—Mi fe es el culto a Fistandantilus —proclamó Kelryn—. El archimago de los Túnicas Negras se ha unido a los dioses en las constelaciones del firmamento. Yo aspiro simplemente a conseguir que se respete su memoria como ésta se merece, aquí en Krynn.
—Entiendo —musitó el oficial, aunque había algo en su voz que desmentía sus palabras. De nuevo Kelryn sintió deseos de arrancarle la máscara para dejar al descubierto la cara humana que había debajo.
Sorprendentemente el oficial lo complació de repente, y levantó la pesada plancha de metal de su cabeza y hombros. El clérigo pensó que era asombrosamente joven; su cara estaba cubierta de sudor y mugre, y lucía una barba de varios días, de tonos negroazulados, en la barbilla, las mejillas y el cuello.
Con un gesto seco, el hombre abrió los brazos para abarcar al gentío que los observaba.
—Si realmente eres un clérigo debes poder curar a los heridos. No es suficiente que te limites a ofrecerles la seguridad de tu recinto.
Kelryn soltó una risa aguda y amarga.
—Seguramente sabes que ningún clérigo puede curar las heridas de la carne mortal; no es posible desde el Cataclismo. Yo sólo intento instruir a mis feligreses.
—¿Así que no eres clérigo? —se burló el guerrero, y Kelryn se ruborizó. Notaba en el aire la tensión entre sus fieles, tan tirante como la cuerda de un laúd, y comprendió que le estaban tendiendo una trampa.
El Señor del Dragón se giró bruscamente, y dio la espalda a Kelryn para dirigirse al populacho.
—Os traigo un aviso y una promesa de esperanza. Durante largos años Haven se ha llenado de charlatanes e impostores. —Escupió por encima del hombro, y el sumo sacerdote tuvo que dar un paso a un lado para esquivar el salivazo.
»Debéis saber que Fistandantilus no es un dios, no más que cualquiera de las deidades de los Buscadores. Son falsos credos, creados por impostores como este hombre para que os sometáis a él, para robaros y abusar de vosotros.
—¡Mentiroso! —gritó Kelryn, asustado por su propia audacia, pero consciente de que no podía permitir que siguiera el ataque verbal. No quería pelear, allí no; habría preferido llevar su espada, pero decidió defenderse con el pequeño puñal que llevaba bajo la túnica si las provocaciones del oficial se hacían más directas.
En vez de atacarlo, sin embargo, el oficial dio media vuelta y, con una mueca sarcástica en los labios, hizo un gesto hacia uno de los refugiados cercanos, un niño cuyo brazo derecho colgaba inerte en un cabestrillo ensangrentado.
—Ven aquí, chico. Tranquilo, no voy a hacerte daño.
Perplejo, el chiquillo avanzó, y Kelryn no pudo evitar mirar cuando el guerrero se arrodilló, se quitó los guanteletes y extendió suavemente una mano hacia el sucio trapo.
—Debes saber, hijo mío, que hay una diosa que existe y cuida de ti.
El hombre subió el tono de voz a la par que alzaba la mirada y la paseaba por la multitud.
—¡Escuchadme todos! La Reina de la Oscuridad, la propia Takhisis, exige vuestra obediencia. ¡Pero debéis saber que ofrece a cambio recompensas, riquezas y poder!
El guerrero tocó el brazo herido. El chico permaneció quieto, temblando, mientras el hombre agachaba la cabeza.
—Escucha mi plegaria, Reina Oscura que sois mi señora y pronto seréis la reina del mundo entero. Este niño es inocente, no ha hecho ningún mal. Te pido que me concedas el poder de curar su carne, de sanarlo para que nos pueda servir, para mayor gloria de tu nombre.
—Ya…, ya no me duele —tartamudeó el chiquillo, que se miraba el brazo con asombro.
—Quítate el vendaje. —La voz del oficial seguía siendo reconfortante.
Con rapidez el chico arrancó el sucio trapo y, arrojándolo a un lado, levantó el brazo en alto. Un chillido de alegría salió de la multitud, y una mujer avanzó corriendo para abrazar al muchacho.
—¡Está curado! Ayer era seguro que perdería el brazo, pero ahora la herida está curada.
Un grito de asombro salió de la multitud, y la gente avanzó estupefacta y maravillada, para ver la prueba evidente de un acto divino.
—Os hablo hoy del poder y la compasión de nuestra reina —proclamó el oficial, poniéndose de pie, con una voz que resonó por los altos muros del templo—. Hay más clérigos esperando a curar vuestras lesiones, a enseñaros las doctrinas de nuestra nueva fe. Todos aquellos cuyos oídos estén abiertos a la verdad debéis dirigiros a la gran plaza de Haven, y allí aprenderéis los caminos de los verdaderos dioses.
Las gentes más cercanas a la puerta partían ya, corriendo. Con un murmullo inquieto, un sonido que se convirtió en vítores contenidos, el resto de la multitud pareció entender la orden: abrazar la esperanza ofrecida.
Kelryn permaneció quieto, rabioso; vio que la sonrisa sarcástica se ensanchaba en la cara del Señor del Dragón mientras la congregación, los refugiados e incluso muchos de los Guardianes de la Fe abandonaban el templo tras este milagro. Sólo cuando el último de los otrora fieles hubo salido por las puertas, diose de nuevo la vuelta el hombre para mirar a Kelryn como si sólo entonces hubiera reparado en él.
—Eres una afrenta para la verdadera fe —bramó el oficial—. No mereces más que la muerte.
Kelryn Desafialviento sintió el latido contra su pecho, y sacó el heliotropo de Fistandantilus con un gesto repentino e instintivo. El oficial miró absorto durante un momento a la piedra y parpadeó, confuso, mientras la expresión de su cara se suavizaba.
—Nuestro señor Verminaard usará el recinto de tu templo como nuestro cuartel general. —El hombre sacudió la cabeza, esforzándose visiblemente para recuperar el control de sus pensamientos y sus palabras—. Tienes una hora para reunir tus pertenencias y partir. Si el señor supremo te encuentra aquí cuando llegue, te espera la muerte. Y morirás muy lentamente.
Kelryn no respondió. Vio que los pocos Guardianes de la Fe que permanecían allí, los más leales de sus seguidores, lo miraban interrogantes. De forma inconsciente tocó la gema, oculta de nuevo bajo su túnica.
—Llevo conmigo todo lo que necesito —dijo fríamente. Con un gesto brusco reunió a sus hombres, no más de doce, a su lado. Formaron tras él mientras atravesaba con paso firme las puertas, y juntos pasaron delante de la compañía de burlones draconianos y avanzaron decididos por la calle de Haven, súbitamente extraña.