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Un culto a la oscuridad

314 d. C.

Cuarto Misham del mes de Reapember

—Que entren los nuevos suplicantes —dijo Kelryn Desafialviento recostándose en el asiento en forma de trono que había hecho instalar en la nave de su ornado templo.

—¡Sí, señor! —dijo Thilt; el guardián se puso firme, a la vez que alzaba su bastón hasta que la garra en que remataba quedó a la altura de su cara. Kelryn sonrió, a sabiendas de que su lugarteniente conocía perfectamente sus deseos e intenciones.

Thilt descendió por el pasillo central del templo, franqueado por doradas columnas que se elevaban a gran altura y sustentaban el arqueado techo de mármol.

Dos acólitos, vestidos igual que el guardián, con faldas doradas y petos de cota de malla, abrieron las enormes puertas de plata y gritaron ciertas órdenes. De pie al lado de la entrada, Thilt iba llamando a la gente por número, y, uno a uno, los nuevos reclutas para el templo de Fistandantilus caían de rodillas y empezaban a arrastrarse hasta Kelryn.

El sumo sacerdote se acomodó en su asiento y miró cómo avanzaba la fila. «Un buen grupo», pensó, contando una docena de hombres y algunas mujeres. Contribuirían bien a aumentar su congregación y con ello la influencia de la secta de Fistandantilus en la ciudad de Haven dominada por los Buscadores.

El primer suplicante era un hombre, y aunque estaba arrodillado a sus pies Kelryn podía ver que era un buen ejemplar, con anchos hombros y aspecto fuerte. Cuando el hombre levantó la cara, el sacerdote vio que una cicatriz irregular de color rojo carmesí le recorría un lado de la cara dándole un aspecto amenazador.

Kelryn se puso de pie delante del arrodillado suplicante, se sacó la dorada cadena del cuello, y dejó que la gema con estrías rojas colgara delante de los ojos del hombre, que se iluminaron de codicia al ver la piedra y la contemplaron sin parpadear, mientras la joya engarzada en filigrana de oro se balanceaba frente a su cara.

—¿Juras por el nuevo dios Fistandantilus ofrecerte a su templo en cuerpo, alma y mente? ¿Prometes seguir la doctrina de su fe, y obedecer sin dudar las órdenes de los que han sido nombrados sus siervos? ¿Y me aceptas a mí, Kelryn Desafialviento, como sumo sacerdote de su fe, y cumplirás mis órdenes como si emanaran de tu propio dios?

Kelryn entonaba el juramento ritual con la cadencia de una cancioncilla que se había hecho muy familiar para él durante las últimas décadas. Había creado él mismo las mecánicas frases —aquélla había sido una de sus primeras acciones una vez que se decidió a instalarse en esta ciudad de teócratas— y estaba bastante orgulloso de las preguntas y la redacción.

—¡Señor, lo juro! —prometió el hombre de la cicatriz.

—Por el poder de la Secta de la Túnica Oscura yo te encomiendo a nuestras filas —dijo Kelryn, poniendo una mano sobre el hombro del suplicante, y sonriendo al ver cómo la cara de éste reflejaba una gran felicidad interior.

»Ahora levántate y ve a través de la puerta roja. Servirás a nuestro dios en las filas de los Guardianes de la Fe.

—Gracias, señor. Gracias de todo corazón —gritó el recluta. Se puso de pie, y Kelryn pensó, por un desagradable momento, que pretendía abrazarlo. Quizá la expresión de la cara del sumo sacerdote fue suficiente para hacerlo cambiar de idea porque el suplicante tartamudeó algo, hizo una reverencia y fue hacia la puerta indicada, una de las tres salidas en un lateral de la capilla.

—En la Secta de la Túnica Oscura mostramos nuestra gratitud mediante nuestras acciones, mediante un servicio fiel a la iglesia —declaró Kelryn mientras el hombre se dirigía hacia la puerta, confiando en que estas duras palabras evitarían situaciones parecidas con el resto de los suplicantes.

La ceremonia continuó, y los siguientes suplicantes fueron asignados también a los Guardianes de la Fe. Estos reclutas hacían aumentar el número de miembros del ejército privado de Kelryn a más de cien hombres, todos ellos fieles servidores y guerreros despiadados. Los Guardianes de la Fe tenían encomendada la protección de las propiedades de la iglesia, propiedades que se incrementaban en extensión y valor casi a diario. Los acólitos armados también servían para desalentar a otras sectas cercanas que pudiesen representar una amenaza para el culto de la Túnica Oscura. Más de un templo de aquella comarca había ardido de forma misteriosa, y a sus fieles sacerdotes se los encontró ahorcados, desollados o quemados entre las ruinas.

Varios de los suplicantes eran hombres jóvenes demasiado menudos o bonachones para servir en los Guardianes de la Fe. A éstos se les asignaban labores de limpieza y cuidados del templo y otros trabajos de sirvientes. Uno de ellos sería el sirviente particular de la casa de Kelryn, en sustitución del muchacho que el sumo sacerdote había tenido que torturar y matar la semana anterior cuando el joven, creyendo ser un buen amante, había osado visitar las habitaciones de las doncellas del templo. Incluso ahora Kelryn fruncía el entrecejo al recordar la insolente desobediencia del chico. Todo el mundo en la iglesia sabía que esas sagradas habitaciones estaban reservadas sólo para las doncellas, a excepción del propio Kelryn Desafialviento. El sacerdote tomó nota mentalmente de que habría que advertir a los nuevos reclutas acerca de las restricciones, ya que tenía mucho interés en evitar otra infracción. De hecho, el chico le caía bastante bien, tanto que el sumo sacerdote había necesitado la ayuda de un robusto Guardián de la Fe para resolverse a sacarle al muchacho su segundo ojo.

Las últimas tres suplicantes eran mujeres. La primera, una vieja desdentada que miraba de soslayo al sacerdote con una expresión de total adoración, fue asignada a las limpiadoras; formaría parte de un grupo encargado del mantenimiento del recinto del templo y la mansión del sumo sacerdote, procurando así que la Secta de la Túnica Oscura presentase una fachada limpia e impecable a esta ciudad de tantos y tan variados templos. La segunda era una mujer algo más joven, cuya gran nariz aguileña le daba un aspecto hogareño y sencillo; ésta fue asignada al servicio de los Guardianes de la Fe, y Kelryn sabía que los hombres harían buen uso de ella. Sin duda en unos pocos años acabaría pareciéndose a la vieja que acababa de ser destinada a las labores de limpieza.

La última suplicante, colocada al final de la fila por el guardián Thilt, que conocía bien los gustos de su señor, era una joven de fina piel, dorados cabellos y ojos de un color azul intenso. Él la hizo mantenerse arrodillada más tiempo del necesario y disfrutó de su suave voz mientras ella fijaba su mirada en las profundidades del heliotropo y recitaba las promesas.

—Quedas asignada a las Doncellas del Templo —dijo Kelryn, su voz llena de deseo—. Pasa por la puerta blanca; encontrarás allí un jardín con vino y fruta. Prueba la comida y la bebida que quieras; luego quítate la túnica y espérame.

—Sí, señor —repuso la joven, y el sumo sacerdote retiró la gema para que los azules ojos se elevasen para mirarlo. Tuvo la sensación de que se sumergía en ellos, tan puro era su color y tan entregada y devota su expresión.

«Ésta sí que es una belleza», pensó, y se prometió a sí mismo disfrutar sin prisas de ella. Demasiadas veces durante los últimos años había encontrado un tesoro como éste para luego echarlo a perder con su pasión incontrolada durante el primer encuentro. Después de eso, aquellas bellezas deslustradas sólo servían para los Guardianes de la Fe. A veces, incluso, algunas pobres chicas habían salido de su primer encuentro con el sumo sacerdote tan asustadas y desilusionadas que se había visto obligado a sacrificarlas en las mazmorras del templo. No es que estas ejecuciones carecieran de placer para Kelryn Desafialviento, pero éste era un hombre pragmático que sabía que sus neófitas eran más útiles vivas que muertas.

«Sí —repitió para sí mismo—, tendré paciencia con ésta, para que me pueda proporcionar placer durante mucho tiempo en el futuro».

La mujer se encaminó hacia la puerta blanca, y Kelryn la siguió con la mirada, contemplándola ávidamente, siguiendo las redondeadas curvas de su cuerpo que se movían con garbo bajo el fino algodón de la túnica. Pensó por un momento anular el resto de los asuntos del día, pero cambió rápidamente de idea. Podía aguardar, y había asuntos importantes de la iglesia que requerían su atención.

Se dejó caer pesadamente en el sillón, reflexionando que no siempre había sido así. ¿Habían transcurrido ya cincuenta años desde que había llegado a esta rica, hermosa y totalmente corrupta ciudad? Kelryn Desafialviento sabía que sí, aunque nadie que lo viera habría pensado que tenía muchos más de treinta, ya que su aspecto era casi el mismo que cuando había salido de Tarsis a caballo hacía ya mucho tiempo.

Ahora, sin embargo, cuando recordaba aquellos años, le parecía estar evocando una experiencia de otra vida. Su mano se cerró alrededor de la piedra que latía entre sus dedos; sabía que debía la gran transformación habida en su propia vida a un encuentro casual con un enano, muerto cincuenta años atrás, en la calzada de Pax Tharkas.

Sólo que él no creía —y ni siquiera lo había creído entonces— que hubiera sido un encuentro casual. Había sido la piedra, o más bien el espíritu que latía dentro de ella, lo que había puesto en su camino a Gantor Espadanegra y había hecho subir a Kelryn por el empinado barranco hasta la hoguera del theiwar.

La gema sabía que el enano loco había cumplido ya su misión. Un paria para su propia gente, y aterrado y receloso de todos los demás, Gantor había sido incapaz de llevar el poderoso artefacto a los núcleos habitados donde podía hallar la vitalidad que tanto necesitaba. Kelryn Desafialviento, en cambio, con su don de gentes, su hermosa sonrisa, su labia continua y su personalidad carismática había sido una elección mucho mejor.

Cuando el hombre cogió la piedra por primera vez, sintió su enorme poder; más aun, sintió que lo llamaba a él personalmente. Después, cuando contestó y ofreció su colaboración a cambio de un precio, advirtió que la gema respetaba su fuerza. La piedra necesitaba al hombre, y el hombre necesitaba a la piedra. Juntos se habían ayudado el uno al otro durante muchos años, y Kelryn Desafialviento, por su parte, no tuvo queja cuando se proclamó sumo sacerdote. Sabía que él era sólo una herramienta para el poder de la piedra, pero había comprendido con rapidez que su papel necesitaba una gran riqueza y posición social. Tenía hombres fuertes que le obedecían sin rechistar y tantas mujeres de todas las edades, hechuras y maneras como pudiera desear. Y había habido otra ventaja más, una que no había notado hasta muchos años después de fundar su secta, pero que ahora resultaba evidente: desde que llevaba la gema no se había visto sometido a los estragos del tiempo como les ocurría a todos los demás mortales.

Había sido este hecho en concreto el responsable del reciente aumento de donaciones y reclutamiento para la secta. En una era en que Krynn se veía abandonado por los dioses, y en que en cualquier esquina de la ciudad de Haven podían oírse las seudodoctrinas de charlatanes ensalzando falsos dioses, incluso la más mínima sugerencia de un milagro hacía que la gente fuera a llamar a su puerta. Que se hablara de una secta presidida por un joven que llevaba cincuenta años haciéndolo era prueba suficiente de que poseía poderes sobrenaturales.

Al principio Kelryn había dependido del poder hipnótico de la gema para reclutar a sus fieles. Desde aquel decisivo encuentro en una fría noche de cincuenta años atrás, había llevado siempre la piedra colgada al cuello, disfrutando de la sensación que ésta producía contra su pecho. Había momentos en que le parecía que latía al compás de su propio corazón, pero no podía saber con certeza si era su cuerpo el que marcaba la cadencia de los latidos o, por el contrario, era él el que reaccionaba ante alguna intensa fuerza procedente del interior del heliotropo.

Recostado cómodamente en el trono del templo, pasó unos momentos pensando en el lejano encuentro y sus consecuencias inmediatas. Como tenía planeado, había llegado a las puertas de Pax Tharkas antes de las peores nevadas invernales. Pasó la estación fría en la aislada fortaleza, pero no se había visto obligado a trabajar como temía en un principio. En vez de eso, descubrió que la piedra parecía aumentar su capacidad de predecir las acciones de los hombres con los que apostaba en el juego, y, cuando llegó la primavera y el momento de partir hacia el norte, había ganado una bolsa respetable y reclutado una banda de hombres duros y desalmados, los primeros Guardianes de la Fe.

Al mismo tiempo, Kelryn había elaborado un plan que le garantizase una buena situación y una total seguridad. Acompañado de sus matones, había viajado a Haven, donde parecía que casi cada semana nacía una nueva religión. En esa ciudad reunió rápidamente un grupo de seguidores muy leales, debido en parte a la naturaleza pendenciera de sus guardianes, y en parte a los poderes hipnóticos de la piedra. Mediante donativos ganados a base de mucho esfuerzo, habían adquirido un cobertizo en el barrio del Nuevo Templo, de Haven. En menos de un año habían sustituido el cobertizo por una sólida capilla. Veinte años después habían derribado esa capilla para construir el templo actual, mientras que los nuevos reclutas se ponían bajo la bandera de una secta que ofrecía poder, prestigio y la promesa de comida en abundancia.

Con el paso de los años, los Guardianes de la Fe originales habían envejecido y muerto, aunque el sumo sacerdote seguía siendo un hombre joven. Corrían por la ciudad rumores acerca de un clérigo que era la prueba evidente de que su dios otorgaba poder de verdad, y cada vez acudía más gente para unirse a la próspera iglesia.

De forma simultánea, otros templos que ocupaban parcelas contiguas en la misma vecindad habían sido víctimas de la mala suerte. Algunas de estas iglesias habían ardido, otras habían perdido de forma misteriosa a todos sus miembros. Muchos de los desheredados se habían vuelto hacia la Secta de la Túnica Oscura, mientras que otros simplemente desaparecieron.

Cada vez que se abandonaba un templo cercano, Kelryn y sus seguidores habían tomado posesión de él. Ahora, tras cincuenta años de labor, la secta ocupaba una manzana completa de la ciudad. Un alto muro rodeaba el recinto de la secta, protegido de forma eficaz por los feroces y armados Guardianes de la Fe. Dentro había jardines y mazmorras, edificios militares y salas de rezo, y Kelryn Desafialviento era señor de todo ello.

Una vez más los pensamientos del sumo sacerdote se volvieron hacia la nueva doncella, que sin duda ya estaba saboreando el fuerte vino tinto, esperando darle placer en el cercano jardín y, con eso en mente, decidió acabar cuanto antes con el resto de los asuntos del día.

—¿Dónde está el prisionero? —le preguntó al guardián Thilt, que esperaba pacientemente junto a la puerta las órdenes de su amo.

—¡Traed al traidor! —gritó Thilt.

Dos Guardianes de la Fe entraron en el templo, con las polainas salpicadas de barro; sujetaban entre ellos a un hombre con aspecto cansado y abatido. Llevando a la rastra al desgraciado, avanzaron hasta la parte anterior de la capilla y tiraron al cautivo boca abajo en el suelo, delante del sumo sacerdote.

—¿Lo encontrasteis en el camino al sur de la ciudad?

—Sí, señor, a mitad de camino de las Kharolis —gruñó uno de los guardianes, propinándole una patada al pobre prisionero.

—Habéis hecho un buen trabajo —dijo Kelryn. Recordó entonces a la mujer de la nariz aguileña que había asignado a los Guardianes de la Fe—. Como recompensa vosotros dos seréis los primeros en disfrutar de la nueva suplicante. Podéis marcharos, con mi bendición.

—Gracias, señor —respondieron a coro los guardianes, intercambiando miradas de complicidad. Mientras se dirigían a la puerta, Kelryn supo que se estaban midiendo entre sí para determinar quién poseería primero a la mujer.

—¡Ah, Fairman! —dijo el sumo sacerdote con un suspiro forzado mientras caminaba alrededor del prisionero, que seguía temblando, boca abajo, en el suelo.

Thilt se había retirado de su puesto, fuera de las puertas principales del templo, dejándolos solos dentro de éste.

—¿Por qué decidiste dejarnos? ¿Has tenido alguna debilidad, hay alguna duda en tu fe?

El hombre del suelo respiró hondo y, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, consiguió ponerse de rodillas y se atrevió a mirar de soslayo al clérigo mientras negaba con la cabeza.

—Levántate del suelo, mi buen hijo. —Kelryn indicó un banco cercano y usó una expresión que sólo reservaba para aquellos acólitos que ingresaban en la iglesia de jóvenes—. Siéntate y aclara tus ideas; tengo mucho interés en oír tu explicación.

Fairman, que llevaba mucho tiempo siendo miembro de los Guardianes de la Fe, miraba desesperanzado al sumo sacerdote.

«Sabe que ya ha perdido la vida —pensó Kelryn complacido—, pero también sabe que la diferencia entre una ejecución rápida y piadosa y una muerte lenta, con tortura previa, depende de las respuestas que pueda proporcionar».

—Fue la calavera, señor. Tuve un sueño y vi la calavera.

Kelryn se quedó inmóvil, y notó un profundo escalofrío, más de lo que se pudiera expresar con palabras.

—¿Dónde estaba? —inquirió, esforzándose por disimular la tensión que sentía.

—¡No lo sé! Estaba oscuro, pero la veía con claridad; y la oía llamándome para que acudiese a ella.

—Y tú prefieres obedecer a una voz que oyes en sueños, del más allá, que a las doctrinas y las órdenes de tu sacerdote.

Fairman miró a Kelryn con una petición silenciosa en los ojos. «Realmente quiere que lo entienda», pensó el sacerdote, intrigado por la sinceridad del condenado.

—No tuve elección —dijo el desdichado Fairman, sollozando—. Incluso al despertar veía esas órbitas sin ojos, oía una llamada que me invocaba, que me hacía moverme.

—Ya veo. —Pero Kelryn no entendía la extraña necesidad de acudir; aun así, le preocupaba, porque había perdido a más de una docena de fieles servidores en las últimas décadas. Aunque no era un porcentaje demasiado elevado de deserciones, todos aquellos fugitivos que habían sido capturados por los Guardianes de la Fe habían tenido un sueño similar.

—Sabes, por supuesto, que tu traición no puede ser perdonada.

—Lo sé, señor —repuso Fairman con tristeza. Respiró hondo, y pareció intentar decidir si debía decir algo más.

—Habla, hijo —lo exhortó el sacerdote con suavidad.

—Había algo más en el sueño, y en mis pensamientos, al despertar.

—¿Algo más?

—Era un kender, señor; la calavera se convertía en kender y era a él a quien yo perseguía. Era importante. Él parecía ser la calavera aunque el hueso no era de su propio cuerpo.

—¿Un kender? —musitó Kelryn, intentando que su voz pareciera despreocupada; aunque se sentía alarmado procuró que su interlocutor no se diera cuenta de ello. Él mismo había soñado con el misterioso kender en más de una ocasión, y recordaba cómo Gantor Espadanegra había divagado también algo acerca de uno de los pequeños trotamundos hacía ya más de cincuenta años. ¿Cuál era su significado?

—Sí, un kender que estaba asustado, señor. En mi sueño me tenía miedo, estaba asustado porque yo conocía su nombre.

Kelryn Desafialviento tenía en general muy poco interés por los kenders. Aunque las noticias eran ligeramente preocupantes, la mente del sumo sacerdote se había distraído, preocupada por otros asuntos más inmediatos; mientras, Fairman consumía sus últimos minutos de vida parloteando.

—Eso del kender no tiene importancia —dijo con repentina determinación. Recordaba con deseo a la doncella que lo esperaba al otro lado de la cercana puerta y de repente tuvo necesidad de ella. Con una escueta orden hizo llamar al guardián Thilt y cuando éste acudió se volvió hacia él—. Llevadlo al calabozo y matadlo de un solo golpe.

—¡Gracias, señor! —gritó de forma patética Fairman, echándose hacia adelante para abrazar los pies del sacerdote.

Pero Kelryn ya se había puesto de pie y se encaminaba a grandes zancadas hacia la puerta blanca. La sangre le ardía al pensar en la joven mujer, y sabía que la realidad no lo iba a decepcionar.

Detrás de él oía los sollozos de Fairman al ser puesto de pie y escoltado, sin necesidad de usar la fuerza, hacia una trampilla disimulada en el pétreo suelo que llevaba a las entrañas del templo.

La mujer estaba esperándolo, y era aun más bella y complaciente de lo que Kelryn se había atrevido a desear. La gozó el resto de la mañana, y ella pareció disfrutar poniendo sus más que discretas habilidades al reforzamiento de su fe. Sólo después, en su lánguida semiconsciencia, volvieron los pensamientos de Kelryn hacia el pobre Fairman. El hombre llevaba ya varias horas muerto cuando el sacerdote se incorporó, maldiciendo su propia precipitación. Debería haber tenido más paciencia, haber hecho un interrogatorio más completo acerca del sueño del traidor. Y, sobre todo, tendría que haber averiguado cómo se llamaba el kender.